Capítulo 9

– ¡Cat!

– Señora Ashe, ¿qué piensa usted…?

– Cathryn, necesitamos…

– Cat, necesito un afeitado…

– Por Dios, Cathryn, no puedes hacer algo sobre…

– Cathryn, lo siento, pero Rule no me dejará hacer nada por él…

Cathryn nunca había tenido antes tantas personas pronunciando su nombre y exigiéndole su tiempo y atención. Parecía que por cualquier lado que se girase había algún problema que requería su atención inmediata. Había mil y una cosas para hacer cada día en el rancho y aunque Lewis Stovall era indispensable, había decisiones que él no podía tomar y que Rule no estaba en condiciones de manejar. Mónica siempre parecía querer algo y Ricky no paraba de quejarse. Lorna intentó quitar de los hombros de Cathryn un poco de la carga que suponía cuidar a Rule. Pero nadie más que Cathryn podía afeitarlo, alimentarlo, bañarlo y ocuparse de sus necesidades personales. Nadie más que Cathryn podía mantenerlo entretenido.

De todas las voces que la llamaban cada día, la de Rule era la que más veces se oía. Subía y bajaba corriendo las escaleras incontables veces cada día para contestar a sus demandas. No es que fuera un enfermo difícil, simplemente quería que ella y solo ella cuidara de él.

Cathryn había comprado un aparato de aire acondicionado al día siguiente de salir del hospital y Rule pudo descansar mejor cuando la habitación tuvo una temperatura más confortable. El tranquilo zumbido del motor también tapó los ruidos que podrían haberlo molestado. Durmió mucho, pero cuando estaba despierto no era precisamente muy paciente si Cathryn no acudía inmediatamente.

No podía enfadarse con él, no cuando ella misma podía ver lo pálido que se ponía por poco que intentara moverse. Su pierna todavía le dolía y ahora también empezaba a picarle bajo el yeso y Rule no podía hacer nada para aliviar ni una cosa ni otra. No le sorprendía que tuviera malas pulgas; cualquiera estaría de mal humos en las mismas condiciones. Para un hombre de su temperamento, se comportaba mucho mejor de lo que había esperado.

Sin embargo, la comprensión no hacía que las piernas le dejaran de doler después de subir cien veces las escaleras. No dormía lo suficiente, no tenía tiempo de comer, y los únicos ratos en que estaba sentada era cuando montaba a caballo o cuando alimentaba a Rule. Después de sólo dos días estaba a punto de caer redonda.

Esa noche se quedó dormida en la cama de Rule. Recordaba haber estado dándole de comer, y cuando el hombre hubo acabado, puso el plato en la bandeja y se inclinó un momento para apoyar la cabeza en el hombro masculino. Lo siguiente que supo es que ya había amanecido, y Rule gemía por el calambre que tenía en el brazo. La había tenido abrazada durante toda la noche, tenía la cabeza apoyada en las almohadas y el brazo derecho alrededor de ella. La besó y sonrió, pero la incomodidad oscureció su cara y supo que había dormido mal, si es que había dormido.

Toda la mañana fue frenética, con un problema detrás de otro. Acababa de entrar en los establos con el caballo para ir a darle el almuerzo a Rule, cuando una camioneta entró en el patio y salió de ella una figura familiar.

– Señor Vernon -llamó Cathryn calurosamente, acercándose a saludar a su viejo amigo. Otro hombre salió del vehículo y ella le echó un curioso vistazo antes de reconocerlo. Era el hombre que iba con Paul Vernon el día que lo encontró delante de la droguería, pero no podía recordar su nombre.

Paul Vernon solucionó el problema cuando señaló al hombre con su enorme mano diciendo:

– Recuerdas a Ira Morris, ¿verdad? Te lo presente hace más o menos una semana.

– Sí, claro -dijo Cathryn, extendiéndole la mano al hombre.

Él se la apretó, pero no la miraba. Sus ojos recorrían los establos y los graneros, deteniéndolos finalmente en los caballos que pastaban plácidamente en los pastos.

– He oído bastante acerca de este lugar -dijo él-, y nada malo. Buenos caballos, fuertes y muy bien educados. Tienen ustedes los mejores caballos de todo el estado. Pero he oído que ahora se están expandiendo. Se diversifican con los Thoroughbreds, ¿no? ¿Están saliendo bien?

Unos cuantos días antes, Cathryn no lo hubiera sabido, pero había tenido que aprender parte del negocio.

– Vendimos un potro el año pasado por esta misma época y está ganando muchos premios en California.

– He oído hablar de él -dijo Ira Morris-. Irish Venture, de Irish Gale y de Wanderer. El caso es que esta yegua tiene otro potro con Irish Gale; me gustaría adelantarme a la venta.

– Ninguno de los caballos que constan en la lista se venderá antes del día acordado -dijo firmemente Cathryn.

– Bien, lo entiendo -estuvo rápidamente de acuerdo-. ¿Le importaría si viera al potro?

Ella se encogió de hombros y sonrió.

– No, no me importa, pero el potro es una potranca, no es macho. Su nombre es Little Irish, pero Rule la llama Hooligan [2].

– ¿Es testaruda? -preguntó Paul Vernon.

La sonrisa de Cathryn se hizo más amplia y levantó una mano para señalar una delicada potranca encabritándose por el pasto.

– Hooligan es simplemente diferente -contestó. Observaron en silencio los graciosos movimientos de la joven yegua que bailaba ágilmente sobre los verdes pastos. Únicamente se podía uno hacer una idea de su tamaño cuando la potranca se acercaba a otro caballo. Como estaba tan llena de gracia no parecía que fuera una yegua alta y fuerte. Su piel lisa camuflaba la fuerza de sus músculos; un observador principiante notaría su belleza bruñida, el arco brioso de su cuello y la delicadeza con que colocaba los cascos mientras corría. Después, como un lento amanecer comprendería que la yegua tenía una gran velocidad, que aquellas esbeltas patas eran tan fuertes como el acero.

– No está a la venta -dijo Cathryn-. Al menos, no este año. Rule quiere que se quede aquí.

– Si no le importa me gustaría hablar con él.

– Lo siento -dijo Cathryn, estirando un poco la verdad. No le gustaba mucho Ira Morris. Parecía un hombre frío y calculador-. Rule tuvo un accidente a principios de semana, y tiene que estar en la cama; no se le puede molestar.

– Siento mucho oír eso -dijo el señor Vernon instantáneamente-. ¿Qué le pasó?

– Su caballo tropezó y cayeron los dos, luego se giró sobre la pierna de Rule.

– ¿Se la rompió?

– Me temo que sí. También tiene una conmoción cerebral y tiene que estar tranquilo.

– Es una verdadera pena, con la venta acercándose.

– Oh, no se perderá la venta -le aseguró Cathryn-. Si conozco a Rule Jackson, para entonces ya caminará cojeando. Sólo espero ser capaz de contenerlo lo que queda de semana.

– Es testarudo, ¿verdad? -se rió el señor Vernon.

– Como una mula -convino Cathryn fervientemente.

Ira Morris se movió impaciente y ella se dio cuenta de que no le importaba nada la salud de Rule. Sólo le importaban los caballos y por lo que a ella le atañía no iban a vender ningún caballo hasta el día de la venta. Rule sabría instantáneamente los caballos que había puesto en la lista, pero como todavía no habían llegado las copias, Cathryn no podía saberlo sin correr a preguntárselo, algo que se negaba a hacer.

El señor Morris lanzó otra mirada al rancho.

– Una cosa más, señora Ashe -dijo bruscamente-. He venido aquí para hablar de negocios, pero ahora no estoy seguro de con quién tengo que hablar. ¿De quién es este rancho, suyo o de Jackson?

Cathryn permaneció en silencio un momento, pensando en cómo responder.

– El rancho es mío -dijo finalmente con un tono neutral-. Pero el señor Jackson lo dirige por mí, y él sabe más de caballos que yo.

– ¿Entonces las decisiones de él son las definitivas?

Empezaba a sentirse molesta.

– ¿Qué es exactamente lo que quiere saber, señor Morris? Si quiere comprar caballos ahora, mi respuesta es que no, lo siento, pero no puede comprar hasta el día de la venta. ¿O está pensando en otra cosa?

Él le dirigió una sonrisa dura, invernal, sus ojos fríos la miraban.

– ¿Y si quiero comprarlo todo? Todo, caballos, tierra, edificios.

Eso la conmocionó. Apartando un caprichoso cabello de los ojos, miró alrededor. ¿Vender Bar D? Esa vieja casa donde había nacido. Conocía cada centímetro de esta tierra, cada subida, cada pendiente, cada olor y cada sonido. Era allí donde había empezado a amar a Rule, donde había aprendido a conocerse como mujer. Sería imposible vender. Abrió la boca para decirlo, pero entonces le vino al inesperado pensamiento de que si no tuviera Bar D, no tendría que preocuparse de si Rule quería más a su tierra que a ella. Ella sabría con seguridad…

Quería saberlo. Un agudo dolor la atravesó cuando pensó que la respuesta podría ser más dolorosa que la pregunta. Rule nunca le perdonaría si vendiera el rancho.

Sonrió de manera forzada al señor Morris.

– Esa es una decisión muy importante -dijo ella-. Y no es algo en lo que haya pensado antes. No podría tomar una decisión, así de golpe.

– ¿Pero pensará en ello? -la presionó.

– Oh, sí -le aseguró irónicamente-, pensaré en ello.

Sería difícil que pensara en algo más. De una manera retorcida, el señor Morris había invertido los papeles de ella y de Rule. ¿Qué es lo que más quería ella, el rancho o Rule Jackson? Si se quedaba con el rancho, nunca podría saber lo realmente sentía Rule por ella; por otra parte, si lo vendía podría perderlo para siempre, pero sabría exactamente en qué lugar estaba ella.

Era una oferta que sabía que tendría que hablar con Rule, aunque también sabía por anticipado cuál sería su reacción. Se opondría violentamente a vender el rancho. Pero él era el encargado y tenía derecho a saber lo que pasaba, aún cuando ella temiera que la idea lo sacara de quicio.

Era más tarde que de costumbre cuando fue a buscar el almuerzo. Primero se había visto retenida por Paul Vernon e Ira Morris; luego estaba tan llena de polvo que se fue a dar una rápida ducha antes de hacer nada más. Mientras Lorna preparaba la bandeja del almuerzo de Rule, Cathryn se apoyó en los armarios y se tragó un emparedado, preguntándose por qué Rule no la había llamado ya. Quizás estaba durmiendo la siesta…

No estaba dormido. Cuando abrió la puerta giró la cabeza cuidadosamente para mirarla y se sintió herida por la dura expresión de sus ojos. Su mirada la recorrió lentamente, observando su cuerpo recién duchado, desde la cabeza, que se había peinado con una larga trenza, bajando por la fresca blusa de algodón sin mangas, los descoloridos vaqueros y finalmente los pies descalzos. Con cuidado colocó la bandeja sobre la mesita de noche y le preguntó.

– ¿Qué te pasa? Te duele la cabeza…

– He oído que piensas vender el rancho -dijo con dureza, intentando apoyarse en el hombro. El abrupto movimiento desplazó la pierna rota de los cojines donde estaba apoyada y él cayó hacia atrás, sobre las almohadas con un fuerte grito, seguido de alguna espeluznante maldición. Cathryn corrió hacia la cama y, suavemente, le volvió a colocar la pierna en su sitio, afianzándola encima de los cojines. Su mente iba a toda velocidad. ¿Cómo se había enterado tan pronto? ¿Quién se lo había dicho? Había habido gente en el patio y los establos. Cualquiera de los veinte hombres podrían haber oído la oferta para comprar el rancho, pero no creía que ninguno de ellos hubiera ido a la casa para contárselo a Rule. Lewis pasaba mucho tiempo en la casa, pero sabía que en este momento estaba en los lejanos pastos del sur.

– Me lo ha dicho Ricky -soltó bruscamente el hombre, leyéndola el pensamiento.

– Pues ha venido hasta aquí para nada -contestó Cathryn sin ninguna expresión en su tono, sentándose a su lado y cogiendo la bandeja-, iba a decírtelo yo.

– ¿Cuándo? ¿Después de firmar los papeles?

– No, iba a contártelo mientras comías.

Rule apartó furioso la cuchara que ella le llevó a la boca.

– Maldita sea, no intentes darme de comer como si fuera un bebé. ¿Eso solucionaría todos tus problemas, verdad? Te deshaces del rancho, te deshaces de mí y te haces con un montón de dinero para ir a divertirte a Chicago.

A Cathryn le costó reprimir el impulso de darle un azote. Tensó la mandíbula y puso la bandeja sobre la mesita de noche.

– Evidentemente Ricky ha añadido algunos pequeños detalles de su cosecha a la conversación original. Primero, no he acordado vender el rancho. Segundo, tendré en cuenta tu opinión para cualquier decisión que tome acerca del rancho. Y tercero, ¡estoy condenadamente cansada de que me saltes a la yugular, y por lo que a mí respecta, puedes alimentarte tú solito! -se levantó y se fue pisando con rabia; cerró bruscamente la puerta tras ella, ignorando la furiosa orden de que volviera.

Ricky estaba parada justo ante la escalera con una amplia sonrisa encantada en su cara y Cathryn comprendió que había estado escuchando cada palabra. Con los ojos como dos rendijas se paró delante de su hermanastra y dijo con los dientes apretados.

– Si te vuelvo a ver otra vez en el dormitorio de Rule, o me entero de que has estado allí, te sacaré de este rancho tan deprisa que ni tendrás tiempo de parpadear.

Ricky arqueó una ceja burlonamente.

– ¿Ah, sí, hermanita? ¿Tú y quién más?

– Podré yo sola, pero si no pudiera hay un montón de gente en el rancho para ayudarme.

– ¿Y qué te hace pensar que se pondrán de tu lado? Eres una desconocida para ellos. Yo he montado con ellos, he trabajado con ellos, tengo una amistad… especial… con algunos de ellos.

– De eso estoy segura -dijo Cathryn mordazmente-. La fidelidad nunca ha sido una de tus cualidades.

– ¿Y tuya sí? ¿Crees que es un secreto que has sido el juguetito de Rule desde que eras sólo una niña?

Horrorizada, Cathryn comprendió que probablemente Ricky había estado propagando sus malévolos chismes durante años. Sólo Dios sabía lo que la mujer había dicho sobre ella. Luego enderezó los hombros y hasta sonrió, pensando que su amor a Rule no la avergonzaba. Puede que no fuera el hombre más fácil de amar, pero era suyo y no le importaba que todo el mundo lo supiera.

– Pues sí -admitió-. Siempre lo he amado, y seguiré amándolo.

– ¿Lo amabas tanto que huiste y te casaste con otro hombre?

– Sí, así es. No tengo que darte explicaciones, Ricky. Sólo mantente apartada de Rule, porque es la última vez que te lo digo.

– Bien, Ricky, no podrás decir que no se te ha advertido -dijo Mónica con voz divertida, arrastrando las palabras-. Y a no ser que estés dispuesta a encontrar un trabajo y empezar a mantenerte, sugiero que la escuches.

Ricky alzó la cabeza.

– He ayudado a los trabajadores del rancho durante años, pero nunca te he visto a ti hacer algo que no sea tu propia cama. ¿Y que hay de ti? También vives de este rancho.

– No por mucho tiempo -aclaró jovialmente Mónica-, nunca encontraré otro marido si me quedo aquí.

Asombrosamente, Ricky se puso pálida.

– ¿Te vas de Bar D? -susurró.

– Pues sí, no creo que pensaras que me quedaría aquí para siempre -contestó Mónica perpleja-. El rancho pertenece a Cathryn y parece que ha venido a casa para quedarse. Ya va siendo hora de que tenga una casa para mí, y nunca he querido vivir en un rancho. Toleré vivir aquí, pero sólo por Ward Donahue -se encogió elegantemente de hombros-. Los hombres como él no se encuentran demasiado a menudo. Yo habría vivido en un iglú si me lo hubiera pedido.

– Pero… madre… ¿y yo? -Ricky parecía tan apenada que de repente Cathryn la compadeció, incluso aunque fuera una bruja rencorosa.

Mónica sonrió.

– Bueno, querida, puedes encontrar tu propio marido. De todas formas ya eres un poco mayorcita para vivir con mamá, ¿no? Cathryn me ha ofrecido su apartamento de Chicago y puede que acepte. ¿Quién sabe? Puedo encontrar un yanqui a quién le guste mi acento.

Magníficamente indiferente, Mónica continuó bajando la escalera, luego se detuvo y volvió a mirar a su hija.

– Te sugiero, Ricky, que dejes de jugar con ese vaquero con quién has estado coqueteando. Podrías salir malparada -continuó bajando, dejando un denso silencio tras ella.

Cathryn miró a Ricky, que prácticamente cayó sobre el pasamano como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. Quizás lo había recibido, porque a Mónica nunca se le podría acusar de sutileza.

– ¿De quién habla? -preguntó Cathryn-. ¿Qué vaquero?

– Nadie importante -refunfuñó Ricky y lentamente atravesó el pasillo hacia su cuarto.

Sintiéndose tan herida como confusa, Cathryn buscó refugio en la cocina, junto a Lorna. Se derrumbó sobre una silla y apoyó los codos sobre la mesa.

– Ricky le ha dicho a Rule que voy a vender el rancho -dijo sin rodeos-. Rule llegó a la conclusión de que el cuento era cierto. Hemos tenido una discusión y le he dicho que se alimentase él solito. Probablemente ha estampado la bandeja contra la pared. Luego he tenido una discusión con Ricky sobre Rule, y en medio de ella, Mónica le ha dicho que piensa irse de Bar D y Ricky se ha quedado como si alguien la hubiera abofeteado. ¡Ya no sé que más puede pasar! -gimió.

Lorna se rió.

– Lo que pasa es que estás tan cansada que sólo estás de pie a fuerza de voluntad y eso hace que todo lo veas más complicado. Mónica y Ricky han discutido toda la vida; no es nada raro. Y Mónica siempre ha dicho que si volvías a casa, ella se iría. Ricky… bueno, lo que Ricky necesita es un hombre bueno y fuerte que la ame y la haga sentir valiosa.

– Me da pena -dijo Cathryn lentamente-. Incluso cuando quiero estrangularla, me da pena.

– ¿Pena suficiente como para dejar que se quede con Rule? -preguntó Lorna astutamente.

– ¡No! -la respuesta de Cathryn fue inmediata y explosiva, y Lorna se rió.

– Eso me parecía -se limpió las manos con el delantal-. Supongo que será mejor que suba y me ocupe de Rule, aunque si todavía no ha lanzado la bandeja contra la pared, seguro que la lanzará contra mí cuando vea que no soy tú. ¿No vas a ir a verlo para nada?

– Supongo que tendré que ir -suspiró Cathryn-. Pero no ahora mismo. Mejor esperar a que se calme, y tal vez entonces podamos hablar sin gritarnos el uno al otro.

Después de que Lorna subiese, Cathryn permaneció sentada en la mesa durante bastante rato, mirando la hogareña y cómoda cocina. No sólo era Rule que tuviera que calmarse; su temperamento era al menos tan caliente como el de él, y si fuera sincera consigo misma, tendría que admitir que por lo general él se controlaba mucho mejor que ella.

La puerta trasera se abrió y Lewis Stovall apoyó toda su altura en la entrada.

– Vamos, Cathryn -la engatusó. Había dejado de llamarla señora Ashe durante los últimos días y la llamaba por su nombre de pila, lo que era lógico considerando lo mucho que habían trabajado juntos-. Hay trabajo que hacer.

– ¿Rule te dijo que me mantuvieras tan ocupada que no me quedaran energías para hacer otra cosa que no fuera trabajar, dormir y cuidar de él? -preguntó suspicazmente.

Las esquinas de sus ojos duros se llenaron de arrugas cuando una pequeñísima sonrisa asomó a su cara.

– ¿Cansada?

– Reventada -confirmó ella.

– Ya no falta mucho. Rule se levantará y empezará a caminar la semana que viene, y probablemente estará sobre su silla de montar la semana siguiente. Lo he visto hacerlo antes.

– ¿Con la pierna enyesada? -preguntó dudosa.

– O con el brazo, o con las costillas golpeadas o con la clavícula rota. Nada puede hacer que se quede quieto durante mucho tiempo. Esa conmoción cerebral lo ha mantenido quieto más que cualquier otra cosa.

Ella se levantó y fue hacia la puerta, suspiró cuando se puso calcetines limpios y las botas. Lewis la miraba con una extraña expresión y Cathryn alzó la vista a tiempo de verla.

– ¿Lewis? -preguntó con incertidumbre.

– Estaba pensando que bajo ese glamour de gran ciudad, realmente eres una muchacha de campo.

– ¿Glamour? -se rió ella, divertida por la idea-. ¿Yo?

– Entenderías de lo que hablo si fueras un hombre -opinó él arrastrando las palabras.

– ¡Si fuera un hombre no lo pensarías!

Su risa admitió esa verdad. Cuanto atravesaban el patio, Cathryn se armó de valor para hacerle una pregunta que le había estado rondando la mente desde la primera vez que vio a Lewis.

– ¿Estuviste con Rule en Vietnam? -preguntó como por casualidad.

Él la miró.

– Estuve en Vietnam, pero no con Rule. No lo conocí hasta siete años después.

Ella no dijo nada más, así que cuando casi llegaban a los establos preguntó:

– ¿Por qué?

– Os parecéis mucho -contestó lentamente, sin saber exactamente por qué parecían sacados del mismo molde. Los dos eran hombres peligrosos, hombres duros que habían visto demasiada muerte y demasiado dolor.

– Nunca me ha mencionado Vietnam -una nota ruda asomó a la voz de Lewis-, y yo no hablo de ello, nunca, con nadie. Los únicos que comprenderían de lo que hablara también estuvieron allí y ya tienen sus propios problemas. Mi matrimonio se rompió porque mi esposa no pudo manejarlo, no pudo manejarme a mí cuando volví.

La mirada que ella le dirigió estaba llena de dolorosa compasión y el hombre sonrió ampliamente.

– No empieces a hacer sonar los violines por mí -bromeó él-. Estoy bien. Probablemente algún día me casaré otra vez. La mayoría de los hombres se quejan y refunfuñan sobre el matrimonio, pero hay algo en las mujeres que hace que ellos vuelvan a por más.

Cathryn tuvo que reírse.

– ¡Me pregunto que será ese algo!

La nueva sensación de sentirse más cerca de Lewis la acompañó el resto del día, que fue tan agitado y preocupante como lo había sido la mañana. Uno de los sementales tuvo un cólico y dos de las yeguas se habían puesto de parto. Cuando por fin se encaminó trabajosamente hacia la casa ya eran más de las siete, y Lorna la indicó que ya le había subido la bandeja a Rule.

– Está de un humor horrible -la informó.

– Pues tendrá que aguantarse -dijo Cathryn cansadamente-. Esta noche no me siento con fuerzas para calmarle. Voy a dame una ducha y a meterme en la cama.

– ¿No vas a comer?

Ella negó con la cabeza.

– Estoy demasiado cansada. Te prometo que mañana lo compensaré.

Después de darse una ducha, cayó atravesada en la cama, demasiado cansada para taparse con la sábana. Se quedó dormida inmediatamente, lo que fue una suerte, porque en lo que le pareció unos pocos minutos empezaron a sacudirla para despertarla.

– Cathryn, despierta -era la voz de Ricky, y Cathryn se obligó a abrir los ojos.

– ¿Qué pasa? -preguntó medio dormida, notando que Ricky todavía iba vestida-. ¿Qué hora es?

– Las once y media. Vamos. Las dos yeguas están pariendo y Lewis necesita ayuda -la voz de Ricky carecía totalmente de hostilidad, pero ella siempre había estado interesada en el trabajo del rancho. No la extrañó que Lewis hubiera llamado a las dos mujeres en vez de despertar a algún trabajador para que lo ayudara; ya antes habían ayudado en partos de otras yeguas, aunque ya hacía años que Cathryn no hacía algo así. Pero el rancho era suyo y esto era su responsabilidad.

Rápidamente se vistió y las dos se apresuraron hacia el granero donde las yeguas parían. Sólo había unas débiles luces en las cuadras de las yeguas. Tenían que guardar silencio para impedir poner nerviosas a las hembras embarazadas, así que no hablaban si no era en tono muy bajo. Lewis y el veterinario, Floyd Stoddard, esperaban en una cuadra vacía.

Lewis alzó la mirada cuando las dos mujeres entraron.

– No creo que el parto de Sable dure mucho más. Andalusia tardará un poco más.

Pero aunque esperaron, Sable no paría, y Floyd empezó a preocuparse. Eran casi las dos de la mañana cuando fue a examinarla otra vez y volvió a la cuadra donde esperaban los demás con cara preocupada.

– Sable está pariendo -les informó-. Pero el potro se ha colocado lateralmente. Vamos a tener que ayudar. Todo el mundo a limpiarse.

Los dos hombres se desnudaron de cintura para arriba y se lavaron con agua caliente y jabón, luego se apresuraron a la cuadra de Sable. Ricky y Cathryn se enrollaron las mangas hacia arriba y también se lavaron, aunque en realidad ellas no ayudarían a girar al potro. La preciosa yegua marrón oscuro estaba acostada, sus costados estaba hinchados de forma grotesca.

– Sosténgale la cabeza -Floyd se dirigió a Ricky, luego se arrodillaron detrás de la yegua.

Un fuerte y lastimero relincho hizo que giraran la cabeza. Lewis maldijo.

– ¡Cathryn, ve a ver a Andalusia!

Andalusia también estaba acostada, pero no parecía que lo estuviera pasando mal. Cathryn la examinó, luego consideró la situación. Ricky usaba toda su energía manteniendo quieta la cabeza de Sable; Lewis estaba aplicando presión sobre la yegua para ayudar a Floyd a girar al potro.

– Andalusia está bien, pero ya está a punto. Me quedaré con ella.

El sudor corría por la cara de Lewis.

– ¿Sabes que hacer? -gruñó.

– Sí, no te preocupes. Llamaré si hay algún problema.

Andalusia levantó la cabeza gris perla y relinchó suavemente cuando Cathryn entró en la cuadra, luego dejó caer de nuevo la cabeza sobre el heno. Cathryn se arrodilló a su lado, acariciándola tiernamente y murmurando que no estaba sola. Los grandes y oscuros ojos del animal se posaron en Cathryn con una serenidad conmovedora, casi humana.

Los costados de la yegua se movieron con otra contracción y unos diminutos y afilados cascos aparecieron. Andalusia no necesitó ninguna ayuda. En unos minutos el potro se retorcía en el heno, todavía dentro de la brillante bolsa. Rápidamente Cathryn cortó la bolsa y liberó al animalito, luego cogió un paño suave y seco y empezó a frotarlos con movimientos largos y rítmicos. Se inclinó sobre el heno cuando la yegua empezó a luchar para ponerse en pie. Cathryn se tensó, lista para agarrar al potro y salir corriendo si la yegua no aceptaba al bebé. Pero Andalusia sopló suavemente por el hocico y se acercó para investigar a la criatura que estaba temblando en el heno. Su lamido cariñoso y maternal tomó el lugar del paño de Cathryn.

El pequeño potro marrón lucho para apoyarse sobre sus patas delanteras, y tan pronto como lo consiguió, intentó hacer lo mismo con las patas de atrás. Las patas de delante lo traicionaron y se derrumbó. Después de varios intentos sin conseguirlo, logró ponerse en pie, luego miró alrededor con la confusión de un bebé, sin estar seguro de que hacer ahora. Afortunadamente Andalusia era una experta. Suavemente empujó al potro hacia la dirección correcta y el instinto hizo lo demás. En pocos segundos estaba mamando codiciosamente con sus pequeñas y delgadas patas muy separadas y en un precario equilibrio.

Cuando Cathryn regresó a la otra cuadra, Ricky estaba arrodillada al lado de un potro extraordinariamente pequeño, frotándolo y canturreándole dulcemente. Lewis y Floyd todavía estaban ayudando a la yegua y Cathryn comprendió inmediatamente que era un nacimiento doble. Su corazón se encogió, porque en los casos de gemelos era frecuente que uno de los potros o incluso los dos no lograran sobrevivir. Por el aspecto de la pequeña y débil criatura que estaba con Ricky, las probabilidades estaban en contra de ella.

El otro potro estuvo pronto sobre el heno. Era más grande que el otro, aunque las marcas eran casi idénticas. Eran una pequeña y activa potranca, que inmediatamente empezó a luchar para levantarse y alzó la pequeña y orgullosa cabeza para inspeccionar el nuevo y extraño mundo en el que vivía.

Floyd se quedó atendiendo a Sable mientras Lewis fue a examinar al otro potro.

– No creo que la potrilla sea lo suficiente fuerte para sobrevivir -dijo dudando al observar el aspecto enfermizo del animal. Pero nadie en Bar D dejaba morir un caballo. Trabajaron toda la noche con la potranca, resguardándola del frío, frotándola para estimular la circulación, haciendo pasar por su garganta un poco de leche materna. Pero estaba muy débil y poco después de la salida del sol murió sin haberse podido poner en pie.

A Cathryn las lágrimas le quemaban los ojos, aunque sabía desde el principio que probablemente el resultado iba a ser ese. No había nada de decir. Todos en el granero permanecían silenciosos, observando a la pequeña criatura. Pero cuando miraron en otra dirección, no vieron la muerte, sino la vida gloriosa y hermosa de otros dos recién nacidos husmeando con sus delicados hocicos por cada rincón de su nuevo espacio.

Lewis se encogió de hombros, moviéndolos para desentumecerlos.

– Ha sido una larga noche -suspiró-. Y tenemos un largo día por delante. Vamos a lavarnos y a comer.

Cathryn casi había llegado a la casa cuando se dio cuenta de que Ricky no estaba con ella. Miró alrededor y la vio con Lewis. Abrió la boca para llamarla, cuando de repente la mano de Lewis salió disparada para agarrar el brazo de Ricky. Era evidente que estaban discutiendo, aunque no lo hubieran hecho justo un momento antes. Luego Lewis deslizó un brazo por la cintura de Ricky y la arrastró con él hacia su pequeña casa. Y no es que Ricky necesitara que la obligaran, pensó Cathryn irónicamente, observando como la puerta se cerraba detrás de ellos.

Bien, bien. Así que Lewis era el vaquero que Mónica había mencionado. Ni siquiera lo había sospechado, aunque si hubiera estado menos preocupada por Rule, podría haber advertido como miraba Lewis a Ricky. La había estado mirando aquel día cuando Cathryn había visto como abrazaba a Rule. Tal vez Ricky no lo sabía aún, pero Lewis Stovall era un hombre que sabía lo que quería y como conseguirlo. Más valía que Ricky hubiera disfrutado de sus pasados lías de libertas, pensó Cathryn sonriente. Desde luego eso haría que Ricky dejará perseguir a Rule.

– ¿Cómo ha ido todo? -preguntó Lorna cuando Cathryn entró lentamente en la cocina, gimiendo a cada paso.

– Sable ha tenido gemelos, pero uno ha muerto hace sólo unos minutos. Pero el potro de Andalusia es grande, tan rojo como el fuego, así que Rule quedará complacido. Le gustan los caballos rojos.

– Hablando de Rule… -dijo Lorna significativamente.

Cathryn se estremeció.

– Oh, válgame Dios. Lorna, no puedo. Aún no. Estoy muerta y él me hará picadillo.

– Bien, intentaré explicárselo -pero Lorna parecía dudosa y Cathryn casi cedió. Si su cuerpo no estuviera derrumbándose de cansancio podría haberse rendido al impulso de verlo, pero estaba demasiado cansada para enfrentarse ahora a él.

– Háblale de los potros -indicó bostezando-. Y dile que me he ido directamente a la cama para dormir unas cuantas horas, que ya iré a verlo cuando me levante.

– No le gustará. Quiere verte ahora.

De repente Cathryn se rió ahogadamente.

– Se me ocurre una idea. Dile que le he perdonado. Eso lo pondrá tan furioso que si tienes suerte, ni siquiera te hablará.

– ¿Pero no irás a verlo ahora?

– No, ahora no. Estoy demasiado cansada.

Más tarde, mientras estaba allí en la cama, somnolienta, lamentó no haber ido a verlo. Podría haberle contado lo de los potros y él habría entendido si se ponía a llorar sobre su hombro. Ella le estaba dando una lección, pero esperaba no tener que aprenderla con él. Menos mal que había prometido ir a verlo más tarde, porque un día sin estar con él era casi más de lo que podía soportar.

Lorna la despertó aquella tarde para que atendiera una llamada telefónica. Medio dormida fue tambaleándose hacia el teléfono.

– Hola -dijo Glenn Lacey alegremente-. Sólo quería recordarte nuestra cita de esta noche. A ver si adivinas donde vamos.

Cathryn se quedó sin habla. Había olvidado que aquella noche había quedado con Glenn.

– ¿Dónde? -preguntó débilmente.

– He conseguido entradas para ir a ver jugar esta noche a los Astros en Houston. Te recogeré a las cuatro y volaremos a la ciudad para cenar antes del partido. ¿Qué te parece?

– Me parece estupendo -Cathryn suspiró, pensando tristemente en el hombre que estaba arriba.

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