Capítulo 10

– No hay motivo para que nos pongamos nerviosos, Bree. Hace menos de un cuarto de hora que ha desaparecido y sólo hay un sitio al que puede haber ido -dijo Simón poniéndose un impermeable amarillo.

Cogió también una linterna potente y una manta.

– ¡Su escondite secreto! Simón, no lo comprendo. Ella quería quedarse contigo y eso es exactamente lo que ha conseguido. ¿Por qué se ha escapado?

– No lo sé pero lo averiguaremos. Con el coche no tardaré más que unos cuantos minutos.

– Quiero ir contigo.

– No -dijo él con calma-. Puede que la lluvia la haya sorprendido y esté regresando en este mismo momento. Es mejor que uno se quede.

– Pero, ¿y si no ha ido a ese escondite? ¿Y si…?

– Bree.

Simón le cogió la cara entre las manos manteniéndole inmóvil. Sus ojos eran oscuros pero brillaban de emoción.

– Si se ha perdido, la encontraré. Si te hubieras perdido, también te encontraría. No es complicado.

Cuando Simón salió, Bree quitó la cena quemada del fuego, amontonó en la entrada más mantas de las que podría necesitar un pueblo de esquimales y encendió todas las luces de la planta baja. Tardó cuatro minutos.

No tuvo otra cosa que hacer excepto pasear de arriba abajo. En el exterior, la temperatura comenzaba a descender y la tormenta empeoraba. Un viento despiadado crujía en todas las rendijas del viejo caserón. La lluvia golpeaba las ventanas como si fuera de agujas de acero. Pasaron lentamente, angustiosamente, cuarenta y cinco minutos.

Simón se había mantenido tranquilo y sereno en una crisis. Le había prometido encontrarla y Bree sabía que cumpliría su promesa. También le había prometido encontrarla a ella. Bree se abrazó recordando la expresión luminosa de sus ojos. La había visto antes e imaginaba que era pasión. Una pasión desbordante y poderosa pero pasión al fin y al cabo. Sin embargo, en aquellos momentos el deseo había sido la última cosa que habían tenido en mente.

Aquella expresión se parecía demasiado al amor. Al amor de verdad. Y la charla que habían empezado en la cocina había sido igualmente inquietante.

«¿Y si te has equivocado, Reynaud? ¿Y si…?»

No tuvo tiempo para pensar. Las luces de un coche se reflejaron en los cristales de las ventanas. Bree corrió a la puerta. El impermeable de Simón chorreaba mientras se inclinaba para sacar del coche un bulto envuelto en una manta.

– ¿Está bien?

– Bastante mojada y un poco hambrienta, pero está perfectamente.

Bree se asomó al interior del bulto para ver una cara infantil que la miraba con ojos desconsolados. Tenía las mejillas manchadas de barro y el pelo extremadamente enredado.

– He roto las gafas, Bree.

Bree tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le notara el nudo que atenazaba su garganta.

– Las gafas se arreglan, «chere». Lo único que importa es que tú estés bien.

No perdieron tiempo. Dos pares de manos desvistieron a la niña que estaba helada. Tomar un baño no era seguro durante una tormenta eléctrica. Simón subió a por un camisón mientras que Bree le daba fricciones con una manta seca. Cuando se puso el camisón, la envolvieron en otra manta y su padre la cogió en brazos.

Acabaron todos en la cocina. Jess comió con apetito monstruoso lo que pudo ser salvado de la cena desde los pliegues de la manta que su padre sostenía en el regazo. Bree le preparó cena a Simón. Le trajo un jersey y una toalla y, como le parecía que todavía estaba demasiado mojado, le sirvió un buen vaso de whisky. Luego se enfrentó a la cocina que parecía un campo de batalla.

– Mamá dijo que podía quedarme por ahora. Por ahora, papá. Ya sabes lo que significa eso.

– No, cariño. No lo sé. Tendrás que explicármelo.

– Significa que no podré vivir contigo. «Por ahora» no es mucho tiempo. Como cuando monto en bici y ella me dice «por ahora». Eso significa que tengo que dejar la bici a la hora de la cena. Papá, tienes que escucharme.

– Te escucho.

– No quería asustaros. Tampoco quería que os enfadarais. No me escapaba. Sólo quería encontrar un escondite hasta que mamá se fuera para que no me llevara con ella. Pero cuando empezó a llover con todos esos truenos, tuve miedo y me escondí. Sólo que no me escondía de ti. No quería enfadarte.

– No estoy enfadado, cariño.

– ¿Seguro?

– Seguro.

– Entonces, como no estás enfadado, ¿podemos hablar de otra cosa más?

– Podemos hablar de lo que tú quieras -dijo Simón limpiándole los labios de la leche que había estado bebiendo.

– Mira, papá. Lo tengo todo pensado. Tú te casas con Bree y nos venimos todos a vivir aquí. Como una familia de verdad. Y mamá también puede venir a vivir con nosotros. Hay muchas habitaciones vacías.

Bree descubrió que hacía rato que no movía las manos. El grifo estaba abierto, el agua corría. Jessica seguía hablando.

– Esta es una casa buena. Todo el mundo se ríe aquí. Tú, yo, Bree. Somos felices. Necesitamos esta casa, papá.

Con toda tranquilidad, Simón convenció a su hija para que tomara otra cucharada de espagueti.

– Al principio pensaba que era una tontería, pero ahora me doy cuenta de que tienes razón. Si quieres que nos quedemos con la casa nos la quedaremos, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Pero tenemos que dejar una cosa bien clara, enana. Te preocupas de si mamá está triste. Te preocupas de si yo estoy triste. Quiero que te metas en tu cabecita que somos mayores. Las personas mayores se cuidan solas. No tienes que preocuparte por nosotros.

– De acuerdo.

El fregadero comenzó a rebosar. Bree cerró el grifo y fue a buscar una bayeta. Su corazón latía muy deprisa. Intentó convencerse de que era debido a lo maravillosa que era Jessica. A la manera de comportarse que Simón había tenido con ella. Había perdido el tono pedante y hablaba al mismo nivel que la niña. Y, como siempre, era muy cuidadosa a la hora de hacer promesas que no podía cumplir.

– Sí, de acuerdo, papá. Pero, ¿qué…?

– Yo te quiero Jess. Que no se te olvide nunca. Pero el amor entre adultos es una cosa diferente. Yo te querré toda la vida pero no puedo hacer que Bree se quede con nosotros si ella no quiere.

– Pero…

Las luces vacilaron y se apagaron. La oscuridad lo invadió todo. La respuesta de Simón no fue la más adecuada para unos oídos infantiles. Bree se había quedado paralizada. Sólo Jessica pareció encantada.

– ¡Guau! ¡Es fantástico!

A las diez y media, Bree se recogió el pelo y se metió en la bañera del piso superior. El agua caliente estaba suavizada con un poco de aceite y perfumada con unas gotas de perfume. Apoyó la nuca contra la porcelana fría y cerró los ojos. Había sido un día increíble.

La tormenta había amainado poco después de cenar pero la electricidad no había sido restablecida hasta hacía una hora. Todo el tiempo, Simón había tenido a Jess en brazos, hasta dejarla en la cama. No había que temer repercusiones de su aventura. Se lo había pasado en grande recorriendo la casa con una linterna y se había quejado ruidosamente al volver la luz. Se había quedado dormida nada más taparla.

Bree sonrió. Ella también estaba rendida. Sin embargo, poco a poco, el baño tonificante iba haciendo efecto. Sus músculos se relajaban y su corazón se había calmado. Libre de otras distracciones, pudo al fin concentrarse en lo que había querido pensar todo el día. En Simón.

Pensó que era muy fácil extraviarse temporalmente. Una persona podía perderse físicamente como Jessica, o emocionalmente como Simón. Cuando lo había conocido era un sonámbulo que desconocía su propia soledad excepto a un nivel profundo y primario.

Pero una mujer podía estar tan asustada que perdiera toda perspectiva y fe en sí misma. Pensó en la primera noche que Simón se había colado en su cama, en cómo en ningún momento había sentido miedo. Pensó en cómo la había desafiado a replantearse su vida. En la cama se habían comunicado, no sólo deseo, sino sus necesidades más vulnerables. Pensó en el tono de voz con que le había dicho a Jessica que no podía hacer que se quedara si ella no quería.

Simón la amaba.

Sólo una tarada podía interpretar sus acciones de otra forma.

«Creo que esa tarada ha estado en la bañera demasiado tiempo, ¿no te parece, Reynaud?».

Salió de la bañera y se secó a toda prisa. La toalla se enganchó con el cierre de su talismán. No se lo quitaba ni siquiera para bañarse. La superstición Cajún estaba demasiado arraigada en ella. El «marón» evitaría que se extraviase en su camino.

Se lo sacó por la cabeza y lo dejó sobre el lavamanos.

Todavía húmeda, se quitó las horquillas con que se había recogido el pelo. Los cabellos cayeron en una cascada lenta que le hizo cosquillas en la espalda. Dejó la toalla doblada y abrió la puerta en silencio.

El segundo piso estaba en silencio. Sentía el frío en su piel desnuda y húmeda. La puerta de Jessica estaba cerrada pero la de Simón, al otro lado del corredor, estaba entornada.

Bree estaba segura de lo que sentía por él pero no podía decir lo mismo de su plan. Toda su vida había sido un completo desastre cuando había tratado de planear algo referente a sus emociones. Sin embargo, aquella ocasión era diferente. Lo hacía por Simón, porque creía que ella no deseaba ser sincera con él.

La verdad que se había negado a ver era que la verdadera sonámbula había sido ella. Un alma perdida porque estaba demasiado asustado como para confiar, para creer en un hombre generoso cuando lo había encontrado.

Bree pretendía decírselo. Las palabras eran importantes. Sin embargo, buscaba una manera de desnudarle su corazón, de ofrecérselo, de una forma que Simón lo entendiera sin lugar a dudas.

Respiró profundamente. Las escaleras que llevaban a su habitación en la torre estaban a la derecha del baño. Las dejó atrás y siguió andando.


Sentado al borde de la cama, Simón se quitó los calcetines. Tenía los nervios demasiado a flor de piel como para hablar con Bree. Pero tenía que suceder aquella misma noche. Pero antes necesitaba poner los pies en alto. Hablar con su gitana requeriría delicadeza, comprensión y paciencia. En aquellos momentos se sentía más tentado de ponerle un anillo en el dedo, fijarlo con algún pegamento duradero y al diablo con la delicadeza.

Dejó los calcetines a un lado y se sacó la camisa de los pantalones. Había empezado a desabotonársela cuando comenzó a tener alucinaciones.

Estaba cansado, sí. Su mente estaba obsesionada con Bree, también. Su subconsciente era un tanto hiperactivo por la noche, de acuerdo. Pero hasta entonces nunca había sido víctima de alucinaciones.

Tanteó con la mano a sus espaldas y tocó la novela con la que había planeado relajarse, un poco más allá estaban sus gafas de lectura. Se las colocó apresuradamente.

Ella seguía allí, desnuda en la entrada de su habitación. La ninfa de una fantasía masculina. El cabello lustroso le caía hasta los pezones y la piel de nácar se sonrojaba por momentos. Unas gotas de agua brillaban en el triángulo entre sus muslos y sus ojos eran de un azul ardiente.

Simón pensó que si temblaba con más violencia se pondría enferma. Incluso olvidó su impaciencia.

– Bree, cariño…

Ella no respondió. Al menos con la voz. Cruzó la habitación en silencio y le quitó las gafas con un gesto deliberado. El libro cayó al suelo. Simón oyó el golpe sordo pero no le prestó atención.

Unas manos pequeñas y blancas subían por su pecho desabrochando botones a su paso. El tercer botón se había enredado con un hilo. Cuando no cedió al primer intento, Bree dio un tirón. El botón salió volando hasta dar contra la lámpara con un sonido tintineante.

La alucinación estaba demasiado ocupada para darse cuenta. Simón pensó que ni el terremoto del siglo podría apartarla de su objetivo. Bree tenía una expresión mortalmente seria y decidida. Ansiaba complacerle. En sus ojos había una insoportable vulnerabilidad.

– Cariño, no tienes por qué hacerlo…

Unos dedos aterciopelados le rozaron los labios solicitándole paciencia. Su mensaje era claro. Quizá no tendría por qué hacerlo pero era lo que quería. Simón se dio cuenta por segunda vez de que Bree todavía no había hablado.

No podía dejar de advertirlo. Todas las demás noches, Bree había hablado. Con palabras había tratado de reducir sus caricias a una fantasía. Con las palabras, Simón lo comprendió, había tratado ferozmente de protegerse a sí misma.

Aquella noche no. Había algo desnudo en sus ojos. Le quitó la camisa centímetro a centímetro, besando cada porción de piel enfebrecida que quedaba al descubierto. Eran besos tiernos, besos de amante. Quizá no hubiera otra cosa más excitante en el mundo que los besos de amor.

Simón quiso abrazarla y descubrió que estaba atrapado. Bree le había quitado la camisa del torso pero seguía abotonada en las mangas. Ella no pareció darse cuenta de que sus brazos estaban inmóviles, inútiles. Estaba demasiado ocupada con sus labios.

No fue un beso. Fue una conquista, una exigencia. Le sujetó la cabeza con ambas manos mientras que la lengua penetraba por entre sus labios. Era una mujer que temblaba en su regazo mientras prometía, tomaba.

Bree dejó de respirar. Simón dudaba de que fuera consciente del movimiento de su pelvis contra su cremallera. Sus senos desnudos le rozaban el pecho. Intentó acariciarla. Volvió a encontrar sus manos atrapadas en las estúpidas mangas y se juró a sí mismo que nunca volvería a llevar camisas Oxford. Siempre que Bree se quedara junto a él.

Y en aquel momento Simón supo que se quedaría. Pero Bree estaba hablando de sus propios temores. No tenían nada que ver con el sexo y todo que ver con la vulnerabilidad. Bree poseía un espíritu incorregible que tenía el valor de andar por sendas propias poniendo las necesidades de los demás por encima de las suyas. Le era muy difícil correr el riesgo de perder.

Estaba corriendo el riesgo por él. En sus ojos cargados de emoción Simón podía leer claramente: «Te quiero, Simón. Con toda mi alma». Se imaginó que ella había olvidado las mangas de su camisa. Bree no lo había planeado porque sus labios se curvaron en una sonrisa maliciosa. Se apresuró a liberarle y volvió a abrazarse a él.

Sólo entonces, Simón pensó que podría tomar el control. Se advirtió a sí mismo que si arruinaba el juego de Bree tendría que suicidarse. Pero era necesario levantarse y cerrar la puerta. Jess dormía pero estaba en la habitación contigua. Ninguno de los dos quería que los interrumpiera.

Simón le pasó los brazos por las nalgas y la alzó. Bree se dio cuenta de lo que pretendía y le besó en la boca mientras empujaba la puerta con una mano. Sin ver lo que hacía, Simón cerró con llave.

Volvieron a la cama y se dejaron caer sobre el colchón. Simón la sujetó con el peso de su cuerpo y se aprovechó de su posición dominante para morderle el lóbulo de la oreja.

– ¿Cuánto hace que tienes este problema de sonambulismo? -preguntó él.

– Demasiado tiempo, Simón.

– Es el sentimiento más vulnerable del mundo.

– Sí.

– A un nivel subconsciente, sientes que buscas algo que es crucial para ti. Tienes miedo de no encontrarlo nunca.

– Sí.

– Yo lo he encontrado en ti, Bree. Tú eres lo que yo estaba buscando. Te quiero, cariño y no hay forma, ¿me entiendes?, de que te deje marchar.

– Simón, estás confundido. Eres tú el que no puede marcharse. Tu primer error garrafal fue dejar entrar a una viajera que se había perdido en la tormenta. El segundo fue amarla de una manera que ella no creía posible. Cuando un hombre comete esa serie de errores ha de pagar un precio.

Simón sonrió. Bree maldijo para sus adentros su sonrisa maliciosa. Le besó con una plenitud metódica porque Simón era un hombre de orden. Introdujo la mano entre sus cuerpos para alcanzar su cremallera. Le quitó los pantalones lentamente.

– Bree…

Ella le oyó. Quería que fuera a él. No tenía que seducirle porque ya estaba seducido. Pero la seducción no era lo que ella tenía en mente. Quería amarle. Simón le había enseñado un universo de confianza. Bree estaba decidida a hacerle el mismo regalo. El control y la disciplina eran rasgos básicos de su carácter. Cuando los perdiera, ella estaría allí. Para él, con él.

Nadie más iba a vagar dormido por la casa a oscuras. Quería asegurarse de que Simón lo entendiera. No era una tarea fácil sabotear su control, hundir su autodisciplina. Costaba una enorme cantidad de amor y paciencia. Bree tenía que intuir dónde deseaba que le tocara, dónde necesitaba que le besara.

Bree recurrió a su lengua, a sus manos, a todo su cuerpo para conseguir que se relajara. Una parte de él lo consiguió. Otra se hizo cada vez más tensa a medida que ella concentraba sus esfuerzos allí. Exploró, acarició, aprendió lo que le gustaba con los dedos y después con la lengua.

Prosiguió con sus esfuerzos hasta que Simón juró en francés. Sólo el cielo sabía dónde podía haber aprendido aquel torrente de palabras picantes y su gruesa gramática, pero de repente, Bree sintió que la izaba para depositarla sobre el colchón.

– Tendremos que trabajar más nuestro idioma.

– Más tarde.

– Quiero que te sientas amado -dijo ella con ferocidad.

– Es algo que ya has hecho peligrosamente bien. Pero ahora, vamos a concentrarnos en ti, amor mío.

Simón hizo que lo rodeara con las piernas. Bree dio la bienvenida a su lenta invasión. Pensó que lo conocía como amante, pero se equivocaba. El ritmo era familiar pero había algo más, profundo, oscuro, dulce y mágico. La amó hasta que una oleada de fuego la consumió y la única idea que quedó en su cabeza fue hasta que una oleada de fuego la consumió y la única idea que quedó en su cabeza fue la de amar y ser amada por él.

Subió tan alto que se creyó perdida, pero él la encontró. La llevó a un lugar de arco iris y maravillas donde una mujer era incomparablemente libre, un lugar donde el fuego era un susurro del alma. El lugar era el corazón de Simón.

Bree había llegado a casa.

Con el tiempo. Simón encontró la energía suficiente como para apagar la luz. Tiró de las mantas hasta que los dos quedaron tapados. Bree se quedó inmóvil, sólo sus ojos ardientes indicaban que estaba despierta.

– ¿Sabes que esta va a ser la primera noche que duerma tranquila desde que llegué a esta casa?

– ¿No será el aire de las Tierras Malas?

– Creo que el problema estriba en haberme enamorado de un sonámbulo. Me parece que tu problema tiene una solución relativamente sencilla. Hace falta una mujer que te mantenga tan ocupado por las noches que no te quede energía para ir andando por ahí.

– ¿Hay alguna que se presente voluntaria?

– Yo no. Estoy demasiado cansada.

– Bueno, ya buscaré a otra.

– Inténtalo. Te cogeré antes de que llegues a la puerta. Eres mío, «cher». Y no intentes librarte del compromiso porque tengamos unos temperamentos un tanto diferentes.

– ¿Un tanto nada más?

Bree se incorporó para besarle en la garganta. La manta volvió a resbalar sobre sus hombros.

– Eso es lo que yo pensaba hasta que me di cuenta de lo parecidos que somos. Los dos nos preocupamos por la gente. Los dos hemos estado perdidos. Tenemos las mismas heridas, Simón. Y también la misma necesidad de encontrar a alguien en quien poder confiar completamente, amar absolutamente. Sentirnos lo bastante seguros como para crecer y aprender con toda nuestra capacidad.

– Te ha costado mucho decidirte, Reynaud.

– Pensé que ibas a darme una patada en el trasero.

– Pues no eres muy lista.

– Te he encontrado. ¿No te parece suficiente?

– De acuerdo, eres razonablemente lista.

– Más que tú, Courtland. Tuve el sentido común de amarte primero.

Simón abandonó sus esfuerzos por mantenerla tapada. Se dio cuenta de que sólo podía hacer una cosa con ella cuando se hallaba en ese estado. Bree no pareció sorprendida cuando él la puso sobre su cuerpo.

– Creía que querías hablar de bodas, de niños, de planes…

– Claro que sí -le aseguró él.

¡Dios! Aquellos ojos tan llenos de amor. Nunca había imaginado que tanto amor pudiera ser suyo.

– Pero más tarde.

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