Capítulo 7

MARC SE despertó al oír risas. Cuando abrió los ojos eran las ocho de la mañana… Eso le enseñaría a pasear hasta las tantas por el lago. Tenía la cabeza embotada.

Quizá había imaginado las risas, pensó, muerto de sueño. Una cosa que aquel palacio no despertaba era risas precisamente.

Pero allí estaban otra vez, entrando por la ventana. ¿Sería Tammy?

Unos segundos después, oyó un golpecito en la puerta y Dominic entró con la bandeja del desayuno. Cuando abrió las cortinas y Marc se tapó los ojos, el mayordomo sonrió.

– Lo siento, señor, pero hoy tiene una reunión con el señor Lavac a las nueve.

– ¿A las nueve? ¿El señor Lavac? -preguntó todavía medio dormido.

– El contable, señor -contestó Dominic.

– Ah, sí, claro, el contable ^murmuró Marc-. ¿Quién se está riendo? ¿No será T… la señorita Dexter?

– ¿Le ha despertado, señor? ¿Quiere que les diga que no hagan ruido?

– ¿A quién?

– A la señorita Dexter y al príncipe Henry -sonrió Dominic, mirando hacia el jardín-. Aunque debo admitir que no me apetece hacerlo. Me gusta verlos reír. Y ella es…

– ¿Te gusta la señorita Dexter? -preguntó Marc, levantándose.

Tammy estaba tumbada en la hierba con Henry sobre su estómago, jugando a los caballitos. Una pata y sus polluelos observaban el juego desde el borde del lago, tan sorprendidos como Marc.

En cuanto a él… era increíble. Al verla reír así, sintió una ola de deseo inesperado.

Pero no era un deseo conocido. Era algo diferente. Le habría gustado bajar para jugar con ella. Y con el niño al que estaba empezando a querer.

¿Querer? El no lo quería, sólo estaba allí para salvaguardar la herencia de Henry, nada más.

No lo quería.

El mayordomo lo miraba con una expresión rara y Marc carraspeó, incómodo.

– ¿El servicio se lleva bien con Tammy?

– Muy bien, señor. La señorita Dexter se levantó a las seis de la mañana y tomó el desayuno en la cocina. Nos quedamos sorprendidos, pero ella se negaba a desayunar en el comedor. Bajó al niño con ella… en fin, la señora Burchett dice que no podría ser más diferente de su…

Dominic no terminó la frase.

– ¿Su hermana?

– Sí, la verdad es que sí. La princesa Lara y el príncipe Jean Paul jamás prestaban atención al servicio. Cuando se llevaron al niño a la señora Burchett se le rompió el corazón. Llevaban mucho tiempo deseando tener un niño en palacio.

– Sí -murmuró Marc, distraído. No podía apartar la mirada del jardín.

Las risas de Tammy y Henry eran contagiosas. En aquel momento ella lo lanzaba al aire y Henry disfrutaba como loco. Iba descalza, como casi siempre, y había vuelto a ponerse sus viejos vaqueros.

Por un lado parecía una mendiga, por otro… una princesa.

– Perdone, señor, ¿piensa llevarlos a Renouys?

– ¿Perdona?

– A su casa. ¿Va a llevarse a la señorita Dexter y al príncipe Henry a Renouys?

– ¿Por qué iba a hacer eso?

– La cláusula de la que usted me habló dice que el niño debe permanecer en el país… no en palacio.

– Ah.

– Así que hemos pensado que… quizá se lo llevaría a Renouys.

– No.

– ¿No?

– No.

Dominic no pensaba abandonar. Ése era el problema con los viejos empleados, que su idea del respeto era muy particular. Dominic lo conocía desde que era un niño y la demarcación entre mayordomo y jefe era más borrosa cada día.

– ¿Piensa quedarse a vivir aquí?

– Sabes que sólo estaré aquí hasta que consiga solucionar el asunto de Henry. La señorita Dexter se quedará aquí.

– Pero el palacio necesita un príncipe.

– Si me necesitáis ya sabéis dónde encontrarme. No puedo quedarme aquí para siempre.

– Será usted el príncipe regente durante veinticinco años -le recordó Dominic-. Para algunos, eso es toda una vida. Podría vivir aquí.

– No me apetece.

– Pero…

– Dominic, no -lo interrumpió Marc. La sonrisa había desaparecido. La sensación de estar atrapado que experimentaba desde que Jean Paul murió era abrumadora.

– Seguro que la señorita Ingrid…

– La señorita Ingrid no tiene nada que ver con mi decisión. ¿A qué hora dices que llega el señor Lavac?

– A las nueve.

– Entonces, será mejor que desayune. ¿La señorita Ingrid ya ha desayunado?

– No, señor.

– Una pena. En fin, me gustaría tener un rato para pasear antes de que llegue el señor Lavac.

– Sí, señor.

Dominic se dio la vuelta antes de que Marc viera su sonrisa de complicidad.

– Me parece buena idea, señor. El jardín está precioso.

Marc se duchó y se vistió en tiempo récord. Cuando iba a ponerse los zapatos, lo pensó un momento… ¿por qué no?, se dijo.90

Y bajó al jardín descalzo.

Lo lamentó de inmediato. Había gravilla entre los escalones de la entrada y el jardín… Cuando levantó un pie, dolorido, Tammy soltó una carcajada.

– Se le han olvidado las zapatillas reales, Alteza.

– Suelo ir descalzo -protestó él.

– Sí, seguro. Y yo suelo llevar tiara.

– Y elegantes vestiditos negros -sonrió Marc.

– A veces es necesario usar el atuendo de los nativos -replicó Tammy.

– Estoy de acuerdo. De ahí los pies descalzos.

– Pues no deberías copiarme. Yo no soy nativa de Broitenburg.

– ¿Crees que serías feliz si te quedaras en Broitenburg para siempre?

– Por favor… ¿Cómo voy a tomar una decisión así? Sólo ¡levo aquí un día.

– ¿Pero te gusta?

– Estoy un poco preocupada por las habitaciones. Pero Henry y yo hemos estado discutiendo el asunto y creo que podremos soportarlo. Además, si tú puedes… ¡una nativa de las antípodas no puede dejarse vencer por un broitenburgiano!

Estaba sonriendo, con esa sonrisa preciosa que parecía iluminar el día. Henry parecía contento en sus brazos y, al ver cómo se apoyaba en su pecho, se le encogió el corazón. Parecía tan cómodo con ella.

Mujer y niño parecían hechos el uno para el otro y Tammy estaba en el jardín de palacio como si fuera su propia casa.

Aquello podría funcionar.

– Marc, sobre lo de tener una casa propia…

– ¿Una casa?

– La verdad es que tampoco es apropiado que yo viva aquí. Anoche… te darás cuenta de que no puede funcionar.

– Yo creo que anoche funcionó estupendamente.

– Pues para mí no -replicó ella-. Si crees que voy a ser la anfitriona de tu amante de turno, lo llevas claro.

– Ingrid no es mi amante.

– ¿No?

Marc se puso colorado.

– Tammy…

– Mi madre dice que eres un mujeriego…

– ¿Qué sabe tu madre?

– La señora Burchett dice que has tenido muchas relaciones y que sales con Ingrid sólo desde hace unos meses. También me ha dicho que cuando Ingrid se vuelva posesiva la dejarás y te buscarás otra.

Era tan cierto que Marc se quedó boquiabierto. Definitivamente, el servicio de palacio lo conocía bien.

– Eso no es asunto tuyo.

– No, es verdad -asintió ella-. A menos que intentes besarme otra vez… y si sabes lo que es bueno para ti, no lo harás. Pero si piensas traer mujeres aquí…

– ¿Te importaría no meterte en mi vida privada?

– Es que eso me pone en una situación imposible. ¿Cuál era mi papel anoche? ¿Anfitriona, invitada? ¿O la anfitriona era Ingrid? Ella intentó ofenderme todo lo que pudo. ¿Significa eso que cada vez que cambies de novia tendré que soportar que me hagan sentir inferior?

– Ella no quería…

– ¿Cómo que no? Olvidas que me crié con Lara e Isobelle. Sé cuando alguien intenta hacer que me sienta mal. Pero eso es lo de menos. Que tú tengas una mujer detrás de otra no es un buen patrón de comportamiento para Henry.

– No puedo creerlo… -murmuró Marc, atónito.

– Alguien tiene que decírtelo. Si quieres que me quede aquí, tendrás que buscarme una casa.

– El palacio es tuyo. Y no hace falta que te pongas histérica. Soy yo el que se marcha.

Silencio.

Un jardinero estaba limpiando las hojas que habían caído en el jardín y un par de jilgueros cantaban en la rama de un árbol.

– ¿Te marchas? -preguntó Tammy por fin.

– Sí. En cuanto estés instalada.

– ¿Y vas a dejarme sola aquí?

– Sola no, con el servicio.

– Con el servicio -repitió ella-. ¿Quieres decir que te escapas, dejándome a mí sola con la responsabilidad de todo esto?

Ninguna mujer le había hablado así. Ninguna.

– No te hago responsable de nada.

– ¿Dónde vas a ir?

– Ya te dije que vivo en Renouys, a diez kilómetros de aquí.

– Ah, claro. Se me había olvidado que no eres un príncipe de verdad. Así que te marchas y harás de príncipe desde otro sitio.

– En realidad, soy ingeniero -replicó él, con los dientes apretados-. Diseño tuberías y sistemas de irrigación y me apetece volver a trabajar.

– Fascinante. Y yo te recuerdo que soy arboricultora además de la tía de Henry. ¿Por qué no puedo volver a mi trabajo?

– Puedes hacerlo.

– ¿Y tú no puedes diseñar tuberías desde aquí? -le preguntó.

– No hace falta…

– ¿Cómo que no? Yo no sé cómo dirigir un palacio.

– No hace falta. El palacio se lleva solo.

– Sí, como en los últimos diez años, ¿no? La señora Burchett me ha contado que esto era un desastre.

– Parece que la señora Burchett te ha contado muchas cosas.

– Me ha contado lo mal que estaban todos, lo irresponsables que fueron Franz y Jean Paul. Y ahora tú te quieres marchar y dejarme a mí con…

– No dejaré mis obligaciones como gobernante. No voy a nacerte responsable de nada.

– ¿Y Henry?

– Es tu sobrino.

– Y tu heredero.

– No es mi heredero, es el heredero del trono de Broitenburg. ¿No sabes nada sobre las monarquías?

– Sé lo necesario. Sé que tienes una responsabilidad para con este país y que te vas a tu casa para jugar a los ingenieros.

– Mira, yo nunca he querido…

– ¿Qué, responsabilidad, compromiso? La señora Burchett me ha dicho que nunca has querido saber nada de eso. Me ha hablado de tu madre…

– ¿Qué demonios sabes tú de mi madre? -la interrumpió Marc.

– Que murió cuanto tú tenías doce años y que fue entonces cuando tu padre empezó a beber hasta matarse. Y que tú culpas a la familia de Jean Paul, a la familia real, por destrozar tu infancia.

– No me lo puedo creer… -murmuró él, atónito.

¿Cómo se atrevía la señora Burchett a contarle esas cosas? Debería entrar en palacio y despedirla de inmediato.

Pero… sólo estaba diciendo lo que decían las revistas. Le gustase o no, era de dominio público.

Tammy se mordió los labios. Por la expresión de Marc, se daba cuenta de que había hablado de más.

– Sé que todo eso no es asunto mío, pero sólo llevo aquí unas horas y ya he visto que el servicio está desesperado. Ellos quieren que te quedes, Marc. Supongo que intuían que ibas a marcharte… Y siento lo que he dicho, sé que no debería habértelo recordado, pero…

– Esto no tiene nada que ver con los cotilleos. No tiene nada que ver con el pasado. No soy un príncipe, soy un ingeniero.

Tammy se lo pensó un momento. No ya por ella, sino por Henry. Henry lo necesitaba a su lado, necesitaba una figura masculina que le enseñase cuáles serían sus obligaciones.

– Eres el jefe de Estado.

– El jefe de Estado en realidad es Henry.

– Ya, claro -sonrió ella, acariciando la cabecita del niño-. ¿Quieres que firme algún papel? ¿Quieres que redacte alguna ley?

– Ya te he dicho que estaré sólo a diez kilómetros de aquí. Puedo venir en menos de media hora si me necesitas.

– Tu sitio está aquí.

– No, tu sitio está aquí.

– Tú me has traído y no pienso dejar que te escabullas.

– No tengo intención de escabullirme…

– ¿Marc?

No se habían dado cuenta, pero Ingrid estaba en las escaleras, observando la discusión con cara de sorpresa. Con un cárdigan de cachemir y una faldita de tweed beige, sin un pelo fuera de su sitio, estaba preciosa.

– Buenos días, Ingrid.

– ¿Qué haces ahí? ¿Descalzo?

Marc no sabía qué la ofendía más, verlo hablando con Tammy o que estuviera descalzo.

– Jugando con la grava -sonrió por fin-. Pero no te lo aconsejo. Los pies de Tammy deben ser de cuero.

– Pensé que desayunaríamos juntos.

– *Y yo pensé que ibas a desayunar en la cama.

– Yo nunca desayuno en la cama. Los criados lo saben -replicó ella.96

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué lo saben?

– Porque llevo aquí tres días.

– ¿Y por qué llevas aquí tanto tiempo? -siguió preguntando.

– Alguien tiene que controlar el palacio. Ahora es tu responsabilidad, Marc. No puedes dejar que lo controle el servicio.

– Eso es lo que yo le estaba diciendo -intervino Tammy-. ¿Sabes que piensa volver a su casita en cuanto pueda?

– ¿Cómo dices? -replicó Ingrid, mirándola como se mira a un gusano.

– Piensa dejarme aquí.

– ¿Sola?

– Con Henry. Intenta convencerlo, por favor -sonrió Tammy, volviéndose hacia Marc-. Pero si no quieres que empiece a buscar casa, será mejor que te lo pienses. Lo siento, Alteza, tengo que poner a esta otra Alteza en la cuna.

Y luego pasó a su lado muy digna, con gesto de gran dama, descalza y todo.

A pesar de su aparente confianza, Tammy estaba nerviosa. El palacio era una maravilla, el país era magnífico, pero ella no quería responsabilidades.

¿Debía aceptar su destino como responsable del heredero al trono?

Seguramente sí, pensó, mirando al niño dormido en la cuna. Y, en realidad, la culpa no era de Marc, sino de su hermana.

Muy bien. Podía cuidar de Henry, pero controlar un palacio y explicarle al niño cuál sería su futuro papel en Broitenburg era algo que no podía hacer sola.

– ¿Quiere aprobar el menú del almuerzo, señorita Dexter? -le preguntó la señora Burchett.

– ¿Yo?

– No quiero molestar a Su Alteza.

– ¿No puede hacerlo Ingrid?

– Es usted la anfitriona, señorita Dexter. ¿Qué tal codornices estofadas como primer plato?

– Yo creo que sería mejor un caldo de gallina -suspiró Tammy-. Porque así es como me siento ahora mismo. Como una gallina desplumada.

La señora Burchett disimuló una risita.

– ¿Lo dice en serio?

– Bueno, un pollo tampoco estaría mal.

Tammy no quería soportar las ironías de Ingrid otra vez, pero bajó al comedor cuando Dominic anunció que el almuerzo estaba servido.

Sin embargo, ni Marc ni Ingrid aparecieron por allí.

– Su Alteza y la señorita Ingrid comerán fuera de palacio -le dijo Dominic.

«Mejor», pensó ella. Así podría conocer al mayordomo… e intentar hacerlo su aliado.

Y funcionó. Para cuando terminó con el postre de fresas silvestres estaba casi segura de que podía contar con un amigo.

De modo que, ¿dónde estaban Marc e Ingrid?98

– Se han ido al cháteau de Su Alteza, en Renouys. Aunque nos gustaría que se quedase aquí, Su Alteza no disfruta en palacio.

– ¿Podría convencerlo para que se quedara? -preguntó Tammy.

– No lo sé. Pero si usted puede hacer algo…

Sí, ya. ¿Qué podía hacer ella? Lo único que tenía claro era que si Marc se iba de palacio para hacer lo que le daba la gana, ella también podía hacerlo.

De modo que bajó al jardín y buscó al jardinero jefe. Otto era mayor que Dominic y apenas hablaba su idioma, pero compartían el mismo amor por las plantas. Por lo visto, llevaba años intentando remodelar el jardín y el bosque que rodeaba el palacio, pero nadie le daba órdenes precisas. Cuando le mostró los planos de lo que quería hacer, Tammy se quedó boquiabierta.

– Es asombroso -sonrió, admirando una avenida flanqueada por perales de Manchuria-. Una maravilla.

– Si Su Alteza lo permitiera…

– Claro que lo permitirá. Tiene que hacerlo.

– ¿Qué es lo que debe permitir Su Alteza? -oyeron una voz tras ellos.

Marc acababa de aparecer entre los árboles y parecía muy serio.

Pero Tammy no pensaba dejarse intimidar.

– ¿Has visto estos planos? Son increíbles.

Pero el jardinero estaba guardando los papeles, nervioso.

– Otto quiere hacer muchas cosas -insistió Tammy-. Y no sé por qué no se lo han permitido antes. Mira esta colina. La mayoría de los árboles sufrieron algún desperfecto después de una gran tormenta hace años… pero nadie le ha dado permiso para replantarlos y la erosión empieza a ser un problema. Sería un crimen dejar que el terreno se echara a perder.

– ¿Un crimen?

– Sí. Y no es un problema de dinero. Otto tiene semillas suficientes para plantar un bosque entero. Sólo tenemos que decirle que sí.

– ¿Tenemos?

Tammy se puso colorada.

– Bueno, tú. Pero yo lo ayudaré, claro. En cuanto esté instalada del todo…

– ¿Vas a quedarte en palacio?

– Yo no. Tú te quedarás en palacio.

– Esto parece una discusión de niños -replicó Marc, irritado-. Yo me quedo, tú te quedas…

– Pues deja de portarte como un niño.

– ¿Cómo dices?

– Dejar tus responsabilidades en manos de una chica inexperta…

– ¿Una chica inexperta? No creo que lo fueras ni cuando tenías tres años -la interrumpió él-. ¿Qué te parece, Otto? Fantastique, eh

– Oui -contestó el jardinero-. Et belle, tres belle.

– Eso es verdad. Desde luego que sí-sonrió Marc.

– Sí, guapísima. Despeinada, con los vaqueros manchados de hierba… Estáis locos.

– Yo no lo creo. Por cierto, he venido para informarte de que la señora Burchett está haciendo un soufflé, así que no podemos llegar tarde a cenar. También me ha dicho que pensaba servir codornices para el almuerzo, pero la señora le pidió pollo.

– Yo no… bueno, sí, pero…

– Planeando arreglos en el jardín, cambiando el menú… te sentirás como en casa antes de que te des cuenta. Y entonces yo podré vivir mi propia vida -sonrió Marc.

Ah, genial.

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