AFORTUNADAMENTE, no estaba comiendo o se habría atragantado. -¿Por qué iba a ir yo a Broitenburg?
Marc sonrió.
Otra vez. Esa sonrisa… pero tenía que concentrarse. Lo que decía era una estupidez.
– ¿Por qué no?
– Porque no quiero -contestó Tammy.
– ¿Ha estado en Broitenburg alguna vez?
– No. Ni siquiera sé dónde está…
– Pues es un país precioso, lleno de montañas, ríos, castillos… A los turistas les encanta y a usted también le encantaría.
– No lo creo.
– ¿Cómo lo sabe si no ha estado nunca allí?
– Vivo en Australia -contestó Tammy-. Mi carrera está aquí.
– Cuando nos conocimos pensó que iba a ofrecerle un trabajo.
– Pero no lo habría aceptado.
– ¿Tiene muchas ofertas?
– Soy arboricultora. Y muy cualificada.
– ¿A pesar de haber dejado el colegio a los quince años? -preguntó Marc.56
– ¿Cómo lo sabe?
– Usted misma me lo dijo. Además, esta mañana he recibido una llamada del hombre al que contraté para buscarla. Sé muchas cosas sobre usted, señorita Dexter.
– ¿Ah, sí? ¿Qué sabe?
– Que es una de las mejores arboricultoras del país. Que ha hecho cursos universitarios por correspondencia. Incluso ha trabajado en Europa.
– Yo…
– En los jardines más famosos de Francia e Inglaterra. Y ha trabajado con el mejor: Lance Hilliard. Después de eso, podría pedir el dinero que quisiera, trabajar donde quisiera… pero volvió a Australia. ¿Por qué?
– Porque me encanta mi país.
– ¿Por qué enterrarse entre árboles?
– No me gusta la gente.
– Eso ya lo veo. Pero yo puedo ofrecerle toda la soledad que quiera. Y trabajo. Podría trabajar en el palacio real…
– ¿El palacio?
– El palacio de Broitenburg está situado en una finca inmensa, llena de árboles. Es precioso. Al jardinero jefe le encantaría tenerla como compañera.
Ella sacudió la cabeza, incrédula. La situación era absurda.
– Es absurdo.
– ¿Por qué?
– Porque pienso quedarme aquí. Me quedo con Henry.
– No puede llevarse a Henry con usted cuando vaya a trabajar, ¿no? ¿Qué piensa hacer, colocarle un arnés diminuto y colgarlo a veinte metros del suelo?
– Me tomaré un tiempo de descanso.
– ¿Cuánto, veinticinco años?
– Puedo trabajar en algún jardín botánico.
– ¿Y llevar a Henry a una guardería? ¿No sería mejor que usted misma lo cuidase en Broitenburg? Piénselo.
Antes de que Tammy pudiera contestar, Marc apretó su mano.
– El palacio real de Broitenburg es un sitio maravilloso. Con gastos pagados, además. Podríamos buscar a una buena niñera que la ayudase con Henry y usted pasaría con él todo el tiempo que quisiera. Podría no hacer nada en todo el día…
– ¡No!
– O podría trabajar en los jardines del palacio. Le pagaría el doble de lo que le pagan aquí.
Tammy lo miraba como si se hubiera vuelto loco.
– ¿Quiere decir que viviría en un palacio de verdad?
– Sí.
– Eso es una locura.
Había visto palacios y castillos en Europa y le parecían preciosos, pero vivir en uno de ellos… esa vida no iba con ella. Cuando miró sus manos casi se sobresaltó. Eran unas manos de mujer trabajadora, llenas de callos y magulladuras.
Marc siguió la dirección de su mirada y después, sin pensarlo, besó su mano. Tammy contuvo el aliento. Era como si la estuvieran transportando a un país de maravillas.
– Podría pasarlo muy bien -dijo Marc.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– El tiempo que usted quiera. Para siempre, si lo desea. Desde luego, hasta que Henry cumpla veinticinco años.
– ¿Y si cambio de opinión? Una vez que Henry esté en Broitenburg no podría llevármelo de allí.
Marc lo pensó un momento.
– Haremos un trato.
– ¿Qué tipo de trato? -le espetó Tammy, apartando la mano. La estaba poniendo demasiado nerviosa.
– Le compraré un billete de ida y vuelta. Primera clase. Si no es feliz en Broitenburg puede volver a Australia cuando quiera.
¿Si no era feliz? Eso tenía gracia.
– Allí habrá leyes diferentes. Tendrá a Henry donde usted quería…
– Puedo asegurarle que cumpliré el trato. ¿No confía en mi palabra?
– No -contestó ella.
– Supongo que, en sus circunstancias, yo tampoco confiaría -suspiró Marc, sacando la cartera-. Esta es la tarjeta de Paule Taróme, el presidente de la Audiencia Nacional de Broitenburg. Ésta es de Ángela Jefferson, una abogada australiana experta en derecho internacional. Le diré a Paule que redacte un documento en el que diga que tendrá usted derecho a sacar a Henry del país cuando desee. Ángela será testigo de ese acuerdo. ¿De ese modo aceptaría ir a Broitenburgo
Tammy se lo pensó. Seguía sin confiar en él. No debía hacerlo. Aunque sintiera cosquillas en el estómago cada vez que sonreía.
– Broitenburg depende de su decisión. La necesitamos, señorita Dexter. Yo la necesito y Henry la necesita.
Henry. Broitenburg.
Aquel hombre.
Su vida estaba a punto de cambiar de una forma radical. Tenía un niño.
Y Henry tenía una herencia. Si aceptaba…
– Muy bien -dijo por fin-. Iré a Broitenburg.
Marc dejó escapar un suspiro de alivio.
– No lo lamentará.
– Ya veremos.
– No lo lamentará -insistió él-. Se lo prometo. Pero ahora tengo que hacer un par de llamadas.
A Tammy le habría gustado seguir así, tan cerca, mirándose. Lo cual era ridículo.
– Buenas noches -se despidió Marc.
– Buenas noches.
– Todo va a salir bien, se lo aseguro.
– Eso espero.
Luego hubo un silencio. ¿Por qué no se marchaba? ¿Por qué seguía ahí, mirándola con aquella expresión?
Cortada, Tammy se miró los pies desnudos.
Y entonces, antes de que pudiera hacer nada, Marc se acercó, la tomó por los hombros y la besó en los labios.
Con ese beso quería sellar el acuerdo. Eso fue lo que se dijo a sí misma.60
Sus labios eran firmes, pero no exigían respuesta. No estaba pidiéndole nada, pero… si sólo era una afirmación del futuro, ¿por qué sentía cosquillas por todo el cuerpo? ¿Por qué hubiera querido enredar los brazos alrededor de su cuello?
Quizá porque el beso duraba mucho, pensó, incrédula. Duraba mucho más de lo que debería durar un beso en el que uno sella un acuerdo con otra persona. ¿Por qué apretaba sus hombros con tanta fuerza? ¿Por qué la besaba con tal pasión?
Tammy estaba rígida, aunque hubiera querido contestar. Tanto que… no pudo evitarlo. Aunque fuera absurdo y peligroso, estaba deseando abrir los labios para recibir la caricia, estaba deseando buscar seguridad en aquel hombre que había puesto su mundo patas arriba.
El beso era maravilloso. Nunca antes había sentido nada así. Su fuerza, su altura, su masculinidad…
Cuando por fin Marc se apartó, vio en sus ojos la misma confusión que debía haber en los suyos.
– No debería haber hecho eso.
– Yo…
– Hoy mismo te has enterado de la muerte de tu hermana -siguió Marc, perplejo, tuteándola por primera vez-. Luego, que eras la tutora de tu sobrino y después, que ibas a cambiar de país… Pero yo te cuidaré, Tammy. Te lo prometo.
La ternura que había en su voz era tan inesperada que Tammy se quedó sin aliento. Y, de repente, notó que una lágrima corría por su rostro.
– Estás agotada. Perdóname…
– No, yo…
– Tienes que tomarte esto con calma. Lo siento, de verdad.
¿Tomarse qué con calma? ¿El beso?
Debía solucionar muchas cosas antes de irse del país. El beso no tenía nada que ver.
¿O sí?
La ternura era una cualidad desconocida para ella. Quizá porque no dejaba que nadie se acercara demasiado. Nunca.
– No tiene que lamentarlo. No es culpa suya.
– No, pero…
– Tengo que irme a dormir -lo interrumpió Tammy. Necesitaba estar sola. Desesperadamente. Si no se iba, podría caer en sus brazos y no moverse nunca de allí. La tentación era casi irresistible.
Pero absurda. Su hermana se había casado con un hombre como él y ¿qué pasó? Que había muerto.
Ese pensamiento le hizo dar un paso atrás.
– Márchese.
– ¿Estás bien?
– Sí, pero márchese. Y Marc… Alteza… no sé cómo llamarlo.
– Marc -contestó él.
– Marc, no vuelvas a besarme.
– ¿Por qué no?
– Porque no quiero.
– ¿Estás segura?
Menudo arrogante. Era un príncipe, claro. Realeza. Y ella, una arboricultora que iba descalza.
– Completamente -contestó por fin, acercándose a la puerta-. Y ahora, o te vas o tendré que llamar a mis amigos, los de seguridad.62
– Me voy, me voy.
– Bien.
– Buenas noches.
Marc pasó a su lado, pero antes de irse acarició su cara.
– Siento haber sido yo quien te diera la noticia. Que duermas bien, Tammy Dexter. Mañana empieza nuestro futuro.
Entonces acarició sus labios con un dedo… un beso que no era un beso.
Y luego se marchó.
¿Qué había dicho? «Mañana empieza nuestro futuro».
Su futuro.
Hasta aquel día su futuro estaba cuidadosamente planeado, pero ahora… se iba de Australia para vivir en un país que no conocía, lleno de castillos y princesas
El príncipe Marc de Broitenburg le ofrecía un futuro que no podría controlar.
– Ten cuidado, Tammy -murmuró, cerrando la puerta-. Ten mucho cuidado.
Quizá no debería ir. Quizá no tenía elección. Y quizá se alegraba de ello.
El recuerdo de aquel beso había cambiado algo más que el futuro. Había destrozado la confianza que tenía en su autocontrol.
¿Debería pedir ayuda?
Los dos días siguientes fueron de locos. Afortunadamente, tenía el pasaporte en regla y conseguir el visado no fue un problema
– Charles tiene que servir de algo, además de para gastarse el dinero de los contribuyentes.
El jefe de Tammy se enteró de inmediato. Y su respuesta fue:
– Puedes volver aquí cuando quieras. Yo cuidaré del niño si así consigo que vuelvas a trabajar para mí.
Eso la reconfortó. Llevaba tres años trabajando para Doug y eran como una familia. La idea de que el equipo la echase de menos, que alguien la echase de menos… era inexplicablemente consoladora.
Nadie más la echaría de menos. Nadie se daría cuenta de que se había ido de Australia.
Pero tenía que llamar a su madre.
– ¿Por qué iba a decirte que Lara había muerto? -replicó Isobelle cuando Tammy le pidió explicaciones-. Nunca te has preocupado de ella.
«Qué sabrás tú», pensó Tammy, pero se mordió la lengua.
– Voy a llevarme a Henry a Broitenburg.
Al otro lado del hilo hubo un silencio.
– ¿Con el príncipe regente… cómo se llama?
– Marc.
– Vaya, vaya -replicó su madre, irónica. Y ella se preguntó por enésima vez por qué Isobelle la odiaba tanto-. No lo conseguirás.
– ¿Perdona?
– Es un buen partido, pero no se casará contigo.
– No sé de qué estás hablando.
Pero lo sabía. Lo sabía perfectamente. Para su madre, los hombres siempre habían sido un medio para llegar a un fin.
– No eres suficientemente guapa.
– Yo no…
– He oído hablar de tu precioso príncipe Marc. Es un mujeriego y, además, es riquísimo. ¿Crees que alguien como él miraría dos veces a una chica como tú?
Muy bien. Ya estaba harta. Había llamado para pedirle explicaciones, pero no pensaba decirle una palabra más. De modo que colgó el teléfono.
Tenía otras cosas de qué preocuparse.
Ropa, por ejemplo. Tenía vaqueros, camisetas, cazadoras… no precisamente un vestuario como para vivir en un palacio.
– Puedo enviar a alguien a tu casa para que embale tus cosas. Las enviaremos a Broitenburg en un container -dijo Marc la última tarde.
– ¿Un container?
– Si piensas quedarte en Broitenburg…
– Mi «casa» es un estudio de alquiler y los muebles no son míos. Pero no te preocupes, en Broitenburg compraré unos vaqueros nuevos. Si hay pantalones vaqueros en tu país, claro.
– Sí, pero…
Marc había arrugado el ceño, pero Tammy estaba meciendo a Henry y no se dio cuenta.
– ¿Pero qué?
– En el palacio hay cenas formales, cenas de galas y cosas así.
– Tú tienes cenas de gala -lo corrigió ella-. Yo no. Nunca he estado en una cena de gala. Me contento con un microondas.
– Quiero que seas parte de la familia real, no una criada.
– Pues yo no quiero ser parte de la familia real, muchas gracias.
– Henry será educado como heredero.
– ¿Sabes una cosa? Creo que, ahora mismo, Henry no está interesado en cenas de gala.
– Mira, Tammy, tenemos que dejar algo claro -empezó a decir Marc-. Vas a Broitenburg como miembro de la familia. Y como tal tendrás que soportar ciertas formalidades.
– ¿Quieres decir que debo comprarme zapatos? Muy bien, me compraré unas zapatillas de deporte.
– Ah, estupendo -suspiró Marc.
– Gracias, Alteza.
– No funcionará.
– ¿Qué quieres, que me compre una tiara antes de ir a Broitenburg?
– Una tiara no, pero algo un poco más formal…
– No -contestó Tammy-. La princesa de Broitenburg fue Lara, no yo.
Al final, Charles los llevó al aeropuerto con una enorme maleta de cuero en la que estaban las cosas de Marc, otra con las cosas de Henry… y una vieja mochila que contenía todas las posesiones de Tammy Dexter