LA LÍNEA entre el amor y el odio también era muy difusa. Si le hubieran preguntado aquella mañana qué sentía por Tammy, se habría reído, pero…
Estaba tan fuera de control que no sabía lo que hacía y cuando la apretó contra sí, cuando buscó su boca, estaba furioso, cegado de rabia. Era rabia.
Por supuesto que lo era. Quería castigarla. Quería hacerla ver lo imposible que era. Cómo lo volvía loco, cómo su cuerpo la reclamaba de una forma desconocida. Cuando sonreía, se le hacía un nudo dentro. Su olor, su proximidad… era como una encantadora criatura a la que no podía llegar. Y tan deseable.
¿Por qué no se apartaba? Debería darle una patada y salir corriendo.
Quizá debería marcharse de Broitenburg. No había sitio allí para ella. Tammy era de otro mundo. Su primo debía quedarse en el palacio con los criados y él en su chateau…
No. Nada estaba como debía estar. Nada ocurría como debiera. Su mundo estaba patas arriba y sólo podía pensar en Tammy, en su calor, en su pelo, en cómo sus pechos se apretaban contra su torso, en cómo la deseaba.
¡La deseaba!
Aquella mujer estaba destrozando su vida. Era tan encantadora. Su boca se plegaba ante el ataque de sus labios y se agarraba a él…
¿Cómo podía responder? ¿Cómo podía sentir lo que él sentía? Allí estaba aquello de lo que siempre había querido escapar. Era su mujer, su otra mitad. Nunca había sabido que estaba incompleto y, sin embargo, se sentía como si le hubieran arrancado algo.
No podía apartarse. Sólo podía abrazarla, besarla.
Tammy…
¿Y Tammy?
Como Marc, parecía incapaz de parar. ¿Cómo iba a hacerlo? Nunca había pensado que algo podría ser tan dulce y tan excitante a la vez.
Marc no era el hombre de su vida, desde luego. Su sentido común se lo decía a gritos. Pero en aquel momento no quería saber nada del sentido común. No podía comparar lo que sentía en aquel momento con nada que hubiera sentido antes. Era como si fuera otra persona.
Era como… como una consumación.
Eso era. Una consumación. Fueran más lejos o no, era como si hubiera esperado a aquel hombre toda su vida.
Pero Marc era un mujeriego. Eso era lo que su madre le había llamado. Y la señora Burchett estaba de acuerdo
Se iría al día siguiente, decidió Tammy. Al día siguiente empezaba su yermo y solitario futuro.
Pero aquella noche era suya. Para sentirlo, para desearlo, para besarlo, para amarlo.
De modo que sus labios le dieron la bienvenida y sintió que se incendiaba.
Marc…
– ¿Marc?
Había pronunciado su nombre sin darse cuenta y él se apartó para mirarla a los ojos. Tammy no estaba jugando. Las mujeres como Ingrid jugaban con los hombres, pero ella no. Seguramente no sabría cómo hacerlo.
En sus ojos vio algo que no había visto antes.
Estaba mirándolo con una ternura increíble, con…
Y entonces lo supo. Si la tomaba en brazos y la subía a su habitación, se entregaría a él con toda su alma.
Lo miraba como esperando… ¿un compromiso?
No. Esperando lo que él quisiera darle, porque el compromiso ya estaba allí. Podía leerlo en sus ojos.
Lo único que tenía que hacer era estrecharla en sus brazos y sería suya… durante el tiempo que quisiera.
Pero ¿cómo podía hacerla suya y olvidarla después? Si la tomaba ahora, la tomaría para siempre. Y no podía hacer eso.
El no sabía amar.
O quizá sí.
Pero no tenía derecho a aceptar el amor de Tammy. Era un hombre con defectos. Toda su familia era un defecto. El palacio, su título… todo era una pecera. Llevar a una mujer a ese mundo, una mujer tan inocente además, obligarla a quedarse…
Y ella se ofrecía a sí misma, le ofrecía la devoción que su madre le dio a su padre.
Una devoción que su padre destruyó.
– No puedo.
– ¿No puedes?
– No puedo hacer esto, Tammy. No soy… yo no…
¿Qué estaba diciendo?
– Marc, no te estoy pidiendo…
– No me estás pidiendo nada -la interrumpió él-. Tú das y das y das. Pero no yo no quiero tomarlo. No pienso destruirte.
– No sé a qué te refieres.
– Eres maravillosa, Tammy -suspiró Marc-. Eres la mujer más bella que he visto en mi vida. Eres una delicia de persona y no quiero hacerte daño.
– ¿Qué quieres decir?
– El principado, la corte, las obligaciones…
– Ya estoy metida hasta las cejas -lo interrumpió Tammy.
– Pero tú… si yo quisiera…
– Soy mayorcita, Alteza, y sé lo que quiero. Y te quiero a ti -dijo ella entonces.
¿Cómo iba a responder a eso? Sólo había una forma, le decía su cuerpo. Subir con ella a la habitación y… ¡No! No podía hacer eso. No estaba en sus cabales.
– Tengo que… tengo que irme.
– ¿Mañana?
– No, ahora. Lo siento, Tammy. Tengo que irme.
– Pero…
– Lo siento mucho -insistió él, abriendo la puerta de un tirón. Al otro lado estaba el mayordomo, escuchando evidentemente, pero Marc no se dio cuenta-. Sirve la cena a la señorita Dexter. Hoy no ceno aquí, Dominic. Y cuida de Tammy por mí, ¿de acuerdo?
Sin decir otra palabra, Marc subió las escaleras de dos en dos.
¿Cómo iba a comer después de eso?
Tammy se sentía ridícula en aquella mesa enorme, sola. Dominic la servía en silencio, mirándola con cierta preocupación.
Después del postre, oyeron el ruido de! coche desapareciendo por el camino.
Tammy se puso tan pálida que Dominic tocó su brazo.
– Gracias -murmuró ella-. Lo siento… no he comido mucho porque no tengo hambre. Pero dígale a la cocinera que la cena estaba deliciosa.
– Entiendo, señorita.
– ¿Cree que volverá? -preguntó Tammy.
– Tendrá que animarlo un poco…
– No le entiendo.
– Se ha ido porque está asustado.
– ¿De mí?
– ¿Qué cree que pasaría si el príncipe Henry volviera a Australia?
– Marc me dijo que la monarquía podría estar en peligro…
– Eso no es cierto del todo. La corona pasaría al príncipe regente.
– Pero él me dijo que si Henry no la heredaba, la dinastía moriría.
– Sólo si el príncipe Marc se niega a aceptar la corona. Él odia a su familia y todo lo que representa, pero…
El mayordomo dejó escapar un suspiro. Seguramente no debería contarle aquello, pero todos estaban encariñados con aquella chica australiana que cuidaba tan bien del pequeño Henry. Y la situación era desesperada.
– El padre de Marc tuvo una aventura con la mujer de su tío… y las consecuencias fueron desastrosas. Su madre se suicidó.
– Dios mío…
– Luego esa chica de la que Marc estuvo enamorado… necesitaba el consentimiento de su tío para casarse, de modo que la trajo aquí. Franz, su primo mayor, se encaprichó de ella y… la joven decidió que ser princesa era más emocionante.
– Oh, no.
– Así fue, señorita Dexter. Pero aún hay más. Franz no deseaba casarse con ella y cuando quedó embarazada la abandonó. Murió de una sobredosis de droga y aún no se sabe si fue un suicidio o un accidente.
– Yo no sabía…
– La familia se convirtió en un veneno para el príncipe Marc. Y cuando Franz y Jean Paul murieron, él se vio obligado a aceptar la corona. La única forma de escapar era traer de vuelta al príncipe Henry.
– De modo que me mintió.
– En realidad, no. Si el príncipe Marc no aceptase la corona, nadie podría heredarla.
– Pero si me llevo a Henry a casa…
– ¿A Australia? Si lo hiciera, lo obligaría a aceptar. Siempre ha dicho que no aceptaría, pero es un hombre responsable y quiere mucho a su país. Lo que odia es este palacio.
– No es el palacio, es la gente que vivía en él -suspiró Tammy-. Y esa gente ha muerto.
– Sí, señorita, ¿pero cómo va a hacerle entender eso?
– Usted lo quiere, ¿verdad?
– Mucho, señorita Dexter. Siempre he trabajado para su familia. El príncipe Marc me trajo aquí cuando Jean Paul murió. Yo jugaba con él de pequeño, lloré con él la muerte de su madre y fui yo quien tuvo que decirle que su ex prometida había muerto… No quiero verlo sufrir de nuevo.
– Entiendo, pero…
– Creo que está enamorado de usted -la interrumpió Dominic-. Por eso le habló de esta forma.
– ¿Enamorado de mí? -repitió Tammy, atónita.
– Sí, señorita.
– Pero si apenas me conoce.
– La conoce. La conocemos todos. No era posible. ¿Marc enamorado de ella? -¿Por qué cree que se ha ido? -preguntó Dominic.
Tammy lo pensó, pero lo único que veía era que debía marcharse… a Australia.
– No puedo quedarme aquí.
– Usted también lo quiere.
– No. Sí. ¡No lo sé! No sé qué hacer. Estamos esperando un milagro y…
– ¿Y?
Ella dejó escapar un suspiro.
– Y creo que sólo usted puede ayudarme -dijo finalmente.
Aquella noche no durmió bien. Después de jugar hasta las tantas con Henry, el niño se quedó dormido, pero ella no podía pegar ojo. Estuvo paseando por la habitación, pensando, dándole vueltas al asunto…
¿Qué podía hacer?
¿Marcharse, llevarse a Henry? ¿Quedarse con Marc? ¿Verlo todos los días? ¿Esperar que Dominic tuviera razón?
Pero no podía ser. ¿Cómo iba a amarla un hombre como Marc?
Tammy no pudo pegar ojo en toda la noche.
Al día siguiente, trabajó un poco en los jardines mientras Henry dormía la siesta, pero durante el resto del día jugó con él, habló con él e intentó no pensar en Marc.
En su amor.
Lo amaba. Lo veía con una claridad que la dejaba sorprendida. Se había enamorado de su sobrino y luego se enamoró de Marc.
La situación era absurda. De ella dependía que Marc fuera el príncipe regente de Broitenburg o que lo tirase todo por la borda.
Si volvía a Australia, Marc tendría que ser el príncipe, quisiera o no. Un príncipe solitario en aquel enorme palacio. Un hombre solo con sus sombras.
Y también podía quedarse allí, mirándolo, deseándolo, soñando con él… con un hombre que no podría ser suyo.
Y se volvería loca.
Pero había una alternativa. Y Tammy sabía que era la decisión más importante de su vida.
Eran las siete. Marc estaba frente a su escritorio en el cháteau de Renouys. Era una habitación magnífica, dentro de una casa magnífica. Su casa.
No el palacio. El palacio de Broitenburg era la casa de Henry. Y la de Tammy. No era sitio para él. El ya había cumplido con su país llevando a Henry de vuelta a Broitenburg.
Sin embargo, ¿por qué su casa, que siempre le había gustado tanto, le parecía fría y solitaria?
Debería llamar a sus amigos. No a Ingrid. Otros amigos. Él tenía un estupendo círculo de amigos. Podría ir al teatro, cenar en el nuevo restaurante del que hablaba todo el mundo…
Pero no le apetecía nada. Tenía trabajo, además. Encendió el ordenador y un diseño apareció en pantalla. Era el «diseño» que había hecho Henry. Marc sonrió. Le gustaba mucho jugar con su primo.
Y seguiría jugando con él, pero cuando quisiera, no cuando Tammy lo ordenase. Entonces miró su reloj: las siete. ¡Ja! Según Tammy, él debería encargarse de Henry a partir de aquel momento.
Ridículo.
Tenía que trabajar, se dijo. Pero entonces oyó el ruido de un coche. No sería nada, pensó, algún envío, algún recado. El cháteau era una granja y siempre había gente yendo y viniendo.
Pero entonces oyó voces… la de André, el capataz de la granja.
– Por ahí, señorita. La primera puerta a la izquierda.
Marc se quedó helado.
Tammy.
Tenía que hacerlo. Tenía que decirle lo que había ido a decir y luego se marcharía. Y no quería tener a Henry en brazos más tiempo del necesario para no ponerse a llorar.
No podía creer que fuese capaz de hacerlo, que hubiera tomado aquella terrible decisión.
Pero era lo mejor. Aquél no era su sitio. Era el sitio de Henry y de Marc.
– Tammy.
Marc estaba en el pasillo cuando Tammy entró en la casa.138
Iba en vaqueros, como siempre. Y estaba tan guapa como siempre.
– Es la hora -dijo ella, poniendo al niño en sus brazos. Henry, que parecía encantado de verlo, empezó a tirarle del pelo. Pero Marc sólo podía mirarla a ella.
– ¿Qué estás haciendo?
Tammy acababa de dejar en el suelo una bolsa con las cosas del niño y en su mirada había un dolor que no podía disimular.
– Ya te dije que yo no era una niñera. Mi misión era comprobar que alguien cuidaría a Henry con cariño y ahora sé que lo harás.
– Pero…
– Henry te quiere tanto como a mí.
– Pero yo no…
– ¿No lo quieres? Claro que lo quieres -suspiró Tammy-. Eres capaz de amar, Marc, pero te da miedo reconocerlo. Yo puedo soportarlo, pero Henry no. El niño te necesita y tú lo necesitas a él. Seas príncipe regente o no…
– ¿Porqué dices…?
– Has salido corriendo, Marc. Yo también lo he hecho muchas veces, pero ha pasado algo… Lo que hay entre tú y yo me ha hecho ver que el mundo es lo que hagamos de él. Y me temo que me he enamorado de ti, Marc.
– ¿Qué?
– No, no debería haber dicho eso. No es justo decírtelo. Además, no espero nada de ti. He vivido muchos años sin amor y no me pasará nada por seguir así. Y a ti tampoco. Pero el importante es Henry. Es un niño especial y necesita un papá. Te necesita, Marc.
– ¿Te vas? -preguntó él, intentando disimular la angustia que sentía-. ¿Lo dejas aquí hasta mañana?
– Lo dejo aquí… hasta que me necesite -contestó Tammy.
Después se dio la vuelta y bajó los escalones corriendo.
Antes de que Marc pudiera ver sus lágrimas.
Unas lágrimas de despedida.
¿Qué había dicho?
«Me temo que me he enamorado de ti».
Marc pensó que había oído mal. ¿Cómo podía amarlo? Si apenas se conocían.
¿No sabía que podría destruirla? Su familia contaminaba todo lo que tocaba.
¿Amaba él a Tammy?
No, él no amaba a nadie.
Pero tenía a Henry en brazos y lo que sentía por el niño hacía que tuviera que replantearse muchas cosas.
¿Replantearse el amor? Imposible.
Mientras le daba la cena a Henry, intentó no pensar en la mirada dolorida de Tammy. ¿Cómo podían traer y llevar al niño de una casa a otra cada veinticuatro horas? Era absurdo.
Quizá ella tenía razón. Quizá debería vivir en el palacio.140
No. Eso era imposible. Él quería ser independiente, quería vivir en su casa.
Y lo del amor…
No quería ni pensar en ello. La había besado demasiadas veces.
– Tu tía no se da cuenta de que esto es imposible -le dijo a Henry-. Ella debería cuidar de ti a diario y yo podría hacerlo durante los fines de semana. A veces.
Pero incluso eso era demasiado. Cuanto más tiempo pasaba con Henry, más se le metía el niño en el corazón.
Lo dejaría con los criados.
No, no podía hacer eso.
– Te llevaré a casa mañana e intentaré que Tammy entre en razón.
Pero…
¿Ella lo quería?
No era su imaginación, Tammy lo había dicho. Esas palabras se repetían en su cabeza una y otra vez. Pero no tenía sentido.
El no sabía amar.
Henry tiró su tostada sin querer y el anciano collie que dormía junto a la chimenea se levantó para merendársela de un bocado. El alarido indignado del niño casi levantó el techo.
– No te preocupes, haremos más tostadas -intentó calmarlo Marc. Pero Henry seguía llorando a pleno pulmón-. Te haré todas las tostadas que quieras, ¿de acuerdo? Podrás comer todas las que quieras.
Por fin, el niño dejó de llorar.
– Muy bien, estoy enganchado contigo. Pero sólo por hoy. Después… ya veremos. Yo preferiría mantener las distancias.
¿Las distancias? Sin saberlo, lo estaba consiguiendo.
Media hora después, cuando Henry se había comido dos tostadas y Marc se devanaba los sesos intentando encontrar la forma de dormirlo, Tammy tomaba un avión que la llevaría a Australia.
– ¿Cómo que se ha ido?
– Se marchó anoche, señor -contestó Dominic-. Imagino que ya casi habrá llegado a Sidney.
– No puede ser.
Eran las siete de la tarde. Tammy tenía que quedarse con el niño. Marc había ido a palacio dispuesto a convencerla de que una persona con sus responsabilidades de estado no podía hacerse cargo de un niño.
– Lo siento, señor, pero se ha ido. Después de dejar al príncipe Henry con usted, fue directamente al aeropuerto.
– ¿Tú sabías que se marchaba? -exclamó Marc.
– Sí, señor.
– ¿Y no me lo dijiste? ¿No me llamaste por teléfono?
– La señorita nos pidió que no lo hiciéramos, señor. Y no vi la necesidad.
– ¡Que no viste la necesidad!
– No, señor.
– Pero…
No podía ser. Aquello no podía ser. Tammy en Australia, él solo con el niño…
– ¿Quién va a cuidar de Henry ahora?
– Creo que la señorita Dexter pensó que lo haría usted, señor.
Marc lo miró, suspicaz.
– ¡Estás compinchado con ella!
– No sé a qué se refiere -replicó el mayordomo, impasible.
– ¡Es un complot!
– ¿Va a fusilarme al amanecer, señor?
– Debería. ¿Qué demonios está pasando aquí, Dominic?
– Creo que la señorita lo ha hecho con buena intención, señor. ¿Quiere que le lea su nota?
– ¿Ha dejado una nota?
– Sí, señor.
– Dámela.
La nota era muy simple, muy directa:
Querido Marc,
No debería haber venido a Broitenburg. Cuando me dijiste que mi hermana había muerto sólo pude pensar en Henry. Pensé que me necesitaba y, si quieres que sea sincera, yo lo necesitaba también. La soledad es así. Y no imaginé que a ti te importaría tanto, pero ahora te conozco mejor.
Lo suficiente como para saber que cuidarás de Henry tan bien que no tendré que preocuparme.
Sería mejor que nos tuviera a los dos, pero ir de un pariente a otro no podría funcionar. Porque así no te comprometerías nunca.
Marc, sé que esto no es asunto mío, pero creo que has estado huyendo desde que murió tu madre. Te da miedo comprometerte con alguien, amar a alguien… pero te has enamorado de Henry.
Vine aquí porque pensé que el niño estaría solo, pero cuando el avión aterrizó en Broitenburg supe que cuidarías de él y me di cuenta también de que lo necesitabas tanto como él a ti. Tienes que quitarte la coraza, Marc, y cuidar de Henry es la única forma de conseguirlo.
Quizá soy ingenua, pero que me besaras… lo cambió todo. Eso significa que no puedo estar a tu lado. Amarte es absurdo.
Es terrible, pero ésta es la única solución.
Me voy a casa