CAPÍTULO 02

EL APARCAMIENTO estaba casi lleno cuando Alex entró en la oficina de correos. El cartero entregaba la correspondencia de sus padres en el rancho, pero ella tenía su propio apartado de correos.

Hacía ya una semana que su padre había vuelto de Yosemite. Había ido a las oficinas centrales del parque y había dejado el sobre en la bandeja de entrada del responsable del programa de voluntariado. Lo único que se podía hacer ya era esperar la respuesta.

Cuando abrió el buzón y no vio más que los montones de folletos de viajes y la propaganda odiosa de costumbre, sintió una gran desilusión. Se dirigió a la papelera más cercana pero, por fortuna, en el último instante vio que entre dos folletos estaba el sobre que andaba buscando.

Servicio de Parques Nacionales.

Alex tiró todo lo demás a la papelera y luego abrió el sobre con manos temblorosas.

«Por favor, por favor, que sean buenas noticias», pensó.


Estimada señorita Harcourt,

Le agradecemos el interés que muestra por participar como voluntaria en el programa de verano del Parque Nacional de Yosemite. Nuestra oficina ha estudiado su solicitud, pero siguiendo las directrices de nuestro departamento de selección, antes de tomar ninguna decisión debe usted reunirse en persona con el jefe del programa de voluntariado. Dicha entrevista tiene por objeto asegurar que reúne el perfil requerido para este parque.

El departamento ha reservado la fecha del lunes 23 de mayo para las entrevistas, que se atenderán en riguroso orden de presentación, entre las 8:30 de la mañana y las 5:30 de la tarde. Cualquier sugerencia puede remitirla al Departamento del Servicio de Administración y Gestión de Infraestructuras. Oficina Central. Yosemite Village.


¡Sólo quedaban dos días! Si su padre no hubiera llevado la solicitud en mano, habría expirado el plazo.

Salió corriendo del edificio con la carta en la mano. Tenía muchas cosas que hacer antes de tomar al día siguiente el vuelo hacia Merced. Lo primero era ir a la peluquería.

– ¿De veras quieres que te lo deje tan corto? -exclamó Darlene con cara de espanto-. ¡Tienes que estar bromeando!

– La nueva Alex quiere parecer la mujer de veintiséis años que es en realidad y no una quinceañera obsesionada por la moda. Necesito dar la imagen de una mujer independiente y segura de sí misma -añadió con una sonrisa-. Quiero un look chic, con un toque de clase, pero sin exagerar.

– ¿No te parece que pides demasiado? -dijo Darlene sonriendo, mientras buscaba en la mesa de al lado un catálogo con las últimas novedades en cortes de pelo-. Echa un vistazo a éstos mientras voy por las tijeras.

Alex no tardó ni cinco segundos en decidirse.

– Éste -dijo señalando una foto del catálogo.

La modelo lucía una melena muy corta con las puntas ligeramente curvadas y un flequillo tapándole la frente.

– Sí, tienes la cara ovalada y te irá bien.

– Adelante, pues.

La estilista se puso manos a la obra y justo cuando estaba a punto de terminar, llegó Michael, el otro peluquero.

– A muchas mujeres les gustaría conseguir este color oro platino. Si pudiera encontrar la fórmula para conseguirlo… -dijo Michael.

Alex se quitó el delantal azul, se levantó de la silla y miró a Michael fijamente.

– ¿Cómo me ves? Sinceramente.

Michael ladeó la cabeza y la observó atentamente.

– ¿Quién eres? ¿De quién estás tratando de esconderte?

Michael demostraba ser muy perspicaz. Pero estaba equivocado. Era Cal el que quería esconderse de ella. Eso le había partido el corazón. Pero había tenido un año para superarlo.

– No, no se trata de eso. Quiero que la gente me vea, de ahora en adelante, como a una mujer adulta y responsable en la que se puede confiar.

– ¡Qué interesante! -exclamó Michael con una falsa sonrisa-. Entonces usa colores menos cálidos en tu barra de labios y en tu sombra de ojos. Tienes unos ojos expresivos. No uses maquillaje para la cara a menos que vayas a salir por la noche. No lo necesitas. Con el pelo y la piel tan brillantes que tienes, cuanto más natural vayas, mejor.

– Estoy de acuerdo con él -dijo Darlene.

– Gracias a los dos. Os lo digo con toda franqueza -replicó Alex, dejando un billete de cien dólares en la mesa-. Ahora, deseadme suerte.

Salió de la peluquería sintiéndose más ligera, tanto física como psicológicamente. Mientras caminaba por el centro comercial en dirección a la tienda de prendas deportivas, se iba mirando en los escaparates de los establecimientos, sin poderse creer que la imagen que reflejaban fuera la suya.

– Hola -le dijo a una dependienta al entrar en la tienda-. Me gustaría que me ayudara a elegir un conjunto que fuera adecuado para una entrevista que tengo en un parque nacional. Quiero conseguir un trabajo como voluntaria y necesito algo discreto pero a la vez sofisticado.

– Tenemos un suéter de algodón, que acabamos de recibir, en tono verde oliva oscuro. Tiene cuello y manga corta. Pase por aquí, por favor. Lo hemos emparejado con estos pantalones plisados de sarga color canela. Es un conjunto encantador y creo que le sentará muy bien. Pero si no le gusta el verde, el suéter viene también en rojo burdeos, en naranja tostado y en azul persa.

– El verde es perfecto. Voy a probármelo -dijo Alex sin dudarlo.

– ¿Qué número de zapatos usa?

– El treinta y siete.

Cuando Alex volvió del probador, la dependienta le mostró unas zapatillas deportivas de senderismo de ante y piel en tono marrón oscuro. Se las puso y le gustaron. Luego eligió unos calcetines a juego, un par de pantalones vaqueros y otro par de blusas de manga corta en color canela y crema.

– Me llevaré todo esto -le dijo a la dependienta-. Y gracias, me ha sido de gran ayuda.

Tras detenerse un par de minutos en la perfumería para comprar la barra de labios que le había sugerido Michael, tomó el coche y volvió al rancho. Sus hermanos, al verla, le dijeron que ya era hora de que hubiera dejado atrás su antiguo peinado y su vestuario tan formal.

Esa noche se puso la ropa que acaba de comprarse y se dirigió a la cocina, donde estaban sus padres sentados tranquilamente tomando un café con un trozo de tarta de manzana.

– ¡Cariño…! -exclamaron los dos al verla entrar.

El gesto de sorpresa que vio en sus caras lo decía todo.

– Me alegra que os hayáis quedado mudos. Supongo que os estaréis preguntando la razón de todo esto, ¿verdad?

– dijo ella entregándoles la carta del parque nacional-. Quiero que el jefe Rossiter tenga confianza en mí y en mi proyecto.

Sus padres leyeron la carta y luego su padre la miró con unos ojos llenos de afecto y orgullo.

– Cuenta con mi voto, cariño.

– ¿Qué planes tienes? -le preguntó su madre.

– Tomaré mañana por la mañana el vuelo a Merced -respondió Alex-. He reservado una habitación en el Holiday Inn. El lunes por la mañana alquilaré un coche para ir a la entrevista en Yosemite Village.

Su madre se levantó de la silla y le dio un gran abrazo. Muriel era una mujer esbelta de casi un metro setenta. Todo el mundo le decía a Alex que se parecía a ella.

– Bien hecho, hija mía. Vas allí por cuestión de trabajo, no por otra razón. Veo que ya no eres una niña. Has madurado.

Mientras Jeff descargaba las cosas de la camioneta, Cal estaba terminando de colocar sus libros en las estanterías que había puesto en el estudio de su nueva casa. Eran los libros de texto que había usado mientras estudiaba en la Universidad de Cincinnati, primero para licenciarse en Biología y luego para el máster.

En la pared de enfrente había colocado unos paneles para sujetar los mapas que manejaba en el día a día. Eran los cuadrantes que cubrían todo el territorio del parque. Luego tendría que montar su gran mesa de dibujo y la lámpara de pie. Necesitaba una gran superficie para desarrollar su trabajo. Después, sólo faltaría instalar el ordenador.

– Nunca había visto este óleo antes. ¿Dónde quieres que lo ponga? -dijo Jeff desde la puerta.

Cal sabía a qué cuadro se refería y no necesitó volver la cabeza para mirarlo.

– Déjalo apoyado en la pared del cuarto de invitados, con las otras cajas.

El cuadro con la imagen de la capilla de San Miguel de Santa Fe había sido un regalo de agradecimiento del senador Harcourt.

Su hija, Alex, se había pasado todo el tiempo junto a la cama de su padre, que parecía haber sufrido un ataque al corazón durante una excursión por la zona de Dana Meadows en el extremo oriental del parque. Cal, que había llegado el primero, le había practicado las maniobras de resucitación cardiopulmonar y le había acompañado al hospital en el helicóptero de emergencias. Alex había temido tanto por la vida de su padre que, cuando el médico le dijo finalmente que sólo había sufrido una fuerte indigestión, le dio un abrazo a Cal como forma de agradecerle todo lo que había hecho por su padre.

Cal había sentido el calor de su cuerpo juvenil sobre su pecho, pero había comprendido enseguida que era demasiado joven para él. El jefe Vance le recordó, sin ninguna sutileza, que era la hija del senador y que sería mejor que apartase las manos de ella. Él había hecho caso omiso y había estado viéndose con Alex en el parque durante el año anterior. Aunque se había jurado que no volvería a ocurrir.

Por aquella época, Leeann Gris había sido transferida a Yosemite. Cal y ella se habían conocido cuando los dos trabajaban en el Parque Nacional de las Montañas Rocosas. Pero a Cal lo destinaron a los pocos meses a Yosemite. La relación afectiva que había entre ellos quedó truncada y se quedaron con la duda de lo que podría haber llegado a suceder.

Cuando Cal volvió a verla unos años después, ya estaba integrado plenamente en su trabajo y disfrutaba de su profesión. Comenzaron a salir de nuevo juntos y una cosa llevó a la otra… Leeann era una mujer morena muy atractiva y de su misma edad. Compartía además su amor por la naturaleza. Llegó en el momento adecuado y se casaron.

Cal no había vuelto a ver a Alex Harcourt desde el día de su boda con Leeann, pero la sola mención de aquel cuadro le hizo recordar su imagen de inmediato. En ese instante y sin saber por qué, llegó a la conclusión de que ella había sido la que había elegido ese cuadro para regalárselo.

Jeff apareció de nuevo en la puerta, devolviéndole al presente.

– ¿Dónde quieres que te ponga esta caja que pone «cosas personales»?

La caja, además de las fotos de su boda con Leeann, contenía algunas otras con sus compañeros en diversas zonas del parque.

– Ponlas con las otras, en el cuarto de invitados. Un día de éstos lo organizaré.

Recogió las cajas vacías y se dirigió a la puerta mientras Jeff salía de otra habitación, cargado con unos objetos.

– ¡Se acabó el trabajo por hoy! -exclamó Cal después de dejar las cajas en la parte de atrás de la camioneta-. Ahora que ya hemos hecho la mudanza, salgamos un rato. ¡Tengo un hambre de lobo!

El lunes a las nueve de la mañana, Alex dejó el coche en el aparcamiento del Yosemite Lodge, bajo un cielo poblado de nubes. Había muchos vehículos aparcados. Más de uno sería de un aspirante a ocupar un puesto de voluntariado en el parque, como ella.

Aunque la temporada turística de verano no comenzaba oficialmente hasta unos días después, el parque atraía a muchas personas durante todo el año. Alex lo sabía muy bien. Había estado allí tantas veces que podría incluso hacer de guía turística. De hecho, había reseñado ese punto en su currículum, aunque sin mencionar que todos los conocimientos que tenía del parque se los debía a Cal.

Él le había enseñado a amar aquel lugar y, de modo especial, a sus animales.

Pero… eso era ya agua pasada.

Tomó el bolso y cruzó la zona en dirección a la oficina central. Cuando entró, vio a algunos turistas arremolinados alrededor de las pantallas y los mapas informativos. Se acercó al ranger del mostrador de recepción. Era una mujer que conocía ya de otras veces.

– Hola.

– ¡Hola! -le dijo Cindy Davis con una sonrisa-. Bienvenida a Yosemite.

– Gracias. Estoy citada para una entrevista con el Departamento de Administración. En la citación que recibí no ponía la hora, sólo la fecha de hoy.

– Oh, sí. Supongo que ha formulado una solicitud para el programa de voluntariado, ¿verdad? ¿Cuál es su nombre?

– Alex Harcourt.

– No sabía que el senador Harcourt tuviera una… otra hija -replicó Cindy con gesto de sorpresa.

Alex recibió con satisfacción aquella vacilación. Sin duda, había querido decir que no se imaginaba que su padre tuviera otra hija tan mayor. Aquel cambio de look funcionaba mejor de lo que había imaginado. Era mucho mejor que si se hubiera puesto un disfraz.

– No, la verdad es que yo soy su única hija.

– Sí, ahora que lo dice… -replicó Cindy, sin salir de todo de su perplejidad-. No la había reconocido sin su larga melena-. Siéntese ahí, por favor, y espere un minuto mientras aviso al ranger Thompson. Creo que está con otra persona en este momento.

– Gracias -dijo Alex, dirigiéndose a la sala de espera.

En lugar de mirar con impaciencia a su alrededor con la esperanza de que ver a Cal por allí, como había hecho otras veces, se puso a hojear un folleto del parque. Lo último que quería era tener que saludar a alguno de los rangers que le habían puesto tantas trabas el año anterior cuando había tratado de ver a Cal.

Habían pasado ya casi cuarenta y cinco minutos cuando le pidieron que se dirigiese al lugar de la entrevista. Tenía que ir hasta el fondo del pasillo y torcer luego a la derecha. El despacho del ranger Thompson era la primera puerta a la derecha.

Alex dio las gracias a Davis y se abrió paso entre un grupo de turistas en dirección al lugar que le habían indicado. La puerta del despacho estaba abierta, pero no se veía a nadie dentro. Era muy pequeño, parecía más bien la salita de una secretaria. Había una mesa con algunas fotos familiares y un tarro con lápices de colores. Nada más sentarse se abrió otra puerta que daba a una sala colindante y apareció un ranger muy atractivo, de pelo castaño oscuro. Alex ya lo había visto antes.

– ¿La señorita Harcourt? -dijo el hombre acercándose a ella para estrecharle la mano-. En los últimos años nos hemos visto de pasada en varias ocasiones, pero nunca hemos podido hablar oficialmente. Permítame presentarme: soy el ranger Thompson. Espero que no la hayamos hecho esperar demasiado tiempo.

– No, no. No se preocupe.

– Muy bien. Mi ayudante, Diane, fue quien hizo la evaluación de todas las solicitudes y envió las cartas. Deme un minuto para encontrar la suya y echarle un vistazo.

Se sentó detrás del escritorio y se puso a rebuscar en una colección de carpetas con solapas en las que figuraban los nombres, hasta que dio con la de ella.

Leyó el informe con mucha atención y luego se volvió hacia ella.

– Según su currículum, ha estudiado en universidades de Estados Unidos y Europa, habla español con fluidez y ha participado en un increíble safari en Kenia y en un viaje por la selva virgen de Madagascar. También veo que ha ganado algunos premios en concursos y festivales de rodeo. Es impresionante.

– Gracias.

– Parece que, entre sus clases y viajes, ha trabajado a tiempo parcial para Hearth & Home en Albuquerque, Nuevo México, durante al menos diez años. ¿Con su padre?

Los siete mandatos de su padre como senador de Estados Unidos le habían abierto sin duda muchas puertas y le habían brindado grandes oportunidades de trabajo. Parecía lógica, por tanto, la pregunta del ranger Thompson, aunque no estuviera fundamentada en nada de lo que ella había puesto en su currículum.

– No. Con mi madre. Junto al currículum, puede ver también la propuesta del proyecto en el llevo trabajando unos años.

Sin duda, su ayudante, Diane, la había visto. De lo contrario, ella no estaría ahora allí sentada. Thompson la miró con cara de perplejidad.

– Estoy segura de que nunca ha oído hablar de Hearth & Home -siguió diciendo ella-. Hay más de veinte ranchos H & H a lo largo y ancho de las propiedades de mi familia. Aquí tengo un folleto que lo explica todo.

Alex sacó el folleto del bolso y se lo entregó.

Cuando Thompson comenzó a leerlo, su expresión cambió de repente.

– ¿Su madre hizo todo esto? -preguntó mirándola fijamente, al terminar.

– Sí. Fue una idea suya financiada por la fundación Trento, el legado de su bisabuelo. He trabajado a su lado toda mi vida y la he ayudado a ponerlo en marcha. Esas familias son mis amigos -dijo Alex sin poder ocultar el orgullo que sentía al decirlo-. Hace ya unos años, vi un artículo publicado por la fundación Huellas Perdidas de la Juventud de Sierra, HPJS, pidiendo voluntarios para Yosemite. Me gustaría traer aquí a algunos jóvenes de nuestro organización H & H para que colaborasen en el parque como voluntarios.

Thompson se echó hacia atrás en la silla y se llevó la mano derecha cerrada a la boca, en actitud pensativa.

– Continúe.

«Bien», se dijo ella. Parecía que había conseguido despertar su interés.

– Mi padre ha compartido siempre la misma preocupación que el superintendente y el jefe de los rangers, en el sentido de que los jóvenes no se sienten atraídos suficientemente por los parques nacionales como para colaborar en ellos con su trabajo o, al menos, visitarlos. Se me ocurrió que la incorporación de estos nativos americanos de habla inglesa conseguiría unos objetivos similares al del programa de voluntariado de HPJS. Según tengo entendido, persiguen tres objetivos: desarrollar futuros administradores del parque, colaborar en las labores de restauración y proporcionar a los chicos un tipo de empleo diferente.

Thompson la miró sorprendido con sus ojos de avellana, como si ella fuera un ser extraño que hubiera caído de repente de otro planeta.

– No hay nada como ver la naturaleza en toda su dimensión para abrir las mentes de los jóvenes y darles una visión más amplia de la vida. Ellos saben el amor que siento por Yosemite y me han expresado su interés por formar parte de esta idea. La fundación Trent financiaría el proyecto, por supuesto. Diez mil dólares por cada chico y temporada. Este dinero sale de mi herencia personal. Mis padres no tienen nada que ver en esto -dijo Alex muy seria mirando fijamente al ranger Thompson-. El proyecto es idea mía. Mi padre hace ya algunos años que dejó su cargo en el Senado, así que si usted decide que mi proyecto no es adecuado para el parque, no se preocupe, no intentará presionarle para hacerle cambiar de opinión.

Aunque Alex quería dejar bien claro que todo el proyecto había sido iniciativa suya, pensó que no debía seguir incidiendo sobre ese punto.

– Mi padre fue presidente de la comisión de Medio Ambiente del Senado, competente en temas de recursos naturales y energías renovables. Por eso sé que el resto de los parques naturales tienen los mismos problemas y ofrecen los mismos programas que Yosemite, pero pensé en empezar por éste porque amo este lugar.

Emulando a su madre, Alex se levantó de la silla, dispuesta a salir dignamente por la puerta tras su concisa pero emotiva presentación.

– Si piensa que mi proyecto puede ofrecer algún interés para el parque, puede encontrar mi número de teléfono y mi dirección de correo electrónico al pie de la solicitud. Gracias por su tiempo, ranger Thompson.

– Por favor, siéntese, señorita Harcourt -dijo Thompson de forma inesperada-. Creo que el jefe Rossiter debe conocer su proyecto antes de tomar ninguna decisión.

Alex no podría estar más feliz. Sentía el efecto de la adrenalina corriéndole por las venas, pero esperó paciente a que Thompson realizara su consulta telefónica.

– Por desgracia, no está en el edificio. ¿Podría volver mañana por este mismo despacho a las nueve de la mañana? Rossiter la estará esperando.

– Naturalmente. Gracias.

El Cascade Bear Institute se asentaba en las colinas de los alrededores de Redding, California. Estaba dirigido por Gretchen Jeris, una bióloga que tenía la teoría de que era posible convivir con los osos sin necesidad de matarlos. Después de años de investigación, había encontrado la solución en el perro oso de Carelia, una raza canina muy peculiar que se había traído de Finlandia.

Aquel lunes por la mañana, Cal se dirigió a Redding a recoger el perro que había elegido después de un complicado proceso de selección. Pensaba llevárselo a casa.

Había estado ya varias veces allí para someterse a un estricto entrenamiento a cargo de la exigente doctora Jeris. Los perros de esa raza eran todos diferentes, no había dos perros iguales. Cada uno necesitaba un tipo de adiestramiento distinto. Era fundamental que la personalidad del perro se adaptase a la de su amo si se quería que congeniasen.

Gretchen había dedicado su vida a la cría de perros seleccionados y a promocionar su utilidad a través de diversos institutos y organismos de todo el mundo, compartiendo su plan de entrenamiento. El cachorro de Cal llevaba la sangre de un perro finlandés muy galardonado, Paavo Ahtisaari, un campeón internacional de una raza de campeones. Gretchen había observado que aquel cachorro había nacido con tal valor y agresividad que lo hacía idóneo para rastrear, perseguir y enfrentarse a los osos y los alces.

Por la rapidez de sus reflejos y sus instintos, los perros osos de Carelia podían ahuyentar a cualquier oso sin ningún problema e incluso atacarle con suma agresividad de ser necesario. Sacrificarían su propia vida por la de su amo o por la persona que hubieran dejado a su cuidado. Por esa razón necesitaban un adiestramiento especial, para aprender a controlarse y a canalizar esa agresividad.

Esa raza de perros había sido utilizada en diversas áreas de Estados Unidos y de otros lugares del mundo, pero sólo a pequeña escala y de modo experimental. También se había usado durante un tiempo en el parque de Yosemite. Cal había hablado muchas veces con Paul Thomas, su anterior jefe, sobre la posibilidad de volver a introducirlos en él. Además de controlar a los osos, serían una ayuda excelente para atrapar a los cazadores furtivos de osos y venados, un eterno quebradero de cabeza para los rangers del parque.

Paul se había mostrado favorable a su idea, pero el antiguo superintendente, un hombre ya de avanzada edad a punto de jubilarse, no dio su aprobación. Cuando Telford fue nombrado superintendente, se mostró más dispuesto a poner en marcha el proyecto, pero aún quedaban los problemas de financiación. El funcionamiento del parque dependía en gran medida de las donaciones privadas.

Cuando Cal encontró el verano anterior a dos osos muertos por disparos, le dijo a Paul que ponía a disposición su propio dinero para arrancar un proyecto piloto. Paul lo discutió con Telford y Cal recibió finalmente el visto bueno. Ahora que Cal era el responsable de velar por la flora y la fauna de Yosemite, confiaba en que cuando todo el mundo viese la utilidad de esos perros en el parque, llegasen las donaciones esperadas.

Gretchen estaba ya al tanto de la visita de Cal. Cuando le vio llegar, se dirigió hacia él con una gran jaula en la que había tres pequeños perros. Cal se agachó a mirarlos. Los cachorros tenían sólo cuatro meses. Eran prácticamente negros con algunas manchas blancas y tenían las orejas de punta. Parecían perros esquimales jóvenes.

Él siempre había tenido un perro cuando vivía en la granja de su familia en Ohio. Se sentía tan emocionado como un niño ante la idea de volver a tener un nuevo cachorro.

La doctora Gretchen, tras explicarle que los tres eran de la misma camada, abrió la jaula y sacó a Sergei. El animal reconoció de inmediato a Cal por sus visitas anteriores. Cal se rió por lo bajo al ver que el gesto del animal había despertado los celos de sus hermanos.

– ¿Sergei? El ranger Hollis y tú vais a ser compañeros y trabajaréis juntos -dijo la doctora dándole la correa a Cal-. Espero que os llevéis bien.

Cal se quedó contemplando unos segundos a su nuevo perro. Sergei le miraba a su vez con unos ojos como si quisiera transmitirle sus pensamientos.

– ¿Quieres venirte conmigo a casa? ¿Te gustaría ir conmigo a buscar osos?

Aquel perro comería, dormiría e iría a trabajar con él. Cal pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre, y el adiestramiento de Sergei sería un proceso continuo, un día aprendería una cosa y al día siguiente otra, hasta acostumbrarse a convivir con cientos de personas todos los días.

Cal probó a darle a Sergei algunas órdenes y vio enseguida lo inteligente que era. Volvió a dejarlo en la jaula. Gretchen había pasado dentro a jugar con los otros dos cachorros, pero le vio entrar.

– Debería haberle presentado a los hermanos de Sergei, Yuri y Peter -dijo la doctora al verle entrar, y luego añadió al ver su sonrisa-: Me gustan los compositores rusos.

– A mí también.

– Estos perros prefieren estar con los de su misma raza y a estos tres en particular les gusta estar juntos. Pero Sergei es el único que ha sacado las cualidades genuinas de un verdadero perro de Carelia. Sus hermanos le echarán de menos. Igual que yo -dijo cerrando la jaula.

Al igual que los bebés, los cachorros requerían muchos cuidados. Cal había llevado una lona para echarla por encima, en caso de que se pusiese a llover.

Puso a Sergei en su nueva jaula y la dejó en la parte de atrás de la camioneta sin que el animal se quejara lo más mínimo. Luego cargó el resto de los suministros. Gretchen le dio suficiente comida para dos meses.

– Es un alimento integral, especial para perros, con nutrientes ricos en proteínas.

Le dio también unos juguetes para Sergei y un silbato, además de un pequeño botiquín de veterinario con productos dentales, medicamentos y sutura para las heridas, que le serían de gran utilidad si se hallaba en las montañas en una situación de emergencia.

– Llámeme si tiene alguna duda -le dijo Gretchen, y le entregó un sobre con la documentación de Sergei, que incluía los análisis del veterinario y las vacunas.

– Me temo que la voy a llamar más de lo que quisiera.

– Está bien. Prefiero que me consulte las cosas y no trate de hacerlas a su manera. Podría resultar luego mucho peor.

– No se preocupe por eso, doctora. Ha sido un privilegio haber tratado con usted.

Y después de darle las gracias por todo, se sentó al volante de la camioneta y se dirigió al parque con su preciada carga.

A mitad de camino, le vino de nuevo a la mente la imagen de Alex Harcourt. Ella era la persona a la que más tenía que agradecer el tener ahora el perro que tanto había deseado. Ella le había animado a hablar con su jefe para hacerle ver los beneficios que supondría para el parque disponer de una raza de perros como ésa.

Se preguntó qué habría sido de ella después de un año. Probablemente estaría casada con algún abogado de prestigio o con algún pretendiente que gozase de la aprobación de su padre.

Años atrás, el superintendente había elegido a Cal para que le enseñara Yosemite al senador. En las diversas visitas que John Harcourt había hecho al parque, Cal había tenido oportunidad de escuchar las esperanzas y planes que el senador tenía puestos en su hija.

Volvió al presente y se dio cuenta de que iba demasiado deprisa por la carretera. Redujo la marcha hasta el límite de velocidad permitido. Si le pillase la policía, sería una propaganda muy negativa para Yosemite.

Se desvió minutos después por el camino que daba acceso a su nueva casa. Formaba parte de una comunidad de viviendas modestas construidas para los rangers y sus familias, en medio de un extenso pinar. Estaba equipada con lo estrictamente esencial: una cama, una mesa de salón, un sofá, dos sillones, una mesa de cocina con dos sillas de madera, una lavadora y una secadora. Él podía convertir aquella simple casa en un hogar, pero aún no había tenido la ocasión para hacerlo.

Se bajo del vehículo y se fue enseguida a abrir la jaula. Sergei estaría deseando verse en libertad. En eso se parecía a él, prefería los espacios abiertos.

Mientras Cal le ponía la correa, oyó las voces de unos niños. Venían de la puerta de al lado, de la casa del ranger Farrell. Su esposa, Kristy, era una maestra que trabajaba para el distrito escolar del condado de Mariposa, y enseñaba a los niños que vivían en el parque.

Sin proponérselo, Cal había llegado justo en el momento en que los pequeños salían de clase. Era una buena oportunidad para que Sergei empezara a tomar contacto con los niños.

Había una docena en total, incluyendo a Brittney, la preciosa niña de siete años de los Farrell. Nada más ver al perro, acudieron todos corriendo. Brody King, de trece años, encabezaba el grupo, seguido de Nicky Rossiter y de Roberta, la hija de Chase.

– Hola, chicos -dijo Cal-. ¿Queréis conocer a mi nuevo perro? Se llama Sergei.

– ¡Es muy guapo! -exclamó Brody, el mayor del grupo, rascándole la cabeza.

El resto de los chicos se arremolinó alrededor, esperando poder tocar también al animal.

– Señor, ¿cómo dijo que se llamaba? -preguntó Nicky con su simpatía habitual.

Sergei. Es un nombre ruso.

– ¡Qué rico! -afirmó Roberta con un cierto tono maternal en la voz-. ¿De qué raza es?

– Es un perro oso de Carelia -respondió Cal.

– ¿Lo trajo de Rusia? -preguntó Brody.

– No, nació aquí, pero es hijo de un campeón criado en Finlandia.

– ¿Y por qué no escogió usted un perro americano? -dijo Nick con cara de enfado.

Cal trató a duras penas de contener la risa.

– Porque éste está adiestrado para ahuyentar a los osos.

Al oír eso, todos los niños se pusieron a aplaudir y vitorear a Sergei, diciendo que ellos también querían tener un perro como ése.

– Me alegro de que viva al lado de mi casa -dijo Brittney.

– Pero es mucho más pequeño que una osa madre -observó Nicky.

Sergei no necesita ser grande. Su trabajo es de pastor, sólo que de osos en vez de ovejas.

– ¿Cómo?

– Cuando haya aprendido a seguir el rastro de un oso, me servirá de mucha ayuda cuando se nos informe de la presencia de uno de esos animales en una zona de acampada. Lo llevaré allí sujeto con la correa y Sergei nos indicará con su olfato si el oso sigue allí, aunque ninguno de nosotros pueda verlo. Sergei no es un perro de caza, pero no le tiene miedo a nada. Su misión principal es hostigar al oso y asustarle con sus ladridos para que no vuelva a acercarse más a ese campamento. No se necesita tener un perro muy grande para hacer eso.

– A mi chihuahua, en cambio, todo le da miedo -dijo Nicky mirando a Roberta-. Tengo que ir a casa a decírselo a papá, para que nos compre uno.

Y, nada más decirlo, salió disparado como una flecha hacia su casa.

Cal consideró que ya habían hablado bastante y que Sergei necesitaría corretear un poco.

– Bueno, chicos, hasta luego.

Se dirigió al bosque. Estuvo más de dos horas jugando y trabajando con Sergei en su adiestramiento. Al volver a casa, le dejó atado con la correa mientras él sacaba las cosas de la camioneta y las metía en casa. Cuando terminó, cerró la puerta y soltó a Sergei para que se familiarizase con su nuevo entorno.

A la hora de la cena, el perro conocía ya todos los rincones de la casa y sabía dónde encontrar agua y comida en la cocina. Cal pensó que, hasta que Sergei fuera mayor, sería más conveniente dejarle en la jaula por las noches.

Antes de cenar se puso a trabajar otro poco con él con uno de los juguetes que le había dado la doctora. Era una especie de morral de lana dentro del cual había una piel de oso auténtica. Sergei se excitó mucho al olerla. Perro y amo estuvieron jugando al tira y afloja con la piel del oso en el cuarto de estar hasta que llegó la hora de la cena.

Cal dejó entonces el juguete en la mesa abatible, apoyada contra la pared de la cocina. Fue un error. Sergei saltó como un relámpago sobre el morral. Cal le ordenó que se bajara de la mesa, le metió en la jaula y se lo llevó al dormitorio de invitados. La obediencia era la lección número uno.

Después de tomarse tres sándwiches y un litro de leche, fue a ver en el ordenador los correos que había recibido ese día. Casi todos eran de sus colegas del parque. Después de una hora, pensó que Sergei ya había estado bastante tiempo enjaulado y decidió dejarlo salir.

El perro se quedó tumbado a sus pies, con la cabeza apoyada en las patas delanteras, mientras Cal terminaba de revisar los asuntos del día. Cuando acabó su trabajo, felicitó a Sergei por su buena conducta y le premió con una golosina que sacó del bolsillo.

– ¿Sabes una cosa? Vamos a estar mucho tiempo tú y yo solos de ahora en adelante. Voy a enseñarte también a rastrear a los cazadores furtivos que matan a los venados. Vas a ser un perro muy útil. Ven Sergei, vamos a dar otro paseo antes de acostarnos.

Sergei, como comprendiendo las palabras de su amo, le siguió muy orgulloso.

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