LUKE había escogido ese dormitorio porque desde la ventana se divisaba la costa de la dorada California, el mar brillante y el Manhattan Pier. De hecho, había comprado la casa en el Strand debido a la maravillosa vista que ofrecía, y de la que disfrutaba cada mañana. Aquel día, como siempre, se levantó desnudo de la cama y se acercó a la ventana. Estaba a punto de subir la persiana cuando se volvió para mirar con cariño la maraña de rizos rubios que se hallaba desplegada sobre la almohada. Dominique era un encanto, pero las mañanas nunca constituían su mejor momento. Y después de una noche loca como la que habían compartido, se merecía seguir durmiendo. Su «bella durmiente», como solía llamarla: la cara más bonita y el mejor cuerpo de Los Ángeles… «O quizá del mundo», se corrigió, generoso.
Se apartó de la ventana, se puso un bañador y bajó a la enorme cocina del primer piso. De la nevera sacó el vaso de zumo que había dejado enfriar desde la noche anterior, como tenía por costumbre. Se lo bebió lentamente, saboreándolo sin prisas. Cuando terminó, se fue a correr por el Strand y bajó luego a la playa. Un buen baño en las frías aguas acabó con los últimos restos de sueño, preparándolo para empezar el nuevo día.
Luke Danton, de treinta y cuatro años, guapo, hombre de éxito, había disfrutado de los placeres de la vida durante más tiempo del que podía recordar. No sin esfuerzo por su parte, desde luego, ya que era un hombre que trabajaba duro. Pero esos esfuerzos casi siempre se habían visto recompensados.
Estuvo surfeando durante una hora, desafiando las olas. Finalmente se detuvo y se volvió para contemplar el panorama de la playa y su propia casa, motivo de tanto orgullo como alegría. El precio que había pagado por ella había sido alto, pero había merecido la pena. De niño había jugado en aquella playa. Solía vagabundear de un lado a otro hasta que su madre lo llamaba a gritos. Pero en los intervalos entre grito y grito le había enseñado a cocinar, de manera que Luke había descubierto en aquella actividad su verdadera vocación. Y, ya de mayor, había vuelto allí para comprarse una casa justo a un par de manzanas del Manhattan Pier.
Se apresuró a volver para tomar una ducha. Dominique seguía dormida, así que cerró bien la puerta del cuarto de baño. No había un solo gramo de grasa superflua en su esbelto cuerpo: su enorme energía, el trabajo duro y las horas que pasaba en el mar lo mantenían en forma. Su rostro no aparentaba los treinta y cuatro años que tenía. Sus ojos oscuros y su pelo negro hablaban de algún remoto ascendiente hispano, pero su boca de labios llenos, tan predispuesta a la sonrisa, era la de su padre. Max Danton había sido un tarambana durante su juventud y lo seguía siendo, según la mujer que lo amaba y que había engendrado a sus hijos.
– Y tú eres igual -recordaba Luke que solía decirle su madre-. Ya es hora de que consigas un trabajo decente.
El hecho de poseer dos restaurantes y su propio programa en una cadena de televisión por cable no parecía contar como un trabajo decente en su historial. Luke simplemente se reía de aquellas recriminaciones. Quería a su madre de todas formas. Cuando terminó de ducharse, se puso unos pantalones y volvió a la cocina. Dominique ya estaba allí, vestida con la mejor bata de seda de su anfitrión.
– ¿Qué hora es? -le preguntó ella, con un bostezo.
– ¡Casi mediodía! Diablos, ¿cómo hemos podido dormir tanto?
– Eran más de las cuatro cuando dejamos el club nocturno -se apoyó en su pecho, cerrando los ojos-. Y luego, cuando vinimos aquí…
– Ya -pronunció lentamente Luke, sonriendo, y los dos se echaron a reír.
– ¿Dónde guardas el café? No consigo recordarlo.
– Yo lo prepararé -se apresuró a decir, señalándole una silla-. Tú siéntate, que ya me ocupo yo de todo.
– Con poca leche, por favor -le pidió ella, con una sonrisa soñolienta.
– No sabía que te preocupara tanto tu silueta -comentó Luke mientras empezaba a preparar el café.
En aquel instante Dominique se abrió la bata, exhibiendo su magnífica figura.
– Requiere algún esfuerzo conservar esto.
– Anda, tápate. Todavía estoy agotado después de lo de anoche.
– Oh, no. Tú nunca te agotas, Luke… -se le acercó por detrás, deslizando los brazos por su cintura-. Y yo tampoco estoy agotada… al menos, contigo.
– Ya lo he notado -repuso, sonriendo.
– Nos llevamos tan bien los dos en todos los sentidos… -como él no contestaba, insistió- ¿No te parece?
Luke se sintió aliviado de que ella no pudiera verle el rostro. Una vida entera evitando compromisos le había dejado un permanente sentido de alerta. Y en aquel preciso instante aquel sentido le estaba dando la voz de alerta, advirtiéndole del rumbo que estaba tomando la conversación.
– Lo que sé es que nos llevamos muy bien… en un sentido -pronunció con tono ligero. Volviéndose, la besó en la punta de la nariz-. ¿Y quién necesita más?
– Más tarde o más temprano… -Dominique hizo un puchero-… todo el mundo necesita algo más.
– Yo no -le aseguró, conservando el mismo tono risueño. La besó de nuevo, en esa ocasión en los labios-. No estropeemos una hermosa amistad.
Ella prefirió dejar el tema, pero Luke sabía que no tardaría en volver a la carga. Dominique era tenaz y obstinada. No había cejado hasta conseguir trabajar para la mejor agencia de modelos de Los Ángeles, recurriendo en ocasiones a métodos poco honestos, según sospechaba el propio Luke. Lo que quería, lo lograba. Y, al parecer, quería llegar a un tipo de compromiso más profundo con él.
Gimió en silencio ante la batalla que se avecinaba. No temía perderla, porque por lo que se refería a su supervivencia, contaba con enormes reservas de obstinación y terquedad que asombrarían a la gente que solamente conocía su lado amable y risueño. Pero lamentaba sinceramente malgastar el tiempo en discusiones cuando muy bien podían hacer otras cosas… ¿Pelear? ¡Diablos, no! Nunca peleaba con las mujeres. Había otras maneras de dejarles saber sus intenciones, mucho más sutiles, que le permitían conservar la amistad.
– Pobrecita -exclamó, besándola con ternura-. Tómate el café y vuelve a la cama mientras yo te preparo una comida especial.
– No necesito volver a la cama.
– ¿Ah, no? Pues parece como si todavía necesitaras dormir.
– ¿Quieres decir que tengo aspecto de cansada? -inquirió, horrorizada.
– No, solo soñolienta -la tranquilizó-. Y no es de extrañar, teniendo en cuenta la noche que hemos pasado. Estuviste magnífica.
– Bueno, conozco muy bien tus gustos… -empezó a acariciarlo.
– No hagas eso -le suplicó, representando hábilmente el papel de un hombre temeroso de excitarse físicamente. Aunque, en realidad, se trataba de todo lo contrario. Una vez que sabía lo que Dominique tenía en mente, sus sentidos parecían haberse cerrado en banda, como siempre ocurría cuando oía campanas de boda. Pero no se mostraría tan poco sutil como para permitir que ella sospechara algo. Amabilidad ante todo: ese era su lema. Suave pero firmemente la guió de nuevo hacia las escaleras, murmurando:
– Vamos, cariño, sube a acostarte… y déjame mimarte.
Sabía que aquella era una oferta que ninguna mujer podía rechazar. Y que a él le permitiría ganar un poco de tiempo. Quizá una hora. Si tenía suerte. Después de que Dominique se hubo acostado, Luke salió a la terraza y alzó la vista al cielo, implorando en silencio al ángel protector de los solteros impenitentes. A lo lejos podía escuchar el leve ruido de un avión disponiéndose a aterrizar. Pero, sin embargo, dudaba que ese ángel estuviera abordo…
«Señoras y caballeros, el vuelo 279 de Londres a Los Ángeles tomará tierra dentro de veinte minutos. Son las doce y diez de la mañana hora local…».
Josie despegó la nariz del cristal de la ventanilla y se volvió para mirar a su madre.
– Mami, salimos a las nueve y media de la mañana y hemos estado volando durante once horas. ¿Cómo es posible que aterricemos a las doce y media?
Bostezando, Pippa se desperezó tanto como se lo permitía la estrechez del asiento.
– La hora de Los Ángeles está ocho horas adelantada con respecto a la de Londres, cariño. Ya te lo expliqué en el mapa.
– Ya, pero es diferente cuando es real.
– Eso es verdad -inconscientemente, Pippa se dedicó a calcular el tiempo que tardaría en volver a saborear una buena taza de té.
Josie, que tenía diez años, se ocupó de hacer algunos cálculos hasta que exclamó satisfecha:
– ¡Hemos estado retrocediendo en el tiempo!
– Supongo que sí.
Retroceder en el tiempo no ocho horas, sino once años, pensó Pippa. Retroceder en el tiempo hasta volver a encontrarse con aquella jovencita ingenua de dieciocho años cuyo comportamiento gobernaba el corazón y no la cabeza, que había amado a un hombre con absoluta entrega, sabiendo que él solo la había querido superficialmente. Retroceder al instante en que conoció a Luke Danton. Allí estaba ella, perdida en los pasillos del hotel Ritz, preguntándose qué camino debería tomar, probando suerte con la primera puerta que vio, encontrándose de repente en una cocina donde no tenía derecho a estar. Y allí estaba el joven guapo y sonriente que la agarró del brazo y la sacó a toda prisa de la cocina, pero pidiéndole al mismo tiempo que volvieran a verse más tarde.
Por una simple casualidad lo conoció, y por ese mismo motivo hubiera podido no conocerlo. En ese caso Luke nunca habría sabido de su existencia y ella no habría vivido aquellos ardientes y mágicos cuatro meses. No habría sufrido aquella angustiosa soledad. Ni habría gozado de aquellos inefables recuerdos.
Ni habría nacido la querida, maravillosa Josie.
Había llegado la hora de la crisis. Por supuesto, siempre podía espetarle de pronto: «¡Nada de boda, ni hablar! ¡Adiós!». Pero Luke detestaba hacer daño a la gente y estaba encariñado con Dominique. Sencillamente, no quería casarse con ella. Sospechaba que existía una conexión entre aquello y una reciente crisis en la vida de su amante. Después de haber trabajado durante seis años como top model, Dominique se había visto de repente privada de un trabajo que realmente le gustaba… para ser sustituida por una modelo más joven. Era extraordinariamente bella, pero a esas alturas ya era una vieja dama de veintiséis años.
No le había contado a Luke lo de su empleo, pero él se había enterado por otras fuentes y tenía la sensación de que su encanto personal no era el único factor que estaba en juego. Y no la culpaba por ello. Aquel era un mundo duro. Incluso el rostro más angelical podía albergar segundas intenciones. Recordó entonces a otra persona, aparte de sus padres, que jamás había intentado sacarle nada ni aprovecharse de él. Y que, para inmensa suerte de Luke, había llegado incluso a rechazar una propuesta suya de matrimonio. La divertida y estrambótica Pippa, tan alocada como él mismo, que había convertido su breve estancia londinense en una época encantadora. Era consciente de que había sido su primer amante y se sonreía todavía al recordar cómo ella había disfrutado del sexo, como si fuera una caja de bombones. Se había acostado con él sin ninguna inhibición, tierna y generosa, tan dispuesta a dar placer como a recibirlo. Luke esperaba sinceramente que con el tiempo hubiera encontrado un hombre que pudiera satisfacerla tanto como lo había hecho él… ¿Pero a quién quería engañar? Pippa incluso había reaccionado con total tranquilidad al descubrir que estaba embarazada. Luke ya había regresado a Los Ángeles cuando ella le comunicó por teléfono la noticia. El la había telefoneado y, como era su deber, le había sugerido el matrimonio, ya que en el fondo seguía siendo un hombre chapado a la antigua. Recordaba que aquella reacción le había parecido divertida a Pippa. La gente, en los tiempos que corrían, no tenía por qué sentirse obligada a casarse. Por supuesto que quería tener el bebé, pero… ¿quién necesitaba al padre?
Luke no se había mostrado nada entusiasmado con aquella forma de expresarlo, pero al mismo tiempo eso le había dejado las manos libres y una clara conciencia de la situación. Había pensado en ir a verla, pero el vuelo era muy caro y le había parecido mucho más sensato enviarle directamente algún dinero. Así que eso fue lo que hizo y lo que había seguido haciendo desde entonces. Pippa todavía seguía viva en su memoria como aquella chica alocada de malicioso sentido del humor que tan bien había llegado a conocer. Tenía fotografías recientes, pero de alguna manera le parecían irreales comparadas con la viveza de sus recuerdos. Se sonrió al evocarlos. Por todo había demostrado pasión: por sus sueños, por la comida, por la más ínfima discusión… ¡Y solía discutir constantemente! Durante aquellas discusiones había tenido que acallarla a besos. Y luego había sido incapaz de detenerse, no contento hasta explorar cada centímetro de su maravilloso cuerpo y descubrir que también por él había sentido una verdadera pasión.
Pippa sabía que había obrado mal. Había sido una estupidez decidir viajar de pronto a Los Ángeles y, al cabo de solo unos momentos, reservar dos plazas para el siguiente vuelo. Y allí estaba, cansada después del largo viaje, con lo peor todavía por llegar cuando el día apenas había empezado. Y dado que no había avisado a Luke de su llegada, muy bien podría no encontrarse en casa. Ay, ¿por qué no habría pensado un poco antes de tan impulsivamente?
La culpa era de Jake. Y de Harry, y de Paul y de Derek. Ellos habrían debido detenerla, sobre todo Jake, que supuestamente era el más razonable. Pero, en lugar de hacerlo, se había ofrecido incluso a darle el nombre de un amigo suyo de una agencia de viajes, que le había hecho una rebaja en el precio de los billetes. Paul y Derek, a su vez, se habían encargado de asesorarla con las medicinas, entregándole una lista con instrucciones sobre las precauciones que debía tomar. Harry los había llevado al aeropuerto en su viejo coche. Y los cuatro habían ido a despedirlas.
Si al menos su equipaje pudiera aparecer pronto en la cinta transportadora… Tenía la sensación de que llevaba siglos allí, esperando. Aspiró profundamente, esperando que Josie no notara que estaba volviendo a jadear. No tenía motivos para preocuparse, dado que la niña estaba en aquel instante dando saltos de emoción, deseosa de ser la primera en reconocer sus maletas.
– ¡Allí están, mami!
– No corras – Pippa intentó retener a su hija para que no echara a correr-. Espera a que se acerquen.
Josie sacudió la cabeza, agitando su melena rojiza.
– Odio esperar. Me gusta que las cosas sucedan ya.
– Pero si fuera así, no te quedaría nada para después, y entonces no sabrías qué hacer, ¿no te parece? -se burló Pippa, cariñosa.
– Haría que algo ocurriera después. Puedo hacer que ocurra cualquier cosa que me guste.
Pippa siempre sentía una punzada de nostalgia y dolor cuando oía a su hija hablar así, ya que le recordaba a cierta persona que también había pensado que la vida estaba a su disposición para inventársela a su gusto. Luke Danton. Y había tenido razón.
Al mirar a su alrededor tomó conciencia de lo lejos que se encontraba de Inglaterra. Aquello no solamente era otro país, sino casi otro mundo, otra dimensión. La gente incluso parecía más guapa, más saludable. Tenía la impresión de que todos eran como estrellas de cine. ¿Qué era lo que le había dicho Luke una vez? «Lo mejor de lo mejor vino a la costa oeste para abrirse paso en el mundo del cine, y los que no lo consiguieron se establecieron y se casaron unos con otros. Los que ves por las calles son la tercera generación». Pero ver tanta belleza resultaba incómodo, sobre todo cuando Pippa se había vestido sensatamente con vistas a un largo viaje, con unos viejos vaqueros y un suéter. Y, en ese momento, ser sensata casi le parecía un crimen.
A sus veintinueve años, Pippa era alta y delgada, de cabello castaño rojizo, rizado y largo hasta los hombros. Tenía los ojos grandes y luminosos, además de una boca de labios llenos y risa fácil. Pero últimamente no había tenido oportunidad de reírse mucho, al menos desde que el médico le había dicho: «Pippa, tengo que ser sincero contigo…». Porque en aquel preciso instante tuvo el presentimiento de que nunca más iba a poder volver a reírse.
Al fin recuperaron su equipaje, atravesaron la aduana y se dirigieron al hotel del aeropuerto.
– ¿Por qué no podemos quedarnos en casa de papá? -le preguntó Josie mientras deshacían las maletas.
– Porque no sabía que veníamos, así que no estará preparado para recibirnos.
No tardaron mucho tiempo en guardar todas sus cosas. Luego salieron a la calle, pararon un taxi y Pippa le dio al conductor la dirección de Luke.
– ¿Tardaremos mucho en llegar?
– Unos diez minutos -le contestó el taxista.
Solo diez minutos, y aún no había decidido lo que iba a decirle a Luke cuando abriera la puerta y la encontrara allí, en Los Ángeles, de la mano de su hija. ¿Por qué no le había advertido de su llegada? «Porque en ese caso tal vez se hubiera evaporado», le contestó una irónica voz interior. El Luke que había conocido once años atrás era una persona deliciosa y encantadora, pero las palabras «serio», «responsable» y «compromiso» no figuraban en su vocabulario.
Era por eso por lo que, aunque Luke había contribuido generosamente al mantenimiento de su hija, nunca había llegado a verla. Y era por eso por lo que en aquel momento estaban al otro lado del Atlántico, ya que Pippa se hallaba decidida a que conociera a Josie antes de que… Tuvo que dejar inconcluso el pensamiento. No era bueno pensar en esas cosas. «Ante de que Josie se hiciera mayor», procuró corregirse. Había tomado esa decisión y la había puesto en práctica sin darse tiempo a pensar… o a arriesgarse a perder el valor de ejecutarla, admitió para sí misma. Allí se encontraban ya, casi delante de la casa de Luke Danton. Y Pippa estaba empezando a tomar conciencia de la enormidad de lo que había hecho.
Si en ese momento hubiera podido dar media vuelta y volverse a casa, lo habría hecho. Pero el taxi estaba aminorando la velocidad…
El corazón de la casa de Luke residía en la cocina, un enorme e impresionante espacio de trabajo que había diseñado personalmente. Contaba con cinco fregaderos, tres cocinas, dos hornos y un microondas, todos de la tecnología más moderna y sofisticada. En una esquina había un escritorio y un ordenador. En aquel instante lo encendió para comunicarse con El Local de Luke, el restaurante que había abierto cinco años atrás. La contraseña le permitió entrar en la contabilidad, donde pudo comprobar que los ingresos de la noche anterior habían sido muy altos. Una visita a El Otro Local de Luke, abierto hacía solamente un año, arrojó unos resultados igualmente satisfactorios.
Su página Web mostraba un notable número de visitas desde su programa televisivo del día anterior. Era un programa de cocina y, desde que apareciera el primero hacía año y medio, los índices de audiencia no habían dejado de subir. Brevemente echó un vistazo a su correo electrónico… hasta que encontró algo que le hizo fruncir el ceño. El mensaje que le había enviado la noche anterior a Josie no había sido recibido. Y aquello era algo inusual en su hija, que solía leer todos sus mensajes nada más recibirlos y se apresuraba a contestarlos.
A pesar de no haberla visto nunca, la conocía bastante bien. Contribuía generosamente a su mantenimiento. Tenía una cuenta abierta en la mejor juguetería de Londres, y por Navidad y el día del cumpleaños de su hija siempre llamaba para que le enviaran los regalos más adecuados para una niña de su edad. Dos veces al año recibía una carta de Pippa agradeciéndole los regalos, dándole noticias de Josie y, a veces, enviándole fotografías. Según iba creciendo, se iba pareciendo más a su madre. Pero de alguna manera siempre le había parecido una persona irreal, hasta el día, hacía precisamente un año, en que recibió un mensaje personal de la niña: «Soy Josie. Tengo nueve años. ¿Eres mi papá? Mami dice que sí. Josie».
Cuando se recuperó de la impresión, Luke le respondió afirmativamente y esperó. No tardó en llegarle la respuesta. Y cuando le preguntó cómo había localizado su página Web, ella le contestó que estuvo navegando por Internet hasta que la encontró. Sola, ya que Pippa era muy torpe con los ordenadores. Su iniciativa y autonomía encantó a Luke: aquello era exactamente lo que él habría hecho a su misma edad, si las páginas Web hubieran existido por aquellos días. A partir de entonces iniciaron una correspondencia amena, salpicada de bromas. Recientemente había recibido una gran fotografía de madre e hija, sentadas la una al lado de la otra, sonrientes. Guiado por un impulso, Luke abrió el cajón donde guardaba la foto, la abrió y sonrió. Al pie podía leerse: Te queremos, papá. Pippa y Josie. Las dos últimas palabras estaban escritas con una letra grande, infantil. «¡Esa es mi chica!», exclamó para sus adentros.
Ya se disponía a guardar la fotografía cuando de pronto se detuvo para mirarla con mayor detenimiento, estudiando sus rostros y la frase escrita. Una idea empezó a germinar en su mente. Una idea, más que ingeniosa, retorcida. Colocó la foto en un lugar destacado de su escritorio. El más destacado, de manera que resultara imposible que pasara desapercibida. Su ángel de la guarda había acudido nuevamente en su recate.
Inspirado, se puso a preparar el desayuno perfecto para una modelo: una nueva receta que había diseñado para sus restaurantes.
«No hay nada como matar dos pájaros de un tiro», comentó para sus adentros. Cebolla, vinagre, lechuga, pedazos de fruta, fresa, brotes de alfalfa. Dejó preparados todos los ingredientes y se dedicó a elaborar la salsa para la ensalada: iba a ser una obra de arte. Podía oír a Dominique moviéndose en el piso de arriba, y el sonido del agua de la ducha. Preparó café y se esmeró en la presentación del desayuno.
Cuando Dominique bajó, Luke advirtió que le brillaban los ojos al ver las molestias que se había tomado con ella y que esbozaba una radiante sonrisa de satisfacción.
– Querido Luke, eres un encanto…
– Espera a ver lo que he creado para ti – le dijo, colocando delante de ella el plato de ensalada-. Menos de doscientas calorías y nutritivo a más no poder.
– ¡Mmm! Tiene un aspecto delicioso – saboreó el primer bocado con una expresión de éxtasis-. ¡Cielos! Y lo has creado precisamente para mí.
«Para ti y para los clientes que pagarán veinticinco dólares por este plato, además de los cientos de miles de personas que ven mi programa los martes y viernes», pensó Luke.
– Es justo lo que una modelo como tú necesita -le aseguró-. Solo tres gramos de grasa.
– Oh, Luke, cariño, eres maravilloso. Por eso te adoro tanto. Y tú también me adoras, ¿verdad? Estoy segura de ello por estos detalles que tienes conmigo…
Percibiendo que la conversación estaba tomando un rumbo peligroso, Luke volvió a llenarle la taza de café y le dio un beso en la punta de la nariz. Pero Dominique no estaba dispuesta a dejarse distraer tan fácilmente.
– Como antes te estaba diciendo, nos llevamos tan bien los dos que a mí me parece que… -justo en aquel preciso instante descubrió la foto. Y Luke suspiró aliviado-. No había visto esa fotografía antes -dijo frunciendo el ceño.
– ¿Qué…? Ah, la foto. No suelo tenerla ahí -se apresuró a explicar Luke, fingiendo querer retirarla precipitadamente antes de que ella se le adelantara.
– ¿Papá? -leyó Dominique-. ¿Me has estado ocultando algún secreto, Luke? ¿Es esta tu ex mujer?
– No, Pippa y yo nunca hemos estado casados. La conocí en Londres, cuando estuve trabajando allí hace once años. Sigue viviendo en Inglaterra.
– La niña no se te parece. ¿Cómo sabes que es tuya?
– Confío plenamente en Pippa. Además, Josie y yo nos comunicamos por Internet.
Solo cuando ya era demasiado tarde se dio cuenta Luke de la suprema idiotez de aquel comentario. Dominique dejó a un lado la foto y lo miró con expresión cariñosa.
– ¿Estás seguro de que lleva tus genes… porque hablas con ella por Internet? Yo creía que para eso se necesitaba una prueba de ADN.
– No quería decir eso.
– Cariño, no me tomes por tonta.
No. Había sido un gran error. Los ojos de Dominique parecían dardos punzantes.
– Josie es mi hija -repitió-. Tenemos una buena relación y…
– ¿Por Internet? Vaya, hombre, ahora va a resultar que estás muy unido a ella.
– Se puede decir que lo estoy, teniendo en cuenta que vivimos en continentes distintos -replicó Luke.
– Luke, de verdad, todo esto no es necesario. No hace falta que mientas.
– ¿A qué te refieres?
– A que esta niña no es más hija tuya que mía. Probablemente ni siquiera conoces a la madre. Supongo que has comprado esta fotografía en alguna tienda de baratillo y que has escrito tú mismo esas palabras. Ha sido una idea muy ingeniosa lo de poner «y Josie» con un tipo de letra distinto, pero tú siempre has sido muy cuidadoso con los detalles.
Luke aspiró profundamente. Aquello no estaba saliendo bien. Le tomó una mano.
– Dominique, corazón…
– Luke, no pasa nada. Lo comprendo.
– ¿Lo… comprendes?
– Es natural que estés un poco asustado al principio. Has evitado los compromisos durante demasiado tiempo y ahora que las cosas están cambiando… bueno, supongo que todo esto te resultará un tanto extraño. Pero me has demostrado de muchas maneras lo que significo para ti, y puedo escuchar todas las cosas que no te atreves a decirme en voz alta.
Luke tragó saliva. «Cuando una mujer oye cosas que un hombre no ha dicho, ese hombre tiene un problema», pensó.
– Dominique… te juro que esa foto es auténtica. Josie es hija mía, y Pippa…
– ¡Chist! -le pudo un dedo sobre los labios-. No tienes por qué seguir con esa farsa. Nos conocemos demasiado bien como para que tengas que seguir fingiendo.
Luke se había quedado sin habla. Pero aquel fue el momento perfecto para que una niña llamara a la puerta trasera, dando golpecitos en el cristal y gritando entusiasmada:
– ¡Papi!