Capítulo 1

FUNERALES y bodas. Sebastian Wolseley los odiaba por igual. Al menos el primero lo había salvado de asistir a la parte más tediosa de la segunda. Y además, le proporcionaba una buena excusa para marcharse una vez cumplido su deber con uno de sus antiguos amigos.

Mientras contemplaba con pesadumbre la copa casi intacta que sostenía en la mano, pensó que lo último que le apetecía era participar en un festejo.

– Estás pensando en que te atreverías con algo más fuerte, ¿verdad?

Sólo en ese momento fue consciente de la presencia de la mujer que lo había arrancado de sus pensamientos.

Era la única ocupante de una mesa en la terraza, todavía con los restos de un exquisito bufé. La única que no se encontraba en la pista de baile en el jardín, bajo el toldo. Por su mirada directa e imperturbable, Sebastian tuvo la inquietante sensación de que hacía rato que lo observaba.

No era el tipo de mujer que llamara la atención. Su colorido era indefinido, pardusco. Era demasiado delgada para ser hermosa, y su técnica para ligar, demasiado trillada como para atraer su interés. Sin embargo, sus rasgos eran marcados y sus ojos brillaban de inteligencia; y fue algo más que la cortesía lo que le impidió dejar el vaso y marcharse de allí.

– ¿Y después de tu número le regalas al público un baile de claque?

Ella alzó las cejas, sin sonreír.

– ¿Bailar? -preguntó con seriedad.

– ¿No actúas en un cabaret? Entonces, tal vez tu número consista en adivinar los pensamientos del público.

Al notar el mordiente sarcasmo de sus palabras, Sebastian se culpó por no haberse marchado antes. No tenía por qué dejar caer su mal humor sobre los inocentes invitados que andaban por ahí. O que permanecían sentados, como ella.

– No se necesita ser adivina para darse cuenta de que no estás disfrutando de esta velada «hasta-que-la-muerte-nos-separe» -la mujer devolvió el golpe sin alterarse, pero sin sonreír-. Has estado tanto rato con ese vaso en la mano que seguramente su contenido ya se ha calentado. De hecho, me atrevería a pensar que te sentirías más a gusto en un velatorio que celebrando la bendición de una boda.

– Definitivamente adivinas los pensamientos -observó al tiempo que colocaba el vaso en la mesa de ella-. Aunque tengo la sensación de que el velatorio que acabo de dejar hará que esta fiesta parezca bastante más sosegada.

Y entonces se sintió verdaderamente culpable.

Primero, había sido grosero con la mujer, y al ver que permanecía inmutable, intentó molestarla, sin el menor éxito al parecer. Ella se limitó a ladear ligeramente la cabeza, un gesto semejante al de un pájaro curioso.

– ¿Era un familiar? -inquirió con naturalidad, evitando el típico tono reverente en circunstancias tan penosas.

Esa naturalidad fue como un extraño respiro a la locura que se había apoderado de su vida durante la última semana, y por primera vez sintió que desaparecía parte de su tensión.

– Sí, mi loco y malvado tío George, un primo lejano realmente, aunque mucho mayor que yo.

Ella apoyó la barbilla en las manos, con los codos sobre la mesa.

– ¿De qué modo era loco y malvado?

– Del mismo modo en que lo era su homónimo, lord Byron.

– Comprendo.

Incluso a la tenue luz del atardecer de un día de verano, con una cuantas velas encendidas en la mesa redonda, y el reflejo de la iluminación que habían puesto en los árboles, su rostro no era suave ni poseía una belleza convencional, pero la fina piel cubría unos huesos elegantes. Sebastian concluyó que la fuerza que emanaba de ella provenía de su interior. No, no estaba coqueteando con él. Sólo mostraba interés.

– Loco, malvado y peligroso. Una tentación para mujeres estúpidas. Así que, ¿el bullicioso funeral fue una expresión de alivio o la celebración de una vida vivida en plenitud? -preguntó, con la mayor seriedad.

Sebastian se dio cuenta de que, aunque lo hubiera deseado, ya era demasiado tarde para marcharse, así que optó por sentarse frente a ella.

– Eso depende del punto de vista de cada cual. La familia se inclinó por lo primero y los amigos por lo último.

– ¿Y tú?

– Todavía no lo tengo claro pero, ¿cuántas personas, conscientes de su inminente final, se tomarían la molestia de disponer un funeral a lo grande para alegría de los amigos y escándalo de la familia? Como te digo, un suceso que dará que hablar durante años.

– A mí me parece muy bien.

– Tío George dejó instrucciones para que todo el mundo se divirtiera. En el velatorio no se sirvió más que excelente champán, salmón ahumado y caviar. Unas instrucciones que sus amigos se están tomando muy a pecho.

– ¿Y por qué tú no? Eso es maravilloso.

– Quizá porque llevo luto por mi propia vida -comentó. Ella esperó. Era la perfecta interlocutora, consciente de su necesidad de hablar, aunque fuera con una desconocida como ella-. Verás, metafóricamente hablando, me han encargado poner todo en orden cuando se acabe la fiesta.

– ¿De veras? ¿Eres abogado?

– No, banquero.

– Han hecho una elección acertada.

– No, si uno es el banquero en cuestión.

Ella hizo una mueca.

– Evidentemente se trata de algo más que pagar unas cuantas cajas de champán.

– Me temo que sí. Pero tienes razón, es de mala educación traer mis problemas a una boda. A decir verdad, mis intenciones eran hacer acto de presencia y brindar con la feliz pareja. Y como eso ya está hecho, debería llamar un taxi.

Pero no se movió.

– ¿Crees que un whisky podría contribuir a aplacar tus fantasmas?

En ese momento, Sebastian concluyó qué no había nada pardusco en sus ojos. Eran de un raro color, más ámbar que marrones, bordeados de espesas pestañas, y su boca era amplia, de labios abultados.

– Podría ser, sólo si bebes tú también -dijo al tiempo que miraba hacia el sector entoldado, y de inmediato deseó haberse callado la boca. Lo último que deseaba era abrirse paso entre los alegres invitados para llegar al bar.

– No hace falta que libres una batalla entre la horda de bailarines. Cruzando ese ventanal encontrarás un frasco en la mesa junto al sofá -dijo mientras señalaba hacia la casa.

– ¿No sería abusar de la hospitalidad de nuestro anfitrión? -preguntó mirándola con más detenimiento, y se sintió vagamente sorprendido al ver que ella sonreía.

– No pondrá objeciones. En este caso, la hospitalidad corre por mi cuenta. Vivo ahí, en el apartamento del jardín -dijo al tiempo que le tendía la mano-. Soy Matty Lang, prima de la novia y su madrina de boda.

– Sebastian Wolseley -saludó al tiempo que le estrechaba la mano que, aunque pequeña, respondió con firmeza.

– ¿El pez gordo de la banca de Nueva York? Me preguntaba cómo serías cuando escribí las invitaciones.

– ¿Tú las hiciste? -preguntó en tanto recordaba la exquisita escritura en letra caligrafiada que adornaba la tarjeta de invitación a la boda de Francesca y Guy Dymoke y la recepción que celebrarían en el jardín de la casa-. ¿No es tarea de la novia escribir las invitaciones?

– No tengo ni idea, pero la novia estaba muy atareada en esos días sufriendo todas las molestias de un parto.

– Ésa sí que es una excusa legítima. Hiciste un hermoso trabajo. Espero que te lo haya agradecido debidamente.

– La gratitud no cuenta aquí. ¿Eres amigo de Guy? ¿O ésta es una visita obligada para paliar un pésimo día?

– Nunca he dicho que sea una visita obligada. Dije que no era mi intención quedarme demasiado tiempo. Y en cuanto a la primera pregunta, somos amigos desde los tiempos de la universidad en que compartimos nuestro mutuo interés por la cerveza y las mujeres -afirmó, y de inmediato decidió no seguir por ahí-. Pero no nos veíamos desde hace años. Yo vivo en Nueva York, y Guy nunca permanecía estable en un lugar el tiempo suficiente como para alcanzar a saludarlo.

– Te aseguro que últimamente está muy hogareño.

– Basta mirar a su mujer para comprender la razón.

– Cuando escribí tu invitación le pregunté a Guy cómo eras y ni siquiera supo decirme cuál era el color de tus ojos.

– Bueno, para ser sincero yo tampoco sabría decirte cuál es el color de los suyos. Como te decía, hace mucho tiempo que no hemos coincidido en el mismo país.

– Su excusa fue que había dejado de mirarte a los ojos para concentrar la atención en las incontables mujeres que siempre te rodeaban. Aunque, si lo hubiera hecho, creo que bien podría comprender su dificultad.

– ¿Por qué mis ojos son difíciles?

– No son difíciles, son cambiantes. A primera vista habría dicho que eran grises. Pero ahora no estoy tan segura. Bueno, ¿una copa? Por favor, añade un poco de agua mineral a la mía.

– ¿Y qué pasó con el padrino de bodas?

– ¿Podrás creer que está casado? Con una pelirroja sensacional. ¿De qué sirve un padrino que no está disponible para satisfacer los caprichos de la madrina? No puedo creer que un hombre tan listo como Guy haya hecho tan mala elección.

– ¡Espantoso! -exclamó, no del todo seguro de que ella estuviera bromeando. En ese momento, Sebastian cambió de opinión. La mujer sí que estaba coqueteando con él, pero no lo hacía como el resto de las féminas. No sonreía ni batía las pestañas. No sabía exactamente qué hacía, pero había logrado captar toda su atención-. Ahora sí que voy a buscar esas copas. A menos que me ofrezca como sustituto.

– ¿Del padrino de bodas?

– Sí, ya que te dejó plantada -dijo mientras recordaba que Guy se lo había pedido, pero él no pudo asegurarle que llegaría a tiempo a Londres.

– Señor Wolseley, ¿intenta sugerir que podríamos desaparecer entre los arbustos y hacer el tonto un rato? -inquirió mirándolo con fijeza y una mueca de su boca generosa.

– Bueno, la verdad es que no me gusta precipitarme, señorita Lang. Antes de quitarle la ropa, debo conocer a la chica. Y prefiero hacerlo en un ambiente cómodo.

– Pero eso no es divertido.

– Bueno, tampoco tengo que conocerla demasiado. ¿Una cena, un par de invitaciones a bailar, tal vez? Cuando ese obstáculo queda salvado y se llega a una mayor intimidad, me siento perfectamente dispuesto a dejarme llevar por el mal camino.

– Pero en un ambiente confortable.

– Me gusta tomarme mi tiempo.

– ¿Te gusta bailar? -preguntó con una sonrisa que a él le alegró el día.

Sebastian tuvo la impresión que de alguna manera lo estaba sometiendo a un examen.

– Sí. Pero si tienes hambre podemos dejarlo e ir directamente a cenar.

– ¿Y lo haces bien?

– ¿Bailar?

– De eso estábamos hablando. Y sin falsas modestias, por favor. ¿Qué me dices de un tango?

– No puedo asegurarte que no vaya a darte un pisotón. Pero ponme una rosa de tallo largo entre los dientes y estoy dispuesto a intentarlo.

Matty rió de buena gana.

– Creo que es la mejor oferta que he recibido en mucho tiempo, pero no te asustes. Nada me va a sacar de esta silla durante el resto de la velada.

– Estás cansada. ¿Es muy duro el papel de madrina de una boda?

– No sabes cuánto. La organización de la fiesta no fue fácil y tuve que asegurarme de que la novia estuviera perfecta en su gran día.

Sebastian siguió su mirada hacia la pareja de novios que, tomados del brazo, conversaba con unos amigos.

– Hiciste un trabajo estupendo. Guy es un tipo con suerte.

– La merece. Y Fran lo merece a él.

– ¿Estáis muy unidas?

– Somos más hermanas que primas. Ambas somos hijas únicas de matrimonios mal avenidos.

– Si tuvieras una familia como la mía, pensarías que lo tuyo no fue tan malo, créeme. Bueno, iré a buscar ese whisky.


Matty no apartó los ojos de la figura de Sebastian Wolseley mientras se alejaba. Alto, de anchos hombros, con un cabello oscuro cuidadosamente cortado y ligeramente alborotado por la brisa, sin duda tendría que ser el sueño de cualquier mujer. Y el color de sus ojos al sonreír pasaba de un gris pizarra a un verde profundo, como el mar iluminado por el sol.

Era un placer contemplarlo y ella lo había estado observando desde que había llegado con retraso a la recepción. También notó la calidez con que Guy lo había saludado. Sin embargo, aunque su cuerpo se encontraba allí, su espíritu vagaba por otros lados.

– Matty… -llamó una voz infantil. Toby, el hijo de tres años de su prima, se escurrió entre ella y la mesa redonda llevándose parte del mantel-. Escóndeme.

– ¿De qué?

– De Connie. Dice que tengo que irme a la cama.

– ¿Lo has pasado bien?

– Sí -murmuró con un bostezo.

Al ver que estaba medio dormido, Matty lo acomodó en sus rodillas con la esperanza de ver a Connie, el ama de llaves de Fran.

– Verás, hiciste un buen trabajo en la ceremonia al cuidar de los anillos. Estoy muy orgullosa de ti.

El niño se acurrucó contra su cuerpo.

– Y no se me cayeron.

– No -contestó mientras lo abrazaba, pensando que desde la llegada de su hermanito, Toby había dejado de ser el centro de atención y entonces se había acercado más a ella.


Sebastian subió por una rampa baja hasta llegar a una acogedora sala, suavemente iluminada por una sola lámpara. A la izquierda había un tablero de dibujo y un ordenador; en suma, un pequeño estudio junto a una ventana con vistas al jardín que cubría toda la pared.

¿Matty Lang era artista? Sin embargo, ni en el tablero ni en las paredes adornadas con unos tejidos artesanales había nada que pudiera darle una pista.

Aunque había algo desconcertante en la distribución de los muebles, pero en ese momento carecía de agudeza mental para descubrir de qué se trataba. Después de todo, estaba bajo los efectos del desfase horario tras el vuelo intercontinental y con el agobio de un exceso de desaprobación familiar durante el funeral.

No cabía duda de que mezclar whisky con la única copa de champán que había bebido en honor a la memoria de su tío no era lo más sensato, pero no sería la primera vez que hacía una tontería.

A su derecha había un gran sofá orientado hacia el jardín y flanqueado por dos mesas, una llena de libros y la otra con los mandos de un pequeño televisor y un equipo de música.

Sebastian resistió la tentación de acomodarse en el sofá con los ojos cerrados en ese ambiente tan acogedor. Así que vertió una pequeña cantidad de whisky en cada vaso y fue a la cocina en busca de agua mineral, que añadió a las bebidas antes de salir al jardín.

De inmediato, percibió lo que debería haber notado desde el principio si no hubiera estado tan ensimismado en sus propios problemas. La rampa, en lugar de una escalera, debió haberlo alertado.

La razón por la que Matty Lang no bailaba no tenía nada que ver con el cansancio de sus obligaciones como madrina de la novia.

La razón era que estaba sujeta a una silla de ruedas. Y el mantel que se había corrido de la mesa, había ocultado las ruedas de la vista de cualquier observador.

Sebastian vaciló un instante, muy confundido al recordar que le había preguntado si bailaba claque. También había disfrutado del sentido del humor de la mujer, que indicaba una carencia total de autocompasión.

Matty alzó la vista y lo sorprendió observándola. Entonces se limitó a hacer un pequeño gesto con la boca, como reconociendo la verdad de su condición.

– Tal vez no deberías beber. No quisiera que te multaran por exceso de alcohol, especialmente si vas con un pasajero a bordo -dijo cuando llegó junto a ella al tiempo que le tendía la copa.

Tras beber un sorbo, Matty se la devolvió.

– ¿Quieres dejarla sobre la mesa, por favor? ¿Conoces a Toby?

– No, no he tenido el placer -dijo arrodillándose tras dejar las copas en la mesa-. Aunque he oído hablar mucho de ti. Encantado de conocerte -dijo al tiempo que le tendía la mano-. Soy Sebastian.

El niño se la estrechó con formalidad.

– Yo me llamo Toby Dymoke. Tengo el mismo nombre de mi padre y también el mismo apellido de mi nuevo papá. ¿Sabes?, ellos son hermanos. Y yo también tengo una hermana.

– ¿De veras? Yo tengo tres hermanas, aunque ya no son pequeñas. Las tres son mayores que yo y me hicieron pasar muchos malos ratos.

Cuando Toby se escurrió de la falda de Matty para alejarse rápidamente hacia el jardín, se produjo un silencio.

– ¿Tres hermanas? ¿Y te hicieron pasar malos ratos? -repitió Matty, finalmente.

– Hasta el día de hoy. Deberías haberlas visto en el funeral de George. Sólo porque soy su albacea testamentario me culparon por esa «comedia de absoluto mal gusto». Lo digo literalmente. Y además porque no había jerez.

Matty intentó ocultar la risa, aunque sin éxito.

– Lo siento, la situación no es para reírse. ¿Y tus padres?

– Bueno, recuerdo que mi madre bebió su copa de champán con cara de tragedia y mi padre se limitó a carraspear antes de decir que aquello era un despropósito.

– Así que tus hermanas fueron una molestia y tú el hermano perfecto. ¿Nunca pusiste huevas de rana en su crema para la cara?

– ¿Huevas de rana?

– Olvida lo que he dicho. Eso es para las madrastras malvadas.

– ¿Le hiciste eso a tu madrastra?

– Le hice de todo. No soy una chica buena.

– Eso depende de las razones que te incitaron a ello.

– Mi padre se casó con ella, pobre mujer. Y con eso es suficiente. Ya te lo he dicho, no soy buena.

Él movió la cabeza de un lado a otro.

– No pensaba en tu carácter. Pensaba en que si pudiste pescar unas ranas es que no siempre has estado en una silla de ruedas.

– ¿Crees que eso habría podido detenerme? Se lo hubiera pedido a otra persona.

– ¿A Fran, por ejemplo?

– No le habría podido decir para qué quería las ranas. Ella es mucho más simpática y amable que yo. Pero no fue necesario. La silla de ruedas se ha transformado en parte de mi vida desde que me estrellé contra una pared a causa de mi imprudencia, excesiva velocidad, falta de atención y una capa de hielo invisible en la carretera.

En sus palabras no había autocompasión. Hablaba como si no le diera importancia al asunto, con una sonrisa que él adivinó como una defensa contra la simpatía no deseada.

– ¿Desde hace cuánto tiempo?

– Tres años -informó. Durante un instante, Sebastian vislumbró algo de lo que esa sonrisa intentaba ocultar. No eran los tres años pasados, sino la vida que la esperaba en el futuro-. Pero no nos pongamos trágicos. Pudo haber sido mucho peor. Por lo demás, la parte baja de la espina dorsal no quedó totalmente dañada, así que al menos puedo utilizar el inodoro como cualquier persona normal -dijo entre risas.

– Sí, eso es una ventaja, aunque te verías en dificultades si fueras un hombre.

Ella estalló en carcajadas.

– Me gustas, pez gordo de la banca. La mayoría de las personas que se encuentran aquí, a esta hora ya habrían puesto pies en polvorosa.

– ¿Por eso sometes a examen a los que se acercan a ti?

– Sólo a los paternalistas que hablan sobre mi cabeza. Los le que preguntan a Fran si me conviene tomar una copa, los que me hablan como si fuera sorda, en fin. Creo que la conversación es más relajante si se habla abierta y directamente.

– Mentirosa. Lo único que intentas es incomodarlos.

– ¿Te sientes incómodo?

– ¿Tú qué crees? Entonces, ¿qué me dices del sexo?

– ¿Ahora? -preguntó como si él se lo hubiera propuesto-. Creí que eras un hombre que primero prefería conocer a una mujer -comentó, con sorna.

– Estoy abierto a la persuasión. Así que, ¿es un problema?

– Nada es un problema si algo se desea de verdad, Sebastian -manifestó, y al instante sonrió con la misma ironía de antes-. ¿Para qué seguir hablando sobre el tema si no sabes bailar un tango?

– Bueno, vamos a postergarlo hasta que decidas que valgo la pena como bailarín. Mientras tanto, llamaré un taxi e iremos a cenar a un sitio más tranquilo.

Sólo cuando sacó el móvil del bolsillo se le ocurrió pensar que ignoraba si ella podía manejarse en un taxi o si los restaurantes que conocía tenían una rampa de acceso. Mientras vacilaba, confrontado a una realidad totalmente nueva para él, Guy llegó en su rescate.

– Matty, Fran quiere que te acerques al toldo. Parece que hay una periodista babeando por echar una mirada al abecedario que hiciste para Toby.

– ¿Qué? ¡Una periodista en la fiesta de su boda, por amor de Dios!

– Oye, no me culpes a mí. Sólo soy el mensajero.

Cuando Sebastian se dispuso a acompañarla, Guy lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.

– Oh, no. Mi amada esposa tiene planes para ti también. ¿No te importa si me lo llevo un momento, Matty?

– Puedes quedarte con él, querido. He descuidado mis obligaciones demasiado tiempo -declaró al tiempo que extendía la mano en un claro gesto de despedida-. Ha sido un placer conocerte, Sebastian.

En lugar de estrecharla, él le sostuvo la mano.

– Creí que íbamos a cenar juntos.

– Gracias, pero ha sido un largo día. Tal vez la próxima vez que vengas a Londres -replicó al tiempo que liberaba la mano-. Mis recuerdos a Nueva York. Ah, y sé bueno con tus hermanas.

Y sin esperar respuesta, giró rápidamente la moderna silla de ruedas y se alejó por el sendero del jardín.

Sebastian no le quitó los ojos de encima hasta que la vio perderse entre la multitud y luego se volvió a Guy.

– Una mujer extraordinaria.

– Sí lo es. Si he interrumpido algo, lo siento.

– Ya oíste lo que dijo. Cenaremos la próxima vez que vuelva a Londres.

– ¿No sabe que has venido para quedarte?

– No creo haberlo mencionado.

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