Liam estaba tumbado sobre el frío banco de la celda. Había estado atestada de delincuentes de poca monta hasta hacía unos minutos, pero se los habían ido llevando a lo largo de la noche hasta dejarle para él solo aquellos aposentos tan espartanos como malolientes.
Y todo por su culpa. De pequeño había pasado demasiado tiempo oyendo estúpidas historias sobre los Increíbles Quinn y en cuanto tenía ocasión, se prestaba para el rescate. Podía haber esperado a que llegase la policía, o haber avisado a algún vecino, o haber armado ruido en la calle para asustar al intruso y que se diera a la fuga. Pero se había sentido impulsado a allanar el apartamento de Eleanor Thorpe para salvarla del peligro.
De pronto la recordó con aquel camisón casi transparente. Tras encender la luz del salón, había podido ver a través del delicado tejido.
Liam gruñó, se tapó los ojos con un brazo, intentando borrar aquella imagen de su cabeza. Pero, incapaz de expulsarla, decidió recrearse en ella, en vez de combatirla. Tenía unas piernas increíblemente largas, esbeltas, perfectas, y unas caderas con un contoneo muy seductor. Por no hablar de sus pechos. Sus pechos eran… Tragó saliva y cerró las manos en puño.
Tampoco era la mujer más guapa que había visto en su vida. Ni de lejos. De hecho, sus facciones no eran tan especiales. Aunque tenía ojos bonitos, su boca era un poco ancha, los labios demasiado gruesos. Y el pelo le caía sobre la cara como si acabase de levantarse de la cama… lo que, de hecho, había sucedido.
Mientras repasaba el encuentro, comprendió que no solo se había sentido atraído por su aspecto. Pero, ¿qué más le había llamado la atención?, ¿la forma susurrante de hablar cuando estaba nerviosa?, ¿o su modo de moverse, casi divertido de puro extraño?
Quizá fuese que no había reaccionado como las demás mujeres lo tenían acostumbrado. No había coqueteado con él ni había buscado la menor excusa para tocarlo. No había agitado las pestañas ni le había dedicado miradas coquetas. No. Ellie Thorpe le había dado en la cabeza con una lámpara y luego lo había atado como si fuese un esclavo en una fantasía sadomasoquista. Ni siquiera tras estar seguro de haberla convencido de su inocencia, había sucumbido a su encanto.
– Porque no me lo he propuesto -murmuró Liam.
Se oyó un portazo en una celda cercana y se incorporó; un agente lo observaba a través de los barrotes. Se puso de pie y cruzó la celda.
– ¿Puedo hacer mi llamada telefónica?
– Ya la has hecho.
Liam había pensado que Conor era su única oportunidad de aclarar aquel lío. Pero al telefonearlo, había saltado el contestador automático y Liam había coleado sin dejarle mensaje.
– No pude ponerme en contacto con mi hermano. Si no hablas con nadie, no cuenta.
– ¿Ahora resulta que eres tú el que pone las reglas?
– No, solo digo que…
– Te pillamos allanando una casa. Deberías estar pensando en el juicio y cómo vas a pagar la fianza para salir.
– No tenia pensado pasar la noche del viernes así -Liam apoyó la frente contra las frías barras de la celda-. Cancelé una cita con una mujer. Debería haber ido a esa cita en vez de molestarme en salvar la vida de Eleanor Thorpe. Espero que al menos se sienta agradecida.
– Supongo que lo está -el policía abrió la puerta de la celda-. Su versión concuerda con la tuya. Y hemos localizado a tu hermano. Está abajo, hablando con los dos agentes que te detuvieron,
– ¿Puedo irme?
– No te vamos a fichar. Pero ándate con cuidado. La próxima vez que veas a alguien colándose en una casa, llama a la policía y espera a que llegue.
– Lo haré -Liam sonrió-. Prometido. El policía abrió la puerta. Sin perder tiempo, Liam agarró su chaqueta y fue hacia la salida. Pero, en el ultimo momento, se giró para echar un último vistazo. A veces se preguntaba qué clase de ángel le guardaba las espaldas. Su infancia no había sido la mejor de las posibles. Su vida podría haberse torcido muy fácilmente con tomar un par de decisiones equivocadas.
Pero, en vez de convertirse en delincuente, se había vuelto un adulto responsable. La clase de adulto que intentaba salvar a una mujer de un allanador. Quizá, después de todo, las historias de los Increíbles Quinn no fuesen tan perjudiciales. Claro que tampoco tenía intención de hacer carrera como superhéroe.
– Está abajo -dijo el agente mientras salían de la zona de prisión preventiva-. Tienes que firmar para recoger tus cosas.
– Gracias.
Liam vio a Conor antes de bajar del todo las escaleras. Su hermano mayor estaba de píe, de brazos cruzados, con los ojos desorbitados de furia. Liam sonrió mientras corría a abrazarlo, pero en seguida notó que no estaba de humor.
– Hola, hermanito -dijo, dándole una palmada en un hombro-. Sabía que podía contar contigo.
– Calla -lo advirtió Conor-. Más vale que lo siguiente que salga de tu boca sea una disculpa si no quieres que te encierre otra vez y te pudras.
– Perdón -murmuró Liam-. No sabía a quién más llamar.
Conor se dio la vuelta, echó a andar hacia la salida, saludando con un gesto brusco al agente situado en la zona de recepción.
– Gracias, Willie. Te debo una.
Cuando llegaron al coche de Conor, Liam se puso el cinturón de seguridad y miró a su hermano en silencio mientras se incorporaban al tráfico.
– Tengo el coche en Charlestown. Si me puedes acercar…
– No te voy a acercar al coche. Ya lo recogerás mañana.
– ¿Adonde vamos?
– A ver a papá.
– Buena idea -dijo Liam-. Me apetece una copa.
– Yo me voy a tomar una copa y tú me vas a explicar por qué me has sacado de la cama a la una de la mañana un viernes por la noche. Olivia y yo no dormimos más de tres horas desde que nació Riley y, cuando sonó mi busca, se despertó y rompió a llorar.
– ¿Cómo está? -preguntó Liam.
– Supongo que despierto todavía. No hace otra cosa que dormir y comer. Y si no, es que está llorando. Olivia está agotada.
El ambiente siguió tenso y Liam se alegró cuando por fin llegaron al pub. Los viernes por la noche siempre había movimiento y el bar seguía abarrotado cuando entraron. Dos chicas bonitas lo llamaron nada más verlo y Liam las saludó con la mano tratando de recordar sus nombres. Se sorprendió comparando su belleza, evidente, con la de Eleanor Thorpe, mucho más sutil.
No era guapa en el sentido tradicional. No tenía labios de puchero, ojos sensuales ni un cuerpo diseñado para una revista de hombres. Más bien era todo lo contrario al tipo de mujer en el que solía fijarse. Pero tenía algo que le resultaba innegablemente atractivo.
Quizá fuese el hecho de que había reducido a un intruso ella sola. No se había acobardado detrás de una esquina ni se había encerrado en el baño. Había agarrado una lámpara y le había dado con ella en la cabeza. Liam se frotó las muñecas, todavía rozadas por las ataduras. Eleanor no había sabido quién había entrado ni con qué intención. Podía haber sido un asesino en serie, pero había salido a defenderse.
Seamus, que estaba atendiendo en la barra, sirvió sendas pintas de Guinness a sus hijos y estos se sentaron en un extremo de la barra.
– No esperaba verte esta noche, Con -dijo. Luego se dirigió a Liam-. Y tú, ya podías haber venido a echarme una mano. Tu hermano Brian es el único que me ha ayudado esta noche y se fue con una rubia hace una hora. ¿Dónde está Sean cuando lo necesito?
– No está en la ciudad -dijo Liam.
Seamus se encogió de hombros. Luego se fue a hablar con un cliente.
– ¿Qué hacías en el apartamento de esa mujer? -le preguntó entonces Conor tras dar un sorbo a la Guinness y lamerse el labio superior.
– Justo lo que le he dicho a la policía. Intentaba protegerla.
– Empieza por el principio.
– Vi que el tipo se había colado en el apartamento.
– ¿Desde la calle?
– No, desde el ático del edificio de enfrente.
– ¿Y qué hacías en el…? -Conor paró-. No me lo digas. Estabas ayudando a Sean en uno de sus casos, ¿verdad? Sabes de sobra que siempre se mueve al borde de la ley. ¿Qué es esta vez?, ¿otro de sus divorcios?
– Bueno, como diría Sean, sus clientes esperan la máxima confidencialidad. Solo puedo decir que estaba vigilando el apartamento. Le dije al poli que estaba paseando y se lo tragó.
– ¿Pudiste ver al ladrón?
– Estaba a oscuras y llevaba un gorro de esquiar -Liam negó con la cabeza-. No era muy alto. Un metro setenta o algo así. Ni muy grande. Y era algo patoso. No parecía un camorrista. Ya se lo he dicho a los polis.
– ¿No me vas a decir en qué clase de caso estáis trabajando?
– Creo que es mejor que no preguntes. Y no hemos infringido ninguna ley… al menos de momento. Lo juro.
– Aparte de que estabas en la calle, ¿le has dicho a la policía alguna otra mentira? -quiso saber Conor.
– No.
– Bien. Si la mujer no insiste en presentar cargos, no creo que pase nada.
– Eleanor. Ellie Thorpe. Es muy agradable. Algo nerviosa, pero agradable.
– ¿Qué? -Conor enarcó una ceja-. ¿Hablaste con ella?
– No pude hacer mucho más después de que me atara. Se me hizo eterno hasta que llegó la policía.
– ¡Santo cielo! -Conor soltó una carcajada-. ¿Te cuelas en la casa de una mujer, te ata y, aun así, consigues ligártela? ¿Te dio su teléfono?
– No -Liam se encogió de hombros y sonrió-. Pero sé dónde vive.
Conor dio un trago largo de cerveza. Luego se levantó de la banqueta y sacó las llaves.
– Sabes lo que esto significa, ¿verdad? Cuando un Quinn acude en auxilio de una mujer, está acabado. Has caído en sus garras, Li. No hay vuelta atrás.
– No pensarás que me creo toda esa basura de los Increíbles Quinn, ¿verdad? -contestó Liam-. He hecho una buena obra, nada más. No volveré a verla.
No le daba miedo exponerse al amor. Sabía arreglárselas para que no lo cazaran del todo y siempre era él quien rompía antes de que las relaciones se consolidaran. Además, no tenía intención de tener una relación con una presunta malversadora.
– Mantente alejado de ella. Podría decidir presentar cargos en tu contra y solo tengo influencia con los chicos de esta comisaría -Conor suspiro-. Por cierto, estamos pensando en reunimos para el bautizo de Riley. Olivia te mandó una invitación. ¿La has recibido?
– Sí, me acercaré. ¿Quién más se pasará?
– Todos.
– ¿Mamá también?
– Por supuesto -dijo Conor-. Es la abuela de Riley. Y también los padres de Olivia, de Florida.
Desde que Fiona había reaparecido en sus vidas hacía algo más de un año, las reuniones familiares se habían sucedido. Primero la boda de Keely y luego habían celebrado el cumpleaños de Seamus en el pub. En mayo había sido la boda de Dylan y Meggie. Habían celebrado las navidades en casa de Keely y Rafe. Y todos se habían juntado en el hospital la noche en la que había nacido Riley, una familia grande y ruidosa, que todavía estaba aprendiendo a portarse como tal.
Aunque el padre de Liam iba reconciliándose con su esposa fugitiva, no se habían cerrado todas las viejas cicatrices. Conor había aceptado a su madre de vuelta sin hacer preguntas, al igual que Dylan y Brian. Pero Brendan había mantenido una actitud de distanciamiento, mientras que Sean se mostraba abiertamente hostil con Fiona. Liam no sabía qué sentir todavía. Aunque quería conocer a su madre, no tenía un pasado que lo uniera a ella. Se había marchado cuando solo tenía un año.
– Cuenta conmigo -dijo por fin.
– De acuerdo. Y mira a ver si puedes convencer a Sean para que venga -le pidió Conor-. No le digas que Fiona irá. Ah, tráete la cámara.
– ¿Algo más?
– Solo asegúrate de no meterte en líos hasta entonces.
– Oye, no le cuentes nada de esto a Sean, ¿de acuerdo? Me va a pagar un buen pico por ayudarlo con este caso y me vendría bien el dinero.
– No te preocupes -Conor sonrió. Luego echó a andar y, tras despedirse de Seamus, salió del pub.
Liam se terminó la cerveza y siguió a Conor afuera. Se subió la cremallera de la chaqueta y caminó calle abajo. Compartía un piso con Sean a siete manzanas del pub. Podía ir a casa y descansar o volver al desván y echar un ojo a Ellie Thorpe.
Liam sacudió la cabeza mientras se dirigía hacia la parada del autobús. No volvía por ella. Le habían encargado un trabajo y le había prometido a Sean que lo haría. Que no hubiera podido quitarse a Ellie de la cabeza desde que la había conocido no significaba nada en absoluto.
– ¡Descafeinado de máquina!
Un hombre con traje de negocios apartó a Ellie para recoger su café de la encimera. Ellie se pasó la mano por el pelo y bostezó. Contó el número de personas que tenía delante y decidió que pediría cuatro cucharadas de café, en vez de las dos de costumbre. Desde su encuentro con Liam Quinn hacía tres noches, no había conseguido dormir bien ni un día.
Lo recordó tumbado, atado sobre el suelo del salón. Sintió calor en las mejillas. Nunca había imaginado que su siguiente encuentro con un hombre atractivo incluiría un numerito sadomasoquista. Solo pensar en juegos sexuales con un hombre como Liam Quinn le bastaba para que la sangre bombeara con mucha más eficiencia que mediante cualquier dosis de cafeína.
Por suerte, la policía se lo había llevado antes de considerar más seriamente ese tipo de pensamientos. Al marcharse de Nueva York se había jurado olvidarse de los hombres durante una temporada. No porque no le gustaran, sino porque ella no parecía gustarles nunca a ellos lo suficiente. Había tenía cinco relaciones serias en otros tantos años y todas habían terminado por motivos que se le escapaban. Un día todo era perfecto y al siguiente volvía a estar sola.
Después de la segunda ruptura, Ellie había decidido que los hombres eran inconstantes. Tras la tercera, había tomado la decisión de ser más cuidadosa con los hombres que elegía. A la cuarta había empezado a preguntarse si se debía a ella. Y después de cortar con Ronald Pettibone, había llegado a la conclusión de que no estaba hecha para tener relaciones de pareja.
Ronald había sido un hombre tranquilo, modesto, entregado a su trabajo en el banco. No bebía, no fumaba, ni siquiera tenía muchos amigos masculinos. Desde que se habían conocido, solo había tenido ojos para ella. Ellie había tenido la certeza de que por fin había encontrado un hombre digno de amar. Y luego, de pronto, se había vuelto a terminar, sin razón alguna. Incapaz de seguir trabajando con él, había decidido marcharse de Nueva York y empezar de cero en Boston.
Pero no había supuesto que se sentiría tan sola. No conocía a nadie en la ciudad y, a falta todavía de trabajo, no tenía forma de hacer amigos. La única persona que la reconocía era la chica de pelo rizado que le servía el café cada mañana.
– Un café con leche en taza grande con cuatro cucharadas de café, Erica -dijo Ellie con una sonrisa radiante.
Erica la miró con extrañeza, como tratando de ubicar su cara.
– Un dólar veinte, señorita.
Ellie miró el reloj. Solo eran las siete. Empezaba el día dos horas antes de lo habitual. Tal vez Erica no estuviese acostumbrada a verla tan temprano. Ellie se dijo que debía releer uno de sus libros de autoayuda. Esa semana tenía cuatro entrevistas de trabajo y no podía permitir que la chica de los cafés hiciera mella en su seguridad.
Sacó el monedero del bolso. Ya se había presentado a otros seis bancos y le extrañaba que no la hubieran llamado de ninguno. Aunque había dejado su trabajo en Nueva York de forma precipitada, se había marchado amistosamente. Su jefe anterior no tenía motivos para dar de ella más que buenas recomendaciones. Ellie suspiró. Quizá no había muchos puestos vacantes en el sector.
Ellie pagó el café, agarró el vaso de plástico y se lo llevó a la mesa donde estaban los sobrecitos de azúcar. Echó dos y, una vez satisfecha, se giró hacia la puerta. Frenó en seco. El objeto de sus sueños insomnes estaba haciendo cola para el café, con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros y una chaqueta de cuero realzando la envergadura de sus hombros.
Miró hacia la puerta y se preguntó si debía limitarse a salir. Él no la había visto todavía y podía marcharse de forma inadvertida. Pero se sentía obligada a decirle algo. Debía darle las gracias. Probablemente, le había salvado la vida.
De modo que se situó detrás de él y le dio un toquecito sobre un hombro. Cuando se giró y la miró a los ojos, Ellie notó que el corazón le temblaba. De nuevo, se quedó embelesada con aquel increíble color de ojos, una mezcla extraña de verde y dorado. Tragó saliva.
– Hola -lo saludó.
– ¡Hola! -exclamó sorprendido Liam. Le lanzó una mirada de extrañeza, al igual que antes Erica, y, por un momento, se preguntó si recordaría quién era. Se obligó a sonreír.
– Soy Ellie -explicó-. Eleanor Thorpe. De…
– Ya -dijo él-. Sé quién eres. No es fácil olvidar a la mujer que me ató y me mandó arrestar.
– Lo siento -se disculpó Ellie-. Llamé a la comisaría el sábado por la mañana y me explicaron todo. Que no eras un ladrón ni estabas fichado por nada. Que era verdad que habías ido a rescatarme. Creo que te tengo que estar agradecida.
Liam miró a su alrededor con cierto nerviosismo, luego fijó la vista en el menú que había sobre la encimera. Ellie se preguntó por qué se mostraba tan distante. ¿Se sentía violento por lo que le había hecho?, ¿o simplemente no le apetecía hablar por hablar? La otra noche había estado encantador y, de pronto, parecía como si quisiera estar en cualquier lugar antes que allí, con ella.
– Bueno, tengo que irme.
– Sí -murmuró él-. En realidad no te salvé. El tipo solo querría algo de dinero, joyas…
– No, no, claro que me salvaste -insistió Ellie-. En comisaría me dijeron que era una suerte que hubieses aparecido. Muchos ladrones van armados y, si lo hubiera sorprendido en mi apartamento, podría haberse puesto nervioso y dispararme. Lo cual te convierte en… un caballero de brillante armadura.
– No, no, para nada.
Un silencio incómodo se instaló entre los dos. Por fin, Ellie resolvió que había llegado el momento de despedirse.
– Bueno, me voy -dijo encogiéndose de hombros-. Gracias de nuevo.
– No hay de qué.
Ellie echó a andar hacia la puerta con paso indeciso. Luego paró. ¿Estaba tonta? No tenía ni un amigo en Boston y Liam Quinn era la primera persona interesante que había conocido allí. Aunque fuese un hombre y se hubiese jurado prescindir de ellos durante al menos un año, al menos podía intentar ser su amiga.
Ellie se giró, volvió hasta él y respiró profundamente antes de hablar:
– ¿Te gustaría cenar conmigo? -le preguntó sin reparar siquiera en que le estaba hablando a la espalda. Lo rodeó para que pudiera verla-. ¿Te gustaría cenar conmigo?
– ¿Yo?
– Siento que debería hacer algo por ti. En señal de agradecimiento.
– En realidad no fue nada.
– ¿Te caigo mal por alguna razón? -preguntó ella con el ceño fruncido.
– No te conozco -se limitó a responder Liam.
– Pero te noto incómodo. ¿Es porque te até? Si hubiera sabido que querías ayudarme, no lo habría hecho -Ellie se aclaró la voz-. No soy de esas mujeres que se sienten obligadas a dominar a los hombres. Te pegué en la cabeza porque tenía miedo y te até porque no quería que te escaparas.
– Entiendo.
– De acuerdo. Quería que quedase claro – Ellie tragó saliva y sonrió-. Encantada de volver a verte. Suerte con tus fotos.
Ellie se dio la vuelta con la sensación de que acababa de hacer el ridículo. Sabía suficiente de hombres para intuir cuándo alguien no estaba interesado en ella. Y Liam Quinn no podía haberse mostrado más indiferente. Tal vez irradiara algún tipo de aura extraño que los hombres encontraran repulsivo. Según el autor de “Lo que de verdad piensan los hombres”, el libro que había leído tras romper con Ronald, las mujeres que no estaban interesadas en una relación emitían señales sutiles de indiferencia que solo podían captar los hombres.
– ¿Ellie?
Se paró, giró la cabeza hacia Liam.
– ¿Sí?
– Me encantaría cenar contigo. ¿Cuándo?
– ¿Qué… qué tal esta noche?
– Perfecto. ¿A qué hora?
– ¿A las siete te va bien?
– Te veo a las siete -contestó Liam al tiempo que asentía con la cabeza-. Sé dónde vives.
Ellie sonrió y salió del café a toda velocidad, antes de que Liam cambiara de opinión. Por primera vez desde que estaba en Boston, tuvo la sensación de que podría gustarle vivir ahí. Había hecho un amigo y, aunque era el hombre más atractivo que jamás había visto, solo iba a disfrutar de su compañía, no a embarcarse en una aventura.
Ya en la calle, miró hacia atrás con la esperanza de verlo una última vez. Pero cuando se giró y siguió camino a casa, se chocó contra un hombre en la acera. Ambos pararon. Ellie se quedó de piedra.
– ¿Ronald?
– ¿Eleanor?, ¿qué haces aquí?
– ¿Yo? Ahora vivo aquí -contestó Ellie mirando a la cara del hombre que había sido su amante. Estaba muy cambiado. Llevaba el pelo mucho más largo de lo que recordaba y parecía haberse dado reflejos. Y no llevaba gafas. Y estaba moreno-. Casi no te reconozco. ¿Qué haces en Boston?
– Es increíble. Eres la última persona que esperaba encontrar hoy.
– ¿Entonces no has venido a verme?
– No, ni siquiera sabía que estabas aquí. He venido a ver a un compañero de la universidad. Vive a un par de manzanas de aquí. Me iba a tomar un café antes -contestó Ronald-. Pero quizá el destino haya querido que nos crucemos. He pensado mucho en ti últimamente. Me preguntaba qué tal te iba -añadió mientras le pasaba la mano a lo largo de un brazo.
– Me va bien -contestó Ellie con sequedad.
La sorprendía, pero no sentía la menor atracción hacia él. Al romper se había preguntado si sería capaz de superarlo. Al menos ya sabía la respuesta.
– Deberíamos vernos -sugirió Ronald-. ¿Qué haces esta noche?
– Ronald, he empezado una vida nueva – Ellie suspiró-. Lo que teníamos no funcionó y he seguido adelante. Creo que tú deberías hacer lo mismo. Me alegro de haberte visto, pero ahora tengo que irme.
La agarró por la muñeca y la obligó a parar.
– Venga, Eleanor. No seas así. Todavía podemos ser amigos.
– Fuiste tú quien cortó conmigo, Ronald. Me pediste que te devolviera el collar de perlas que me compraste por mi cumpleaños. Y luego te plantaste en la oficina con tu nueva novia cuando no había pasado ni una semana. No creo que podamos ser amigos.
– ¡No digas eso! -exclamó enfurecido-. No hay ninguna razón por la que no podamos…
– ¡No! -atajó Ellie, tratando de soltarse.
– ¿Algún problema?
Ronald miró hacia arriba, dejó caer el brazo. Ellie nunca se había fijado en lo bajo y escuálido que era Ronald. Comparado con Liam Quinn, parecía un gnomo.
– Estoy bien -dijo ella.
– Ten… tengo que irme -dijo Ronald-. Nos vemos.
Se escabulló y Ellie lo miró mientras doblaba la esquina más cercana. Luego se giró hacia Liam.
– Gracias.
– ¿Quién era ese tipo?
– Nadie.
– Parecía enfadado contigo -Liam la miró como si no la creyese.
– No, apenas nos conocemos.
– ¿Qué quería?
– Nada -Ellie sonrió-. Saludarme. Estoy bien, de verdad.
– De acuerdo -cedió Liam-. Entonces hasta esta noche.
Lo dejó alejarse en sentido contrario y se encaminó hacia su apartamento. Contuvo las ganas de mirar atrás, pues no quería parecer tan ensimismada con él. Pero acabó girándose para buscarlo de nuevo con la mirada. Había desaparecido. Ellie sonrió. Al menos, esa vez sabía que su caballero de brillante armadura volvería.
Ellie levantó la tapa de la cacerola y miró el reloj de pared de la cocina. Habían quedado en cenar, pero no sabía si Liam Quinn querría comer nada más llegar o preferiría charlar antes un rato.
Lo había invitado arrastrada por un impulso.
Después de pararse a pensarlo, comprendía que la cita suscitaba toda clase de problemas. ¿Debían cenar fuera o quedarse en casa? Si salían, ¿insistiría Liam en pagar? Dado que era ella quien había propuesto la invitación, tendría que elegir el restaurante. Y todavía no conocía casi ningún sitio en Boston. No, había tomado la mejor decisión. Había preparado una cena estupenda. Se quedarían a solas… y lo tendría todo para ella, sin distracciones.
– ¡No te hagas esto! -murmuró Ellie mientras volvía a poner la tapa en la cacerola. Se apartó de los ojos un mechón de pelo y fue al salón. Encontró el libro sobre la mesita del café y lo agarró. Se había comprado “Cómo ser amiga de un hombre” esa misma tarde, decidida a no volver a caer en la misma trampa.
La autora destacaba las ventajas de las relaciones de amistad entre hombres y mujeres, pero avisaba de que, en cuanto surgía la atracción por parte de uno de los dos, solían echarse a perder para siempre. Si no tuviera un historial tan desastroso con los hombres, tal vez habría considerado tener una aventura con Liam Quinn. Pero en esos momentos necesitaba más un amigo que un amante.
– ¡Venga!, ¿a quién pretendes engañar! -Ellie cerró el libro de golpe y abrió otro titulado: “Sinceridad: cómo tomar conciencia de tus propias necesidades”, en el que la doctora Dina Sanders aseguraba que el peor defecto que podía sufrir una persona era la tendencia a auto engañarse. Y si no era capaz de reconocer que se sentía atraída por Liam, estaba claro que era la reina del autoengaño.
– De acuerdo, está como un tren. Tiene una cara bonita, unos ojos increíbles y una sonrisa muy sensual. Y un cuerpo de pecado. Lo reconozco. Cuando se mueve, solo puedo mirarlo e imaginármelo desnudo -Ellie se paró a pensar lo que acababa de decir. Soltó una risilla y volvió a dejar el libro sobre la mesita de café-. No busques las respuestas en un libro. Busca en tu corazón -se recordó.
Era lo que recomendaba la psicóloga Jane Fleming en “Escucha a tu corazón”. Aunque no dejaba de ser paradójico, puesto que el consejo venía de un libro. En cualquier caso, era un buen consejo.
– Eso es. Seguiré mi corazón -se dijo-. Pero me aseguraré de escuchar también a mi cabeza.
Cuando el sonido estridente del timbre quebró el silencio del apartamento, Ellie se llevó una mano al pecho, sobresaltada. Notó, bajo los dedos, que el corazón se le había disparado, así que respiró profundamente para serenarse.
– Tranquila, solo es una cena de amigos -se recordó. Entonces, ¿por qué se había pasado dos horas peinándose y maquillándose-. Una cena de amigos -se repitió.
Pulsó el botón del telefonillo, luego abrió la puerta y esperó a que subiera los tres tramos de escaleras. Al llegar al rellano, advirtió que llevaba una lámpara. Entonces se cruzaron sus miradas y, por un momento, Ellie se quedó sin respiración. ¿Por qué parecía más guapo cada vez que lo veía?
– Hola -murmuró ella-. Una lámpara.
– Es para ti -dijo Liam.
Ellie se echó a un lado para dejarlo pasar. Después cerró con suavidad y se tomó unos segundos para contemplar su trasero.
– Gracias. Aunque no hacía falta.
– Sé que los hombres suelen traer flores o bombones. Pero pensé que, después de que me rompieras tu lámpara en la cabeza, te debía una.
– Gracias -Ellie sonrió mientras la agarraba-. Voy a ver si encuentro un jarrón para ponerla en agua.
– Vale. Y yo la enciendo -repuso Liam, también sonriente, antes de sacar una bombilla del bolsillo-. He estado a punto de comprar una lámpara con una base maciza, pero al final he decidido que, si se te vuelve a ocurrir golpearme, no quiero acabar en el hospital.
– ¿Cómo va la cabeza?
– Me salió un chichón, pero ya está bajando.
– Lo siento mucho, de verdad -Ellie sintió que se ruborizaba.
– ¿Por qué? Hiciste lo que debías.
– Tienes un enchufe detrás del sofá -dijo ella entonces, apuntando hacia la otra pared.
Liam puso la lámpara en la mesa, se quitó la chaqueta y dejó al descubierto una camisa blanca bien planchada y ajustada a sus hombros anchos y cintura estrecha. Ellie le agarró la chaqueta.
– La pondré en mi cuarto -dijo y pensó que podría malinterpretarla-. No es que piense que vayamos a acabar en… Es que no tengo un armario para los abrigos. Estos edificios antiguos son…
– Ponía encima de la cama -dijo Liam-. Estoy seguro de que no le dará ninguna idea.
Ellie contuvo un gruñido y corrió hacia el dormitorio. Se sentó en el borde de la cama y se apretó la chaqueta de Liam contra el pecho.
– Calma -se dijo antes de acercarse la chaqueta a la cara y aspirar-. Dios, qué bien huele -murmuró, dejó la chaqueta y volvió al salón.
Cuando llegó, Liam ya había encendido la lámpara. Si era sincera, era mucho más bonita que la que le había roto en la cabeza.
– Queda genial -comentó. Luego entrelazó los dedos y los retorció. De pronto, se le había olvidado cuál era el siguiente paso-. ¿Te apetece beber algo? Tengo vino, cerveza, zumo de naranja, Coca-Cola…
– Una cerveza, por favor.
– De acuerdo. Siéntate, en seguida te la traigo -Ellie fue a la cocina, abrió la nevera y metió la cara dentro para enfriar la temperatura de las mejillas. Sacó una botella de cerveza y luego revolvió en un cajón hasta encontrar un abridor.
– Huele muy bien.
La voz de Liam, de pie bajo el umbral de la cocina, la sorprendió mientras estaba abriendo la botella y se le escapó de las manos. Dio dos vueltas sobre la encimera antes de caerse. Por suerte, cayó en la alfombra que había delante del fregadero y, en vez de romperse, solo se le derramó encima de los zapatos.
En dos zancadas, Liam estaba a su lado. Se agachó, recogió la botella y se volvió a incorporar justo cuando ella se inclinaba para secar aquel desastre con un trapo. La barbilla de Ellie pegó con la coronilla de Liam, de modo que se mordió la lengua y gritó de dolor.
Liam le quitó el trapo, puso una esquina bajo un chorro de agua fría y se lo devolvió.
– Toma, póntelo en la lengua y aprieta fuerte.
Ellie obedeció, totalmente abochornada por su comportamiento. ¡Debía de pensar que estaba para que la encerraran en un psiquiátrico!
– Gracias -dijo ella.
– Supongo que todavía no te has recuperado del susto de la otra noche -comentó Liam.
– ¿É? -Ellie frunció el ceño- ¿or é ices eo?
– ¿Que por qué digo eso? Porque estás un poco tensa. Eso o soy yo, que te pongo nerviosa. ¿Te pongo nerviosa?
Ellie se sacó el trapo de la boca y negó con la cabeza.
– No -mintió. Debía de ser la mentira más grande de toda su vida-. Es que… no estoy acostumbrada a tener invitados. Eres la primera persona que conozco en Boston y quería hacer las cosas bien.
– No tienes que esforzarte tanto -dijo Liam al tiempo que le quitaba el paño de la mano con suavidad. Luego le tomó la mano con delicadeza, se la llevó a la boca y le dio un beso suave-. Relájate.
Ellie miró el punto donde se habían posado sus labios y soltó el aire de los pulmones muy despacio. Podía ir despidiéndose de cualquier plan platónico, pensó.
– ¿Hay más cerveza en la nevera? -preguntó Liam.
– Sí -contestó ella con voz quebrada-. Yo la saco.
– La saco yo -respondió Liam.
Ellie decidió ocuparse con el fogón, comprobó la temperatura de la salsa para la pasta que había preparado y saló el agua de otra cacerola.
– Espero que te guste la pasta.
– Como de todo, sobre todo si es comida casera. Sean y yo nos alimentamos casi de comidas para llevar y pizzas congeladas. Eso o tomamos algo en el pub de mi padre cuando le echamos una mano en la barra. No recuerdo la última vez que comí algo cocinado en casa.
– ¿Sean es tu compañero de piso? -preguntó Ellie.
– Compañero de piso y hermano -Liam dio un sorbo de cerveza-. Tenemos una casa en el barrio de Southie, cerca de donde crecimos. Mi padre tiene un pub allí y mis hermanos y yo lo ayudamos cuando podemos.
– ¿Tienes más de un hermano?
– Somos siete -Liam asintió con la cabeza-. Conor, Dylan, Brendan, Brian, Sean y yo. Y una hermana, Keely.
– ¿Eres el pequeño?
– De los chicos sí. Keely es la benjamina. ¿Dónde está tu familia?
– No tengo, aparte de mi madre -dijo Ellie tras suspirar-. Y ni siquiera sé dónde está. Se marchó cuando tenía tres o cuatro años. Nunca conocí a mi padre. Me educaron mis abuelos y murieron cuando yo estaba en la universidad. Así que estoy sola.
– Parece que tuviste una infancia dura -comentó Liam.
– No creas. En realidad fue maravillosa. Mi abuela era bibliotecaria y siempre que no había colegio estaba con ella. Me encantaban los libros. Me siguen encantando. Existe una respuesta para cualquier pregunta en algún libro. Solo tienes que encontrarlo -Ellie se paró, consciente de lo tontas y simples que debían sonar sus palabras.
– ¿A qué te dedicas? -preguntó Liam. Ellie agarró un puñado de pasta y lo soltó en el agua. Luego removió con una cuchara de madera.
– Ahora mismo no hago nada. Estoy buscando trabajo. Acabo de venir de Manhattan.
– ¿Y allí qué hacías?
– Trabajaba en un banco. Soy contable.
– ¿Por qué Boston?
– Tenía que irme de Nueva York. No podía seguir trabajando ahí.
– ¿Por?
Ellie no tenía ganas de entrar en una conversación sobre sus problemas con los hombres; sobre todo, cuando pretendía impresionar a Liam.
– La verdad es que no me apetece hablar del tema. Es parte del pasado. He venido a empezar una nueva vida -dijo y trató de cambiar el rumbo de la conversación-. No creía que fueses a aceptar mi invitación a cenar. Pensé que quizá estaba siendo demasiado directa.
– ¿Y eso es malo? A mí no me importa.
– A algunos hombres sí. Siempre he tenido problemas con eso. Nunca me he comportado como realmente soy con los hombres con los que quedo… aunque esto no es una cita, claro. Pero siento que contigo puedo ser yo misma. Me salvaste la vida.
– Hablando de lo cual, he notado que no tienes un cerrojo decente en la puerta. Y podías poner unas cadenas en las ventanas que dan a la entrada de atrás. Si quieres, puedo pedir un par de cosas en la ferretería.
Ellie asintió con la cabeza, agradecida por el ofrecimiento. ¿Cómo era posible que un hombre como Liam Quinn siguiera soltero? De pronto, la asaltó un pensamiento: ¿y si no era soltero? ¿Y si tenía novia? Claro que entonces no habría aceptado su invitación a cenar. Por otra parte, ¿se habría sentido obligado a aceptarla?
– Lo más probable es que solo estuviese buscando dinero -continuó él-. No guardarás mucho dinero en casa, ¿no?
– No tengo mucho dinero en ninguna parte -contestó Ellie-. ¿Empezamos con la ensalada mientras se hace la pasta?
Se giró para sacar los platos de la nevera, los puso en la mesa del salón y Liam le corrió la silla para que tomara asiento. Luego se acomodó frente a ella.
– Creo que deberíamos brindar -dijo tras agarrar la botella de vino y servir a Ellie-. Por el ladrón que hizo que nuestros caminos se cruzaran.
– Y por el caballero de blanca armadura que acudió en mi auxilio -añadió ella con una risilla.
La expresión de Liam se alteró ligeramente y, por un segundo, Ellie pensó que había dicho alguna inconveniencia. Pero luego Liam sonrió e hizo chocar su copa contra la de ella.
Ellie dio un sorbo, mirándolo por encima del borde de la copa. El líquido corrió con suavidad por la garganta, le calentó un poco la sangre, ayudándola a relajarse. Pero sabía que no debía tomar más de una copa. Ya le estaba costando bastante mantener las distancias. Sobre todo, estando bajo los efectos de Liam Quinn.