SEBASTIAN le soltó las manos, se puso de pie y se alejó. Ella cerró los ojos para no ver cómo se marchaba. Era lo que había deseado, aunque se sentía como si fuera a la deriva en las frías aguas de un mar oscuro.
– Matty, toma.
Sorprendida, alzó la vista.
– Pensé que te habías marchado.
Sebastian le tomó la mano y se la puso alrededor del vaso que le tendía.
– Bebe esto.
– Yo no…
– Ahora sí que beberás -dijo con suave firmeza-. Te lo prescribo como una medicina.
– No eres médico.
– No, pero de todos modos te pido que confíes en mí -declaró-. Con calma. Sorbo a sorbo -le advirtió al ver que apuraba la copa. Entonces, sacó el móvil de un bolsillo-. ¿James? Soy Sebastian Wolseley. ¿Podrías hacerme el favor de decirle al presidente que no podré ir a la cena esta noche…?
– No hagas eso -pidió Matty, con la voz ahogada.
– Sí -continuó él, sin hacerle caso-. Una emergencia familiar.
– ¿Qué has hecho? -preguntó cuando él hubo cortado la comunicación.
– Me he escapado de una tediosa cena con un grupo de tediosos hombres de negocios.
– ¿No ibas a cenar con Fran y Guy?
– Voy demasiado bien vestido para eso, ¿no te parece? ¿Te sientes mejor ahora?
– No deberías estar aquí.
– ¿Crees que me voy a marchar sólo con la mitad de la historia? -preguntó al tiempo que se inclinaba y le ponía las manos en la cintura.
– ¿Qué haces?
– Te voy a llevar al sofá y te mantendré abrazada hasta que termines lo que empezaste.
– No soy una inútil, puedes guardarte tu abrazo -replicó, alejándolo de ella.
Luego, con mucho esfuerzo, se acomodó en el sofá.
– ¿Has comido? -preguntó Sebastian al tiempo que colocaba la silla de ruedas muy cerca de ella.
– ¿Qué? No. No me mimes, Sebastian. No me lo merezco.
Él ignoró sus palabras y se quitó la chaqueta. Entonces, sin previo aviso, se sentó junto a ella y la acomodó contra su cuerpo con el brazo en torno a su cintura.
– Siento mucho que hayas perdido a tu bebé, Matty.
– No lo perdí, Sebastian, lo maté.
– Tuviste un accidente. Tu coche patinó en el hielo.
– Fue por mi culpa. No presté atención a la carretera…
– Has pagado un precio muy alto, Matty. Creo que no mereces seguir culpándote.
– ¿De veras? -preguntó, mordaz. Sebastian la miró con tanta compasión que estuvo a punto de echarse a llorar-. Creo saber mejor que tú lo que merezco. Y ahora es cuando me preguntas por el padre, ¿no?
– ¿Dónde diablos se encuentra?
– Felizmente casado con una mujer muy agradable. Esperan el nacimiento de su bebé de un momento a otro.
– ¿Y pensó que querrías enterarte de la noticia?
– Su madre me escribió en Navidad. No quiso que lo supiera por otras personas.
La verdad era que deseaba darle las gracias a Matty, pero ella no se lo dijo a Sebastian.
– Dime, ¿fue muy difícil convencerlo de que se alejara de ti?
Matty empezó a temblar, a pesar de la tibieza del cuerpo de Sebastian junto al suyo. Pero no temblaba de frío. Temblaba de miedo.
Le asustaba la capacidad de comprensión que tenía ese hombre.
– No tan difícil como deshacerse de ti. Escúchame, Sebastian. El accidente fue por mi culpa. Una negligencia criminal.
– ¿Exceso de velocidad? ¿Exceso de alcohol?
– Ninguna de las dos cosas. Eran las ocho de la mañana. Iba camino al trabajo con el móvil en la mano. Intentaba llamar a Michael para contarle las novedades, no podía esperar un minuto más para decirle que iba a ser padre -explicó. Él no dijo nada, pero apoyó los labios en la sien de Matty. Un beso de consuelo-. No se me había ocurrido que podía estar embarazada. No tenía náuseas ni ningún síntoma especial, y la falta del período la achaqué a mi disgusto por la partida de Michael. Su empresa lo había enviado a Chile para trabajar en el proyecto de un puente -dijo antes de hacer una pausa.
– ¿Y entonces?
– Antes de su partida, pasamos unas breves vacaciones en una casa rústica junto al mar. Fue a fines de otoño. Hacía demasiado frío para nadar, pero los días eran luminosos y las laderas de las colinas lucían un tono púrpura, cubiertas de brezo -continuó; perdida en los recuerdos.
Luego las palabras salieron con más fluidez. Le contó que habían paseado, hecho planes para el futuro y que ahí concibieron al bebé. Le contó cómo se habían conocido en una fiesta y que a ella le había parecido que de pronto todas las piezas de su mundo encajaban.
– Así es como uno se siente cuando encuentra a la persona adecuada. Es como si pasaras toda tu vida intentando meter algo donde no cabe, y de repente lo consigues -observó Sebastian con gravedad.
Ella se volvió a mirarlo. Él lo comprendía, desde luego que sí. Ningún hombre llegaba a la mitad de los treinta sin haber entregado el corazón al menos una vez.
– Eso es. Y cuando amas a una persona no te aferras a ella como si te estuvieras ahogando, no la hundes contigo en el agua simplemente porque estás muerto de miedo. El caso es que en ese tiempo me sentía cansada y ese día decidí pasar por una farmacia a comprar unas vitaminas antes de dirigirme al trabajo. Y de pronto me encontré mirando fijamente una caja que contenía un test de embarazo. Fue como si hubiese despertado repentinamente de un sueño. La compré, me encerré en un lavabo y descubrí que ahí estaba nuestro bebé.
El brazo de Sebastian la apretó imperceptiblemente, como si supiera lo mucho que dolían aquellos recuerdos.
– ¿Y qué hiciste?
– Estaba tan emocionada que lo único que quería era compartir con Michael lo que estaba sintiendo. Entonces lo llamé desde el aparcamiento.
– Seguramente en Chile era de madrugada.
– Pensé que podría despertarlo. Pero el teléfono estaba desconectado y no era un tipo de mensaje de los que se pueden dejar en un contestador. Era un día tan hermoso, Sebastian… Muy frío, pero cristalino. El color del cielo era de un tono entre azul y rosa, ¿sabes? Ese matiz de luz que se aprecia antes de que el sol se eleve sobre el horizonte. Vi como mi aliento se condensaba en el aire frío, por todas partes aparecían manchitas de hielo y sentí que era un momento mágico. Estaba tan feliz que decidí llamarlo de nuevo y dejarle un mensaje para que la primera voz que escuchara en la mañana fuera la mía… -murmuró mientras sus lágrimas empapaban la camisa de Sebastian-. La carretera estaba despejada y el móvil en el asiento de al lado, sólo desvié la mirada un segundo…
Entonces, el ruido sordo de las ruedas sobre el pavimento se transformó en un siseo y Matty de pronto no pudo controlar la dirección del vehículo, que fue a estrellarse contra un muro de ladrillos.
– ¿Y luego?
– Cuando recuperé la conciencia en el hospital, mi bebé había desaparecido y Michael estaba sentado junto a la cama. Y lloraba. De alguna manera supe que sus lágrimas no eran sólo por mí o por el bebé perdido, sino también por sí mismo.
– Se me parte el corazón -observó Sebastian, con rabia contenida.
– Yo lo comprendí. Realmente me apoyó muchísimo, incluso quiso dejar su puesto en Chile y venirse a Inglaterra para ayudarme en la rehabilitación.
– ¿Pero…?
– El tenía un trabajo fabuloso. ¿Y qué más podía hacer por mí sino sentarse a mi lado con los brazos cruzados?
– Así que lo enviaste de vuelta a su trabajo -adivinó Sebastian.
– Te he dicho que no podía hacer nada por mí. Si el bebé hubiera sobrevivido, tal vez las cosas habrían sido diferentes. Tras un par de meses, le escribí para decirle que había conocido a un terapeuta en el centro de rehabilitación.
– ¿Y te creyó? ¿Se limitó a aceptarlo? ¿Es que no te conocía en absoluto?
– Debió de haberlo dudado, porque le pidió a su madre que viniera a verme. A ella le bastó una mirada para saber que mentía. Entonces me abrazó llorando y me dio las gracias.
– Oh, Dios…
– ¿Es que no lo ves? Más tarde, Michael se enamoró de una chica que, afortunadamente, amaba todas las cosas que a él le hacían disfrutar. Escalar, salir a navegar, dar largas caminatas… Él no cambió. Yo sí. Era un buen hombre, pero no quise que se sacrificara por mí, Sebastian.
– ¿Piensas que su vida a tu lado de algún modo se habría desvalorizado?
– Tiene una esposa, un bebé en camino. Una vida entera por delante…
– ¿Hay alguna razón que te impida tener hijos? Sé de atletas olímpicos en silla de ruedas que ganan medallas de oro y además tienen hijos.
– Ésa no es la cuestión, Sebastian. Yo tuve mi oportunidad y la perdí en un momento de descuido.
– Si tuviéramos sólo una oportunidad en la vida, la raza humana no habría podido progresar.
Aunque la conversación era muy penosa, al menos Sebastian parecía haber olvidado la razón que la había llevado a cometer aquella barbaridad con sus cabellos. Porque estaba claro que no tardaría demasiado en relacionarla con el mismo hecho que ocurrió en el cuarto de baño del centro de rehabilitación, del cual Fran había sido testigo. Matty había querido acabar con todo lo que quedaba de femenino en su aspecto. Había querido negar su propia esencia de mujer. No sería difícil que él adivinara la razón por la que había vuelto a hacerlo esa misma tarde.
– Tienes razón. Seguramente te mueres de hambre. Voy a limpiar esto y luego comeremos algo -dijo ella al tiempo que se secaba las lágrimas con la palma de la mano y sonreía con decisión.
Sebastian no quería moverse. Estaba muy bien así, con ella en el sofá. Entonces besó su cabeza, sobre los lamentables cabellos.
– Debo admitir que no he comido nada desde el almuerzo. Aunque me pareció oírte decir que no cocinabas.
– ¿Y quién ha hablado de cocinar? Voy a encargar una pizza.
Lo que Matty había hecho no hizo que se sintiera rechazado, más bien se sentía más fuerte, más seguro de ganarla, porque ella no lo habría hecho si él no le importara. Había intentado ahuyentarlo, pero él todavía se encontraba allí. Incluso le ofrecía comida.
– No, cariño, con un teléfono y una tarjeta de crédito cualquier tonto puede encargar una pizza. La verdad es que necesito con urgencia demostrarte que no todos los hombres somos unos inútiles y…
– ¿Me has llamado tonta?
– Y si tienes suerte dejaré que me ayudes en la cocina -continuó como si no la hubiera oído.
– ¿Dónde vamos exactamente? -preguntó Matty bruscamente el sábado por la mañana.
No lo había visto ni hablado con él desde la noche en que intentó ahuyentarlo y en cambio terminaron cenando un sorprendente plato de espaguetis a la carbonara que Sebastian preparó para ella. Más tarde, se despidió con un beso en la frente, como si ella hubiera sido una niña de seis años.
A partir de entonces, a falta de invitaciones para comer, cenar u otros compromisos relacionados con la alimentación, le pareció que él se había arrepentido de haberla alentado a dar rienda suelta a sus emociones sobre su camisa de etiqueta.
La única razón que lo había hecho volver esa mañana era porque la necesitaba para dar los últimos retoques a las tarjetas. Negocios, simplemente.
– Te seguiré, pero prefiero que me des la dirección por si te pierdo de vista.
– ¿Seguirme? ¿Y para qué querrías seguirme?
Estaba claro. Sería una soberana estupidez compartir con él durante largo rato el estrecho espacio de un coche. Aquella noche, con la cara apoyada en su pecho, había oído los violentos latidos del corazón bajo su mejilla, así que no ignoraba el peligro.
El único motivo para acompañarlo era Blanche y el resto del personal de Coronet. Y quizá también lo hiciera un poco por ella. Tenía que pensar en su propio futuro. Un futuro que no incluía a Sebastian Wolseley.
– Por supuesto que me agradaría que viajaras conmigo si quieres, pero sé que muchos hombres odian que los lleve una mujer.
– No es el sexo del conductor lo que podría objetar, sólo su forma de conducir. En todo caso, había pensado que vinieras en mi coche.
– Desgraciadamente, no es tan sencillo, Sebastian. Para empezar, algunos coches son más cómodos que otros para entrar y salir. Por otra parte, mi silla de ruedas ocupa mucho espacio. ¿No dijiste que el coche que te habían prestado era viejo?
– Y lo es. Pero no dije que fuera pequeño. Si puedo meter tu silla sin dificultad, ¿vendrás conmigo?
– De acuerdo, trato hecho -accedió antes de empezar a moverse.
– Espera un poco. ¿No sería mejor comenzar con la silla de ruedas? Así que lo primero que haremos será esto -decidió al tiempo que se inclinaba y ponía las manos bajo los brazos de Matty-. Sería mucho más fácil si me rodearas el cuello con los brazos.
– ¿Qué? No hace falta… Yo…
– Confía en mí, Matty, sé lo que hago -aseguró al tiempo que la ¿Izaba de la silla.
Entonces, sin poderlo evitar, los brazos de Matty volaron alrededor de su cuello y, antes de darse cuenta, estaba en posición vertical, con los brazos de Sebastian sosteniéndola con firmeza contra su pecho.
– Tú no puedes… yo no debería… -empezó a decir.
– Podemos hacer todo lo que deseemos, Matty. No es tan malo, ¿verdad?
¿Malo? ¿Cómo iba a ser malo sentir el cálido aliento en la mejilla y su rostro a unos centímetros del suyo?
Aunque sí, era malo.
La mano en torno a la cintura la ceñía contra su cuerpo de tal modo que entre su piel y la de Sebastian no hubo nada más que seda y algodón. De pronto, sintió que sus pechos se excitaban mientras su instinto femenino, tan antiguo como el tiempo, la urgía a besarlo, a atraerlo hacia sí y nunca dejarlo marchar.
Era demasiado para sus buenas intenciones. ¿Podía sentir Sebastian la respuesta de su cuerpo? ¿Sabía el efecto que ejercía en ella?
Una sonrisa que nació en los ojos de él, y lentamente invadió todo su rostro, fue la respuesta que ella necesitaba.
– Mi dama, ¿quiere bailar conmigo? -murmuró.
Como no fue capaz de responder ni de mirarlo, Matty optó por ocultar la cara en su cuello. Y cuando pudo reunir fuerzas para decirle que no hiciera tonterías, Sebastian ya canturreaba un vals como para sí mismo.
– ¡No! -exclamó al darse cuenta de que iba en serio.
Pero ya era tarde. Con un brazo en torno a la cintura y el otro bajo sus brazos, la ciñó contra su cuerpo y, cantando, empezó a moverse lentamente en grandes círculos, aproximándose cada vez más a la puerta.
Matty no estaba bailando exactamente, pero cada partícula de su cuerpo revivió repentinamente y deseó echarse a reír.
Al llegar a la puerta, la tomó en brazos.
– Es una bailarina sorprendente, señorita Lang, y estoy impaciente por bailar un tango con usted.
– No sin que lleves una rosa entre los dientes.
– Tienes razón. Y ahora sujétate bien -dijo al tiempo que la llevaba a la puerta totalmente abierta y a la luz del sol.
Cuando empezaron a subir la escalera, Matty deseó que no se hubiera cansado mucho con el baile. Como para confirmar sus pensamientos, los músculos del cuello de Sebastian se tensaron y ella sintió en la mejilla su pulso acelerado.
Y al llegar al nivel de la calle, vio a una agente de tráfico que abría la puerta de un Bentley de época cuyas curvas voluptuosas e inmensos faros plateados brillaban a la luz del sol. Mientras Matty continuaba con la boca abierta, Sebastian cruzó la calle.
– Cuidado con la cabeza -dijo mientras la colocaba con todo cuidado en el asiento delantero-. ¿Todo bien? ¿Necesitas cojines? -preguntó sin soltarla mientras ella se acomodaba.
Sin esperar respuesta, Sebastian se inclinó hacia los asientos traseros y, tras sacar unos cojines pequeños, los acomodó en torno a ella.
Matty deslizó las manos sobre la suave piel de la tapicería.
– ¿Ésta es tu idea de un coche viejo?
– Siempre ha estado en la casa familiar, desde que mi abuelo lo adquirió en tiempos inmemoriales. Desde luego, es más viejo que yo.
– Y desde luego que tú eres un anciano.
– Estoy en la plenitud de mi vida -respondió, con los labios muy cerca del rostro de ella.
Ya no podría huir de su cercanía, pensó Matty sin respirar, con la secreta esperanza de recibir otro beso robado.
– Cuando dijiste que lo habías pedido prestado a tu familia me imaginé algo menos… fastuoso.
– ¿No me digas que por primera vez te he dejado impresionada? -preguntó con una sonrisa irónica.
– El coche es lo que me ha impresionado. Por Dios, Sebastian, puedo abrocharme el cinturón sola, no estoy completamente impedida -rezongó y, antes de que se diera cuenta, Sebastian volvió a besarla.