Había un diseño intrincado en la pantalla del ordenador, el plano de un sistema de almacenaje mecanizado. Simón lo conocía de sobra. Antes de concursar para el contrato de Boston lo había instalado en otras tres empresas. Pero en aquella ocasión, uno de sus ingenieros quería introducir una modificación en el diseño. La idea era buena pero elevaba el coste en setenta mil dólares.
Simón siempre había ofrecido lo mejor y no pretendía rebajar sus baremos. Con el ordenador probaba alternativas y las comprobaba matemáticamente para abaratar los costos. Nada funcionaba. Las respuestas existían, era una simple cuestión de hallarlas. Pero debía ser antes del martes. No era la única empresa que concursaba por el contrato.
Y más que conseguir el contrato, quería presentar un buen proyecto, pero la concentración le había resultado imposible durante la última semana. En algún punto de la casa resonaban los martillos, las escaleras chirriaban al ser arrastradas sobre el suelo de madera. Había llamado a voces y ruidos de pasos por todas partes. Una voz infantil sonó a sus espaldas.
– Bree dice que apagues el ordenador, papá.
– No puedo ahora, cariño.
Un contrato millonario y él estaba atrapado en una tierra de coyotes y perrillos de la pradera.
– Dice que tienes que apagarlo, que el chico va a cortar el zumo.
– ¿Qué?
Por lo general, cuando Jess hablaba de zumos se refería al de manzana o al de naranja. A Simón le llevó un momento darse cuenta de que había sido una forma sencilla de informarle de que iban a cortar la electricidad. Puso a salvo el material que tenía en el programa y apagó el ordenador. Unos dedos pegajosos se posaron en su cuello desde atrás con la intención afectuosa de estrangularlo.
– ¡Oye! -protestó.
Aquello le valió un beso en la mejilla. Un beso pegajoso de mermelada. Antes de la llegada de Bree su hija había carecido del concepto de orden y del control. Ahora, carecía de ellos aún más.
El intento de estrangulamiento con mermelada no cesó hasta que deslizó una mano hacia atrás para hacerle cosquillas a su temible atacante. Jessica lo soltó riéndose. El sonido de aquella risa tuvo un efecto curiosamente balsámico sobre sus nervios alterados.
Simón cedió un impulso extraño y levantó a la niña en brazos. La respuesta de Jess fueron más risas y más carcajadas. Simón oyó el acento sureño de Bree sermoneándole en su pensamiento.
«Olvida el orden y el control. Lo que Jess quiere es que le hagan cosquillas, que la abracen. Quiere que ruedes por el suelo con ella».
Pensar que él iba a escuchar un consejo era una ingenuidad. Y más viniendo de una empleada, una vagabunda de ojos azules. Pero en lo concerniente a su hija Bree tenía la desagradable costumbre de dar en el clavo. El peso en sus brazos, el olor, las texturas misteriosas de aquel cuerpecito de cuatro años embadurnado de mermelada le hacían sentirse extrañamente bien.
Simón siempre había mantenido una reserva cuidadosa con su hija. Lo consideraba su deber. Jess era una responsabilidad preciosa y terrible. Liz no podía definir la palabra disciplina ni con la ayuda del diccionario, de modo que Simón había asumido que la debía aprender de él. Desde el día de su nacimiento se había sentido torpe para ser un buen padre. Bree no dejaba de repetírselo. «Idiota. ¿No ves que sólo es una niña? Una niña. Hay que amarla hasta comérsela. ¿Tan complicado es?».
– ¿Dónde vamos? -preguntó Jessica.
– Al lavabo más próximo para lavarte la cara y las manos.
– No podemos -le informó ella muy seria.
– Te prometo que sí podemos.
– No podemos, papá, de verdad. No hay agua.
Simón se detuvo en seco. Ni agua, ni electricidad, treinta hombres haciendo ruido y generando cascotes por toda la casa. Si pasaba una semana más en aquellas condiciones iba a volverse loco.
Dejó a Jess sobre la encimera de la cocina con las piernas colgando y buscó un paquete de servilletas. Afortunadamente sólo restaba una semana de maremágnum. Era más eficiente acometer todas las obras de una vez que ir demorándolas. En el aspecto técnico, todo se desarrollaba a pedir de boca. Sólo había un par de inconvenientes que no había previsto. Uno era Jess, que estaba tan encantada con aquella monstruosidad gótica como Bree. Cada vez que mencionaba su intención de vender la casa lo miraban como si fuera un asesino.
Y luego, los obreros. La mano de obra local estaba constituida por cowboys. Los muchachos eran buenos y la prueba estaba en la calidad del trabajo. Simón también les pagaba una prima extra. El problema era el sexo. Todos eran hombres y a Bree parecían gustarle. Cada vez que Simón doblaba una esquina se encontraba a algún jovenzuelo intentando flirtear con ella o a otros menos jóvenes intentando hacerla reír. Excepto cuando se ocupaba de Jess, siempre podía encontrársela donde más actividad había. Les llevaba emparedados a los hombres o les alcanzaba las herramientas. Parecía tener un sexto sentido para saber dónde era necesaria una mano.
Simón se había dado cuenta desde el principio de que Bree no tenía idea de lo que estaba pasando. Ella se imaginaba que los hombres se limitaban a mostrarse amistosos. No acertaba a explicarse cómo una mujer podía haber viajado sola por todo el país y seguir siendo tan candida. La mitad de los jóvenes babeaban al paso de aquellas piernas y tenía muy presente que se hallaban en un país de predadores. Bree no parecía ver el efecto que se acento, sus ojos azules y su contoneo tenían sobre los obreros.
– No va a quitarse, papá -dijo Jess pacientemente.
– ¿Qué has comido?
– Rábanos.
– Los rábanos no son pegajosos.
– Estos sí, papá. No he cogido ninguno de esos pasteles blancos rellenos de mermelada -dijo Jessica virtuosamente.
– Cariño, ¿dónde está Bree? -preguntó olvidándose de darle una charla sobre el valor de la verdad y la integridad.
– Con el chico.
– ¿Con qué chico?
– Con el chico del zumo.
Puso a su hija en el suelo y dedicó unos minutos a limpiarse él mismo. Tenía millones de cosas que hacer y supervisar. Simón repasó mentalmente su lista de prioridades hasta llegar a una conclusión obvia. La electricidad era lo más importante. La caja de los fusibles estaba en el cuarto de las calderas. Antes de doblar el pasillo, oyó las voces.
– Sostén esto hacia aquí, ¿quieres Bree?
Sin fluido eléctrico el cuarto de las calderas era lóbrego y oscuro. Pero la atención de Simón estaba centrada en los dos cuerpos que se apretujaban frente a la caja de fusibles.
– Claro. ¿Ves mejor?
Se trataba de Tom. Era un buen muchacho y un buen profesional. Alto y rubio, tenía una sonrisa tímida y una manera de andar algo engreída. Simón se imaginaba que era demasiado joven para afeitarse. Y tampoco iba a tener oportunidad de hacerlo si no dejaba de perseguir a Bree.
Ella estaba hombro con hombro con el muchacho. Le sostenía la linterna para que él pudiera verificar los fusibles de cada circuito. Bree estaba de puntillas, intentando apuntar la linterna cuidadosamente. Simón no podía culpar al muchacho por descuidar su trabajo pero sus ojos estaban más ocupados que sus manos.
– Con ese acento no puedes ser de por aquí.
– Soy de Louisiana.
– ¿En serio? ¿De dónde los pantanos, los magnolias y todo eso?
– Y todo eso -contestó ella riendo.
– Supongo que no querrás venir a bailar.
– Supón que no hace sol en junio.
– Hablo de un baile en un granero, nada elegante. Lo organiza la comunidad, un poco de country, un poco de rock and roll…
Simón carraspeó y les interrumpió en tono jovial.
– Tendrías que haber avisado de que necesitabas ayuda, Tom.
Dos pares de ojos giraron hacia él. No miró a Bree, se limitó a confiscarle la linterna suavemente.
– No tardaremos mucho. Tengo conocimientos de electricidad. Como ya te he dicho, tendrías que haberme avisado si necesitabas ayuda.
No dijo más. Nada divertido y nada extraño. Nada que justificara la risa de Bree.
Simón había pensado que cenarían queso y pan para la cena. Sin agua ni electricidad no se imaginaba cómo podría cocinar.
Bree había sugerido que su vida dependía excesivamente de la tecnología y había preparado una cena capaz de asombrar a un buda de porcelana. El pan y unas patatas a la menta salieron del horno de ladrillos. Los filetes a la pimienta se hicieron sobre un hibachi que ella había montado fuera.
Los carbones todavía están incandescentes. A las siete la temperatura empezaba a disminuir y el enorme cielo del Oeste era de un azul profundo. Simón no tenía el más mínimo interés en el color del carbón ni en la profundidad del cielo, pero el paisaje evitaba que mirara a Bree.
Tenía el plato en el regazo y la espalda apoyada en uno de los leones de la entrada principal. Bree usaba el otro como respaldo. Jessica había acabado de cenar y se entretenía haciendo ramilletes de flores silvestres. Simón seguía sin explicarse por qué Bree había querido cenar fuera si ya todo funcionaba razonablemente bien.
Se había plegado a sus deseos. Mientras comía el último bocado, los pies de Bree aparecieron en su campo visual. Se pintaba las uñas de un rojo brillante. Hacían juego con sus labios, con la diferencia de que éstos no se los pintaba. Bree dejó su plato con un suspiro de satisfacción. Simón había descubierto que esa era su manera de hacerlo todo. Alegremente, gozosamente, con una alegría de vivir extrañamente femenina que le hacía sentir… nervioso.
Se había jurado a sí mismo no decir nada y no lo había hecho. Cuando hablaban de Jess conversaban toda la noche. Sin embargo, cuando discutían temas personales, Simón o acababa pareciendo un tarado pomposo u optaba por callarse.
Bree no sabía lo que pensaba de ella. Nunca lo sabría. Él había enterrado su vida bajo una montaña de responsabilidades, ella era un chispazo, una brisa fresca que él había perdido hacía mucho tiempo. No había excusa para la molesta atracción que sentía hacia ella. Cuando estaban juntos la tensión se elevaba como el cordel de una cometa en el viento. Por fortuna, tenía un control absoluto de sí mismo.
– ¡Bueno! -exclamó ella desperezándose en pie-. Creo que será mejor que vaya a cambiarme.
Simón supo que iba a formular la pregunta que no quería hacer.
– ¿No irás a salir con ese chico? No lo conoces de nada.
Bree le miró con ojos aterciopelados. Tuvo la desagradable impresión de que se divertía a su costa.
– Tom ya no es ningún chico, Simón. Es un hombre muy simpático y bueno.
– Eso no lo sabes.
– Ha trabajado en la casa durante una semana. Lo conozco lo suficiente. Además, sólo será un baile. ¿Qué tal el filete? ¿Llevaba mucha pimienta?
– El filete estaba estupendo. ¿A qué hora pasará a recogerte?
– No va a recogerme. Pienso ir en mi coche y nos encontraremos allí.
– ¿Lo ves?
– ¿Qué he de ver?
– Si lo has arreglado para ir en tu propio coche es que no estabas segura de dónde te metías.
– Es cierto -murmuró Bree.
– ¿Qué entiendes tú por «es cierto»?
– Me refiero a que tienes razón. No quería depender de él. Quizá beba. Quizá tenga en mente algo más que un baile. No lo creo o no habría quedado con él, pero de vez en cuando, soy capaz de tomar mis precauciones.
Bree le palmeó la espalda como si ella tuviera cien años y él fuera sólo un niño. Pero al contrario. Él era el adulto y ella la que tenía que madurar. Simón sabía que mientras se considerara como un tío para ella podría dominar el problema de la tensión que aparecía cuando estaban juntos.
– ¿No te molestará que vaya a divertirme un par de horas, verdad?
– Por supuesto que no.
– Si necesitas que haga algo…
– No necesito nada. Has estado trabajando como una esclava por mucho que te he repetido que no era necesario.
– Creí, sinceramente, que te gustaría que me quitar unas horas de tu vista. No puede gustarte que te gane todas las noches al ajedrez.
Simón era demasiado educado para decirle que la única razón por la que ganaba era porque hacía extrañas e imprevisibles jugadas de continuo.
– Piénsalo, «cher». Toda la velada de paz y tranquilidad. Estoy segura de que vas a disfrutarla -le dijo alegremente-. Necesito hablar con tu hija.
– Me gustaría que lo hicieras -dijo observando la explosión de colores que se movía por la explanada-. Yo lo he intentado pero no ha servido de nada. No puedo creer todavía la clase de ropa que elige.
– Elige la que más le gusta. ¿Qué tiene de malo? -preguntó ella riendo.
– Que sólo tiene cuatro años y ya lleva pendientes.
– ¿Y ese es el problema? Este mes le ha dado por el glamour, por la elegancia. El que viene se dedicará en cuerpo y alma a las ranas.
Simón no podía comprender por qué encontraba sus palabras tan tranquilizadoras si Bree no tenía ni el sentido común suficiente para llevar zapatos.
– ¿No crees que se sale un poco de lo normal que vaya por ahí con más maquillaje que un payaso de circo?
– «Normal» es una palabra bastante estúpida. Jess está sana, es feliz y asombra su independencia. A menos que te opongas radicalmente, yo la dejaría en paz. Aunque sobre el asunto del maquillaje he de admitir que tenemos una discusión pendiente. Esa bribona me ha rateado mi sombra de ojos azul y la necesito esta noche.
Simón la observó mientras se acercaba a Jess con aquel leve contoneo de sus caderas, contempló cómo la brisa acariciaba la nube oscura de sus cabellos y pensó que tenía razón.
El tiempo consagrado a Jess era después de cenar pero, cuando la golfilla se dormía, Bree solía convencerle para jugar una partida de ajedrez en la cocina. Era una manera inocua de pasar la velada. O tendría que haberlo sido de haber podido concentrarse en el juego y no en aquellos labios rojos, en la longitud de sus piernas y el azul de sus ojos. Todo en ella era sensual. Simón se imaginaba que hasta cuando se cepillara los dientes sería sexy.
Tomó un sorbo de té helado. Cuando conseguía aplacar su deseo se sentía menos nervioso. Era humillantemente consciente de que no podía satisfacerla en la cama. ¿Cómo podría complacer a una mujer con tanta pasión, energía y sensualidad?
En aquel momento hacía girar a Jessica, que reía a pleno pulmón. Bree les había llevado el increíble don de la risa a sus vidas, pero de vez en cuando Simón descubría un brillo secreto en sus ojos. Una soledad, un anhelo, un ansia… y un sufrimiento. Las cicatrices de una mujer y no las de una niña inconsciente, y estúpidamente, llegaba a pensar que ella también necesitaba a alguien.
Sin embargo, cada vez que sus pensamientos llegaban a ese punto se repetía que no podía tratarse de él. Durante el tiempo en que Bree se quedara con ellos estaba bajo su cuidado. Estaba decidido a ser una especie de hermano mayor, aunque eso lo matara. Pero, con todo, no podía evitar un pensamiento errático que no obedecía a su voluntad. Si Bree volvía aquella noche con el maquillaje estropeado, con una uña rota, con la menor señal de que aquel chico le había puesto la mano encima, Tom iba a desear no haber nacido nunca.
Bree cerró la puerta del coche con tanto cuidado que ni un ratón podría haberla oído. Eran casi las dos y el cielo de la madrugada desplegaba el espectáculo de millones de estrellas, aunque hacía un frío capaz de helar los dientes.
Bree se descalzó a pesar de todo. Se le helaron los pies con el contacto del suelo pero no le importaba. Había bailado hasta el agotamiento y sus pies necesitaban que les estimulase el riego sanguíneo. También necesitaba aclararse la mente. Dos cervezas. Todo un récord para ella. El granero había estado lleno de gente y de humo, el calor había sido asfixiante y la música salvaje. Tom se había revelado como un bailarín fantástico y ella disponía de energía de sobra para quemar. Se había entregado al baile por completo pero no le había servido de nada.
Subió los escalones de puntillas. Tom era adorable. Un poco engreído, pero era sólo fachada. Tenía una voz suave y dulce y si Bree hubiera sabido que reservaba todo su valor para el final de la noche no le habría enviado señales equívocas. Pero Tom era un hombre y los hombres siempre han de averiguar si tienen una oportunidad. Sí, le había besado y había conseguido el mismo placer que si hubiera besado a un cachorro peludo.
Había esperado que la noche le brindara una cierta distancia para juzgar lo que sentía por Simón. Se sentía desgraciada. Nada era lo mismo sin aquel hombre horrible. Seis horas sin nadie con quien discutir, sin nadie que se burlara de ella con sus agudas percepciones y sus juicios de valor. Debería sentirse encantada. ¿Acaso Courtland la quería? La respuesta era no. ¿Acaso quería ella profundizar en sus sentimientos hacia él? Tampoco. ¿Alguna vez la había tocado para demostrarle deseo o interés o algún sentimiento? Nunca. Al menos mientras estaba despierto. Entonces, ¿por qué le parecían más emocionantes los paseos, las charlas durante el desayuno y las partidas de ajedrez con él que cualquier cosa que intentara sin aquel idiota?
«No es tan difícil la respuesta, Reynaud. Necesitas una bonita camisa de fuerza. Una temporada en uno de esos centros que tienen jardines espaciosos rodeados de muros altos y con lindos barrotes en las ventanas».
Con cuidado de no hacer ruido para no despertar a nadie, hizo girar la llave en la cerradura. Crujió un poco. Abrió la puerta con una lentitud agónica. Simón debía haber dejado encendida la luz del salón porque la oscuridad no era total. Cerró la puerta. Bostezó. Giró sobre sus talones y lanzó un grito descomunal.
– Soy yo, no un fantasma.
– Me has dado un susto de muerte -jadeó ella con la mano aún sobre el corazón-. ¿Qué haces levantado a estas horas?
– Podrías haber tenido un pinchazo.
– Simón, he cambiado un millón de ruedas más o menos este último año.
Él estaba sentado en las escaleras con los brazos alrededor de las rodillas. Los signos eran obvios, las mangas de la camisa subidas, el pelo desordenado.
– Tú has estado trabajando.
– La electricidad ha estado cortada todo el día. Claro que he estado trabajando.
– ¿Te has tomado ya el coñac?
Simón le lanzó una mirada asesina.
– Reynaud, ¿por qué no intentas meterte de una vez en la cabeza que puedo sobrevivir sin un coñac diario? ¿De dónde te has sacado la idea de que soy un bebedor?
– Nos serviré un poco. Uno para cada uno.
Bree salió hacia la cocina sin darle tiempo a replicar. Puso un poco de coñac francés en una copa para ella y llenó un vaso de los de agua para Simón. Hasta el borde.
Cuando volvió, él seguía allí, sentado en el séptimo escalón. Ella se sentó en el cuarto. Simón le lanzó una mirada sombría cuando le entregó el vaso pero bebió un sorbo. Bree pensó que no era buena idea quedarse allí. La luz tenue creaba un ambiente demasiado íntimo en las escaleras y Simón no tardaría mucho en acabar el coñac. Siempre acababa con él asombrosamente rápido.
– ¿Te lo has pasado bien?
– Maravillosamente.
– Entonces te alegras de haber ido.
– Enormemente -dijo con una sonrisa.
Se arrepintió de inmediato. Simón la miró con tanta intensidad que Bree sintió que se le aceleraba el pulso. La situación empeoró cuando él centró la mirada sobre sus labios.
– ¿Te ha causado problemas?
El diablillo que le ponía palabras en la boca cuando hablaba con Simón volvió a hacer de las suyas.
– Nada que no fuera enormemente divertido de solucionar.
Simón suspiró.
– Sólo lo preguntaba porque está trabajando aquí. Si hubiera intentado propasarse habría estado mañana de patitas en la calle.
– ¿Simón?
– Sí, estoy escuchándote.
– Intenta recordar que tengo veintisiete años, ¿quieres? Si Tom hubiera intentado propasarse no vendría a trabajar mañana porque estaría con los dos ojos morados y alguna costilla rota.
Bree vio cómo fruncía los labios y volvió a arrepentirse de sus palabras. Simón tenía que proteger a todo el que considerara a su cargo. Estaba harta de que la metiera en el mismo paquete que toda la gente de la que se creía responsable.
– ¿Te gusta bailar?
– No me parece algo importante. No bailo porque nunca lo he hecho bien.
– Apuesto a que serías muy bueno con el «dirty dancing».
– No te comprendo.
– Supongo que el estilo comenzaría con la película pero creo que han sido los hombres los que lo han mantenido. No hay que aprender ninguna serie de pasos complicados sólo hay que saber hacer el amor. Todo está bien en el ritmo, en la emoción de la música…
– Reynaud, ¿cuánto has bebido?
Bree se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo. La verdad era que dos cervezas durante seis horas de extenuante ejercicio físico no eran demasiado. No era el alcohol lo que la hacía sentirse temeraria. Era la presencia de Simón.
– Mucho. Tenemos un dicho en mi tierra. «Laissez le bon temps rouler». Deja correr los buenos tiempos. Si el mundo va a acabarse no hay nada que nosotros podamos hacer. Lo mejor es intentar vivir con alegría, disfrutar de sol y de la risa mientras podamos. ¿Quieres que te enseñe a bailar el «dirty dancing»?
– No -dijo él arrebatándole la copa de la mano y dejándola en el escalón-. Vas a irte a la cama. Ahora mismo.
Bree estaba de acuerdo en que necesitaba desaparecer pero no por la razón que Simón creía. No estaba achispada, era sólo una broma más. Sin embargo, la invitación a bailar había sido sincera a un nivel inquietantemente íntimo.
Toda la velada, mientras que el conjunto tocaba rhythm and blues, se había imaginado que bailaba con él. Pero no entre la multitud. Nunca le habían gustado las muchedumbres. Pero la penumbra era incitante y era tarde. Quizá Simón habría estado un poco envarado al principio pero la música adecuada, con la mujer adecuada… El compañero de baile que ella imaginaba no era el Courtland estirado ni su amante fantasmal y nocturno, sino una mezcla de los dos. Un hombre que podía existir.
Al menos con la mujer adecuada. Alguien tendría que echar abajo su castillo de naipes. No obstante, Bree sabía y él se había encargado de decirle de cien maneras sutiles que ese alguien no era ella. Se puso en pie y bajó los escalones para recoger sus zapatos.
– ¿Se ha dormido Jess sin dar la lata?
– Sin problemas.
Simón no dijo nada más, pero cuando ella pasó por su lado le cogió la muñeca. Unos nervios que no pudo disimular le hicieron sentir escalofríos.
– ¿Bree?
Simón la soltó.
– No te lo has pasado bien. Tienes los nervios a flor de piel -dijo con calma-. No sé por qué has querido salir con ese chico pero no tiene nada que ver con dejar correr los buenos tiempos. Algo te está corroyendo. Si necesitas ayuda cuenta conmigo. No me importa que no nos llevemos muy bien, estoy aquí para lo que quieras. ¿Me entiendes?
– No -susurró ella.
Sin embargo, se sentía como si le hubieran quitado la piel. Si su capacidad de percepción era inquietante, el tono de compasión que había en su voz lo era aún más.
– Quizá has estado todos esos meses en la carretera porque sentías un deseo irrefrenable de aventura. Y quizá fuera porque alguien te hizo daño. ¿Fue lo que pasó en el asiento trasero del Buick?
– ¿Del Buick?
A Bree le costó unos momentos comprender a qué se refería. Al fin, cayó en la cuenta de que en su impulsividad, había hecho una referencia al incidente. Lo había comentado para hacerle entender que tenía mucha experiencia en cuidar de sí misma pero nunca habría imaginado que Simón le recordara. O que hubiera sacado una conclusión errónea.
Durante un instante, casi la asustó. Se limitaba a seguir sentado sobre el escalón. Pero sus ojos eran fogosos e intensos, sus labios una línea recta. En la mente de Bree se compuso una imagen absurda de Simón retrocediendo en el tiempo hasta encontrar a un muchacho pelirrojo y arrancarle los brazos.
– Nunca me han hecho daño, «cher». No de la manera que tú dices. No hubo ningún abuso, ninguna violación, ni nada por el estilo en toda mi vida. Los problemas que he tenido me los he buscado yo misma.
Simón no respondió y ella subió hasta el rellano.
– Courtland, no olvides acabarte el coñac antes de irte a la cama.
A Bree le llevó muy poco tiempo desnudarse, poner un camisón y sacar la cama del cuarto de la torre. Hacía una semana que había declarado durante el desayuno que pensaba trasladarse a esa habitación. Simón no le había prestado atención pero para ella era importante por dos motivos. Primero, no podía estar siempre intentando despistar a su merodeador. Un merodeador que, además, tenía llave de todas las habitaciones. Y, luego, estaba cansada de tantas camas extrañas.
Quería, necesitaba, un sitio propio. Cuando estaba en la torre y miraba el paisaje se sentía como Repunzel. La diferencia estribaba en que ella no tenía gamas de hacer de su pelo una escala para su amante.
Cerraba con llave siempre pero hacía más de una semana que Simón no la molestaba. De todas maneras preparó su trampa. Consistía en una cuerda de nylon a la altura de la cadera y en una barricada de almohadas para el caso de que cayera de bruces. A la cuerda había atado un cencerro. Pocas cosas más ruidosas que un cencerro hay en la vida.
A Bree no le importaba que la trampa fuera un poco tonta. Sin embargo, era consciente de que Simón cada vez era menos seco y más abierto. Se le escapaban los sentimientos en cuanto bajaba la guardia. Aquella noche había tenido una impresión de cómo podía ser con la mujer que amara, perceptivo, protector, dispuesto a ayudarla en cualquier ocasión. La había conmovido.
Bree no quería que la conmoviera. No quería enamorarse de un hombre que sólo la necesitaba temporalmente. En menos de dos semanas Liz recogería a Jessica. Si hasta entonces necesitaba un cencerro para poder dormir, usaría un cencerro.
Se metió en la cama y se arrebujó entre las mantas. Se quedó dormida en el mismo momento en que apagó la luz.