FUE EL mes más largo de su vida. Durante la primera semana, Marc se quedó en el cháteau de Renouys. Contrató una niñera que duró dos días… lo suficiente para que se diera cuenta de que no quería dejar a Henry en manos de una extraña.
Intentó trabajar, pero cada vez que el niño lloraba… o estaba particularmente silencioso, tenía que levantarse para ver qué le pasaba.
El rostro de Henry, duro e indiferente cuando estaba con la niñera, se iluminaba estando con él. Alargaba los bracitos y Marc estaba perdido.
De modo que la niñera se fue y, después, empezaron a establecer una rutina diaria. Henry se despertaba temprano, jugaba durante un par de horas, dormía hasta media mañana, jugaba de nuevo, cenaba y dormía a partir de las siete.
De modo que para Marc era relativamente fácil. Podía trabajar mientras el niño estaba dormido.
No podía tener una vida social, pero curiosamente no le interesaba. La idea de salir y tomar copas no le interesaba en absoluto.
Pero quedarse encerrado en casa el resto de su vida tampoco parecía lógico.
Entonces, ¿qué era lo que quería?
Tammy.
Quería que volviese, quería volver a verla, quería que cuidase de Henry para volver a ser una persona normal.
Pero… él ya no quería su antigua vida. Ingrid había llamado un par de veces y lo dejaba frío.
De modo que trabajaba, jugaba con Henry y pensaba en Tammy.
Tenía que volver.
Pero no lo haría. De eso estaba seguro. Quizá si abandonaba al niño, volvería para llevárselo a Australia.
– ¿Qué hacemos? -le preguntó a Henry una mañana.
Como respuesta, Henry soltó una de sus risitas. Genial. Además, lo presionaban para que volviese al palacio…
– Su sitio está aquí, señor -le dijo Dominic por teléfono-. Sabe que los ciudadanos de Broitenburg quieren que la familia viva en el palacio real. Usted es el jefe del estado y debería vivir aquí.
– Henry es el jefe del estado, en realidad. Y a él no le gusta el palacio.
– Usted es el príncipe regente, señor. Los ciudadanos lo quieren aquí… con una familia propia.
– Estoy muy bien en mi casa, con Henry.
– No me refería a eso.
– Tú sabes que no tengo intención de casarme, Dominic. Ni de vivir en palacio… -Lo que usted diga, señor.
Se estaba volviendo loco, pero debía reconocer que su nueva vida con Henry estaba llena de satisfacciones.
Pasó una semana y otra… La prensa exigía una fotografía de ambos príncipes en los jardines de palacio. Marc lo retrasó todo lo que pudo, pero al final tuvo que acceder.
De modo que estaban en los jardines del palacio real de Broitenburg. Henry sonreía a las cámaras y les ofrecía su osito como si llevara posando toda la vida.
– ¿Podría dejarlo en la hierba? -preguntó un fotógrafo.
Marc lo hizo y Henry intentó levantarse agarrándose a la pernera de su pantalón.
– Podría ser su hijo -dijo alguien-. Se parecen mucho.
– Es un niño estupendo -contestó Marc mirándolo.
– Hemos oído que ha solicitado los papeles de adopción.
– Así es -contestó Marc, orgulloso.
– Ahora sólo necesitamos una madre… -intervino otro de los periodistas.
Marc apretó los labios. Entonces Henry se soltó, miró hacia arriba como para comprobar que lo estaba mirando y dio su primer paso.
Allí mismo, delante de todo el mundo, dio su primer pasito. Después se dejó caer sobre la hierba, satisfecho.
¡Menudo momento! Los fotógrafos se volvieron locos y Marc miraba al crío, estupefacto.
Tammy debería haber estado allí para verlo. Que se lo hubiera perdido lo enfurecía. Aunque todo aquello era gracias a ella.
Ella le dio a Henry. Se lo dio para que fuera feliz con el niño…
Y él había sido un idiota.
Tammy no quería marcharse. Lo hizo porque sabía que, algún día, se sentiría orgulloso de Henry. Que llegaría a un compromiso con él, que reconocería su amor por el niño.
Era un regalo tan precioso, tan valioso. Hasta entonces Marc había jurado no amar a nadie… porque no sabía lo que era el amor.
Tammy sí lo sabía porque había criado a su hermana. ¿Y qué manera más profunda de demostrar el amor que sentía por él que marcharse dejándole aquel regalo?
Tammy…
– ¿Tammy?
– ¿Madre?
Tammy llevaba un mes en Australia. Un mes interminable. Broitenburg había quedado al otro lado del mundo y ella estaba de vuelta bajo las estrellas, sus estrellas, en el campo… Y el sonido del móvil la sobresaltó.148
– Tengo que hablar contigo -dijo Isobelle.
– ¿Ocurre algo?
– ¿Sabes lo que he tardado en conseguir tu número de teléfono?
– Te di este número hace años y nunca lo has usado hasta ahora. Ni siquiera cuando murió Lara.
– Lo perdí. Pero ahora…
– ¿Ahora qué? -repitió Tammy con el corazón acelerado. ¿Le habría pasado algo a Henry? ¿A Marc?
– ¿Has leído los periódicos?
– ¿Qué periódicos?
– Marc piensa adoptar a Henry.
– ¿Qué?
– Marc, el príncipe de Broitenburg. Quiere adoptar a Henry y ni siquiera nos ha pedido permiso. Yo soy su abuela -dijo Isobelle-. Está en todos los periódicos… Me han llamado varios periodistas para que comente la noticia… ¡Comentarla! He llamado a un abogado, pero me ha dicho que no puedo hacer nada. Aunque yo creo que si quiere adoptar al niño tendrá que dar algo a cambio.
– ¿Cómo?
– El abogado me ha dicho que tú eres su tutora legal. Si Marc quiere adoptarlo, tendrá que enviarte los papeles para que los firmes y…
– ¿Y qué?
– Puedes exigir tus derechos.
– ¿Te refieres a dinero?
– Por supuesto.
– Soy la tutora legal de Henry, pero lo dejé en manos de Marc sabiendo lo que hacía. Y no quiero dinero.
Al otro lado del hilo hubo un silencio.
– Estás loca.
– Siempre me has dicho eso, madre.
– Si jugaras bien tus cartas…
– Podría haberme quedado en el palacio de Broitenburg sin hacer nada el resto de mi vida.
«Amando a Marc en silencio», pensó.
– Ya veo que esta llamada es una pérdida de tiempo. Mereces seguir siendo una solterona toda la vida…
Tammy colgó sin decir una palabra más.
Pero no pudo volver a dormirse.
Media hora después, subió a su furgoneta y fue al pueblo más cercano para comprar los periódicos. Quería ver si había una fotografía…
Y allí estaba, en primera página, una preciosa fotografía de Marc con un sonriente Henry en los brazos. Parecían muy felices.
– He hecho lo que tenía que hacer -se dijo con tristeza.
Sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar en todo lo que había dejado atrás.
– Al menos Henry está bien. Y Marc parece contento. Se ve que está loco por el niño.
Había tomado una decisión. Y fue lo mejor… pero nunca se había sentido tan sola en toda su vida.
Marc…
Tammy estaba subida a un árbol cuando llegó la realeza.
No era el mismo árbol que la primera vez, pero podría haberlo sido. En aquella ocasión era un magnífico eucalipto.
Y debajo estaba Doug, su jefe, con Marc y Henry.
– Tam, tienes visita -gritó el capataz antes de desaparecer.
Seguramente sospechaba que podría perder de nuevo a su mejor arboricultora, pero Tammy no había sido la misma desde que volvió de Europa.
– Hola -dijo Marc.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó ella, con voz temblorosa.
– Buscándote.
– Pues ya me has encontrado.
– Sí -murmuró Marc, dejando a Henry en el suelo, sobre la hierba-. Henry, tengo que hablar con tu tía. ¿Me perdonas un momento?
El niño sonrió, encantado. Y entonces Marc se agarró a la primera rama y empezó a subir al árbol.
– ¿Qué haces? -exclamó Tammy.
– Quiero hablar contigo.
– Pero no tienes arnés. Te vas a caer.
– Me he caído muchas veces, porque antes estaba ciego -contestó él, sin dejar de subir.
– ¿A qué te refieres?
– He estado ciego contigo.
Tammy lo miró, atónita. Debería pensar, pero el mecanismo no funcionaba. Su cerebro sólo servía en aquel momento para observar al hombre que subía por las ramas.
Debajo de ellos, Henry observaba atentamente toda la operación.
– Deberías estar en Broitenburg.
– Sí, lo sé. Voy a adoptar a Henry -dijo Marc-. Si tú estás de acuerdo, claro. He traído los papeles. Si es mi hijo oficialmente, heredará la corona…
– No creo que herede nada si te caes del árbol -lo interrumpió Tammy-. Necesitas un arnés.
– No necesito nada -sonrió él, sentándose a horcajadas sobre una gruesa rama-. Bueno, no ha sido tan difícil.
– Pero…
– Tammy…
La miraba con una expresión desconocida, llena de ternura. Y ella no podía ni respirar. Pero en la vida hay cosas mucho más interesantes que respirar.
– ¿Me has echado de menos?
Era preciosa. La imaginaba día y noche, pero al tenerla tan cerca… era tan bonita que su corazón se desbocó.
Su Tammy.
– Yo… ¿has venido para que firme los papeles de adopción?
– No.
– ¿Entonces?
– He venido porque no me había dado cuenta.
– ¿De qué?
– De todo lo que me has dado.
– No te entiendo.
– Yo tampoco lo he entendido hasta hace poco -suspiró Marc, soltando una mano para apretar la de Tammy-. Quiero a Henry.
– Ya lo sabía -dijo ella
– Pero yo no me había dado cuenta. Tú quisiste a Henry casi desde el primer día porque sabías querer a alguien.
– Sí, pero…
– Pero lo dejaste escapar. Lo dejaste en Broitenburg para que yo aprendiese a amarlo, para que me librase de mi coraza. Me has dado un regalo precioso, Tammy. Me has dado el amor.
– Yo…
– Es un regalo que no tiene precio -sonrió Marc-. ¿Sabes que Henry ha dado sus primeros pasos?
– ¿En serio?
– Desde luego que sí. Lo hizo delante de los fotógrafos, en los jardines de palacio. Deberías haber estado allí, Tammy.
– Marc, no puedo…
– Yo he aceptado la responsabilidad de gobernar mi país, he aceptado la responsabilidad de adoptar un niño. Cuando Jean Paul murió, pensé que era mi final. Pensé que el título de príncipe era una trampa… pero es una responsabilidad importante. Puedo cuidar de mi gente, puede contribuir a que mi país prospere cada día más. Y puedo cuidar de ti.
– Marc…
– Cuando te conocí estaba desesperado por quitarme de encima esa responsabilidad -siguió Marc que, aparentemente, tenía mucho que decir-. Habría dejado a Henry con niñeras, habría hecho todo lo posible para que tuviese buenos cuidados, sin ocuparme personalmente de él. Pero ahora, gracias a ti…
– Yo no he hecho nada.
– Claro que sí -sonrió Marc-. Me miraste como me estás mirando ahora. Confiaste en mí al dejarme a Henry. Me diste tu amor…
– No puedo…
– ¿No puedes amarme? Tammy, debes hacerlo. Porque yo te quiero tanto… Dime que no he destrozado tu amor, dime que no me has olvidado.
– Yo…
– Quiero que seas mi mujer, cariño. Quiero que vuelvas conmigo a Broitenburg. Conmigo y con Henry. Y yo volveré dispuesto a aceptar la corona, dispuesto a aceptar las responsabilidades de un jefe de estado. Dispuesto a compartir las penas y las alegrías de una familia. Pero sobre todo quiero que vuelvas conmigo porque no puedo imaginar mi vida sin ti.
– Marc…
– ¿Quieres casarte conmigo, Tammy? ¿Quieres aceptar la responsabilidad de ser la princesa consorte, la madre de Henry, mi mujer?
¿Qué podía contestar una chica?
Tammy Dexter, arboricultora, con sus vaqueros viejos, sus botas, el pelo revuelto… Tammy Dexter miró al hombre que amaba y sus ojos se llenaron de lágrimas.
¿Príncipe de Broitenburg?
No, Marc. Era su Marc.
– Claro que me casaré contigo, amor mío. ¿Cómo puedes dudarlo?
– ¿De verdad?
– De verdad.
Marc metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una cajita. Pero con los nervios se abrió la tapa… Antes de que cayera al suelo, Tammy vio un reflejo de mil colores.
Henry lo vio también. Vio aquella cosa brillante sobre la hierba y la tomó torpemente con sus manitas para inspeccionarla.
– Será mejor que bajemos -rió Tammy-. Si mi sobrino tiene en las manos lo que creo…
– Tiene nuestro futuro en las manos, cariño -sonrió Marc.
– Entonces, será mejor que bajemos lo antes posible. Antes de que el heredero del trono de Broitenburg decida comérselo.
– ¡Carta de Tammy!
Doug y el equipo estaban tomando un café en medio del bosque y todos parecieron entusiasmados. -Léela en voz alta -dijo uno de ellos.
Queridos Doug, Lucy, Danny y Mia: Muchísimas gracias por vuestra carta. Este sitio es tan maravilloso que apenas puedo echar de menos Australia, pero os echo de menos a vosotros.
No paramos. Marc ha aceptado la corona, con todas las responsabilidades que eso conlleva, y hemos adoptado oficialmente a nuestro querido Henry, de modo que algún día heredará el trono. Y, por cierto, el niño está más feliz que una perdiz.-Como todos.
La razón por la que os escribo es que necesito ayuda. Otto, el jardinero jefe de palacio y yo estamos intentando tratar los árboles enfermos, pero el bosque fue plantado hace más de trescientos años. Marc y yo nos preguntábamos si podríais venir a Broitenburg durante unos meses para echarnos una mano.
Hay cosas que puedo hacer yo sola, pero Marc se está poniendo un poquito pesado con eso de que no puedo subirme a los árboles. Y supongo que tiene razón. En mi estado no es muy recomendable.
Marc no puede dejar de sonreír. Está todo el día sonriendo… casi tanto como yo.
Bueno. Ya está bien de niños y defínales felices. Nos gustaría que vinierais a echar una mano. ¿Puedo enviaros los billetes de avión?
Doug tomó la revista que Lucy tenía en las manos.
– Seguro que en Broitenburg no tienen pasteles de carne -murmuró, mirando la fotografía del palacio real-. Seguramente nos darán caviar y trufas para comer.
– Yo siempre he querido comer trufas -sonrió Lucy-. Y a mí me parece un palacio de ensueño.
– ¿sí?
– Sí.
Doug miró la fotografía. Había sido tomada seis meses antes, durante la boda. Marc y Tammy estaban guapísimos, él con uniforme oficial, ella con un vestido de novia que quitaba el hipo… según Lucy, de un diseñador italiano muy famoso.156
Pero lo más bonito de todo era cómo se miraban. Desde luego, eran un príncipe y una princesa, hechos el uno para el otro.
También había un señor mayor a su lado… Dominic, mayordomo mayor de palacio, decía el pie de página. Llevaba a Henry en brazos con el orgullo de un abuelo. Tras ellos, el resto del personal de palacio. Todos parecían contentos.
Y el palacio, como los de los cuentos de hadas.
– A mí me apetece mucho ir -dijo Lucy.
– Todos esos torreones, las gárgolas… -murmuró Danny, que tenía setenta años y nunca había salido de Australia-. Y mira a Tammy con ese vestido… parece una princesa de verdad.
– Es que es una princesa de verdad, tonto -rió Mia.
– Quiere que vayamos a Broitenburg -dijo Doug, pensativo-. ¿Qué hacemos?
– Es la princesa, ¿no? Uno no puede desobedecer a una princesa. Vamos a arreglar esos árboles -contestó Danny.