Capítulo 6

TODO le parecía raro.

Para empezar, iban en primera clase, cuando Tammy sólo había viajado en turista.

Delante de sus asientos había un moisés para cuando Henry tuviera sueño y las azafatas estaban pendientes de él.

Pero desde que entró en el avión, Tammy se sentía como si estuviera en la película equivocada.

– ¿Puedo ir a sentarme en turista? No me parece que esté volando a menos que me dé con las rodillas en la frente.

– Ponte las rodillas en la frente si quieres -sonrió Marc-. Pero quédate aquí. Si me dejas solo con Henry me darán espasmos.

Ella soltó una risita. El pobre miraba al niño como si fuera a morderlo.

– Los niños no son lo tuyo, ¿eh?

– No.

Su madre le había dicho que era un mujeriego, pero no se lo parecía. Allí, en un avión, con veinticuatro horas de vuelo por delante, era el momento de hacer preguntas. Después de todo, ¿qué podría hacer Marc si se sentía ofendido? ¿Echarla del avión?

De modo que podía permitirse el lujo de hacer un par de preguntas impertinentes.

– ¿Estás casado?

– No.

– ¿Tienes pareja?

Él levantó una ceja, incómodo.

– Tengo… novia.

– Ah, ya veo.

Tenía novia. Entonces, ¿por qué la había besado? A lo mejor su madre tenía razón y era un mujeriego.

– ¿Y tú? -le preguntó Marc-. El detective me ha dicho que no tienes novio.

– Esto no es justo. Yo tengo que creer lo que me digas, pero tú me has investigado.

– No tendrás que contratar a un detective, tranquila. Cualquier revista europea te dirá todo lo que quieras saber sobre mí… Por cierto, si has estado en Europa deberías haber leído algo sobre Lara. Salía continuamente en las revistas… las fotos de la boda salieron en todas las portadas.

– Estaba en Australia cuando se casó -suspiró Tammy-. Subida a un árbol.

– ¿Tu lugar favorito?

– Sí.

– ¿Y eso?

– Porque la gente me hace daño -contestó ella, con toda sinceridad-. Atarte a alguien hace daño. Lo intenté con Lara y mira lo que pasó.

– Pero lo intentarás de nuevo con Henry.

No me queda más remedio.-Tienes elección. Ya te dije que yo me comprometía a cuidar de él.

– ¿Y tu novia? ¿Qué habría dicho?

– A Ingrid no le gustan muchos los niños -contestó él, incómodo-. Pero sabes que yo habría cuidado de Henry.

– ¿Ah, sí?

Henry estaba chupando la oreja del osito de pe-luche con la intensidad de un atleta. Henry y «Teddy» habían hecho una buena amistad, pero Tammy sospechaba que la oreja del osito no llegaría a Europa.

– ¿Lo habrías cuidado de verdad, personalmente?

– Por supuesto.

Aquel hombre parecía muy seguro de sí mismo. Capaz de cualquier cosa. ¿Capaz de cuidar de un niño?

– ¿Qué tal si empiezas ahora mismo?

Antes de que él pudiera protestar, Tammy lo colocó sobre su rodilla. Sobre la rodilla de Marc, príncipe regente de Broitenburg.

Su Alteza se quedó helado.

– No puedo.

– Claro que puedes. Acabas de decir que lo habrías hecho -sonrió Tammy cerrando los ojos-. Yo voy a dormir un ratito, Alteza. Que lo pases bien.

Se quedó dormida y cuando despertó, varias horas después, habían bajado las luces del avión y el hombre que estaba a su lado dormía profundamente.

Como Henry. El niño se había quedado dormido sobre las rodillas de Marc. Afortunadamente, la azafata les había puesto una manta.

Tammy los miró, sonriendo. Parecían tan tranquilos, como si aquello fuera de lo más normal.

Incluso se parecían. El niño tenía la cabeza bajo la barbilla de Marc y le agarraba un dedo con el puñito…

De repente, la imagen fue demasiado para ella y se le hizo un nudo en la garganta. ¿Qué tenía aquel hombre que siempre le daban ganas de llorar? Marc abrazando al niño…

No sabía nada de él, pensó. Nada en absoluto, excepto que era el príncipe regente de un diminuto país europeo. Que tenía una novia llamada Ingrid…

«A Ingrid no le gustan los niños», le había dicho. Marc era un hombre serio, incluso podría parecer despiadado, pero Henry despertaba en él sentimientos nuevos, sentimientos que quizá ni él mismo creía tener.

«A Ingrid no le gustan los niños».

¿Qué clase de persona era Marc? ¿En qué sitio iba a vivir?

En un palacio gigantesco.

La limusina los dejó delante de la entrada de piedra, con unos escalones que parecían los del Parlamento. Bajo los escalones había un lago que se perdía en la distancia…

Sobre sus cabezas, las torres puntiagudas del palacio. Era como un cuento de hadas. Hecho de piedra, brillaba bajo el sol, con una belleza que la dejó impresionada.

No era ostentoso, o quizá lo era, pero estaba construido con mucho encanto. Rodeado de jardines y bosques, Tammy estuvo a punto de saltar del coche y ponerse a explorar.

Detrás del palacio, las montañas cubiertas de nieve y, en el lago, varios cisnes blancos nadando perezosamente. El palacio no estaba bien atendido, le había dicho Marc, pero a ella no se lo parecía.

Era mágico. Y era su nuevo hogar.

– ¿Qué te parece? -preguntó Marc.

– Pues… apabullante, una absurda ostentación de riqueza.

– Vaya.

– Y pretencioso.

– ¿De verdad?

– Y… es precioso, Marc -sonrió Tammy.

– Ah, menos mal.

Cuando pensó en su estudio diminuto tuvo que pellizcarse para comprobar que aquello era real. Y cuando un mayordomo uniformado le abrió la puerta de la limusina, tuvo que pellizcarse otra vez.

– Esto no es real -murmuró.

Marc la estaba observando, pero no sonreía. La miraba con una expresión enigmática.

– Es real.

– Bienvenida a casa -dijo el mayordomo con toda solemnidad.

«Bienvenida a casa».

Los criados estaban colocados en fila, como en las películas. Había unas en el vestíbulo del palacio, como esperando revista. Marc sabía el nombre de cada uno y ellos lo saludaron con lo que a Tammy le pareció auténtica simpatía.

– Yo no podré acordarme de todos los nombres -murmuró, incómoda.

Por primera vez, pensó que Marc había tenido razón sobre la ropa. Quizá un vestidito no habría ido mal.

– No espero que los recuerdes de inmediato. Pero deberías aprender los más importantes: Dominic, el mayordomo, y la señora Burchett.

Una mujer mayor le hizo a Marc una reverencia, pero estaba mirando a Henry. Desde que bajaron del avión, habían hecho turnos para llevarlo en brazos y, en aquel momento, lo llevaba él.

– La señora Burchett es la gobernanta de palacio. Es inglesa. Cualquier cosa que quieras saber puedes preguntársela a ella.

– Será un placer -dijo Madge Burchett-. Cómo ha crecido el niño. No lo habíamos visto desde que nació… y usted es su tía -añadió, mirándola de arriba abajo. Era evidente que estaba comparándola con Lara-. Bienvenida a casa.

– Gracias.

– ¿Quiere que la lleve a su habitación?

– Buena idea -dijo Marc. Intentó darle el niño a la señora Burchett, pero Henry se negaba a soltarlo, de modo que tuvo que dárselo a Tammy.

Le había entregado el niño a las mujeres. Ya había hecho su papel y, a partir de aquel momento, pensaba vivir su vida, pensó ella.

En ese momento oyó un grito y una chica más o menos de su edad entró corriendo en el vestíbulo. Había estado montando a caballo y su atuendo era… magnífico, espléndido. Su pelo castaño estaba recogido en un precioso moño francés y la sonrisa que le dirigió a Marc era de cine. Llevaba en la mano una fusta, pero la soltó y se echó en sus brazos.

– ¡Cariño! Por fin has vuelto a casa.

Tammy vio que la señora Burchett miraba a la pareja con expresión de desaprobación.

– Bueno, señorita Dexter… podrá hablar con la señorita Ingrid más tarde. Ahora vamos a la habitación para que el niño y usted puedan descansar un rato.

– Dígame cómo funciona esto.

Tammy tardó dos minutos en saber que había encontrado una amiga en la señora Burchett. Los vaqueros y las camisetas podrían ser inapropiados para el palacio, pero era evidente que la gobernanta temía que ella fuera otra Lara… u otra Ingrid. Su alivio era palpable.

– ¿Qué quiere saber?

– Todo -contestó ella.

Estaban colocando a Henry en la habitación. Durante el viaje no había dado ningún problema y era evidente por qué: porque no esperaba nada. No lloraba porque las lágrimas no le conseguían nada en absoluto. Iba de unos brazos a otros sin quejarse y se conformaba con la oreja de su osito.

Debería quejarse, pensó Tammy. Debería exigir atención. Cuanto más tiempo pasaba por él, más deseos sentía de estrangular a su madre, a Marc, a Lara, a cualquiera que hubiese tenido algo que ver con aquel desastre…

– La cuestión es muy simple -dijo la señora Burchett-. Además del príncipe, la señorita Ingrid y usted, aquí sólo vive el servicio. Jean Paul y su hermana pasaban casi todo el tiempo esquiando o de viaje. La última vez que vi a Henry tenía dos semanas. No volvieron por aquí.

– ¿Nunca?

– Nunca -contestó la gobernanta-. El servicio es muy bueno, pero últimamente no recibían su salario. Sólo se han quedado porque algunos no tienen dónde ir. Yo era ayudante de cocina cuando llegué aquí, hace veinte años, y no habría ascendido a gobernanta si no fuera porque la anterior se marchó. Pero las cosas han vuelto a la normalidad desde que murió el príncipe Jean Paul.

– ¿Marc ha cambiado eso?

– Su Alteza, sí.

Tammy no podía llamarlo Alteza. Quizá si no la hubiera besado…

Quizá.

– ¿Y la señorita Ingrid?

– Lleva aquí tres días -suspiró la señora Burchett, sin poder disimular su desagrado-. Llegó para esperarlo… o eso dijo. Pero actúa como si fuera la dueña del palacio. Como la madre de la princesa Lar…

No terminó la frase, pero no hacía falta. -¿Cómo si fuera mi madre? -No quería decir eso -se disculpó la señora Burchett-. Lo siento. Es que… llevamos tanto tiempo esperando que volviera el niño… Significa todo para nosotros. Su Alteza ha conseguido traerlo a casa y eso es fundamental no sólo para mí sino para el país. Pero no debería criticar a la señorita Ingrid ni a su madre…

– No se preocupe. Conozco muy bien a mi madre.

– Entonces, ¿va a quedarse? -No me queda más remedio -suspiró Tammy, sentándose en la cama. O, más bien, subiéndose a la cama. Era tan alta que los pies no le llegaban al suelo. Se preguntaba qué hacía allí. ¿Cuál era su papel, tía de Henry? ¿Iba a quedarse allí para siempre? Sería como un pez fuera del agua.

Pero al menos había encontrado una persona amable entre el servicio. La señora Burchett la hacía sentir cómoda.

– Nos alegró tanto saber que no quería usted dejar al niño… Es la primera persona que se preocupa por él de verdad. Pobrecito… Pero en fin, ya está aquí -suspiró la gobernanta-. Supongo que querrá descansar. ¿Sus cosas llegarán hoy?

– Ya han llegado. Ése es mi equipaje -sonrió Tammy, señalando la mochila. -Pero querida… -Es todo lo que necesito. -¿Pero qué se pondrá para cenar? -Pienso cenar en la habitación. No quiero cenar ni con su Alteza. Ni con Ingrid

– No puede cenar aquí -protestó la señora Burchett.

– Entonces cenaré con usted, en la cocina.

– ¡Pero eso no puede ser! -replicó la mujer, horrorizada.

Tammy miró alrededor. Era una habitación preciosa, pero hacía falta un radiador, una nevera y un par de cosas más.

– ¿No puedo tomar un sandwich aquí?

– Quizá esta noche… No estoy segura. ¿Su Alteza sabe que no va a cenar con él?

– «Su Alteza» sabe que me gusta vivir de forma independiente.

– ¿Y lo aprueba?

– Me da igual. Yo tomo mis propias decisiones.

– Entonces pediré que le suban algo de comer, querida -sonrió la señora Burchett-. Si eso es lo que quiere… Pero no sé qué dirá el príncipe.

La señora Burchett le envió unos sándwiches y un vaso de leche para cenar. Para entonces Tammy llevaba dos horas en el palacio, pero no se sentía nada cómoda.

Había explorado un poco aquel ala, pero era tan grande que tardó una hora en ver la mitad de las habitaciones. Y no era tan valiente como para aventurarse en otra zona… por si no encontraba el camino de vuelta.

Henry se quedó dormido después de tomar el puré de verduras y Tammy aprovechó una ducha y cambiarse de ropa. Pero seguía sin sentirse cómoda.

Era imposible. Y cuando llegaron los sándwiches en una bandeja de plata, con un criado de librea y guantes blancos, se sintió completamente ridículas.

Pero aún faltaba lo peor. Estaba dándole un mordisco a un sandwich cuando sonó un golpecito en la puerta. Marc no se molestó en esperar, entró directamente. Iba vestido para cenar: traje oscuro, camisa blanquísima, corbata azul.

Parecía un príncipe de película, pensó Tammy, intentando controlar los latidos de su corazón. -¿Qué estás haciendo? -Cenar -contestó ella. -Se cena en el comedor. -No. Yo ceno aquí.

Marc le quitó el sandwich de la mano. -De modo que la señora Burchett tenía razón. Estás cenando sándwiches de queso. -Lo que me han subido.

Marc la miró como si fuera un ser de otro planeta.

– Henry está dormido. ¿Qué haces aquí sola? -Ya te dije que quería vivir mi vida. -Eso es ridículo. La señora Burchett ha hecho una cena estupenda. No quiero que ofendas al servicio, Tammy.

– La señora Burchett me envió los sándwiches,

Marc. Ella me entiende…

– No entiende nada -replicó él, pasándose una mano por el pelo-. Tammy, tengo que llevar este palacio como es debido. Al servicio le gusta la normalidad… y la mayoría de ellos han permanecida leales en las peores circunstancias. Están encanta dos de recibir a Henry y lo mínimo que podías hacer es bajar y disfrutar del banquete que han preparado para nosotros.

– ¿Banquete?

– Un banquete, sí.

A Tammy le dio un vuelco el corazón.

– Yo no soy una princesa. Mi sitio no está aquí

– Ni el mío tampoco.

– Ya, seguro.

– Tú eres la tutora legal de Henry, su tía -insistió Marc-. Éste es tu sitio tanto como el mío. No pensarás quedarte en tu habitación durante los próximos veinticinco años, ¿verdad?

– Encontraré una casa -contestó ella-. Este palacio es enorme, pero tiene que haber un sitio done Henry y yo podamos vivir de forma independiente Una casita de campo o algo así.

– Sí, claro. Henry es el heredero de la corona estaría muy bien que viviera en «una casita de campo» -replicó Marc, irónico.

– Si oigo eso del heredero una vez más…

– Tendrás que oírlo muchas veces, Tammy, pe que Henry es el heredero del trono de Broitenbur ¿Tú crees que a mí me gusta vivir aquí? Tengo una casa estupenda a diez kilómetros de aquí, un chateau en Renouys. Ésa es mi casa y es allí donde quiero vivir. Yo no quería ser príncipe regente. Sí quería ser responsable de Henry, pero alguien tiene que hacerlo…

– Yo he venido a este país porque soy responsable de mi sobrino.

– Pues entonces hazlo bien. Pensé que eras más valiente, Tammy. Esconderte en tu habitación…

– ¡No estoy escondida! -exclamó ella, levantándose.

– ¿Por qué no bajas a cenar? -Porque estoy cansada por el desfase horario. -Sí, claro, y yo soy el rey de Siam. Has dormido como un tronco durante seis horas. -Eso no es verdad.

– Claro que es verdad -insistió Marc-. Te quedaste dormida sobre mi hombro en el avión. Y Henry también. Tengo una tortícolis que lo demuestra. No pude moverme durante seis horas… seis largas horas.

– ¡Yo no me quedé dormida sobre tu hombro! -¿Quieres que llamemos a la azafata? Seguro que podríamos localizarla. -Eso es ridículo.

– Desde luego que sí. Mira, servirán la cena dentro de quince minutos. Espero que te reúnas con nosotros en el comedor. -No quiero…

– Ni yo tampoco. Pero tengo que hacerlo. Cada uno tiene sus obligaciones, Tammy. -Sólo tengo vaqueros… -¿Y de quién es la culpa? Ella se cruzó de brazos, irritada. -¿Bajarás? -Yo…

– No tienes elección.

– ¡Muy bien! -exclamó Tammy por fin-. Bajaré a cenar en vaqueros y haré el ridículo delante de todo el servicio. Y ahora vete de mi habitación.

– Yo…

– ¡Sal de aquí!

Quince minutos.

Ayuda.

Podía bajar tal y como estaba. Podía hacerlo. Debería hacerlo.

Pero ella era… la tutora legal de Henry. Tenía un sitio en aquel palacio hasta que el niño no la necesitara. Y debería portarse de forma responsable.

Maldito Marc… ¿Cómo se atrevía a ponerla en semejante situación?

Claro que había intentado advertirla.

Tammy miró la mochila como si fuera un enemigo. ¿Qué debía hacer? Ingrid estaría preciosa, divina, y parecer una mendiga al lado de un príncipe y una princesa no era lo suyo.

Pero Lara había vivido allí, pensó entonces. Tenía que haber ropa suya en los armarios.

¿Debía hacerlo?, se preguntó. ¿Por qué no? Estaba en un palacio de cuento de hadas.

¿Por qué no?

«Llámeme si necesita algo», le había dicho la señora Burchett. «El timbre está conectado con la cocina. Normalmente contesta alguna de las chicas, pero esta noche yo estaré atenta».

Tammy miró el timbre y tomó una decisión.

Estaba muy lejos de Australia, en otro continente. Estaba muy lejos de casa. Y necesitaba ayuda.

– ¿No quieres esperar a la experta en plantas? -No hace falta -contestó él-. La experta en plantas ya está aquí.

Ingrid empezaba a impacientarse. Y cuando Marc volvió al salón, apenas podía disimular su enfado.

– ¿Dónde estabas?

– Invitando a la tía de Henry a cenar con nosotros.

– ¿Ella quiere cenar con nosotros? -preguntó Ingrid-. Pensé que…

– ¿Qué habías pensado?

No esperaba encontrar a Ingrid esperándolo en palacio. En realidad, esperaba tener un par de días para solucionar cosas antes de llamarla. Pero allí estaba.

– Pues, que esa clase de chica…

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Esa clase de chica no está acostumbrada a moverse en nuestros círculos, Marc -sonrió Ingrid-. ¿Qué me habías contado, que la sacaste de un bosque en Australia? Cariño, tendremos suerte si sabe usar un cuchillo y un tenedor.

– Es la hermana de Lara -replicó Marc.

– Sí, es increíble. ¿Cómo podían ser hermanas? Lara era una belleza.

– Tammy… Tamsin no es fea.

– No, cariño, pero esa ropa… y esas pecas…

– ¿Quieres que pasemos al comedor? -la interrumpió Marc.

Marc se quedó de una pieza. ¿Cómo había hecho eso en quince minutos? Tammy se había transformado por completo. Los viejos vaqueros desaparecieron. Y también desapareció Tammy Dexter, la arboricultora. Para dar paso a… Tamsin.

El vestido negro era engañosamente simple. Tenía el cuello de pico y un frunce en el centro que marcaba la cintura y las caderas de una forma elegante y muy sexy a la vez. Sus largas piernas parecían aún más largas con unas sandalias de tacón.

Y el resto… los rizos morenos caían por su espalda como una cascada. Se había puesto sombra de ojos y brillo en los labios. No le hacía falta nada más. ¡Estaba arrebatadora!

– ¿Qué has hecho con tu ropa? -exclamó Marc. -Vaya, y yo preguntándome si mis modales serían aceptables -sonrió Tammy.

– Perdona. Tammy… te presento a Ingrid, mi… -Novia -terminó ella la frase-. Encantada de conocerte, Tammy. ¿Cómo estás, querida? Estábamos diciendo que debes sentirte muy rara aquí… Pero veo que llevas un vestido de tu hermana. Bien hecho. Yo iba a enviarlos a algún albergue, pero si te gustan…

Tammy se puso colorada. Pero aquella mujer le recordaba a su madre y sabía que la rabia no valía de nada con ese tipo de persona. Otros métodos eran más efectivos.

– Me alegro de que no lo hayas hecho. Aún no he visto el testamento de mi hermana, pero dudo mucho que pudieras disponer de sus cosas. Los asuntos legales son tan fatigosos, ¿verdad? -sonrió Tammy, tomando la copa de champán que Marc le ofrecía-. Gracias. Ah, Dom Pérignon, mi favorito.

Quince minutos antes estaba diciendo que prefería tomar un sandwich de queso. Marc parpadeó… aunque hubiera parpadeado de todas formas. Hasta entonces sospechaba que Tammy eligió su profesión por un complejo de inferioridad. Lara e Isobelle eran magníficas, criaturas perfectas físicamente. Si Tammy había crecido comparándose con ellas… en fin, seguramente cualquiera se habría dedicado a los árboles.

Pero ella era tan guapa como su madre o su hermana. Incluso más. Llevaba muy poco maquillaje y ninguna joya, pero con aquel sencillo vestido negro hacía que Ingrid pareciese fuera de lugar. Ingrid lo sabía, claro. Por eso estaba enfadada. -Bueno, si te quedan bien… -sonrió, señalando la mesa con un gesto muy estudiado.

Estaba haciéndose la anfitriona, por supuesto. El gesto tampoco pasó desapercibido para Marc, que levantó los ojos al cielo.

– Por lo que he visto en los armarios, no tendré que comprar ropa nunca más.

– ¿Piensas quedarte mucho tiempo? -preguntó Ingrid.

– Henry necesita una madre -contestó Tammy-. De modo que supongo que sí.

– Pero si Marc y yo…

– ¿Quieres más champán? -la interrumpió él. Tammy sonrió, agradecida.

– Sí, por favor.

Marc no podía dormir. Por fin, a las dos de la mañana, se levantó de la cama y fue a dar un paseo por el jardín. La luna llena se reflejaba en las tranquilas aguas del lago y caminó por toda la orilla a grandes zancadas, intentando calmarse.

¿Qué estaba haciendo?

Hasta que Jean Paul murió, su vida no era complicada. O, al menos, era mucho menos complicada. Vivía alejado de su familia, que era lo que deseaba.

Creció muy cerca del palacio porque su padre era hermano del príncipe, pero no lo habían educado para heredar la corona. Además, nunca se había llevado bien con sus primos. La madre de Jean Paul era una cursi de primer orden, para quien ser la esposa del príncipe de Broitenburg era motivo de satisfacción, mientras su madre era una mujer encantadora que no tenía nada que ver con la realeza.

Al pensar en su madre, Marc hizo una mueca de dolor. Lo que le habían hecho a ella, a su familia…

Daba igual, era el pasado. Y él había aprendido que la única forma de tratar con aquella gente era ser brusco y distante.

Porque amaba a su país haría lo que tuviera que hacer. Llevaría la corona y mantendría la monarquía por su primo Henry, pero nada más. Si pudiera persuadir a Tammy para que ocupara su sitio en palacio, él podría apartarse. Que era lo que deseaba. Quería vivir en su casa, alejarse de cierta gente…

¿De Tammy también?

Sí, de Tammy también. Ella lo excitaba como ninguna otra mujer, lo ponía nervioso…

Y no entendía por qué. A él no le gustaban las mujeres como ella. Le gustaban las mujeres como Ingrid. Ingrid.

Cuando recordaba su comportamiento durante la cena se ponía enfermo. Tenía que librarse de ella lo antes posible. Después de la cena, cuando esperaba irse con él a la cama, Marc la rechazó con muy poco tacto.

– Estoy cansado, Ingrid. Necesito dormir solo esta noche.

– Puedo quedarme sólo un rato, cariño. Cariño… El término resultaba casi obsceno en su boca. Era preciosa y elegantísima, pero su relación no había durado más que unos meses. Ninguna de sus relaciones duraba más que eso.

Y así era como le gustaba. Las mujeres de su círculo eran todas como su tía e Isobelle. Y como Lara. El sabía muy bien lo que buscaban. Llevar allí a una mujer de otro círculo, exponerla como si fuera un pez en una pecera, sería exponerla al mismo dolor que experimentó su madre.

Y Tammy…

¿Por qué no podía dejar de pensar en Tammy? Tammy mirándolo con sus ojos enormes de color miel. Tammy, durmiendo sobre su hombro en el avión. Tammy, abrazando a Henry, haciéndole sonreír, sentada sobre la cama con los pies desnudos.

Tammy con aquel vestido negro…

Estupendo, si mantenía una relación con ella estaría involucrado con el trono y con la familia real para siempre. Y él no quería eso.

Además, no podía casarse con ella…

¿Casarse? ¿De dónde había salido aquel pensamiento? ¡Ridículo!

– Maldito seas, Jean Paul -murmuró, entre dientes-. Haré lo que tenga que hacer y luego me marcharé de aquí.

Tammy…

«No seas ridículo», se dijo a sí mismo. No debería haberla besado. No sabía por qué lo había hecho, en realidad. Una cosa era segura: no iba a pasar de nuevo. No la deseaba, no quería saber nada de ella.

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