TAMMY no soltaba al niño, como si temiera que Marc fuera a quitárselo. Iba por la habitación guardando las cosas de Henry en una bolsa, sin mirarlo siquiera.
– ¿Podemos hablar de esto? -preguntó Marc.
– No hay nada que hablar.
– No puede quedarse con el niño.
– ¿Que no?
– No tiene dinero para mantenerlo.
Tammy se volvió hacia él, furiosa.
– No, no tengo dinero para vivir en un hotel tan caro. Pero si cree que esto es lo que necesita un niño, está muy equivocado, Alteza. Henry no necesita dinero, ni niñeras ni criados. Lo que necesita son abrazos, besos, alguien que lo quiera de verdad, que se preocupe por él… Y me temo que usted no está preparado para eso.
– Sí lo estoy.
– Ya, seguro.
– Espere un momento -dijo Marc.
– No quiero esperar.
– ¿Lo ha pensado? ¿Sabe lo que significa cuidar de un niño?
– Puedo hacerlo mucho mejor que usted.
– Pero no tiene dinero para criar…
– ¿Quién dice que no lo tengo? -replicó Tammy, echando un paquete de leche materna en la bolsa.
A su lado, Kylie miraba la escena con expresión de sorpresa.
– Está claro que no tiene usted medios. Sólo hay que verla para… -empezó a decir Marc.
Un error. Un terrible error. Tammy tomó un paquete de leche materna y se lo tiró a la cara. El paquete lo golpeó en el pecho, se rompió y lo cubrió de polvo blanco.
La acción dejó a todos sorprendidos. Incluso a ella.
– Lo siento. No debería haber hecho eso.
– Era mi mejor uniforme -murmuró Marc. A Tammy le pareció que se le escapaba una sonrisa, pero no podía ser. ¿O sí? También a ella le dieron ganas de reír.
– Supongo que tendrá cientos de uniformes en su casa.
– Sí, pero están en Broitenburg.
– Pues entonces tendrá que volver a Broitenburg así.
– Tengo más trajes.
– ¿Brocado, capas de terciopelo, coronas y cosas así?
– No siempre voy vestido de uniforme.
– Una pena -dijo Tammy, señalando la bolsa-. ¿Tiene una maleta para llevarme todo esto? -le preguntó a la niñera.
– No lo sé -contestó la joven-. Si se lleva al niño, ¿eso significa que ya no tengo trabajo?
– Su tía tiene autoridad para cuidar de él -intervino Marc-. Pero le pagaré todo el mes, no se preocupe.
– Muy bien. De todas formas, estaba harta del trabajo.
– No me diga -murmuró Tammy, irritada.
– Hay maletas en el armario… por cierto, no será usted la tía Tammy, ¿verdad?
Ella miró a la joven, sorprendida.
– Sí, soy yo.
– Hay una carta dirigida a usted. Está en una de las maletas.
– ¿Una carta? ¿De quién?
– No lo sé -contestó Kylie-. Va dirigida a Tammy Dexter y debajo pone: «Tía Tammy», entre comillas, como si fuera una broma.
– Ve por ella -dijo Marc.
Quizá en esa carta encontraría una respuesta, pensó. O, al menos, podía ganar tiempo. Aunque debía reconocer que la rabia de Tammy era comprensible. Que hubieran tratado así a un niño era imperdonable.
Marc y ella se quedaron solos cuando la niñera desapareció. El niño miraba de uno a otro, pero no mostraba ninguna emoción.
– No puede llevárselo -dijo Marc.
– Sí puedo. Ha dicho que Henry es ciudadano australiano y yo soy su tutora legal. Usted no es su tío siquiera.
– No, pero…
– Pero nada.
– Su madre me ha dado permiso
– Pero no tiene dinero para criar…
– ¿Quién dice que no lo tengo? -replicó Tammy, echando un paquete de leche materna en la bolsa.
A su lado, Kylie miraba la escena con expresión de sorpresa.
– Está claro que no tiene usted medios. Sólo hay que verla para… -empezó a decir Marc.
Un error. Un terrible error. Tammy tomó un paquete de leche materna y se lo tiró a la cara. El paquete lo golpeó en el pecho, se rompió y lo cubrió de polvo blanco.
La acción dejó a todos sorprendidos. Incluso a ella.
– Lo siento. No debería haber hecho eso.
– Era mi mejor uniforme -murmuró Marc. A Tammy le pareció que se le escapaba una sonrisa, pero no podía ser. ¿O sí? También a ella le dieron ganas de reír.
– Supongo que tendrá cientos de uniformes en su casa.
– Sí, pero están en Broitenburg.
– Pues entonces tendrá que volver a Broitenburg así.
– Tengo más trajes.
– ¿Brocado, capas de terciopelo, coronas y cosas así?
– No siempre voy vestido de uniforme.
– Una pena -dijo Tammy, señalando la bolsa-. ¿Tiene una maleta para llevarme todo esto? -le preguntó a la niñera.
– No lo sé -contestó la joven-. Si se lleva al niño, ¿eso significa que ya no tengo trabajo?
– Su tía tiene autoridad para cuidar de él -intervino Marc-. Pero le pagaré todo el mes, no se preocupe.
– Muy bien. De todas formas, estaba harta del trabajo.
– No me diga -murmuró Tammy, irritada.
– Ve por ella -dijo Marc.
Quizá en esa carta encontraría una respuesta, pensó. O, al menos, podía ganar tiempo. Aunque debía reconocer que la rabia de Tammy era comprensible. Que hubieran tratado así a un niño era imperdonable.
Marc y ella se quedaron solos cuando la niñera desapareció. El niño miraba de uno a otro, pero no mostraba ninguna emoción.
– No puede llevárselo -dijo Marc.
– Sí puedo. Ha dicho que Henry es ciudadano australiano y yo soy su tutora legal. Usted no es su tío siquiera.
– No, pero…
– Pero nada.
– Su madre me ha dado permiso.
– Mi madre prometería cualquier cosa con tal de conseguir dinero. Si Lara dejó dicho en su testamento que yo era la tutora de Henry, no hay más que hablar.
Marc respiró profundamente, intentando conservar la calma. -Mire, señorita… -Tammy -lo corrigió ella. -Tammy. ¿Podemos hablar con tranquilidad? -Eso es lo que estoy haciendo. -Pero ya ha tomado una decisión. -¿Cuidar de mi sobrino? Es verdad. Pero no tengo alternativa. Después de ver cómo lo han tratado… -Le prometo que…
– ¿Lo cuidarán un montón de niñeras muy capaces? De eso nada.
– Kylie no es un buen ejemplo. -Desde luego que no -suspiró Tammy, tomando una novela que había sobre el sofá-. La esclava del vampiro. Qué bonito cuento para Henry.
– Estaba desesperado. Tenía que contratar a alguien de inmediato y no podía desplazarme a Sidney. -Y ha tardado semanas en venir. Genial. Pero no se preocupe, ahora está con su tía que va a cuidar de él.
– No lo entiende. Tengo que llevarme a ese niño.
Lo necesito. -¿Por qué?
– Es el heredero del trono de Broitenburg. Tammy lo pensó un momento. -Puede ser el heredero aquí, en Australia. Ahora mismo no va a sentarse en ningún trono, ¿no? Lo hará cuando sea mayor, cuando pueda decidir. Pero usted… todos ustedes se han mostrado incapaces de cuidar de él.
– ¿Y usted sí es capaz?
– Claro que sí. Incluso tengo experiencia.
– No la creo.
– Pues muy bien. Tampoco yo lo creo a usted. Hacemos una pareja perfecta.
– Pero tiene que escucharme. Quédese esta noche, por favor. Yo pagaré la habitación.
Tammy respiró profundamente.
– ¿En este hotel? ¿Con sábanas limpias y todo? No sé si podré soportarlo -replicó, irónica.
– No se ponga sarcástica.
– Y usted no se ponga condescendiente -contestó ella.
– Tiene que dormir en algún sitio, ¿no? -preguntó Marc, que estaba a punto de perder la paciencia.
– Supongo.
Además, tenía que saber más cosas de aquel niño. Tenía que saber qué había pasado, por qué estaba solo en Australia… tenía que saber si estaba vacunado, si tenía alguna alergia…
– Quédese esta noche -insistió Marc-. Kylie cuidará del niño mientras nosotros hablamos.
– Si vuelve a llamarle «el niño» me iré de inmediato. Se llama Henry. Y Kylie no va a cuidar de mi sobrino, yo cuidaré de él.
– Pero tenemos que hablar.
– Hablaremos con Henry a mi lado.
– No puedo…
– ¿No puede incorporar a un niño en sus importantes actividades? Pues peor para usted.
En ese momento apareció Kylie con la maleta. Tammy se sentó en el suelo y empezó a colocar las cosas sin soltar a Henry, como si estuviera acostumbrada.
¿Tendría hijos?, se preguntó Marc. El detective le dijo que era soltera, pero…
No sabía nada de ella. Pero el niño se apoyaba en su pecho como si, por fin, hubiera encontrado a su familia.
Marc sintió algo raro, una emoción desconocida. Aquella mujer y él pertenecían a mundos opuestos, pero los valores que eran importantes para las mujeres que él conocía, no parecían serlo para Tammy.
Tenía que convencerla para que le diese el niño. Tenía que hacerlo. Pero ella se negaba.
La imposibilidad de la situación empezaba a desesperarlo de tal forma que cerró los ojos un momento. Cuando los abrió, ella lo estaba mirando. -O sea, que está metido en un buen lío, ¿no? Por primera vez había algo de simpatía en su voz. -Estoy metido en un buen lío -suspiró Marc. Tammy lo miró un momento en silencio y luego pareció tomar una decisión.
– Déme un par de horas a solas con Henry y me quedaré en el hotel esta noche. Y cuando se duerma podremos cenar juntos. ¿De acuerdo?
Tenía que estar de acuerdo. Era lo único que iba a conseguir
– Muy bien.
– Estupendo.
Después de cerrar la maleta, Tammy miró la carta dirigida a ella. Pero en lugar de abrirla la guardó en la mochila.
– Puede quedarse en la suite -dijo Marc-. Está pagada hasta final de mes.
– No voy a quedarme en esta suite. Y tengo dinero para pagar una habitación, no se preocupe -replicó ella-. No me gusta depender de nadie, Alteza. Nos veremos a las siete.
A medida que se acercaba la hora, Tammy se sentía más confusa que nunca.
¿Confusa? Eso era decir poco. Se sentía furiosa, dolida, triste…
Pero debajo de todo eso estaba Henry. Lo más importante era él, se dijo. Había pedido una habitación sencilla, no tan aparatosa como la suite, y estaba sentada en el suelo, intentando hacerle sonreír
Él la miraba con sus ojos enormes como miraba la ventana, algo que se aprecia con cierto interés pero sin la menor emoción.
Tammy pidió un puré de manzana al servicio de habitaciones y, cuando iba a dárselo, el niño abrió la boca como un pajarito. Evidentemente, estaba acostumbrado a que le dieran de comer… pero no estaba acostumbrado a jugar. Tammy hacía el avión con la cucharilla y él la miraba como si lo estuviera traicionando.
– Tienes que buscar el avión con la boca… Brrrr-rruuuuuuuuummmmm, ¿ves así?
Hacía círculos con la cucharilla, riendo, y Henry la miraba como si fuera la criatura más misteriosa que había visto nunca.
– Vamos a hacerlo otra vez.
Y en el quinto círculo…
Los ojos de Henry se iluminaron y una sonrisa iluminó su rostro.
Tammy estuvo a punto de ponerse a llorar otra vez.
Iba a funcionar, se dijo. No sabía muy bien cómo porque su mundo estaba patas arriba, pero tenía que funcionar. De una cosa estaba segura: donde fuera ella, iría Henry.
Cuando por fin se quedó dormido lo metió en el moisés. No tenía juguetes, no había un solo juguete entre todas sus cosas. Era increíble.
Y cuando lo vio, dormidito, no podía apartar los ojos de él.
Pero eran las seis y media. Con desgana, se duchó y se puso unos vaqueros limpios y una camiseta, lo único que llevaba en la mochila, y se sentó a esperar a Marc.
Y a leer la carta.
Era de Lara. Escrita cuatro meses antes y guardada en una maleta.
Y era importante.
Tammy estaba leyendo la carta por enésima vez cuando un golpecito en la puerta anunció la llegada de Marc.
Por un momento pensó en no abrir, pero entonces… Él la había llevado al hotel, él había pagado la niñera. Si no fuera por Marc, no se habría enterado de la existencia de su sobrino. La carta podría haberse quedado allí, sin abrir, para siempre.
Y el destino de Henry… no quería ni pensarlo.
Tammy abrió la puerta y al ver al hombre que había al otro lado se quedó de piedra.
Su Alteza Real, el príncipe regente de Broitenburg con uniforme era una cosa, pero Marc con unos pantalones y una sencilla camisa era… como para tragar saliva.
Iba un poco despeinado y sus ojos grises estaban llenos de humor.
A Tammy le dieron ganas de dar un paso atrás. O quizá de dar un paso adelante, pero no iba a hacerlo.
– ¿Henry está dormido?
– Sí. Pase.
– Gracias. He traído algo para él -dijo Marc, mostrándole un oso de peluche.
– ¿Cómo sabía que eso es precisamente lo que necesita?
– No soy insensible, señorita Dexter. Aunque usted lo crea.
– Muchas gracias -murmuró Tammy, tomando el osito. Era precioso, de una lana muy suave, perfecto para un niño tan pequeño. Tenía una sonrisa simpatiquísima y, por primera vez en mucho tiempo, le entraron ganas de sonreír.
– ¿Dónde lo ha encontrado?
– En la vigésimo cuarta tienda de juguetes -contestó Marc-. O a lo mejor no fueron tantas, pero no me lo ha parecido. ¿Sabe que hay cientos de modelos de ositos de peluche?
– Claro que sí -sonrió Tammy, dejando el osito en el moisés del niño-. Es precioso, gracias. Marc miró alrededor.
– Esta habitación es muy pequeña. Yo dije en recepción que le dieran una suite…
– Y yo les dije que quería una habitación sencilla. Me gusta más. -Pero si pago yo…
– No. Ya le dije que prefiero pagar mis cosas. Él la miró como si nunca hubiera conocido a nadie así. Y Tammy levantó la barbilla con gesto desafiante.
Marc sonrió. El príncipe Marc de Broitenburg parecía divertido. Los campesinos se rebelaban y al príncipe le divertía el asunto.
– Podríamos llamar a la niñera del hotel y bajar al restaurante.
– No pienso dejar a Henry -contestó Tammy con firmeza.
Marc dejó de sonreír. Estaba muy bien que los campesinos se rebelaran, pero siempre que no interfiriesen con los planes de la realeza, claro. -El restaurante sería más cómodo. -No.
– Señorita Dexter…
– No va a llevárselo -lo interrumpió ella-. Me da igual quién sea usted y me da igual los ositos que le haya comprado. Henry se queda conmigo. -Es imperativo que vuelva a su país.
– Es imperativo que se quede conmigo. Tiene diez meses y nadie lo ha querido.
– Yo puedo darle los mejores cuidados -insistió Marc.
– No lo entiende, ¿verdad? No se puede comprar amor para un niño. Yo no tengo su dinero, pero…
Pero él no la estaba escuchando.
– Mire, si es una cuestión de dinero…
– No lo es.
– Soy muy rico, señorita Dexter. Y puedo garantizarle que Henry estará bien cuidado, que tendrá los mejores pediatras, los mejores psicólogos. Además, puedo darle esto -dijo Marc, sacando un papel del bolsillo.
Era un cheque. Tammy lo miró, perpleja. ¿Cuántos ceros tenía? No había visto nunca una cantidad semejante.
Pero eso la puso furiosa. Pensó en la carta que acababa de leer y sintió una rabia inmensa. Dinero. Eso era todo. Henry no era más que el resultado de un deseo de riquezas y posición.
– Podría retirarse con lo que le estoy ofreciendo. Podría vivir en hoteles como éste. No tendría que volver a trabajar.
Estaba sonriendo. Tenía la poca vergüenza de sonreír.
Esperaba que aceptase, claro.
Tammy tomó el cheque, lo rompió en pedacitos y los dejó caer sobre la moqueta.
Pero él, aparentemente, seguía sin entender porque la miraba como si estuviera loca. Y entonces Tammy, sin poder evitarlo, levantó la mano y le dio una bofetada.
Nunca había pegado a nadie. Y en menos de tres horas le había tirado un paquete de leche y le había dado un bofetón a aquel hombre…
Pero daba igual.
– Salga de aquí. No quiero volver a verlo en mi vida. Ni a usted ni a su familia ni su dinero…
– ¿Qué? -murmuró él, tocándose la cara con expresión incrédula.
Los campesinos se habían rebelado, desde luego… ¡y con qué violencia!
– Ustedes mataron a Lara. Ustedes son los responsables… -Tammy volvió a levantar la mano, pero Marc la sujetó.
Una pareja que pasaba en aquel momento por el pasillo se detuvo, sorprendida.
– ¿Qué pasa aquí?
Mascullando algo entre dientes, Marc cerró la puerta.
– ¿Ve lo que ha hecho?
– ¿Destrozar su reputación? Seguramente no soy la primera mujer que le da una bofetada -replicó Tammy.
– Lo crea o no, es la primera vez que me pasa… ¿Qué estaba diciendo de mi familia?
– He leído la carta de mi hermana. Escrita hace cuatro meses.
– ¿Y?
– Lara estaba asustada. Su marido tomaba drogas, siempre estaba borracho… -Lo sé.
– ¿Usted lo sabía? -exclamó Tammy.
– Jean Paul era un arrogante y un idiota. Desde pequeño le dejaron hacer todo lo que quería y no era más que un niño mimado. Se convirtió en alcohólico a los dieciocho años y no cambió al conocer a su hermana. Ella sabía dónde se estaba metiendo.
– ¿Entonces por qué…?
– ¿Por qué se casó con él? -terminó Marc la frase, señalando el cheque hecho pedazos-. Lara nunca habría hecho eso. Cuando se casó con Jean Paul pensó que había ganado un trofeo. Ser princesa tiene un precio, señorita Dexter.
Marc seguía sujetando su mano y Tammy respiraba con dificultad. Seguramente no se daba cuenta de su fuerza, pero la sujetaba como si pudiera contener a tres como ella.
– Suélteme -dijo, con los dientes apretados.
– ¿Va a pegarme otra vez?
– Probablemente.
– Entonces no debería soltarla.
– Pero podría marcharse. Eso resolvería todos nuestros problemas.
– No resolvería nada -contestó Marc.
Estaban tan cerca que podía sentir su aliento en el pelo. Tammy miraba hacia delante, hacia el cuello de la camisa. Su pecho estaba bronceado…
Y su cuerpo reaccionó de una forma absurda. Tenía que concentrarse en Henry, pensó. Y, sin embargo, aquel hombre tenía la habilidad de hacerla pensar en cosas que…
Henry. Debía pensar en Henry.
– ¿Qué decía su hermana en la carta?
– No tengo por qué decírselo.
– No puedo contestar a sus acusaciones a menos que me diga cuáles son. Y ha llegado la hora de la verdad. ¿No le parece?
– Yo…
En ese momento llamaron a la puerta.
– ¿Está esperando a alguien?
– ¿Necesita ayuda, señorita? -oyeron una voz masculina-. Hay un aviso en recepción para que pasemos por aquí.
Genial. La seguridad del hotel. Justo lo que necesitaba. Tammy miró a Marc con expresión de triunfo y se dirigió a la puerta.
– ¿Señorita Dexter?
– Sí, soy yo.
– ¿Ese hombre está molestándola?
Debería decirles que sí. Debería hacer que se lo llevaran y cerrar de un portazo. Y relacionarse con él sólo a través de abogados.
– Tenemos que hablar -dijo Marc, sin poder disimular su irritación.
– ¿Por qué?
– Porque usted y yo somos la única familia que tiene Henry. Porque, piense lo que piense de mí, el niño me importa. Porque tengo muchas responsabilidades, señorita Dexter. Y porque Henry tiene una herencia de la que ocuparse.
– Henry se queda conmigo -insistió Tammy.
– ¿Podemos llamar a una niñera y hablar durante la cena?
– No.
– ¿Quiere que nos lo llevemos, señorita? -preguntó uno de los guardias de seguridad.
Tammy vaciló. Tenía que preguntarle tantas cosas… Henry era un ciudadano australiano, de modo que no podía sacarlo del país. Además, si hubiera querido hacerlo de forma ilegal no se habría molestado en buscarla.
No. Aquél era un hombre de estado y quería hacer las cosas bien.
– Cenaremos juntos.
– Reservaré una mesa…
– No, yo organizaré la cena. Y cenaremos aquí, donde pueda vigilar a Henry -lo interrumpió Tammy, antes de volverse hacia los guardias de seguridad-. No pasa nada. Su Alteza tiene mucho temperamento, pero está intentando adaptarse a la sociedad civilizada. Están ustedes de servicio por si acaso, ¿no?
Oyó una maldición tras ella, pero le daba igual. Se lo merecía.
– Si ocurre algo puede llamar a recepción, señorita -dijo uno de los guardias-. Subiremos enseguida.
Pero no hablaban con Tammy. Hablaban directamente con Marc y, por su actitud, parecían decirle que lo sacarían de allí a patadas si no se comportaba