Capítulo 8

INGRID no estaba allí. Tammy entró en el salón y se encontró a solas con Marc, que la esperaba frente a la chimenea con una sonrisa en los labios.

– ¿Qué? Quiero decir, buenas noches, Alteza.

– Buenas noches, señorita -dijo él, inclinando la cabeza.

En otro hombre hubiera resultado irónico, pero en él resultaba tan normal como que le besara la mano. Lo cual no era nada normal para ella… Nunca le habían besado la mano.

¿Y cuántos hombres conseguían ponerla nerviosa con una simple sonrisa?

– ¿Dónde está Ingrid?

– Ha tenido que volver a su casa urgentemente.

– ¿A tu casa?

– A la suya.

– De modo que la señora Burchett tenía razón-la has dejado.

– No.

– ¿Entonces volverá?

– No sé por qué te preocupa tanto.

– Es por el vestido -contestó Tammy, pasando la mano por la falda del vestido azul que había sacado del armario-. Si a partir de ahora vamos a cenar solos, puedo bajar en vaqueros.

– Ah, muchas gracias. Merci du compliment.

– De nada.

– Pensé que las mujeres se vestían para agradar a los hombres.

– Sólo si intentan atraerlos. Y yo no lo estoy intentando.

¿Sería eso cierto? ¿Estaba intentando atraerlo? No… o no mucho. O no estaba dispuesta a admitirlo.

– Las mujeres se visten para impresionar a otras mujeres. Mi madre y mi hermana podían diseccionar el atuendo de una mujer a quinientos metros.

– ¿Y a ti no te hacía gracia?

– Ninguna. ¿Podemos ir a probar el soufflé?

– ¿Por qué no te gustan las codornices?

– No me han gustado nunca.

– ¿Y si a mí me gustan?

– Si yo soy la encargada del menú, nunca comerás codorniz.

– Eres muy dura.

– Lo soy -sonrió Tammy. En realidad, se sentía feliz por la ausencia de Ingrid. Y no quería preguntarse por qué.

Fue una cena fabulosa. Podrían servirle pollo todas las noches si querían. Lo preparaban con unas hierbas especiales y era muy jugoso, una joya. Y el soufflé de salmón, para morirse. También fue delicioso el postre, una tarta de frambuesas que se deshacía en la boca.

Nunca había comido tan bien. Y si seguía comiendo así tendría que desabrocharse algún botón del vestido.

– ¿Qué? -preguntó Marc al ver que lo miraba.

El comedor era enorme, espléndido. Techos altos, candelabros de cristal, cortinas de brocado, una enorme chimenea, velas, cuadros de ancestros del principado colgando en las paredes…

Cualquiera se sentiría intimidado, pensó Tammy. Pero al mirar a Marc se dio cuenta de que era él quien la intimidaba en realidad. No el comedor, sino Marc. Específicamente cuando sonreía.

– Estaba preguntándome qué habrá sido de las pobres codornices que la señora Burchett pensaba servir en el almuerzo.

– ¿Por qué?

– Porque me caen bien las codornices. Lo que pasa es que no me gusta comérmelas. Me gusta verlas volar. De pequeña cuidé de una que se había roto una pata.

– ¿Y no piensas comerte a ninguno de sus parientes?

– No pasa nada por tomar pollo en lugar de codorniz. Pero si ya las habían matado, es absurdo tirarlas a la basura.

– ¿Las quieres para el desayuno?

– No, mejor no.

– Pues entonces tendrás que cenarlas mañana tú sola. O dejar que las coma el servicio -sonrió Marc, levantándose y apartando su silla.

Por supuesto, ella no necesitaba que nadie apartara su silla, pero la sensación no era desagradable. Sobre todo, porque así lo rozó y, al hacerlo, experimentó una sensación nueva, un cosquilleo sorprendente.

¿Qué le pasaba? ¿Por qué actuaba como una niña pequeña?

– ¿Tendré que cenar yo sola? ¿Tú no estarás aquí?

– Me voy a casa. Ya te dije que no quería quedarme en el palacio.

– Pero vives aquí.

– No, tú vives aquí. Tomaste esa decisión al venir con Henry a Broitenburg.

– Pues entonces me has traído engañada.

– Si hubieras decidido no venir, yo tendría que vivir aquí.

– ¿Y qué ha cambiado?

– Tú -contestó Marc-. Y yo.

– No sé a qué te refieres.

– Tú misma has dicho que la situación era imposible.

– Yo necesito mi propio espacio -murmuró Tammy, tragando saliva. Y lo necesitaba justo en aquel momento porque Marc estaba muy cerca, demasiado cerca.

– Yo también.

– Pero este palacio es suficientemente grande para los dos. Si aceptas que yo convierta una parte del palacio en mi apartamento…

– No es necesario, Tammy. Yo odio este sitio.

– ¿De modo que dejas toda la responsabilidad en mis manos?

– No es mi responsabilidad vivir aquí.

– Tampoco mía.

– Tú elegiste venir a Broitenburg.

– Elegí cuidar de Henry, no de todo el palacio. Ni del reino.

– Principado -la corrigió Marc.

– Por favor… yo intento buscar sentido a todo esto y tú me discutes la semántica.

– No discuto nada. Me voy.

– Pero no sabía que te fueras tan pronto -protestó ella-. No puedo quedarme sola aquí, Marc. Aún no estoy acostumbrada a Henry.

– Da igual. Dominic y Madge te ayudarán.

– ¿Por qué no te quedas un poco más?

– Tengo que irme.

– ¿Por qué? -exclamó Tammy-. ¿Por qué tienes que irte? ¿Por qué sales corriendo? Por favor… es como si hubiera fantasmas en el palacio.

– No seas ridícula. Los fantasmas no me dan miedo.

– Entonces, ¿qué te da miedo?

– Nada -contestó él-. Tengo mis propias responsabilidades en casa.

– ¿Y no puedes solucionarlo desde aquí? No me lo creo.

– Lo creas o no, así es.

– Antes de salir de Australia, no dijiste que te irías de palacio. Me hiciste creer que cuidaríamos juntos de Henry. Y ahora me dices que te vas mañana… tiene que haber una razón. ¿Por qué te vas?

¿Por qué?

Sus palabras quedaron colgadas en el aire.

Marc la miró, perplejo, y ella le devolvió la mirada con los ojos llenos de furia. Tenía las mejillas coloradas y su pecho subía y bajaba, agitado. Era…

Era demasiado.

¿Por qué?

Marc sabía por qué y no podía soportarlo ni un minuto más.

Había jurado no hacerlo. La primera vez fue un error. Nunca debió tocarla. Pero ella parecía tan vulnerable, tan dulce, tan… Tammy.

Pero, ¿cómo no iba a hacerlo? Ella lo estaba mirando, estaban tan cerca…

Marc no entendía nada, pero tenía que hacerlo.

Por supuesto.

Y, de nuevo, la besó.

Después no podía creerlo. Era lo último que deseaba hacer… o más bien lo último que debía hacer.

La había besado en Australia como para sellar una promesa, pero aquello… no era una afirmación de nada. Era la atracción entre un hombre y una mujer. La deseaba como no había deseado a nadie.

El sentido común no tenía nada que ver. La lógica se había ido por la ventana. La abrazaba con una pasión desconocida para él.

La necesitaba. Estaba en su casa, en su corazón, en su vida.

La apretaba con ansiedad, como si no quisiera soltarla nunca, y ella levantaba la cara, quizá tan desesperada como él.

Estaba respondiendo, le devolvía el beso. Abría la boca para recibirlo, buscando algo que Marc pensaba necesitar sólo él.

Aquella mujer se había metido en su corazón, pensó, incrédulo. Era su otra mitad. Cuando sonreía, su sonrisa se le metía dentro. Era una mujer salvaje, libre, especial. Sin maquillaje, sin falsedad…

Pero cuando abrazaba a su sobrino había una ternura en ella que le partía el corazón.

¿Cuándo había empezado aquello, en Sidney? ¿Cuando la vio subida al árbol?

Ella debería apartarse, pensó. Debería darle una bofetada como hizo en Sidney. Pero su cuerpo se plegaba contra el suyo con una suavidad que lo volvía loco.

Lo encendía, lo enardecía. Marc deslizó las manos hasta sus pechos para acariciar su perfecta simetría, su perfección…

Tammy.

¿Había dicho el nombre en voz alta? No lo sabía. Lo único que sabía era que se estaba derritiendo, que sentía un deseo que apenas podía reconocer.

Él no era así, él era una persona que controlaba sus sentimientos… Pero en ese momento Tammy metió la mano por debajo de la camisa para acariciar su espalda.

¡Tammy lo deseaba tanto como él!

No podía parar. Llevaba todo el día controlándose, diciéndose a sí mismo que debía marcharse. Una noche más y desaparecería de palacio; a partir de entonces sólo tendría que verla en eventos oficiales.

Pero, ¿cómo iba a marcharse? Ni siquiera podía apartarse de ella. Y Tammy era tan apasionada… como si también lo reconociera como su pareja.

Era un pensamiento absurdo, ridículo, pero Marc no podía razonar. Los labios de Tammy le hacían perder la cabeza. El control fiero que había ejercido sobre sus pasiones durante todos aquellos años desaparecía sólo con tocarla.

Era una mujer…

¡Y suya!

Tardó unos segundos en oír los golpes en la puerta y, por un momento interminable, pensó que eran los latidos de su corazón. Pero por fin se dio cuenta.

Marc se apartó y fue como si le quitaran algo de sí mismo, como si le arrancaran un miembro. Y cuando vio la confusión en los ojos de Tammy…

– Yo…

– Lo sé -murmuró ella, llevándose un dedo a los labios, como si no pudiera creerlo-. No… querías hacerlo.

– No, yo…

Seguían llamando a la puerta y cuando Marc abrió, encontró a la señora Burchett con Henry en brazos, llorando.

– Lo siento, pero…

El niño lloraba como un desesperado y en cuanto vio a Tammy alargó los bracitos hacia ella.

– Se ha despertado y no deja de llorar -explicó la acongojada señora Burchett-. Durmió toda la tarde mientras usted estaba en el jardín y ahora… está frenético el pobre.

– Démelo.

A pesar de la confusión y el nerviosismo, a pesar de que su mundo estaba patas arriba, el corazón de Tammy se encogió. Era la primera vez que Henry la reconocía, que la buscaba con sus bracitos.

– Ven aquí, cariño -murmuró-. Iba a subir ahora.

– Quédate -dijo Marc-. Tenemos que hablar.

– Tengo que atender a Henry.

– Puedes atenderlo aquí.

– Hablaremos por la mañana.

– Por la mañana me habré ido -dijo él con firmeza.

– ¿Te vas?

– Ya te lo he dicho.

– Pero… no nos había dicho nada, señor -intervino la señora Burchett.

– Acabo de decidirlo -contestó Marc.

Como Tammy, estaba confuso, tenía que pensar. Se estaba metiendo en algo que no conocía y con lo que temía enfrentarse.

– Nos veremos en el desayuno -dijo por fin, pasando a su lado.

Pero al hacerlo, el niño alargó los bracitos hacia él. Hacia él.

Marc se quedó parado.

Ninguno de los tres podía creerlo. Henry alargaba las manitas y miraba a su primo con los ojos brillantes. Durante el viaje en avión, cuando se durmió en sus brazos, seguramente decidió que podía confiar en aquel hombre.

– Tengo que… -Marc quería irse, pero sus pies no se movían.

Y Tammy tomó una decisión.

– No -dijo, poniendo a Henry en sus brazos-. Si te vas por la mañana, esta noche lo cuidas tú. Él quiere estar contigo y yo me quiero ir a la cama. Señora Burchett, ¿puedo hablar con usted un momento? Buenas noches, Alteza.

Y sin decir otra palabra, salió del comedor seguida de la gobernanta.

Marc acunó al niño durante un rato y, cuando por fin empezó a tranquilizarse, llamó al timbre.

Nadie contestó.

– Vamos a buscar a la señora Burchett -dijo en voz baja.

Pero no encontró a Madge por ninguna parte. La cocina estaba vacía. Siempre había criados en el palacio, pero no encontraba a ninguno. Marc llamó al timbre de nuevo y esperó.

Nada.

– No pueden haberse ido todos… ah, a lo mejor se acuestan temprano.

Henry sonreía, contento, ajeno a sus preocupaciones.

Cuando entró de nuevo en el comedor vio una nota sobre la mesa. Iba dirigida a Su Alteza Real, el príncipe regente.

Era de Tammy, claro.

Querido Marc,

Acabo de comprobar que Henry te necesita a ti que a mí, de modo que es una pena que te marches. Yo creo que lo mejor sería compartir el cuidado del niño. Esta noche tú cuidarás de Henry y mañana puede quedarse conmigo. La siguiente noche será tu turno. Sé que no es una solución perfecta, pero es la única que se me ocurre. Y es mejor que perderte del todo.

Buena suerte,

Tammy

Luego había una posdata:

Como se supone que soy yo la que manda en palacio, he ordenado a los criados que se vayan a dormir.

Marc leyó la nota varias veces.

¿Cuidar de Henry un día sí y otro no? ¿Quién se creía que era?

En realidad, le había prometido cuidar del niño… pero pensaba dejarlo en manos de la señora Burchett y una competente niñera, no cuidar A él personalmente.

Sin embargo, lo tenía en brazos y parecía encantado. Tammy tenía razón: Henry había elegido a los dos adultos que iban a cuidarlo y él era uno de ellos.

Y parecía feliz.

Pero él no. Sentía como si se ahogara. Familia, lazos, responsabilidades… todo lo que había intentado evitar.

El amor.

– Puedo cuidar de ti hasta el desayuno, pero nada más.

Henry intentó meterle la oreja del osito en la boca y Marc tuvo que sonreír.

– No, gracias. Ya he cenado. Y tienes que irte a la cama.

Henry no parecía muy convencido y empezó a protestar.

– ¿Qué te pasa? A ver… a lo mejor hay que cambiarte el pañal.

Pero eso significaba subir a la habitación de Tammy, que era la habitación contigua a la del niño. Si seguía despierta… y si no, peor para ella.

– ¿Quién se cree que es, intentando dirigir mi vida? Éste es su trabajo, no el mío.

No estaba allí.

Marc subió a Henry a la habitación y miró hacia la cama de Tammy. Esperaba ver un bulto bajo el edredón, pero no había nada.

La cama estaba hecha y… Marc no pudo evitar mirar en el armario. Su ropa seguía allí también, de modo que no se había marchado del palacio.

Entonces, ¿dónde estaba?

– ¿Tammy?

No hubo respuesta. Frustrado, llamó al timbre y el eco resonó por los pasillos del palacio. ¿Qué decía en su nota? Que había mandado a los criados a la cama.

¿Dónde se habría metido? Allí estaba él, con Henry en brazos, sin saber qué hacer. Seguramente estaría escondida en la cocina o en cualquiera de las innumerables habitaciones del palacio. O en el jardín, subida a un árbol.

Sola.

Henry empezó a protestar, de modo que resolver aquella crisis él solo.

– Estas cosas no deberían pasarme a mí muró-. Debería bajar al ala del servicio y a alguien. Yo no sé cambiar pañales.

Pero seguramente eso era lo que ella Marc cerró los ojos y cuando los abrió Henry lo estaba mirando.

– Puedo cambiar pañales. Puedo cuidar de un niño -le dijo.

Pero cuando dejó a Henry sobre la cama se dio cuenta de que estaba haciendo algo más que cumplir con una obligación. No sólo hacía aquello parque era su responsabilidad.

Se estaba encariñando. Empezaba a querer a aquel niño que lo miraba con los ojos brillantes,

La idea hizo que le diera un vuelco el corazón-

Cambió el pañal como pudo, volvió a tomar a Henry en brazos y se dirigió a su habitación.

Y se sentó en la cama, preguntándose dónde demonios estaría Tammy.

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