Bree tenía mucha experiencia en perderse. Era algo que hacía a menudo y muy bien. Los caminos rurales tenían mucho más sabor que las autopistas, y si algún desvío ocasional la ponía en un apuro no le daba importancia. Por lo general, merecía la pena ser impulsiva. La vida no era divertida sin un poco de riesgo, sin tentar al destino, sin hacer girar la ruleta de la suerte.
Aunque aquella noche empezaba a sentir un poquito, casi nada en realidad, de miedo. La clase de miedo que te hace sentir un vacío en el estómago, los dedos fríos y el corazón desbocado.
Un rayo cortó el cielo y cayó a unos centenares de metros camino adelante. El trueno consiguiente hizo que su viejo Volkswagen trepidara como un anciano achacoso. La lluvia golpeaba con tanta fuerza que los limpiaparabrisas no servían para nada. El cielo estaba completamente negro, cosa normal ya que era alrededor de media noche. El camino de grava se había transformado en un barrizal, cualquier conductor con sentido común habría salido de allí inmediatamente.
Bree lo hubiera hecho gustosa pero estaba rodeada por la tormenta eléctrica. Detenerse en la cuneta no era una solución. Durante una hora se había dicho que la tormenta no tardaría en amainar, pero no lo hizo. Se había dicho que debía haber un hotel, una gasolinera o alguna casa a lo largo del camino pero no había encontrado nada.
Una cascada de relámpagos encendió el cielo revelando el paisaje desolador de las Tierras Malas de Dakota del Sur. Parecía un paisaje lunar. Rocas con apariencia monolítica brillaban como joyas a la luz de los relámpagos. La tierra yerma se extendía durante muchos kilómetros, salpicada aquí y allá por cerros desmoronados, cárcavas y barrancos. Pero no había señal de vida.
No era una tierra para los mansos de corazón pero nadie había podido acusar nunca a Bree Reynaud de ser tímida. Había llegado al Parque Nacional de las Tierras Malas aquella misma tarde y en seguida se había enamorado. Unas inmensas nubes negras habían empezado a arracimarse poco antes del ocaso. Las había visto, se había dado cuenta de que se avecinaba una tormenta, pero la idea de buscar refugio no había pasado por su cabeza. La tormenta cerniéndose había sido uno de los espectáculos más salvajes, solitarios y apabullantes que había contemplado en su vida.
No se arrepentía de haberla visto. Había habido varios momentos a lo largo de su vida en los que había deseado que las charlas de su padre hubieran tenido algún efecto. Raoul Reynaud lo había intentado prácticamente todo para inculcar un poco de prudencia a la más joven de sus hijos.
Por desgracia, no había servido para nada.
El parabrisas se volvió a empañar. Bree lo limpió con el último de sus pañuelos de papel. Durante algunos segundos manejó el volante con una sola mano. Cuando el coche patinó, murmuró una letanía de maldiciones en idioma Cajún. Al fin pudo hacerse con el control del vehículo pero sus manos sudaban copiosamente.
Reconoció para sus adentros que no estaba un poquito asustada sino muerta de miedo. Había decidido detenerse en el primer sitio que ofreciera algún refugio, aunque fuera una caverna.
Un relámpago estalló tan cerca de ella que pudo oler el ozono en el aire. El trueno casi le reventó los tímpanos, que protestaron dolorosamente. No se consideraba supersticiosa pero provenía del bayou de Louisiana. Quizá se tratara de un presagio.
Quizá había llegado el momento de dejar de vagabundear.
Quizá había llegado la hora de que una chica de veintisiete años dejara de desafiar al destino y cogiera firmemente las riendas de su vida.
Pero lo mejor, se dijo a sí misma, era concentrarse en sobrevivir en aquellos momentos. Bajó un poco la ventanilla. De inmediato, unas gotas como agujas le empaparon la manga del jersey rojo. Pero no podía hacer otra cosa, sin una fuente de aire frío el cristal se empañaba más de lo deseable. Los limpiaparabrisas despejaron momentáneamente el cristal y entonces lo vio… un grupo de grandes sombras oscuras se alzaba ante ella.
Había un grupo de edificios a unos cientos de metros del camino. Vio que el camino de entrada no era más que un pantano pero no le importó. Un refugio era un refugio. Ni la piedra filosofal le hubiera parecido tan preciosa a un alquimista.
Cuando consiguió llegar, su alivio se convirtió en incredulidad. Era una tierra de ranchos y había concluido que había descubierto uno. Los edificios esparcidos en torno al principal podían ser graneros pero el del centro parecía el castillo de Drácula.
Un castillo de Drácula sin el menor gusto. Podría haber encajado en un paisaje alpino pero quedaba estúpido en medio de Dakota. Era un edificio de piedra gris con tres pomposos pisos, profusamente decorado con torreones góticos y vidrieras en las ventanas. Dos leones de piedra flanqueaban las enormes puertas, que no eran muy artísticas pero sí muy grandes. La explanada no era ni césped ni pradera, sólo había malas hierbas.
En el mejor de los casos sería la casa de alguna loca excéntrica. Bree dudó un momento antes de bajar del coche. No tenía miedo pero estaba exhausta y se preguntaba si tendría la energía suficiente como para bregar con una loca.
Otro relámpago encendió el cielo y Bree echó a correr mientras hacía una apuesta mental con el destino. Sería prudente el resto de su vida, sería cautelosa, sería buena, si el propietario le dejaba acampar aquella noche en uno de sus graneros.
Subió a la carrera los veinte escalones que llevaban a la puerta principal. Incluso en esa mínima distancia estaba empapada cuando llamó a las grandes y ajadas puertas de roble.
Se filtraba la luz por los ventanales que había a ambos lados de la puerta pero nadie respondió a su llamada. Volvió a intentarlo y luego probó con el pomo. Estaba cerrado.
Volvió a llamar con más fuerza, aporreando la vieja madera. La lluvia le cegaba los ojos. Pensó que tendría el aspecto de una rata ahogada, cuestión que normalmente no le hubiera importado. Su figura no era para hacer aspavientos aunque había heredado el pelo negro, los ojos azules y la piel de magnolia de sus antepasados franceses. Una figura espectacular no resultaba conveniente para una mujer que viajara sola. Pero esa noche no hubiera querido tener un aspecto tan desamparado.
Al no conseguir respuesta se preparó para dar un golpe con todas sus fuerzas y estuvo a punto de caer de bruces cuando la puerta se abrió de improviso. Tenía preparado el discurso y las disculpas, segura de que el propietario sería un viejo excéntrico. Pero el hombre que la miraba ceñudo no tenía nada de viejo ni de marchito. En realidad, parecía recién llegado de Wall Street. Era casi media noche y todavía vestía de etiqueta en medio de una zona ganadera. Bree se quedó fascinada preguntándose si dormiría con el portafolios.
Bree había conocido mucha gente en sus viajes pero nunca un «gros chien», un personaje importante en el lenguaje del bayou. Y lo que era más importante, su supuesto benefactor parecía ser un pariente cercano de los leones de granito de la puerta.
Era atractivo, aunque no de una manera habitual. Parecía tener un ceño fruncido permanente. Era alto, delgado, el pelo rubio y la cara rectangular que resaltaba sus pómulos y una barbilla que denotaba dureza. Sus ojos eran maravillosamente grises, agudos e inteligentes, pero también duros. Y, al igual que los leones de granito, parecía dispuesto a devorar a cualquier corderillo que se le pusiera al alcance.
Bree siempre había sentido una curiosidad insaciable hacia la gente. Era evidente que él nunca había tenido ese problema. Su mirada fustigó a la chorreante Bree y su única respuesta consistió en un expresivo «demonios». Un segundo después, la puerta se cerraba a sus espaldas con el sonido mórbido de la losa de una tumba.
Cabía dentro de lo probable que no fuera bienvenida.
Consideró retirarse y afrontar la tormenta pero el vestíbulo sombrío estaba caliente y seco. Por muy antipático que fuera el león, parecía que le ofrecía refugio. Compuso su mejor sonrisa y extendió una mano hacia aquel hombre.
– Me llamo Bree Reynaud señor…
– Simón Courtland.
Ella asintió. Quizá no se había dado cuenta de su mano.
– Señor Courtland, lo siento muchísimo…
– No se moleste en contarme la historia -la atajó el con impaciencia-. Es obvio que se ha perdido en la tormenta. Cómo o por qué, carece de importancia. Quédese aquí. Volveré ahora mismo.
Se marchó mientras mascullaba frases como: «Lo que me faltaba», y «¿qué más podría salir mal?». Bree se quitó el cabello de los ojos para mirarle. Courtland volvió a los pocos minutos y depositó en sus brazos una manta, una toalla y una bata.
Bree no podía hacerse una idea de para qué le daba la bata hasta que cayó en la cuenta de que le ofrecía algo en lo que dormir. Era más de lo que ella esperaba y le habría mostrado su gratitud pero él no le dio oportunidad.
– Esta casa ha estado cerrada mucho tiempo y apenas es habitable. Tendrá que arreglarse con lo que tenga -dijo en tono irritado-. En el piso de abajo, pasando un salón y un despacho hay un gabinete. Hay un sofá cama bastante duro.
– No me importa.
– En el ala oeste, dejando atrás un comedor y una cocina, hay un baño. Dese una ducha caliente antes de que coja una pulmonía. Tendrá que secar la ropa en los radiadores. Hay una secadora pero está estropeada.
– Muy bien, yo…
– Si está preocupada por su intimidad no debe. Yo estoy trabajando en el piso de arriba. Manténgase lejos de la escalera y nos llevaremos bien. ¿Qué le ha ocurrido a su coche?
– ¿Mi coche?
– ¿Se le ha calado o ha caído en alguna zanja?
– No, el coche funciona. No pude continuar mi viaje debido a…
– La tormenta, es obvio. No dudo de que los detalles serán muy interesantes. Ya que su coche funciona supongo que no tendrá problemas en desaparecer antes de que yo me levante. Deje las cosas como las ha encontrado y estaremos en paz. Si tiene alguna pregunta hágala ahora.
– Ninguna, señor -dijo Bree sin poder evitar un tono militar en su respuesta.
Pareció que a Courtland se le pasaba por alto el intento de introducir un poco de sentido del humor en su charla. Bree pensó que debía ser lo único que había pasado por alto hasta entonces. Su mirada la había recorrido por completo, no de la manera en que un hombre mira a una mujer sino más bien como un científico examinando un microbio al microscopio. Intentó recordar la última vez en que un hombre la había tratado como si fuera un bicho molesto. Aunque Simón no tenía medio de saberlo, su actitud era maravillosamente reconfortante. Si sus instintos se hubieran inclinado hacia las morenas empapadas la situación podría haber sido problemática.
– Deduzco que viaja usted sola.
– Sí -contestó ella mientras pensaba que no tenía por qué ser tan evidente para él.
– Dígame si planea entrar después alguna criatura, humana o bestia, que tenga escondida en el maletero.
– Tiene mi palabra, «cher». Ni felinos, ni caninos, ni parásitos humanos -dijo ella seriamente.
Simón le lanzó una mirada que le hizo pensar en la posibilidad de que sonriera. Pero no. Nada podía arrancar una sonrisa de aquellos rasgos graníticos. En apariencia, cuando el señor Courtland dejaba de dar órdenes era que había dado por terminada la conversación. A sus espaldas se elevaba una escalera de roble dividida en dos descansillos.
– Buenas noches -dijo antes de dar media vuelta y subir las escaleras.
Bree lo contempló hasta que lo perdió de vista. Estaba empapada pero se sentía acalorada. No había ningún motivo para que su corazón latiera tan apresurado.
No le cabía la menor duda de que lo había molestado. Pero la rudeza de Courtland no le había importado. No tenía ningún motivo para dar la bienvenida a un visitante molesto e inesperado, sin embargo Bree había visto en su rostro las severas líneas de la extenuación. Tenía la impresión de que lo habían presionado mucho tiempo. Incluso un hombre rígido y autoritario se hubiera acordado de sonreír.
«¿Quién te ha sorbido la vida, «cher»?, pensó ella mientras suspiraba.
Tenía la mala costumbre de preocuparse por los demás. Naturalmente, ni los problemas de Simón eran asunto suyo, ni había posibilidad de que llegaran a serlo.
Se quitó las zapatillas y fue en busca del baño. Estaba decorado con viejos azulejos en tonos púrpura. Bree se despojó rápidamente de sus ropas mojadas y se puso bajo el chorro humeante de la ducha.
Unos cuantos minutos después se acercó al espejo empañado de vapor. Aunque Bree medía uno sesenta y cinco, le sobraba bata por todos los lados y tuvo que doblar varias veces las mangas antes de verse las manos. Al contrario de lo que había esperado, la tela no era tan abrasiva como su dueño y resultó una caricia sobre su piel.
Bree pensó que quizá se conformara con una sensualidad de guardarropa. Era un chiste para sí misma. La ducha no había conseguido relajarla, se sentía tensa por haber conducido bajo la tormenta y la casa había despertado su curiosidad.
Encontró el gabinete donde tenía que dormir. Colgó sus ropas sobre el radiador y salió de puntillas sin arriesgarse a encender ninguna luz excepto la del salón central.
La casa era terreno abonado para fantasmas y fantasías descabelladas. Los suelos de madera crujían, el viento silbaba por las rendijas. Las telarañas ocultaban los techos y había montañas de muebles cubiertos con sábanas. Aquella casa no podía ser de Simón.
Sólo encontró un cuarto cerrado, todos los demás estaban repletos de tesoros. El suelo del cuarto de estar estaba cubierto por una alfombra oriental gruesa y preciosa que debía tener más de cien años. La cocina, por la que había que pasar para acceder al baño tenía un hogar más alto que un hombre, un horno de ladrillos y una despensa que hubiera hecho las delicias de cualquier cocinero. El comedor disponía de un elevador empotrado que lo conectaba con la cocina.
Bree estaba encantada. Cuando un enorme reloj dio la una, decidió poner fin a su exploración. Existía el riesgo de que su anfitrión bajara a investigar aquellos ruidos extraños. Fue al gabinete y cerró la puerta.
Ya había descubierto que la luz principal no funcionaba pero había una lámpara junto al sofá. El gabinete estaba atestado de libros y olía a polvo y a tabaco de pipa. Cuando sacó la cama verificó las advertencias de Simón, el colchón era más duro que una piedra. No importaba, había dormido en sitios peores. Apagó la lámpara y se arrebujó en la manta dispuesta a dormir.
La oscuridad era absoluta. El viento gemía en la chimenea del hogar. Los relámpagos iluminaban unas sombras poco familiares. La casa tenía un aire un tanto fantasmal pero ella se sentía segura. No era la casa lo que le impedía conciliar el sueño, era la soledad. Demasiadas camas extrañas, demasiados lugares desconocidos. Un año sin un perchero en el que colgar su sombrero, un año de no ir a ninguna parte y, según su familia, de vivir temerariamente. La familia lo era todo en el lugar de donde procedía. Bree tenía unos doscientos parientes cercanos. Todos entonaban la misma cantinela, una mujer de veintisiete años debía vivir en un lugar fijo y estar casada a ser posible con un niño en camino o, por lo menos, una carrera.
Al principio el desafío de vagar sin rumbo le había parecido divertido. Las Navidades en Carolina del Sur, la primavera en las Montañas Nubladas, el verano en Maine. La América de las ciudades grandes y de los pueblos apartados, gente y modos de vida diferentes. A Bree le gustaba disfrutar de cada experiencia que el camino le brindara.
Pero no podía durar siempre. Desde el principio había sabido que era una huida. Y también sabía de qué estaba huyendo.
Matthew no había sido su primer error, pero había constituido la gota de agua que había desbordado el vaso. Estaba harta de ser tan boba. Si alguien la necesitaba, acudía sin pensárselo. Dar formaba parte de su naturaleza. Y la confianza en la gente. Pensó que cuando se extiende el corazón ante los demás como si se tratara de una manta siempre aparece un hombre dispuesto a pisotearlo. Y ella se había descubierto repitiendo los mismos errores. Había tenido que tomar una determinación para cambiar.
Viajar sola la había obligado a endurecerse, a aprender a protegerse a sí misma y a desarrollar su capacidad de enjuiciar a la gente. La confianza en uno mismo y la autosuficiencia no eran unos rasgos de carácter innatos, sino capacidades que una mujer podía aprender a desarrollar.
Decidió dormir. Al día siguiente habría tiempo de preguntarse por qué seguía huyendo. Cuando se le cerraron los párpados pensó vagamente que no había cerrado la puerta con el pestillo. Sonrió. Podía ser impulsiva pero no era tonta. Si hubiera tenido que dormir en la casa de cualquier otro desconocido se habría levantado a cerrar. Simón la había mirado con el mismo deseo que habría mostrado por un perro. Se le ocurrió que no se había sentido tan segura en más de un año.
En mitad del sueño sus ojos se abrieron de repente. No creía haber dormido más de dos horas. Estaba de costado abrazada a la almohada, como dormía siempre. Sin embargo, no estaba acostumbrada a despertarse con el brazo de un hombre en la cintura mientras que unos muslos duros presionaban contra su trasero.
Le habría gustado gritar pero tenía un nudo en la garganta. El terror la había paralizado. Poco a poco, aunque el miedo no desapareció, se transformó en una emoción más soportable al caer en la cuenta de que nadie la atacaba. El cuerpo masculino que se acurrucaba contra ella era un peso muerto.
Ya podía gritar pero estaba más inclinada a maldecir. Después de tanto tiempo en la carretera, Bree creía que había hecho de su olfato para los problemas un arte superior. Era evidente que la autocomplacencia no le servía para nada en aquel caso. Se debatió para ponerse de espaldas, lo que sólo sirvió para destaparla pero no tuvo ningún efecto en el Donjuán que dormía a su lado. La cabeza se apretó contra su cuerpo y una mano abarcó su pecho con toda familiaridad, como si ya supiera el tamaño y la forma de su seno de antemano.
Bree podría haberle dicho que no había trato. En realidad, él debía haber llegado a la misma conclusión, ya que se había quedado durmiendo.
No era divertido. La tormenta había cesado y la habitación estaba sumida en un silencio inquietante. La luz de la luna se filtraba por la ventana. Bree podía ver pero estaba demasiado atontada como para pensar con claridad. La situación, sin embargo, no tenía nada confusa. Ella disponía de dos opciones, o bien encontraba las palabras adecuadas, o se decidía por un bonito y sonoro sopapo.
Bree votaba por el sopapo pero había un problema técnico. Tumbada de espaldas, enredada en la bata y la manta, trabada por el brazo sobre su cuerpo, carecía de punto de apoyo. Hizo un esfuerzo por sentarse, la mano de Simón resbaló hasta lo más íntimo de su regazo. Le miró furiosa y se sobresaltó al ver que tenía los ojos abiertos.
Estaba despierto.
Sólo que no exactamente.
Bree se pasó una mano por los cabellos. El desconocido de la noche anterior era un pez gordo dictatorial, con unos ojos acerados y fríos, desprovistos de toda pasión. Aquel cuerpo musculoso era el mismo, sus rasgos duros no habían cambiado. Pero el hombre que yacía a su lado tenía unos ojos sensuales, luminosos de emoción, que la miraban directamente a la cara.
Sólo que no exactamente.
Bree le pasó la mano ante los ojos. No parpadeó. Le tocó el brazo. Su piel estaba terriblemente fría. De repente se dio cuenta de que no llevaba más que unos calzoncillos azules. Una excitación sexual recorrió todo su cuerpo mientras ella la maldecía por su inoportunidad. Bree hizo un esfuerzo por ignorar su erección evidente, sus brazos musculosos, el pecho ancho. Pero no pudo ignorar la carne de gallina que tenía a causa del frío.
Estaba helado y ni siquiera había intentado taparse con la manta. Si bien había intentado seducirla parecía haber abandonado su meta. Dormía profundamente sólo que con los ojos abiertos.
No tenía sentido.
Sin embargo, hay ocasiones en que una mujer no necesita tener todos los datos para emprender la acción adecuada.
– Sal de mi cama inmediatamente, Courtland.
Sin dilación, y también sin apresurarse, la mano se levantó y él se puso en pie. Por un segundo, su figura se recortó contra la luz de la ventana y Bree contuvo el aliento.
Su estereotipo de un sonámbulo era que alguien andaba dormido como un robot con los brazos extendidos ante sí. Supuso que Simón era un sonámbulo pero ni era un robot ni era el gélido señor Courtland.
Simplemente era un hombre vulnerable con una expresión apesadumbrada en los ojos y un silencio que hablaba de un aislamiento y una soledad terribles. Su figura casi desnuda se movió en la oscuridad con la fluidez de un predador en la noche, pero Simón no era ningún predador. Cuando salió de la habitación sus pasos carecían de dirección, estaban ciegos y perdidos.
Se lo imaginó rondando por la casa el resto de la noche y a punto estuvo de salir tras él. Pero por una vez en su vida tuvo el sentido común de controlar su impulsividad. Simón había dejado bien claro que no quería tener nada que ver con ella. Si intervenía sólo lograría enfadarle. ¿Caminaría sonámbulo muy a menudo? ¿Y si se hacía daño? ¿Qué clase de tensión hacía que un hombre se levantara durmiendo? ¿No conocía a nadie que pudiera ayudarle? Eran unas preguntas fascinantes de las que nunca sabría la respuesta.
Se sentó en la cama apoyada contra el respaldo del sofá. No quería coger el coche sin haber descansado un poco más pero tampoco deseaba quedarse durmiendo. Repentinamente, le parecía muy importante obedecer a Simón y desaparecer antes de que él se despertara.
Las casas quejumbrosas, pobladas de sombras, no la asustaban. Le gustaba el riesgo y todavía tenía que encontrar algo que verdaderamente la amenazara.
Sin embargo, la curiosidad era su más antigua enemiga. Se repitió a sí misma que Courtland no era problema suyo. No quería volver a meterse en problemas. En el pasado, cuando veía a alguien dolido, se lanzaba de cabeza a ofrecer su consuelo. Antes se entregaba, comprometía su alma y su corazón y siempre acababa herida, baqueteada irremisiblemente.
Una voz somnolienta le susurró que estaba haciendo una montaña de un grano de arena. ¿Para qué se preocupaba? En un par de horas estaría de nuevo en la carretera.
No había nada de lo que asustarse.