Capítulo 2

PIPPA volvió a escuchar por un instante las primeras palabras que Luke Danton le había dirigido, «¡Sal de aquí, rápido!», después de haber entrado por equivocación en la cocina del hotel Ritz de Londres, donde él estaba trabajando por aquel entonces. La había sacado de la cocina agarrándola de un codo, con más bien escasa cortesía.

– ¡Eh! -había protestado ella.

– No quiero que te metas en líos, y has estado a punto. No tenías ningún derecho a estar allí.

– ¿Cómo sabes que no?

– Porque trabajas de doncella: es evidente por el uniforme. Además, te he visto entrar en el hotel algunas veces y he preguntado por ti. ¿Cuándo terminas el turno?

– Dentro de una hora.

– Yo también. Nos veremos en el parque, en el banco contiguo a la entrada. No te retrases -y, dicho aquello, desapareció.

Pippa había seguido trabajando indignada o, al menos, fingiendo estarlo. ¿Y si no quería encontrarse con él en el parque? Aquel chico tenía un descaro inmenso. Pero también unos ojos preciosos y una presencia impresionante. De hecho, no le importaba nada que hubiera preguntado por ella. Después del trabajo se cambió rápidamente el uniforme por la ropa normal de calle que, en su caso, eran unos ajustados vaqueros color naranja, botas rojas de cowboy, un suéter multicolor y un sombrero de ala ancha azul. Se miró en el espejo, atusándose el pelo por última vez, y salió apresuradamente hacia el parque.

Una vez allí se sentó en el banco acordado y esperó. Y esperó. Y esperó.

Una hora después estaba furiosa, enfadada no tanto con él, sino consigo misma por seguir allí. Resoplando de furia, se levantó y echó a andar hacia la salida del parque, sin poder evitar lanzar una última mirada atrás… justo a tiempo de verlo corriendo hacia el banco por el sendero, con expresión desesperada. Pippa no había disfrutado de un espectáculo semejante en años.

– ¡Oh, no! -gritó al ver el banco vacío, y alzó los brazos al cielo-. ¡Por favor, por favor, no!

– ¡Eh! -lo llamó ella, apareciendo detrás de un árbol para plantarse delante de él.

– ¡Me has esperado! ¡Bendita seas!

– Claro que no te he esperado. Me marché después de esperarte solo cinco minutos. Lo que pasa es que, al volver, he pasado por aquí y te he visto.

– ¿Seguro?

– Seguro. Espero que tengas una buena excusa.

– Bueno, lo cierto es que… me olvidé de nuestra cita.

– Ya me parecía a mí.

– Y, bueno, me dejé caer por aquí por si acaso de que todavía conservabas alguna esperanza.

Con las manos en las caderas, Pippa no dejaba de mirarlo fijamente, como si quisiera intimidarlo. Lo cual le estaba costando algún esfuerzo, dado que él le sacaba al menos quince centímetros de estatura.

– ¿Seguro? -le preguntó ella.

– Seguro.

– ¿Seguro?

– ¡Seguro!

Ambos se echaron a reír a la vez. Él la tomó firmemente de la mano, diciéndole:

– Tuvimos una emergencia de última hora en la cocina y me resultó imposible marcharme. No hacía más que pensar en nuestra cita… Aun así, sabía que me esperarías, por mucho tiempo que tardara.

– Suéltame la mano si no quieres que te dé una patada.

– Estupendo. Hazlo cuando quieras. Y ahora vamos a comer algo.

Pippa pensó que se refería a alguna hamburguesería, pero cuando mencionó la palabra, él la miró como si se hubiera vuelto loca. La llevó a la pensión donde se alojaba, cuya renta contribuía a pagar preparando las comidas un par de veces por semana. Durante el resto del tiempo disponía de la cocina para hacer sus prácticas. Pippa lo observó admirada mientras preparaba una deliciosa ensalada, la más rica que había probado en toda su vida.

– Yo te enseñaré lo que es comida de verdad – afirmó con descarada arrogancia-. ¡Hamburguesas!

– Eh, que yo también cocino. A mí tampoco me gustan las hamburguesas.

– ¿Entonces qué te hizo pensar que a mí sí?

– Bueno… tienes acento estadounidense – al ver la mirada que le lanzó, se apresuró a disculparse-. ¡Lo siento, lo siento!

– Soy estadounidense, claro, y por eso se supone que debo tener el sentido del gusto atrofiado, ¿no?

– Perdona, no quería decir eso.

– ¡Claro que sí! -exclamó enfadado, aunque en realidad estaba sonriendo para sus adentros-. Yo creía que este país había desterrado ya los prejuicios contra los extranjeros.

– Así es, pero los estadounidenses no cuentan como extranjeros, a pesar de las cosas horribles que le hacen a nuestro idioma… -repuso Pippa, y añadió provocativamente- Después de todo, la mayor parte de vosotros descendéis de nosotros.

– No te creas. Mis antepasados son franceses, españoles e irlandeses. Si hubiera algún inglés en mi árbol genealógico, estaría escondido en el armario con los demás esqueletos. Venga, subamos a comer.

Su habitación consistía en una cama, una mesa, dos sillas y unos estantes llenos de libros de cocina. Galantemente le sacó una silla y le sirvió la comida con tanta elegancia como si se encontraran en el comedor del Ritz.

– Por cierto, ¿qué estabas haciendo cuando te colaste en las cocinas? -quiso saber.

– Solo quería verlas, para saber a lo que iba a aspirar. Verás, en realidad yo soy la mejor cocinera del mundo, pero todavía nadie lo sabe. O al menos lo seré cuando haya terminado de aprender. Voy a triunfar tanto que un día el Ritz me suplicará que vuelva para reinar en su cocina. Y la gente vendrá de todo el mundo para degustar mis creaciones.

A Luke le encantaba escuchar a la gente y, al cabo de un rato, Pippa ya se lo había contado todo. Incluso le había hablado de su madre, el recuerdo más preciado que conservaba. Cocinaba maravillosamente bien. Le habría encantado trabajar de cocinera, pero en vez de eso se casó. Algo muy común en las mujeres de aquellos tiempos -le explicó, como si estuviera hablando de siglos atrás-. Y lo único que le apetecía a mi padre eran patatas fritas. Siempre patatas fritas.

– Entiendo -afirmó él, sonriendo.

– Si ella le presentaba un plato más imaginativo, él lo despreciaba. Así que empezó a enseñarme a cocinar bien. Creo que ese era el único placer que tenía en la vida. Solíamos hacer planes para que yo ingresara en la escuela de cocina. Consiguió un empleo con el fin de intentar reunir dinero para pagar mi matrícula. Pero fue demasiado para ella. No supimos hasta el último momento que tenía un problema de corazón -por un momento una inmensa tristeza se dibujó en su expresión, pero enseguida se recuperó.

– Lo siento -dijo Luke, compadeciéndola.

– Después mi padre se casó de nuevo y, de repente, me encontré viviendo con una madrastra llamada Clarice, que me odiaba.

– Convertida en una cenicienta, vamos.

– Bueno, para ser justos, el sentimiento era recíproco. Ella solía llamarme Philippa – explicó, disgustada-. Me obligaba a pasarme todo el día en casa haciendo las tareas domésticas. Siempre que había que limpiar algo, decía que le dolía la cabeza y que tenía que hacerlo yo.

– ¿Eran igual de malvadas tus hermanastras?

– Solo tenía un hermanastro, Harry. Esperaba que fuera su esclava. Cuando le comenté que quería estudiar en la universidad, Clarece me miró y me dijo: «¿De dónde piensas que vamos a sacar el dinero para eso?». Se negó a pagarme los estudios.

– ¿Qué pasó con los ahorros de tu madre?

– Papá se los quedó. Lo recuerdo mirando la cuenta de ahorros y exclamando: «¡Sabía que ese bicho me estaba escondiendo dinero!». Creo que se gastó la mayor parte en la luna de miel con Clarice.

– ¿No tenías a nadie que se pusiera de tu parte?

– Frank, el hermano menor de mi madre, se lo echó en cara a papá, pero él le dijo que se ocupara de sus propios asuntos. ¿Qué otra cosa podía hacer? Cuando terminé el instituto, me marché de casa.

– ¿Se alegró de ello la taimada Clarice?

– No, se puso furiosa. Lo tenía todo planeado para ponerme a trabajar en la tienda de su hermano en régimen de esclavitud, aparte de que contaba con que siguiera haciendo las tareas de la casa -un brillo malicioso apareció en los ojos de Pippa-. Y yo le dije dónde podía meterse todo eso…

– ¡No me digas! -rió Luke, admirado.

– Ella me contestó que nunca había oído un lenguaje semejante, y yo le repliqué que lo volvería a oír si no se apartaba de mi camino.

No dejó de gritarme mientras hacía las maletas e incluso después, durante todo el camino hasta la estación de autobuses. Me dijo que terminaría mal en Londres y que, al cabo de una semana, volvería de rodillas a su casa. Y al fin abandoné Encaster.

– ¿Encaster? Creo que nunca he oído hablar de ese sitio.

– Nadie ha oído hablar de él, excepto la gente que vive allí, y la mayor parte desearía no hacerlo. Esta a unos cuarenta kilómetros al norte de Londres.

– ¿No quería tu padre que te quedases en casa?

– Lo llamé al trabajo para decirle que me encontraba bien. Él me dijo que «dejara de comportarme como una idiota» y que volviera, porque Clarice se lo estaba haciendo pasar muy mal. Eso era lo único que le importaba. Si hubiera estado minimamente preocupado por mí, yo le habría dicho dónde me encontraba. Pero no fue ese el caso, así que no le conté dónde estaba. Esa fue la última vez que hablé con él. Todavía sigo en contacto con Frank, pero papá y él no se hablan.

– ¿Así que te viniste a Londres a buscar fortuna? ¿Con dieciséis años? ¡Qué valor, chica! ¿Encontraste las calles pavimentadas de oro?

– Algún día lo haré. Por el momento estudio cocina por las tardes y, cuando consiga algún título, me buscaré un empleo de cocinera. Luego haré más cursos, conseguiré un trabajo y, con el tiempo, todos los gourmets del mundo se pelearán por llamar a mi puerta.

– Perdóneme usted, madame, pero es a mi puerta a la que van a llamar.

– Bueno, espero que haya suficientes para los dos -concedió, generosa.

– Querrás decir para los tres, ¿no? -inquirió Luke con una sonrisa-. Tú, yo y ese colosal ego que tienes.

– ¡Podemos prescindir de ti! Todo el mundo sabe que en Estados Unidos no sabéis cocinar.

– ¿Que no…? ¡Que Dios te perdone! Tú sí sabes cocinar, claro. Procediendo de la nación de las patatas fritas… Pero si ni siquiera sabéis preparar un café decente…

– De acuerdo, de acuerdo, cedo – Pippa alzó las manos con un gesto de rendición, y luego señaló su plato-. Esto está realmente delicioso, lo admito.

– Es una creación mía. Cuando lo haya perfeccionado, se lo presentaré al cocinero mayor del hotel.

– ¡Oh, estupendo! Así que estoy haciendo de conejillo de Indias. Si no caigo muerta después de esto, podrás servírselo con toda tranquilidad al príncipe de Gales, ¿no?

– Algo así -reconoció Luke con una sonrisa.

En cierto momento, al advertir que estaba mirando con interés la ropa que llevaba, Pippa comentó:

– Bonita, ¿eh?

– Me encanta. ¿Cómo puedes permitirte vestir a la última moda y además pagarte las clases, si no es indiscreción?

– Me visto con lo que a la gente no le vale. Los vaqueros son de una tienda de artículos de segunda mano, el sombrero es de una organización de beneficencia y el suéter me lo he tejido yo misma a base de retales.

Luke sonrió, encantado. Y la historia que le contó dejó fascinada a Pippa. Era, como ella había adivinado, estadounidense, de Los Ángeles. Su pasión era la cocina y los únicos libros que abría eran de recetas. Más allá de eso, no tenía un solo pensamiento en la cabeza que no tuviera que ver con nadar, surfear, comer, beber y, en general, pasárselo bien. Tan poca diversión había habido en la vida de Pippa que aquel joven le pareció como venido de un mundo mágico, en el que la luz era siempre dorada, las sensaciones exquisitas y la juventud eterna. Y tenía una gran ambición.

– Yo no solo quiero ser cocinero: de esos hay ya muchos -le explicaba-. Quiero ser el mejor cocinero, así que tengo que encontrar algo que me haga destacar sobre los demás. Ahorré todo el dinero que pude y me vine a Europa, a trabajar en los grandes hoteles. Estuve seis meses en el Danieli de Venecia, otros seis en el George V de París y ahora estoy en el Ritz de Londres. Cuando se me acabe el permiso de trabajo, volveré a Los Ángeles y me haré llamar «Luke del Ritz». Eh, ¿es que te has atragantado con algo? – vio que Pippa se había doblado sobre sí misma, como si se estuviera ahogando.

– No puedes hacer eso -en realidad, estaba riendo a carcajadas-. ¿Luke del Ritz? ¡Se reirán tanto que ni siquiera serán capaces de comer!

– ¡Oh! -exclamó, decepcionado-. ¿No crees que se sentirán impresionados?

– Creo que te lanzarán tomates.

De repente Luke tomó conciencia de lo acertado de aquella aseveración y también se echó a reír. Y cuanto más reía él, más reía ella. Si aquello hubiera sido una comedia romántica, pensó Pippa, habrían caído uno en los brazos del otro entre carcajadas. Y se descubrió a sí misma esperando ansiosa aquel momento. Pero Luke parecía contenerse, porque le dijo:

– Es tarde. Ya tendría que llevarte a casa.

– No es tan tarde -protestó.

– Sí es tarde: mañana empiezo a trabajar a las seis. Vamos.

En un viejo coche que le había prestado uno de los residentes de la pensión, la llevó al albergue donde vivía. Cuando se detuvieron en la puerta, Pippa esperó que le pasara un brazo por los hombros, que la abrazara por la cintura, que la besara en los labios…

– Ya hemos llegado -dijo sencillamente Luke, abriendo la puerta.

Reacia, Pippa salió del coche.

– Te veré mañana -se despidió él, dándole un pequeño beso de despedida en una mejilla.

Y segundos después se quedó sola en la puerta de entrada, maldiciendo entre dientes…

Pippa estaba orgullosa de ser una joven moderna, a salvo de prejuicios y restricciones, libre para disfrutar de las maravillas del mundo en iguales condiciones que los hombres. Si quería fumar, beber y saborear los placeres de la carne, tenía todo el derecho a nacerlo. Pero esa era la teoría, porque la práctica era más difícil. El único cigarrillo que había intentado fumar, en un pub y rodeada de amigos, le provocó un acceso de tos tan violento que a partir de entonces renunció a ello. El alcohol también resultó un problema: no soportaba tomar más de una copa. Y en cuanto a lo del sexo… eso tampoco parecía ir por buen camino.

Ingenuamente había imaginado que Londres estaría lleno de hombres atractivos y sensuales, dispuestos a satisfacer a una mujer liberada como ella. Pero no había sido así. Muchos eran jóvenes estudiantes, o estaban casados, o eran gays. Otros hablaban demasiado. O demasiado poco. O decían lo que no tenían que decir. Aquello era como volver a Encaster. No andaba corta de ofertas, pero el caso era que llevaba dos años en Londres y aún no se había relacionado con nadie. A ese paso muy bien podría convertirse en una dama victoriana. Era muy descorazonador.

Pero todo cambió desde el instante en que conoció a Luke, tan diferente a todos los hombres que había conocido hasta entonces. Su voz tenía un matiz profundo y vibrante, sensual. El brillo de su mirada la tentaba y provocaba. Su boca de labios llenos podía mostrarse tierna y divertida, o firme y tenaz cuando afloraba su carácter obstinado. Y, como consecuencia de todo ello, el simple hecho de estar en una misma habitación con él podía excitarla al máximo. Pero lamentablemente todavía no había demostrado el menor deseo de acostarse con ella. Y aquello era un insulto que no podía dejar pasar. Especialmente cuando todo el mundo suponía que dormían juntos, debido a la reputación de rompecorazones que él tenía.

Nunca la invitaba explícitamente a salir, pero como sus turnos coincidían siempre, quien salía primero esperaba al otro. Luego se marchaban juntos a casa, con Luke hablando sin parar como un poseso mientras Pippa intentaba no ser demasiado consciente de lo mucho que ansiaba acallarlo y empezar a besarlo de una vez…

Decidió mostrarse sutil al respecto. En lugar de que Luke siempre hiciera la comida, ella le prepararía la cena en su habitación, con velas y música romántica, y una cosa llevaría a la otra. Fue un desastre.

Podría haber funcionado con cualquier otro hombre, pero Luke era físicamente incapaz de quedarse quieto mientras alguien cocinaba para él. Ni haciendo un supremo esfuerzo de voluntad podía contenerse de sugerirle que pusiera el fuego del horno más bajo, o que dejara hacerse la comida un poquitín más… Finalmente Pippa estalló y se fue. O eso o le tiraba el plato a la cabeza.

Al día siguiente, Luke la estaba esperando a la puerta del hotel con un ramillete de flores y una expresión de sentida disculpa.

– Me porté fatal -le dijo humildemente-. Realmente no tenías intención de que te saliera tan mal el flan, ¿verdad?

La discusión que resultó de aquello tardó tres días en ser olvidada. Pero nadie podía enfadarse mucho tiempo con un hombre tan tierno como Luke. Cuando se dio cuenta de que ella no iba hacer ningún movimiento de acercamiento, volvió a esperarla a la salida del hotel.

– Buenas tardes -lo saludó Pippa con tono helado-. Me voy directamente a mi casa.

Pero fue imposible. Fuera cual fuera la dirección que ella tomara, Luke le bloqueaba el paso dirigiéndola hacia su pensión, como habría hecho un perro pastor con un cordero descarriado. Y sin abrir la boca.

– No sé a qué diablos estás jugando – protestó, exasperada.

De un bolsillo sacó Luke un pequeño bloc de notas en el que aparecía escrito: Cada vez que abro la boca, te enfadas conmigo.

– ¡Oh, déjalo ya! -exclamó, intentando no reírse y fracasando por completo.

– Lo siento, Pippa. Es que no puedo evitarlo. Algunas personas son incapaces de viajar en coche sin conducir. A mí me pasa lo mismo con la cocina. En seguida pienso en cómo lo habría hecho yo y… -al ver su expresión de advertencia, se apresuró a añadir-: Dejemos el tema. Ven a casa conmigo y prepararé la cena.

Pippa le echó los brazos al cuello, mirándolos los ojos:

– Ojalá se te atragante.

Se echaron a reír. Luke la besó en la punta de la nariz y, para cuando llegaron a su casa, Pippa se había olvidado ya del motivo de su discusión. El sentimiento que reinaba sobre todos los demás era la alegría de la reconciliación. El mundo volvía a ser perfecto.

La cena se desarrolló tal y como ella había esperado: a la luz de las velas y con una rosa al lado de su plato, pero, en esa ocasión, era iniciativa de Luke. Después se sentaron en el sofá y él le sirvió un vino comprado especialmente para la ocasión.

– ¿Me perdonas? -le preguntó, alzando su copa hacia ella.

– ¿Porqué?

– Por haberme puesto tan insoportable cuando me invitaste a cenar.

– Ah, eso. Ya estoy acostumbrada. De hecho, en este mismo momento te perdono todas las veces que volverás a hacerlo en el futuro. Piensa en todo el tiempo que me ahorraré…

Rieron juntos. Aquel era el momento perfecto; Pippa estaba segura de ello. Se inclinó hacia él y lo besó delicadamente en los labios. Pudo percibir su temblor, como si reflejara el suyo propio. Siguió besándolo con mayor insistencia hasta despertarle una respuesta que fue puro fuego: la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza.

Pero, casi en aquel mismo instante, interrumpió el beso y la apartó suavemente. Pippa lo miró entre avergonzada y decepcionada.

– ¿Es que no te gusto? -le preguntó, disimulando su angustia bajo una máscara de agresividad.

– Claro que sí.

– ¿Entonces por qué diablos no me besas?

– Porque si lo hago ya no querré detenerme, y tú… bueno, eres joven y…

– ¿Me estás acusando de ser virgen?

– No es una acusación…

– ¡Oh, no, claro! En estos tiempos que corren…

– Supongo que en estos tiempos que corren todavía quedan vírgenes -observó Luke, mirándola con una expresión de ternura.

– En Londres, no -repuso ella. Sabía que se estaba comportando de forma estúpida, pero no podía evitarlo.

– Es sólo que hay algo en ti… algo muy dulce y joven que me ha hecho pensar que… -en aquella ocasión fue él quien se sintió avergonzado, y Pippa aprovechó la oportunidad para recuperar la iniciativa.

– ¿Sabes cuál es tu problema, Luke? Piensas demasiado. Haces una montaña de un grano de arena. Si dos personas simplemente se gustan, pues…

Años después, evocando esa conversación, había podido reconocer la infantil bravuconería que encerraban aquellas palabras. Por supuesto, Luke no se había dejado engañar por ellas, pero, en cualquier caso, sus defensas se habían hecho añicos. Porque de repente la atrajo nuevamente hacia sí, empezó a desabrocharle apresuradamente los botones de la camisa y todo sucedió tal y como Pippa había soñado.

Cuando la soltó, sus senos estaban orgullosamente excitados, los pezones erectos, las aréolas oscuras, expresando de esa forma el deseo que durante tanto tiempo había estado intentando disimular. ¿Qué le había sucedido a su pudor virginal?

Después Luke presionó suavemente los labios contra un seno, acariciándoselo con la punta de la lengua, y ella creyó enloquecer de deseo. ¿Cómo había podido vivir durante tanto tiempo sin conocer aquella inefable experiencia? ¡Tanto tiempo desperdiciado! Aspiró profundamente, clavando los dedos en sus hombros mientras él continuaba atormentándola. Con cada caricia el mundo explotaba en mil fragmentos brillantes, cegándola por un instante, y así una y otra vez, y otra…

La desnudó lentamente, despojándola de cada prenda como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Solo su respiración acelerada y el leve temblor de sus dedos mientras le quitaba los vaqueros, hablaban de lo desesperadamente que se estaba conteniendo hasta que llegara el momento adecuado. Hasta que quedó completamente desnuda.

Luego él se desvistió rápidamente, dejando la ropa en el suelo sin apartar los ojos de Pippa.

– Hola -le dijo con una sonrisa.

– Hola -le respondió ella, sin aliento.

Nunca se había mostrado desnuda ante ningún hombre antes, pero sabía que podía sentirse orgullosa de su fina y esbelta figura, de su estrecha cintura y de sus largas piernas. Sus senos eran pequeños y firmes. Deseó preguntarle si creía que era hermosa, pero en la práctica ya se lo estaba diciendo con la expresión de adoración con que empezó a acariciarla, deleitado.

Pippa se sintió abrumada por la intensidad de sus propias sensaciones, como si otro ser se hubiera apoderado de su cuerpo, un ser libre de cualquier restricción. Durante un inefable instante todos los viejos preceptos de su infancia estallaron en mil pedazos dentro de su cerebro y tuvo la sensación de que pertenecían a otro mundo, un mundo que no era el mágico universo de placer que Luke le estaba ofreciendo. Y por primera vez en su existencia, se sintió auténticamente viva.

Tantas veces había intentado imaginárselo sin ropa, desnudo del todo… Lo deseaba con tanta desesperación…

– Luke -le susurró-, me deseas, ¿verdad?

Su respuesta le llegó sin palabras. Sonriendo, se apartó levemente para que pudiera ver la prueba por sí misma: allí estaba, duro y orgulloso con el espléndido y arrogante poder de la juventud. Y era todo suyo.

– Luke -gimió, impaciente.

– Sí, cariño.

Finalmente le separó las piernas y se colocó entre ellas. Segundos después empezaba a deslizarse fluidamente en su interior, y fue tan hermoso que Pippa empezó a desear más y más. Deseaba desesperadamente que empezara a moverse y que no se detuviera nunca. Deseaba tener el universo en sus manos y Luke se lo estaba ofreciendo. A cada empuje se hundía lenta y profundamente en ella, abrumándola de placer y despertando a la vida hasta la última terminación nerviosa de su cuerpo.

Entonces sucedió. Un resorte se activó en el universo y de repente todo encajó en su lugar. A partir de entonces el instinto se hizo cargo de su persona, guiándola perfectamente. Era como si Luke le hubiera lanzado un sueño y ella lo hubiera atrapado al vuelo para echar a correr con él. Nadie le había dicho cómo, pero sus caderas empezaron a moverse como si tuvieran voluntad propia. El pensamiento de ser capaz de incrementar su propio placer y, al mismo tiempo, aumentar el de Luke la llenó de júbilo, y cuando él respondió incrementando la fuerza de sus embates, la sensación resultó sencillamente abrumadora.

Percibiendo que él esta experimentando lo mismo, echó la cabeza hacia atrás y lo miró. Sí, todo aquello estaba sucediendo realmente. Había magia en el mundo, después de todo, y felicidad, y gozo, y risa y canciones. Era cierto. Era joven, alegre y se sentía viva, y todo eso era maravillosamente real.

Luke la estrechó entre sus brazos cuando alcanzaron el clímax. Pippa se acurrucó contra él, estremecida. Nunca en toda su vida había sido tan feliz.

En cierto momento la besó en la cabeza, pero ella tuvo el presentimiento de que algo lo preocupaba.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó-. ¿No he estado bien?

– Has estado maravillosa. Es solo que me había prometido a mí mismo que no haría esto. Y supongo que no soy muy sincero, porque si realmente no hubiera querido hacerlo, habría dejado de verte y me habría colocado a mí mismo lejos de la tentación. Te deseaba tanto que sabía que, más tarde o más temprano, acabaría cediendo.

– ¿Pero por qué no habrías debido hacerlo?

– Pues por lo diferentes que somos tú y yo, Pippa. Yo no me quedaré mucho tiempo aquí. Nunca lo hago. Cuando se me acabe el permiso de trabajo, volveré a Los Ángeles.

– Ya lo sabía -se encogió de hombros-. ¿Y qué?

– Bueno… tú eres especial. Te mereces un hombre que…

– Te refieres a un señor serio y estable que me lleve al altar y me instale en una casa de las afueras que se vaya llenando de hijos, ¿verdad? ¡No, gracias! Precisamente dejé Encaster para huir de eso.

– Si hay algo que yo no soy, es precisamente ese señor serio y estable.

– Si lo hubieras sido, ahora mismo no estaríamos acostados.

¿Hasta qué punto había sido verdaderamente sincera con él? ¿Cuánto de lo que le había dicho en aquellos momentos no había sido más que lo que ella sabía que él deseaba escuchar? Pippa nunca llegó a saberlo. En aquel entonces disponía de varios meses para hacerlo cambiar de idea, si era ese su propósito.

Fue pasando el tiempo y no tardó en empezar a ver la vida a través de los ojos de Luke. Cierta tarde, durante uno de sus paseos por el parque, no pudo evitar fijarse en una joven pareja y en su hijo pequeño, que se estaba mostrando bastante insistente…

– Papi, mira esto…

– Ahora voy, cariño.

– ¡No, no, papi! ¡Ahora!

La mujer le reprochó al marido:

– No te haría daño hacerle algo de caso a tu propia hija, aunque solo sea por una vez en tu vida.

– Tal vez lo hiciera si se callara alguna vez.

Luke sonrió.

– ¡Pobre diablo! -exclamó con una irónica sonrisa, contemplando la escena-. Antes era un hombre libre. Y ahora ya ni siquiera recuerda la sensación.

Con gesto cansado, el hombre miró a su hija.

– Muy bien, pequeña. ¿Qué quieres?

– Ven a mirar esto. Hay una excavadora muy grande, muy grande…

Luke y Pippa siguieron su camino, abrazados, pero la voz de aquella niña parecía perseguirlos.

– Ven a mirarla ahora, papi. Papi, papi… ¡papi!

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