Capítulo 1

Liam Quinn sintió un cosquilleo en la nariz al entrar en el desván, húmedo, polvoriento. Olía a madera vieja y las tablas del suelo crujían bajo sus pies. Un sofá ruinoso ocupaba una esquina y en la pared opuesta vio una pequeña chimenea, probablemente usada por algún criado antiguo de la casa. Las primeras tres plantas del edificio estaban en pleno proceso de reforma, convertidas en apartamentos, como había sucedido en tantos otros edificios de aquel viejo barrio de Boston. Pero el desván del ático conservaba huellas de un pasado diferente, de cuando las familias de inmigrantes irlandeses habían sustituido a los primeros habitantes del barrio.

Liam miró hacia las sombras, entre telarañas. Sabía que, en algún rincón oscuro, había murciélagos preparados para atacarlo. ¡Odiaba los murciélagos!

– ¿No podía hacer un poco menos de frío?

– La suite presidencial del hotel Four Seasons no estaba libre -contestó Sean con ironía.

– Resulta que esta noche tenía una cita. Se suponía que había quedado en el pub con Cindy Wacheski a las diez.

– Se te van a acabar las mujeres de Boston – murmuró Sean.

– Por suerte, no hay día que no lleguen nuevas -dijo Liam-. Podría presentarte alguna. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última? Pareces necesitado de sexo -añadió tras levantar la cámara que le colgaba del cuello, mirar a su hermano por el objetivo y disparar.

El flash iluminó el desván y Sean maldijo al tiempo que se cubría los ojos con una mano.

– ¿Qué haces? ¡Cualquiera puede ver el flash desde la calle!

– Seguro que hay decenas de turistas contemplando este edificio. No me extrañaría que formase parte de las visitas guiadas de Boston – se burló Liam-. ¿No podías haber encontrado un sitio con calefacción?, ¿qué puede haber aquí que merezca la pena fotografiar?

– No es aquí. Es en la calle de enfrente. Mira. Liam sacó el teleobjetivo de la funda y lo puso en lugar del que había en la cámara. Se acercó a la mugrienta ventana del desván y echó un vistazo a la calle. No advirtió nada especial. La acera de abajo estaba vacía y la calle, flanqueada de coches aparcados.

– Es un caso importante -dijo Sean-. Si te metes, te metes hasta el final. Nada de rajarse luego.

– Al menos podías fingir que me aprecias más -murmuró Liam-. Soy tu hermano y tu compañero de habitación. Pago la mitad del alquiler, limpio lo que ensucias y tomo nota de tus mensajes cuando estás fuera de la ciudad. No tengo por qué ayudarte en este caso. Ya tengo mi propio trabajo. ¿Y si el Globe me hace un encargo? Necesito estar disponible. ¿Viste la foto que me publicaron la semana pasada en la página tres de la sección de deportes?

– Te pagan dos duros. Y hace tres meses que no pagas el alquiler.

– Bueno, sí, estoy pasando una mala racha.

– Si me ayudas en este trabajo, dividiré mis honorarios a medias contigo.

Sean llevaba cuatro años trabajando intermitentemente como detective privado, desde que había dejado la academia de policía o, para ser exactos, desde que lo habían expulsado por insubordinación crónica. De los seis hermanos, Sean era el raro: tranquilo, reservado, muy celoso de su intimidad. Solo se sentía realmente a gusto con sus hermanos y la mitad de las veces estos no conseguían imaginar qué tendría en la cabeza; sobre todo, en el último año más o menos.

La mayoría de los casos consistía en seguir la pista a cónyuges adúlteros. Completaba sus ingresos sirviendo en el pub de su padre y, cuando necesitaba ayuda, acudía a su hermano pequeño, A Liam siempre le venía bien ganarse unos dólares extra.

Sean era un detective fantástico. Siempre le había gustado observar en silencio a quienes lo rodeaban. Su hermano mayor, Conor, era el estable, y Dylan, el fuerte. Brendan siempre había sido un soñador, un aventurero. Y al gemelo de Sean, Brian, le gustaba ser protagonista, era sociable y muy seguro de sí mismo.

Y luego estaba él. Le habían puesto su etiqueta en los últimos tiempos: Liam era el seductor, el chico guapo que iba por la vida con más amigos y admiradoras de los que podía contar. Aunque siempre había creído que sus habilidades sociales eran corrientes, la gente se sentía atraída hacia él. Desde pequeño, había aprendido a engatusar a los demás. Les leía el pensamiento y comprendía exactamente lo que querían de él. Y si tenía que darles algo a cambio, les daba lo que querían. A veces no era más que una sonrisa, un halago o unas simples palabras de ánimo.

Y quizá por eso fuera tan buen fotógrafo: le bastaba mirar a través de la cámara para ver la historia que se escondía detrás de las personas a las que fotografiaba: todos sus temores, dudas y conflictos. Sabía lo que el público quería ver en una fotografía y se lo daba. Por desgracia, los directores del Globe consideraban su trabajo demasiado artístico para un periódico.

– Quiero fotos de prensa -le decía su jefe-, no una maldita obra de arte.

– ¿Y cuánto dinero es eso? -preguntó Liam volviendo a la realidad.

– Estamos trabajando para un banco -contestó Sean-. La junta directiva ha descubierto un agujero de un cuarto de millón de dólares. Creen que se trata de un caso de malversación de un par de empleados. Agarraron el dinero y se largaron. Después de localizar a uno de ellos en Boston, me llamaron. Si encontramos el dinero, nos llevamos el diez por ciento.

Liam pestañeó asombrado. Dividido entre dos, ¡eran más de doce mil dólares! Era más de lo que ganaba en un año como fotógrafo.

– ¿Por qué no llaman directamente a la policía?

– Cuestión de imagen. Centran sus campañas de publicidad en la seguridad y les perjudicaría reconocer que los han engañado.

– Está bien. Me apunto. ¿Qué estamos buscando?

– Vive ahí -dijo Sean tras retirar las cortinas apolilladas, apuntando hacia una ventana de enfrente.

– ¿Quién? -preguntó Liam. Cuando Sean le entregó la foto de una mujer, la ladeó hacia la luz procedente de una farola de la calle. Tenía un aspecto muy normal, tenía gafas, llevaba el pelo recogido hacia atrás, una camisa muy formal y un pañuelo enrollado al cuello con arte-. Se parece a mi profesora de tercero, la señorita Pruitt.

– Eleanor Thorpe, veintiséis años, licenciada con honores en Harvard, Empresariales. Entró de contable en el Banco Intertel de Manhattan nada más licenciarse. Una empleada ejemplar. Hace mes y medio dimitió sin dar explicaciones y vino a Boston. Está buscando otro trabajo en el mismo sector. Llamó a Intertel para pedir una carta de recomendación.

– ¿No es un poco raro para ser una malversadora?

– Puede ser una estrategia para que no sospechen de ella. Vive en el tercer piso, el último. Todas las ventanas son de su apartamento: el dormitorio a la derecha, el salón en la izquierda. Vigílala, toma nota de las visitas que recibe, apunta sus movimientos -Sean le entregó una segunda fotografía, esa de un hombre de aspecto conservador-. Es su cómplice, Ronald Pettibone, treinta y un años, trabajaban juntos en el banco. Quiero saber si viene a buscarla. Necesito fotos en las que aparezcan juntos.

– ¿Y ya?, ¿solo tengo que esperar a que venga?

– Exacto. Si cometieron la estafa juntos, tendrán que ponerse en contacto para repartirse el botín. Cuando vuelva de Atlantic City…

– ¿Qué pasa en Atlantic City?

– Hay un marido adúltero -dijo Sean-. Rico. Y una cláusula de indemnización por infidelidad en un contrato prematrimonial. La mujer necesita pruebas.

– ¿Por qué no me dejas que haga yo ese trabajo y tú te quedas aquí, helándote en el desván?

– Quiero saber a quién ve, dónde va -continuó Sean.

– ¿Por qué no le pinchas el teléfono o le pones micros dentro de casa?

– Te pueden encarcelar por eso.

– ¿Y por espiar no?

– No.

– ¿Qué tiempo estarás fuera? Si yo fuese a Atlantic City, me divertiría un poco, conocería a algunas mujeres, iría a algún casino. Conozco a una señorita con un trasero impresio…

– Es un viaje de trabajo -atajó Sean.

– Cuesta creer que seas un Quinn -Liam rió-. Está claro que te pasaron por alto cuando estaban repartiendo los genes de la familia.

– Tengo mejores cosas que hacer que dedicarme a perseguir mujeres -murmuró Sean.

– Oye, que yo no persigo mujeres. Son ellas las que me siguen. Lo que no entiendo es por qué te siguen persiguiendo a ti. Quizá les guste ese aire distante que tienes. O se lo toman como un reto. Estoy deseando que la maldición de los Quinn te atrape.

– No pasará si me mantengo alejado de las mujeres -contestó Sean-. Eres tú quien debería preocuparse.

– ¿Por qué? -Liam frunció el ceño-. Yo amo a las mujeres. A toda clase de mujeres. Si sigo yendo de una a otra, no me atrapará ninguna.

En cualquier caso, a ninguno de los hermanos les gustaba excederse bromeando sobre la maldición de los Quinn. Durante toda la infancia, su padre los había prevenido contra los peligros del amor, ocultando su propia desconfianza hacia las mujeres con las historias de los Increíbles Quinn. Pero después de que tres de los hijos cayeran en las redes de una mujer, Seamus había declarado que habían sido víctimas de una maldición lejana.

Les había contado aquella nueva historia una noche, estando todos reunidos en la barra del pub. Y aunque a los tres hermanos mayores les parecía una bobada, los tres pequeños no eran tan escépticos. Liam no estaba dispuesto a caer en la misma trampa en la que habían caído Conor, Dylan y Brendan. De hecho, sabía el secreto, la razón por la que Olivia, Meggie y Amy se las habían arreglado para capturar a uno de los Quinn.

– Nunca vayas al rescate de una damisela en apuros -murmuró. Por algún motivo, una vez que un Quinn acudía en auxilio de una mujer este quedaba condenado.

Miró la hora. De haber sido un viernes normal, estaría detrás de la barra, examinando a las mujeres del pub y decidiendo a cuál seducir esa noche, Aunque los tres hermanos Quinn mayores estaban fuera del mercado, las mujeres seguían detrás de los tres más jóvenes.

– Te he comprado cerveza y unos sandwiches -dijo Sean-. Están en la nevera. Hay un chino con comida para llevar justo abajo. Una cafetería en la esquina. Si tienes que salir, deja grabando la cámara. Volveré el domingo por la noche, lunes por la noche como muy tarde.

– ¿Qué hago si el tipo aparece?, ¿lo sigo a él o a ella?

– Me llamas. Tienes mi móvil. Luego consigue todo lo que puedas de él: modelo del coche, matrícula, cualquier cosa que nos sirva para localizarlo. Como si tienes que forzar la puerta de su coche, qué diablos.

– ¿Y no me encarcelarán por eso? -preguntó sonriente Liam.

– Solo si te arrestan -dijo Sean camino de la salida.

Liam miró a su hermano abandonar el desván y cerrar la puerta. Luego se centró en el trabajo que le habían encomendado. Aunque no se daban las condiciones ideales, sus colaboraciones con Sean solían ser sencillas. Se giró hacia la ventana y orientó el teleobjetivo al apartamento del tercero. Había luz en todas las habitaciones y el objeto de su vigilancia estaba sentado en el salón. A pesar de que le daba la espalda, Liam intuía que la mujer estaba leyendo un libro.

De pronto se puso de pie, sujetando el libro con una mano y haciendo aspavientos con la otra. Liam aguzó la vista, tratando de averiguar con quién demonios estaba hablando. Pero estaba sola.

– Aquí control, tenemos a una chiflada – murmuró.

Liam deslizó el objetivo a lo largo de su cuerpo. Era una mujer alta, esbelta, de melena oscura hasta media espalda. Unos vaqueros se ceñían a su trasero y la camiseta era suficientemente ajustada para marcar unos hombros delicados y una cintura estrecha.

– Vamos, Eleanor -dijo Liam-. Date la vuelta, que te eche un vistazo. No estoy acostumbrado a pasar viernes por la noche sin compañía femenina.

Pero no se giró. Sino que dejó el libro y echó a andar hacia el dormitorio, demasiado rápido para enfocarle el perfil. Cuando volvió a tenerla encuadrada, estaba de pie frente al armario. Luego, con un movimiento lento y sinuoso, se sacó la camiseta por encima de la cabeza. Liam contuvo la respiración un segundo antes de soltarla.

– Guau -murmuró. Aunque se sentía como un voyeur, no podía retirar la vista del teleobjetivo-. Date la vuelta, date la vuelta -añadió mientras le hacía una fotografía.

Pero, como si estuviera provocándolo, continuó de espaldas. Lo siguiente en caer fueron los pantalones. Los empujó caderas abajo y sacó los pies de las perneras. Sin más ropa que el sostén y las braguitas, se agachó para recoger los vaqueros del suelo, ofreciéndole a Liam un panorama tentador de su trasero.

– Ropa interior negra. Un tanto atrevido para ser contable -murmuró al tiempo que le hacía otra foto.

De repente, el frío y la humedad del desván no parecían molestarlo. La sangre le circulaba un poco más rápido, avivada por el objeto de sus pesquisas. Liam acercó la cámara todavía más contra el cristal mugriento de la ventana.

– Ahora el sostén. O las bragas -murmuró él-. Soy de fácil conformar. Lo que tú prefieras.

Momento en el que la mujer se dio la vuelta y pareció mirarlo directamente a él, con aquel cabello negro enmarcando un rostro de facciones exquisitas.

Liam soltó un exabrupto y se retiró de la ventana de un brinco, dejando caer la cámara sobre el pecho. Era muy bella, nada que ver con la fotografía que le había enseñado Sean.

– Maldición -Liam se pasó una mano por el pelo. Debía de haberse equivocado de ventana. Agarró la cámara, la enfocó al edificio y volvió a contar los pisos mientras repasaba la descripción que le había dado su hermano.

Pero no parecía haberse confundido y cuando se fijó de nuevo en la mujer, se había vuelto a girar y tenía una mano en el cierre del sujetador. Liam tragó saliva. Había estado en locales de striptease más de una vez y había visto cómo se desnudaban las mujeres para deleite de los clientes. Pero eso era algo más que un simple cuerpo fabuloso. Tenía algo… íntimo. De modo que cuando se cubrió con una bata de seda, Liam respiró aliviado.

¿Quién sería? Desde luego, no era la mujer de la fotografía, de aspecto conservador y eficiente. Pero quizá fuera parte del plan. Sean había dicho que Eleanor Thorpe era sospechosa de una malversación de un cuarto de millón de dólares.

¿Qué mejor manera de llevar a cabo un delito así que hacerse pasar por la típica empleada de fiar?

– No -murmuró cuando la mujer se acercó a la ventana-. Las cortinas no. Déjalas abiertas -pidió Liam. Pero en vano.

Luego arrastró una silla vieja hacia la ventana, se sentó y puso los pies en el alféizar. Permaneció atento al apartamento un buen rato, imaginándose a la mujer de dentro. Y cuando las luces se apagaron horas después, dio un trago largo a la cerveza que había abierto.

Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, preparándose para una larga noche. La veía en su cabeza, girándose hacia él, dejando caer la bata al suelo. Se imaginó su cuerpo, de pechos perfectos, cintura estrecha y largas piernas torneadas. Luego empezaba a moverse a un ritmo provocativo registrado por el teleobjetivo de la cámara.

Liam no sabía cuánto tiempo había estado dormido ni qué lo había despertado: si un ruido en la calle o quizá la intuición de que algo pasaba. Se frotó los ojos, miró el reloj. Era casi medianoche, el desván estaba helado por el viento húmedo que soplaba afuera.

Se puso recto sobre la silla, se calentó los brazos, se peinó con los dedos. El apartamento de enfrente seguía a oscuras, pero Liam agarró la cámara y observó a través del teleobjetivo de todos modos. En algún lugar lejano se oía una sirena y, más cerca, sonó el ladrido de un perro. Después se encendió una luz extraña en la ventana del apartamento de Eleanor Thorpe.

Liam se levantó, ajustó el objetivo. La luz parecía proceder de un punto móvil, pues proyectaba sombras inusuales contra las ventanas del apartamento.

– ¿Qué diablos…?

Arrimó el ojo a la cámara, tratando de ver algo en medio de la oscuridad de la habitación. La luz se acercó a la ventana y Liam comprendió que había alguien más en el apartamento; alguien vestido de negro y con una linterna en la mano.

¿Sería el hombre al que estaba esperando, el cómplice de Eleanor Thorpe?, ¿o estaba a punto de ser víctima de un robo? Liam no tenía intención de quedarse de brazos cruzados esperando a averiguarlo. Mientras salía del desván y bajaba corriendo las escaleras, sacó del bolsillo el móvil y llamó a la policía.

– Se está cometiendo un robo -informó Liam-. Summer Street seis diciesiete. Manden una patrulla de inmediato.

Liam encontró el portal abierto y subió de dos en dos escalones, extremando el sigilo a medida que se acercaba. Sabía que la policía tardaría varios minutos en llegar y deseó no encontrarse con algún loco armado con una pistola.

Cuando llegó a la tercera planta, empujó la puerta despacio y esperó a que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad. Luego vio una silueta de estatura y peso normal recorriendo el salón, con la cara tapada con un gorro de esquiar. Liam respiró profundo. Debía aprovechar el elemento sorpresa para reducir a aquel tipo. Si conseguía desequilibrarlo y tirarlo al suelo, él era más grande y terminaría ganando al intruso en el forcejeo.

Se armó de valor y rezó para que el tipo no tuviera un arma. Luego se lanzó contra el ladrón, arrollándolo por la espalda y haciéndolo caer al suelo.


Eleanor Thorpe abrió los ojos de golpe y, por un momento, no supo dónde estaba… ni qué la había despertado de su sueño profundo, Pero al oír el golpe procedente del salón, se incorporó como un resorte y se desperezó de inmediato.

Contuvo la respiración mientras se preguntaba si el ruido habría procedido del exterior. Había echado el cerrojo antes de acostarse y vivía en un tercero, demasiado alto para que entraran por la ventana. Pero era muy fácil colarse por la entrada de atrás. Tras marcharse de Manhattan, sabía de sobra tos peligros de vivir en una ciudad, ¡Y era evidente que alguien cataba en el apartamento!

La cabeza empezó a darle vueltas: ¿debía llamar a la policía y echar el pestillo del dormitorio después?, ¿o ponerse a salvo primero? Estiró un brazo hacia la mesilla de noche y recordó que allí no tenia teléfono, solo en el antiguo apartamento de Nueva Cork.

Salió de la cama, avanzó de puntillas hasta la puerta. ¡Y descubrió que no tenía cerrojo' ¿Qué podía hacer? Ellie respiró profundo. Tenía dos opciones; buscar un teléfono o enfrentarse a quienquiera que estuviese rondando por el salón. Y una tercera: esconderse debajo de la cama. O gritar hasta que alguien acudiera en su auxilio: esa era la cuarta,

Hizo acopio de valor y echó a andar por el pasillo. Entró en el salón y agarró una lámpara. De pronto vio una figura en medio de la oscuridad. Ellie gritó tan alto como pudo y luego le dio con la lámpara en la cabeza. La base de cerámica se resquebrajó y el hombre maldijo mientras se caía de rodillas.

– ¿Qué haces? -preguntó él, frotándose la cabeza-. ¡Me has hecho polvo!

Ellie apretó la lámpara, dispuesta a rematar al intruso. La levantó.

– Túmbate y pon las manos detrás de la cabeza.

– ¿Qué! He venido a…

– Hazlo -lo amenazó ella-. O te dejo inconsciente.

– Yo no soy el ladrón -dijo mientras apuntaba a un lado con un dedo- Era él.

Ellie miró en la dirección que le señalaban y vio una silueta arrastrándose hacia la salida del apartamento. Su primer impulso fue encontrar otra lámpara y tirársela a la cabeza. Pero ya tenía a uno de los ladrones. Cuando confesara, la policía conseguiría detener al otro.

Por el rabillo del ojo intuyó un movimiento, justo cuando el hombre del suelo se lanzaba contra ella. Soltó un pequeño grito de alarma y le estampó los restos de la lámpara sobre la cabeza. El hombre se desplomó contra el suelo mientras el otro intruso huía por las escaleras. Luego, con la respiración acelerada, Ellie corrió al interruptor y encendió la luz.

El hombre que estaba tumbado sobre la alfombra oriental no parecía tan intimidante como a oscuras. Le dio un pequeño golpecito con el pie para asegurarse de que estaba desmayado y corrió en busca de algo para atarle las manos y los pies. Se tuvo que conformar con cinta de embalar y unas medias.

Lo ató como si fuese un pavo en el día de Acción de Gracias, sentada sobre su espalda, uniéndole los pies a las manos. Luego exhaló un suspiro y le registró los bolsillos en busca de algún documento que lo identificara. Si conseguía escapar, al menos tendría su nombre.

El hombre emitió un ligero gruñido y Ellie se retiró sobresaltada. Agarró el auricular y marcó el teléfono de la policía.

– Estoy llamando a la policía -le gritó-. No intentes escapar.

– No te molestes -murmuró él-. Ya llamé yo mientras venía.

– ¿Qué quieres decir?

– He venido a ayudarte. Vi que el tipo ese se estaba colando en tu apartamento y lo seguí.

– No te creo -Ellie frunció el ceño.

– Pues no me creas -dijo Liam-. Ya te lo dirá la policía.

La operadora de urgencias respondió y cuando Ellie le indicó la dirección, le comunicaron que la policía ya estaba de camino. Ellie le dijo que había atado al ladrón y que permanecía a la espera de los agentes. Luego colgó y miró a su presa. Decidió que necesitaba otro arma, así que corrió a la cocina y agarró el cuchillo más grande que encontró. Se sentó sobre el brazo del sofá y lo observó con precaución.

El ladrón puso una mueca de fastidio mientras giraba en busca de una posición más cómoda.

– Estos nudos están un poco fuertes.

– Cállate -dijo ella.

Y ambos se quedaron en silencio. Ellie intentó serenar el ritmo de sus latidos y no desfallecer todavía.

– ¿Qué crees que buscaba? -preguntó el ladrón.

– ¿Quién?

– El tipo al que has dejado escapar. ¿Te falta algo? Cuando entré, estaba revolviendo tu escritorio. ¿Tienes dinero dentro?

– No pienso decirte dónde guardo el dinero -contestó Ellie. Para ser un delincuente, se preocupaba muchísimo por su bienestar. Un hombre tan guapo no debería tener que vivir al margen de la ley. Le abrió la cartera y empezó a husmear-. Dime… Liam Quinn, ¿qué te hizo meterte en el mundo de la delincuencia?

– ¿Por qué estás tan segura de que soy un delincuente?

No lo estaba. Pero los delincuentes no eran famosos por su sinceridad. Y no se dejaría engañar así como así.

– Sí no lo eres, ¿a qué te dedicas entonces?

– Soy fotógrafo -respondió-. Colaboro con Globe y una agencia de noticias. En la cartera hay un recorte, junto al dinero. Es la primera foto que publiqué.

Ellie sacó el recorte de periódico doblado y lo extendió sobre su rodilla. En la foto aparecía una niña pequeña vestida con una chaqueta enorme de bombero, agarrada a un osito de peluche. Miró el pie de foto y comprobó que el autor era Liam Quinn.

– La hice hace tres años. La casa se incendió. Su familia lo perdió todo.

– Parece tan triste -murmuró Ellie.

– Sí. Lo estaba. Pero esa foto les dio mucha publicidad. La gente empezó a mandar dinero y, al terminar la semana, se había creado un fondo para ayudar a la familia a recuperar lo que habían perdido. Sentí que había hecho una buena obra – Liam trató de liberarse, suspiró impacientado-. ¿Te importa aflojarme los pies? Noto un tirón en el muslo que me está matando. Prometo que no intentaré huir.

Ellie dudó, miró la foto. Echó un vistazo al resto de la cartera. Encontró un pase de prensa del Globe, tres tarjetas de crédito y una fotografía de una familia en una boda: una pareja mayor estaba de pie junto a la novia, preciosa, y un novio apuesto. Estaban flanqueados por seis hombres altos, morenos y atractivos. Uno de ellos era Liam Quinn.

La cosa no encajaba. Realmente parecía un hombre agradable. Quizá fuera verdad que había ido a ayudarla.

– Tengo un cuchillo -le dijo-. Y quiero que sigas en el suelo.

– Trato hecho.

Ellie se acercó, le desató los pies. Luego retrocedió. El hombre se puso boca arriba, avanzó hacia el sofá y se recostó contra él. Por primera vez, pudo verle la cara claramente y la foto de la cartera no le hacía justicia. Delincuente o no, era el hombre más guapo que jamás había visto. Y tenía una brecha en la frente de la que goteaba sangre.

– Estás herido -murmuró.

– No me extraña -Liam sonrió-. Me has dado un buen golpe.

Ellie sabía que no debía fiarse, pero el hombre no parecía intranquilo por la inminente llegada de la policía. Se levantó del sofá y fue hacia la cocina.

– No te muevas -le ordenó. Luego sacó unas vendas del cajón junto al fregadero y humedeció un pañuelo. Cuando volvió al salón, lo encontró justo donde lo había dejado-. Voy a vendarte la brecha de la frente. Al menor movimiento, te ensarto con el cuchillo. ¿Entendido?

– Entendido.

Se arrodilló a su lado, dejando el cuchillo junto a ella, en el suelo. Luego se acercó y limpió la brecha con el pañuelo húmedo.

– No parece profunda -dijo-. No creo que hagan falta puntos.

Hizo un pequeño movimiento cuando Ellie apretó sobre la brecha para cortar la hemorragia.

– Ha sido una reacción al dolor -dijo él. Ellie miró sus ojos, de una mezcla extraña entre el color verde y dorado. Lo contempló durante varios segundos y el corazón le dio un vuelco. No vio malicia en su rostro. Más bien una expresión cálida… ¿y divertida?

– No sigas -murmuró ella.

– ¿El qué?

– Nada -dijo Ellie. Ya estaba metiéndose en líos. Como siempre, le bastaba encontrarse un hombre atractivo para, sin saber nada de él, inventarle una personalidad romántica y admirable. Estaba enamorada de los enamoramientos. Era como una enfermedad. De hecho, acababa de leer un libro de autoayuda en el que el autor recomendaba contrastar las fantasías con la realidad todos los días.

El amor había sido lo que la había obligado a dejar Nueva York y un trabajo que le encantaba. O, para ser precisos, la falta de amor. No por su parte, sino… Maldijo para sus adentros. Ellie se había jurado no volver a pronunciar ni pensar su nombre. De acuerdo: Ronald Pettibone. Al presentárselo, le había parecido un nombre aristocrático. Y tenía una nariz a juego con el nombre.

Y luego…

– Quizá deberías llamar a la policía de nuevo -dijo Liam-. Para haber avisado al servicio de urgencias, están tardando bastante. Podría haber tenido una pistola. Ahora mismo podrías estar muerta en medio del salón. Mi hermano es policía y tengo entendido que están sometidos a mucha presión, pero esto es ridículo: se me están empezando a dormir las manos.

– Supongo que no pasará nada si te desato y tú… -Ellie dudó-. No, no. Ya estoy otra vez. No puedo creerlo. Después de lo de Ronald, juré que no quería volver a saber nada de los hombres y ahora… Eres muy guapo. Estoy segura de que lo sabes. Y te estoy agradecida si me has salvado la vida. Pero he confiado demasiado en los hombres y no puedo seguir así.

– ¿Quién es Ronald? -preguntó Liam.

– ¡No es asunto tuyo!

– Oye, que solo era por charlar un poco, Eleanor.

– ¿Cómo sabes mi nombre? -Ellie frunció el ceño.

– Se lo dijiste a la policía al llamar -contestó él tras una pequeña pausa.

– Dije Ellie.

– Pues eso. Es el diminutivo de Eleanor, ¿no? ¿O es que te llamas Elfreida? -bromeó Liam.

– Ellie -contestó mientras le ponía la venda en la brecha.

– ¿Y quién es Ronald?

Ellie se sentó sobre los talones y agarró el cuchillo.

– Mi ex novio. Pero no quiero hablar de él. De hecho, no creo que debamos hablar de nada.

– Siempre podemos hablar de ti.

– Ah, no -Ellie le apuntó con un dedo- No intentes ablandarme con tu encanto. No colará. Soy de acero. Una roca.

– Está bien -Liam sonrió-. Entonces, ¿te importa darme un vaso de agua? Tengo un poco de…

Las pisadas de las escaleras interrumpieron su petición y Ellie se levantó, ansiosa por poner tanta distancia como pudiera entre Liam Quinn y ella. Era el tipo de hombre del que siempre se enamoraba. A decir verdad, era mucho más apuesto que los que había conocido hasta entonces. Y si realmente era fotógrafo, también sería más interesante que ellos. Y tenía mejor cuerpo y gusto vistiendo. Y eligiendo colonia.

– ¡Policía!

Ellie se giró hacia la puerta, dejó el cuchillo sobre una mesita cercana. Dos agentes entraron en el salón con las armas desenfundadas. Ellie se sentó en el sofá mientras los policías levantaban a Liam y lo empujaban cara a la pared para cachearlo.

– ¿Qué tal si nos dice qué hacía en el apartamento de esta señorita?

– Iba por la calle y vi que un intruso se colaba en el portal.

– Sí, claro, ¿y cómo sabe que era un intruso y no su marido?, ¿o un vecino cualquiera?

– No estoy casada -dijo Ellie.

– Llevaba un gorro de esquiar y me dio mala espina -explicó Liam-. Mi hermano es inspector de policía en la comisaría del centro. Llamad y lo comprobaréis. Conor Quinn.

– Somos de esa comisaría -dijo el agente más alto al tiempo que le daba la vuelta a Liam- y no conozco a ningún…

– Yo sí -dijo el otro agente-. Conor Quinn. De homicidios. Alto, moreno. Su mujer acaba de tener un bebé. De hecho, se parece mucho a este tipo.

– El DNI lo tiene ella -Liam apuntó hacia Ellie, la cual le entregó al agente la cartera.

– Dice la verdad. Se llama Liam Quinn y es fotógrafo. Y… creo que me he equivocado.

El agente bajo esposó a Liam y lo empujó hacia la puerta.

– Lo llevaré al coche mientras le tomas declaración a la víctima -dijo.

– ¡Adiós! Encantada de conocerte -se despidió Ellie mientras se llevaban a Liam-. Agente, asegúrese de que un médico le mira la brecha que tiene en la frente. Puede necesitar puntos.

– ¿Por qué no se sienta y tratamos de averiguar qué ha pasado? -sugirió el agente.

– De acuerdo. Pero quiero que sepan que ha sido muy amable y correcto mientras ha estado aquí. Y es verdad lo que dice. Había otra persona en el apartamento. Lo vi escaparse. Creía que eran socios, no que estuviera intentando salvarme.

– Sus intenciones no están muy claras, señorita. Ahora cuénteme su versión de los hechos. Ellie apoyó las manos en el regazo y empezó a narrar los hechos de aquella noche desde que se había despertado. Mientras lo hacía, no dejaba de recordar el momento en que había posado los ojos sobre los de Liam, la intensa corriente de electricidad que había fluido de uno a otro. ¿Se lo había imaginado o la atracción era mutua? Se obligó a no pensar al respecto mientras hablaba.

Podía tratarse de un ladrón y acabar en prisión. Aunque, en el fondo, esperaba que no fuera así. Esperaba que fuese cierto lo que le había dicho: que un apuesto desconocido había acudido a rescatarla sin pararse a pensar en su propia seguridad.

– ¿Lo meterán en la cárcel? -preguntó.

– ¿Quiere que vaya a la cárcel? -replicó el agente.

– Sinceramente, creo que ha dicho la verdad. Si ustedes también lo creen, deberían soltarlo.

– ¿Le falta algo?

– Liam dijo que el tipo estaba registrando mi escritorio cuando llegó -contestó Ellie mirando a su alrededor-. Pero ahí no tengo nada de valor. No se ha llevado el ordenador, ni el televisor ni la cadena de música.

– Bueno, si echa algo en falta, llámeme y lo incluiré en el informe -el agente le entregó una tarjeta antes de ponerse de pie-. Y más vale que cambie la cerradura. Los ladrones repiten algunas veces.

Ellie acompañó al policía hasta la puerta, luego la cerró y se aseguró de echar la cadena. Después agarró el cuchillo, se sentó en el sofá. Le daba miedo volver a la cama, miedo de que quienquiera que hubiese entrado regresara. Se levantó, tomó una silla y la puso bajo el pomo de la puerta. Pero lo cierto era que no quería que su seguridad dependiera de una cadena, una silla y un cuchillo de cocina.

¿De qué le servía tener un caballero de brillante armadura en la cárcel?

– Debería haberlo dejado atado en el suelo -murmuró Ellie. Pero, de alguna manera, sospechaba que no habría permanecido atado mucho tiempo. Liam Quinn la habría convencido para que lo soltara… ¿y quién sabía lo que habría ocurrido después?

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