Capítulo 10

MATTY pasó la hora siguiente trabajando con Danny, el pálido y magro joven que había hecho maravillas con la programación sin tardar casi nada. Juntos suprimieron las últimas imperfecciones mientras Sebastian y Josh trabajaban en los costos.

– Te manejas muy bien con el ordenador-la elogió Danny-. Si hubieras venido antes, lo habríamos terminado durante la semana.

– Matty tenía cosas más importantes que hacer, Danny -intervino Sebastian. Ella se sintió culpable. Le había pedido que lo acompañara, pero había estado más interesada en protegerse de él que en ocuparse del sistema informático-. ¿Cuánto más vais a tardar? Bea acaba de avisar de que la comida está lista.

Danny negó con la cabeza.

– Id vosotros. Necesito revisar el sistema a fondo si queréis llevároslo esta misma tarde.

– ¿Te traemos algo de comida? -preguntó Matty, que en el fondo deseaba quedarse con él para no tener que enfrentarse a la terrible hermana de Sebastian.

Danny negó con la cabeza, absorto en lo que hacía, así que lo dejaron trabajando y fueron a la cocina, donde Bea los esperaba con los platos en la mesa.

Josh y ella vivían en una gran casa campestre detrás de las caballerizas, con sus dos hijas adolescentes y muchos perros.

Lejos de mostrarse aterradora, Bea la recibió con simpatía y, a diferencia de Josh, no demostró la menor sorpresa al ver la silla de ruedas.

– ¿Necesitas ayuda? -preguntó con toda naturalidad.

– No, puedo manejarme sola, gracias.

Más tarde, mientras las mujeres cargaban el lavavajillas y los hombres se disponían a volver al taller, Bea sugirió que tomaran el café en la terraza para disfrutar del paisaje marino.

– Éste es un lugar encantador -comentó Matty.

– Nos gusta, y mis padres viven un poco más lejos de modo que podemos estar pendientes de ellos, les guste o no -dijo mientras señalaba hacia la gran mansión entre los árboles que Matty había vislumbrado al llegar-. Ahí está. Le habría pedido a Sebastian que te llevara a ver los jardines, pero habría sido un esfuerzo inútil.

Matty observó que era una imponente casa solariega.

– Hermosa mansión…

Bea le tendió un plato con dulces.

– ¿Quieres ayudarme con esto? Las niñas han estado experimentando con recetas para el puesto de bizcochos que van a instalar en la fiesta del verano. ¿Tú también vives en Londres?

– ¿También? Ah, te refieres a Sebastian. Sí -respondió, y al ver que Bea hacía una mueca, añadió-: Vivo en un lugar encantador. Es un apartamento en el jardín de la casa de mi prima Fran y su marido Guy. Ellos viven en las plantas superiores. Aunque debo admitir que me muero por trasladarme al campo.

– A la mayoría de las personas que viven en la ciudad les sucede lo mismo, porque suelen venir en días de sol. Aunque no es tan bonito en pleno invierno con el barro, la nieve y el viento.

– Viví en el campo hasta que fui a la universidad.

– ¿Sabes conducir?

– Sí, tengo un coche especialmente adaptado. Intenté venir en él, pero Sebastian me raptó.

– Es inútil vivir en el campo si uno no sabe conducir. Especialmente cuando se tienen necesidades especiales.

– No es divertido vivir en ninguna parte cuando se tienen necesidades especiales.

– ¿Cómo os conocisteis?

Matty se dio cuenta de que aquello no era tanto una conversación como un interrogatorio. Y decidió que ésa sería la última pregunta. Tenía deseos de decirle que no era asunto suyo, pero seguramente Bea pensaba que sí era asunto suyo si su hermanito se liaba con una mujer parapléjica que no le causaría más que sufrimientos.

– El año pasado mi prima Fran se casó con Guy. Hace poco celebraron la recepción de la boda y Sebastian fue a la fiesta.

– ¿Guy Dymoke? ¿Está casado con tu prima?

– Sí. ¿Lo conoces?

– No mucho, pero venía a ocasionalmente a la casa familiar a ver a Sebastian.

– Bueno, ya que lo conoces, no hace falta que continúes con la entrevista. Estoy segura de que te daría buenas referencias sobre mí.

Bea la miró un instante y luego se echó a reír.

– No hace falta, querida. No hace falta. Es bueno ver a mi hermano con alguien que lo hace sonreír. Desde Helena… -Bea se paró en seco.

– Me habló de Helena.

– Ah, entonces lo comprendes. Sebastian cambió totalmente. Antes era muy divertido, pero tras la ruptura se volvió insensible a cualquier emoción. Como si sólo quisiera ponerse fuera del alcance de cualquier persona -dijo. Matty comprendió su temor al compromiso, el temor a la cercanía del otro. Y al parecer lo había extendido a su familia-. Cuando Louise me llamó para hablarme de ti…

– ¿Louise?

– Es la mayor, la hermana sesuda. Somos tres hermanas. Louise, Penny, que vive en Francia, y yo. Aunque de pequeño Sebastian era molesto como un grano en el trasero, ninguna de nosotras quiere volver a verlo tan herido, Matty.

– No voy a hacerle daño. La nuestra es una relación de negocios. La empresa requirió mis servicios como asesora -aseguró, más para convencerse a sí misma que a Bea. De acuerdo. ¿Y el beso en el parque? ¿Y ese vals tan íntimo antes de salir de casa? Ella sabía cómo se había sentido. Pero, ¿y él? Matty decidió que, fuera como fuese, eso tenía que acabar-. Intento colaborar para que Coronet salga adelante y Sebastian pueda reanudar su vida en Nueva York lo más pronto posible.

– Está haciendo un trabajo excelente -se oyó la voz de Sebastian, que se acercó a la mesa y tomó un trozo de bizcocho-. Danny está imprimiendo montones de tarjetas. ¿Quieres ir a verlo?

Oh, Dios. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Qué había oído?

– Yo también voy – dijo Bea, con naturalidad. Estaba claro que el hecho de que su hermano la hubiese sorprendido hablando de su bienestar no la incomodaba en absoluto-. Sebastian, lleva el plato con el bizcocho. Estoy segura de que ese chico no come. No me extrañaría que se alimentase de la luz que arroja la pantalla del ordenador -añadió antes de echar a andar delante de ellos.

Cuando se quedaron solos, Sebastian se volvió hacia Matty.

– ¿Te ha sometido al tercer grado?

– No sé de qué hablas.

– Te lo advertí.

– Para tu información, Bea no es nada mandona. Al contrario, me parece encantadora.

– ¿Y de qué habéis hablado?

– De la vida en el campo, de los problemas del transporte público y de tus otras hermanas. Por ejemplo, ahora sé que Louise es la sesuda de la familia.

– Así es. Tiene una cátedra en la universidad.

– También hablamos de Guy. No me dijiste que Bea lo conocía.

– No, sólo lo vio un par de veces cuando vino a casa conmigo. No se puede decir que lo conozca.

– Es cierto. A mí me has visto un par de veces y no me conoces en absoluto.

– No es lo mismo. Puedo apostar a que sé más de ti que la mayoría de la gente. Eres una mujer muy especial.

Matty había pensado que podía controlar sus sentimientos. Tarde o temprano Sebastian se marcharía. Tenía que concentrarse en Blanche, en Coronet, en su propio futuro. Todo el resto nada tenía que ver con la realidad. Sabía que iba a sufrir. Era inevitable. Lo había sido desde el primer momento en que lo había visto ensimismado con su copa de champán.

Pero ella no iba a hacerle daño.

– No soy especial, Sebastian. Soy una mujer común y corriente que tiene un problema con las piernas -dijo antes de acelerar la silla de ruedas dejándolo atrás-. Y ahora vámonos, porque tengo que volver para acabar mi declaración de la renta.


En lugar de rebatir, Sebastian ayudó a Josh a embalar el equipo informático y, tras pedirle a Danny que estuviera de guardia en la oficina en caso de que surgiera algo imprevisto el día del encuentro con el comprador, puso todo en el asiento trasero del Bentley.

– ¿Lista para ponerte en marcha? -preguntó Sebastian cuando Matty apareció junto a ellos acompañada de Bea.

– Totalmente.

Sebastian deliberadamente se volvió a estrechar la mano de Josh, dejando que Matty entrara sola en el coche.

– No sabes cuánto agradezco el tiempo y las molestias que te has tomado, Josh.

– Lo hago por la familia. A nadie le interesa meterse en un lío económico que saque a relucir viejas historias familiares. Por lo demás, hemos disfrutado con el trabajo. Y si todo sale bien, hasta podremos ganar dinero.

– Espero que Matty y yo seamos capaces de estar a la altura de las circunstancias.

Sebastian guardó la silla en el coche y se sentó tras el volante.

– Ven a vernos pronto, Matty. Deberías traerla a la fiesta del verano la próxima semana, Sebastian -dijo Bea.

– ¿Por qué tendría que romper la costumbre de haberme negado toda una vida?

– Si él no quiere, ven tú sola, Matty. Así conocerás al resto de la familia.

– La familia es como Bea, pero multiplicada por tres -advirtió el hermano.

– Gracias, Bea -intervino Matty, ignorando las palabras de Sebastian-. Si tengo tiempo, me encantaría venir.

– No hacía falta tanta diplomacia -dijo él cuando se dirigían a la carretera.

– No es eso, verdaderamente lo pensaba así.

– ¿De verdad?

– No te preocupes. Encontraré algo que me mantenga ocupada el próximo fin de semana -anunció Matty al tiempo que miraba por la ventanilla-. ¿No deberíamos ir en dirección contraria? -preguntó al ver que enfilaba hacia el sur.

– Sólo si queremos volver a Londres. Debí haber aclarado que la única razón por la que no quería almorzar con Bea y Josh era porque había planeado algo más interesante.

Matty esbozó una sonrisa de alivio. No se trataba de que él no deseara que conociera a su familia.

– ¿Por qué no le dijiste a Bea que tenías otros planes?

– Porque Josh y ella normalmente comen un bocadillo a la hora de almuerzo. Josh está ocupado en su taller o en el parque empresarial que es su verdadero trabajo, y ella tiene más de diez comités que mantener a raya. Créeme, cuando vine a comienzos de semana no me recibieron con un banquete.

– ¿Cocinó especialmente para mí?

– Quería que te sintieras como en casa -dijo antes de encogerse de hombros-. Y desde luego quería someterte al tercer grado. Habría sido una crueldad desilusionaría. Por lo demás, tú misma dijiste que fuera más amable con mis hermanas.

– Debiste haberme advertido que iba a ser víctima de la Inquisición -dijo Matty, con una sonrisa.

– Lo hice, pero tú no me escuchaste.

– Hablaste con Louise acerca de mí, ¿verdad? ¿Cuál es su especialidad en la universidad?

Sebastian se tomó un tiempo antes de responder.

– Medicina.

Bajo la luz del sol de la tarde, el coche se internó hacia el mar, que se mezclaba tan perfectamente con el cielo que era difícil saber dónde terminaba uno y empezaba el otro.

Cuando Sebastian entró en un camino vecinal, había un letrero que advertía que era propiedad privada, pero Matty ni siquiera se molestó en decírselo, concentrada en averiguar cómo le sentaba que Sebastian hubiese hablado sobre ella con su sesuda hermana. ¿Qué quería saber? ¿Qué le había dicho Louise?

El coche se detuvo en una pequeña cala rodeada de acantilados. Había una casita de piedra construida al abrigo de uno de ellos con un muelle de madera y un cobertizo para botes con una rampa para botar al agua una lancha neumática.

La marea estaba baja y se veían charcos en las rocas. Seguramente ahí el agua estaría tibia en un día como aquél. El lugar perfecto para sentarse y chapotear con los pies.

– Ahora tengo que limitarme a contemplar el paisaje -dijo ella.

– No tienes por qué hacerlo. La vida no se ha detenido, Matty.

– No -convino en tanto recordaba la última vez que había estado en la playa, paseando a la orilla del mar de la mano del hombre que con el que pensaba compartir toda su vida-. No se ha detenido, pero ha cambiado -observó mientras se volvía a mirarlo-. Estoy segura de que Louise te dijo lo que tenía que hacer. Te habló de la rutina diaria de ejercicios para mantener los músculos en forma, y cosas por el estilo.

– ¿Y qué problema tiene hacer ejercicio diariamente? Josh es diabético, tiene que inyectarse insulina todos los días y no anda gimoteando -declaró. Ella exhaló con fuerza como para demostrar su indignación. ¿Cómo se atrevía a sugerir que se quejaba?-. Para tu información -continuó él tranquilamente-, me limité a preguntarle dónde podría encontrar más información y ella me dio el nombre de un par de sitios en Internet.

– ¿Por qué? – preguntó, pero le bastó una mirada a Sebastian para comprender-. De acuerdo. Hemos bailado y me has alimentado más de una vez, así que ahora piensas que es hora de que nos dediquemos a tontear entre los arbustos. ¿Estoy en lo cierto? ¿Es que la silla de ruedas te excita, Sebastian? No serías el único. A algunos hombres les encantan las mujeres imposibilitadas.

Sus palabras eran odiosas, pero no quería estar con él en ese hermoso paraje fingiendo que todo era normal. No, no lo era. Hiriéndolo y burlándose de él lograría impedir que continuara con lo que había planeado, fuese lo que fuese.

Pero Sebastian no parecía herido. Una emoción diferente ensombrecía sus ojos cuando se inclinó hacia ella y le besó la palma de la mano.

– No es la silla de ruedas lo que me enciende. Eres tú, Matty -dijo al tiempo que llevaba la mano de ella hasta su ingle. Matty dejó escapar un grito sofocado al notar su excitada virilidad. Luego abrió la boca para decir algo y volvió a cerrarla, porque no se le ocurría nada que pensar ni que decir-. Parece que por primera vez te he dejado sin habla, ¿eh? -comentó él con una sonrisa.

– Yo… tú…

– ¿Por qué no utilizas la palabra «nosotros»? -sugirió mientras le tomaba la mano-. ¿La natación forma parte de tus ejercicios rutinarios?

Ella se volvió hacia el mar.

– Voy a nadar a la piscina local un par de veces a la semana.

– ¿Entonces nadas?

– No es lo mismo.

– No, la piscina es segura. ¿No te apetece una escapada? ¿Arriesgarte un poco?

– No he nadado en el mar desde el accidente.

– No has venido al mar desde el accidente, ¿verdad?

– No… no podía soportarlo -confesó Matty finalmente.

Sebastian sacó de la guantera el dibujo descartado que había recogido del suelo en el estudio de Matty.

– Mira, ya lo has hecho. Es hora de que dejes de castigarte, Matty.

– No me estoy castigando.

– Entonces déjate crecer el pelo, deja de negar que eres toda una mujer.

– Si sabías por qué me corté el pelo, ¿por qué lo preguntaste?

– Quería asegurarme de que tú también lo sabías. Y ahora iremos a nadar.

– ¿Cómo podría?

Sebastian le tocó la mejilla volviendo su rostro hacia él.

– Porque lo deseas más que nada en el mundo -afirmó con seriedad-. ¿Me equivoco?

Tenía razón. Siempre le había encantado nadar en el mar, aunque estar con él en el agua era lo que lo convertía en algo especial. Lo hacía completamente irresistible.

Aparentemente satisfecho con su silencio, Sebastian salió del coche, sacó la silla de ruedas y, sin molestarse en preguntar, la tomó en brazos antes de acomodarla en la silla.

– Esto es ridículo, Sebastian. Ni siquiera tengo bañador.

– Muy bien -dijo en tono de broma-. Yo tampoco. Pero no te aflijas. Puedes bañarte en ropa interior si te sientes tímida. Desde luego, sólo será postergar lo inevitable. No me haré responsable si te quedas con la ropa mojada, así que tendrás que quitártela cuando salgas del agua.

Matty tragó saliva. Había muchas razones para pensar que era una mala idea, pero de alguna manera no podía empezar a preocuparse por lo que sucedería después, cuando en ese momento se sentía tan llena de vida.

– ¿Y qué dirá la gente que vive en esa casa? ¿No pondrán objeciones a una pareja de extraños que se bañan desnudos en su playa privada?

– La casa está vacía -respondió Sebastian con un ademán que abarcaba todo el terreno-. Todo es nuestro.

– De acuerdo, ¿y cómo vamos a hacerlo?

– Iremos al cobertizo de los botes. Una vez allí, yo me haré cargo del resto.

Cuando maniobraba la silla de ruedas, Matty fue consciente de lo que iba a hacer y sintió que le fallaba la confianza en sí misma.

Iba a quitarse la ropa delante de Sebastian a plena luz del sol de julio, sin un lugar donde ocultarse.

Al parecer, las dudas se reflejaron en su cara, porque él le acarició la mejilla.

– Confía en mí, Matty.

«¿Por qué no?», Matty pensó de pronto. ¿Qué era lo peor que podía suceder? ¿Que tras una mirada a su cuerpo, Sebastian deseara haber pasado la tarde de otro modo? ¿Sería problema de ella o de él?

– ¡Esto va a ser divertido! -exclamó Sebastian al tiempo que se quitaba la camisa.

– Desde luego que sí -convino ella mientras contemplaba los fornidos hombros masculinos.

Si hubiera sabido que Sebastian la iba a llevar al mar, no habría olvidado meter la cámara fotográfica en el bolso.

Sin embargo, si hubiera sabido que iba a llevarla al mar, se habría encerrado en su apartamento y por nada del mundo habría subido a su coche.

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