Capítulo 2

HADAS del Bosque?

Sebastian cerró los ojos. Quizá todo fuera un mal sueño. Si se concentraba mucho, tal vez despertara en la zona color pastel de su apartamento de Nueva York. Pero no sucedió nada.

Cuando volvió a abrir los ojos, el despliegue de brillantes tarjetas de cumpleaños decoradas con motivos mágicos, como hadas del bosque, todavía estaban allí.

Una semana atrás, se encontraba en su oficina de Wall Street, con el destino de grandes corporaciones en sus manos. Y una sola llamada telefónica había cambiado su vida. Había pasado del sueño americano a la tontería británica.

Lo único que deseaba era que Matty Lang estuviera allí para que viera en qué se había convertido el «pez gordo de la banca de Nueva York». Estaba seguro de que ella habría disfrutado de la broma.

– Las Hadas del Bosque era nuestra línea de productos más rentable.

Blanche Appleby, secretaria de su tío George desde tiempos inmemoriales, vaciló un instante sin saber cómo dirigirse a ese hombre que le sacaba una cabeza y además era vicepresidente de un banco internacional.

– Todavía me llamo Sebastian, Blanche.

Ella se relajó un tanto.

– Hacía muchos años que no te llamaba así, Sebastian.

– Lo sé, pero no tienes que darme un tratamiento formal sólo porque he crecido y ahora soy más alto que tú. Todavía voy a necesitar que me eches una mano en esto. No sé nada acerca del negocio de tarjetas de felicitación.

No sabía nada y le importaba menos.

– ¿Y los otros miembros del personal?

– Hablaré con ellos más tarde, cuando me haga una idea…

– No me refiero a eso. ¿Cómo quieres que te llamen?

Sebastian ocultó un gemido. La vida era mucho más sencilla en Estados Unidos. Allí simplemente era Sebastian Wolseley, un hombre que destacaba por lo que hacía y cómo lo hacía más que por el hecho de ser descendiente de la amante de un alegre monarca británico.

El título de vizconde Grafton era una cortesía de su padre. Cuando nació le había donado uno de los títulos que le sobraban y del que podría disfrutar a la espera del más importante. De todos modos, Sebastian se había asegurado de que nadie en Nueva York lo supiera.

El acoso a la aristocracia de rango menor era un cruel deporte al que los medios de comunicación británicos eran muy aficionados. Si se enteraban de su implicación en la empresa Coronet Cards se convertiría en el blanco de sus burlas. Mientras se burlaran del vizconde bien podría ser que los socios de Nueva York no lo relacionaran con él.

En todo caso, unas cuantas burlas valdrían la pena si eso significaba que nadie en esa ciudad se enteraría de que había suspendido temporalmente su brillante carrera en el banco para rescatar a las Hadas del Bosque del desastre fiscal.

– ¿Cómo se dirigían a George en la empresa?

– Como señor George, todos menos los miembros más antiguos del personal.

– Por ahora preferiría que me llamaran Sebastian -dijo él.

– ¿Todo el mundo?

– Sí.

– Bueno, si es eso lo quieres…

– Eso es lo que quiero -aseguró al tiempo que indicaba el despliegue de tarjetas de cumpleaños, platos de papel, servilletas y globos desparramados sobre la mesa de conferencias situada en un extremo del despacho-. ¿Y dices que este montón de cosas era la línea más rentable de Coronet? -preguntó, intentando ocultar su incredulidad.

– ¿Nunca has visto el programa de televisión? -preguntó, sorprendida.

– No lo creo.

– Claro, seguramente no lo transmiten en la televisión estadounidense. Los personajes de las Hadas del Bosque fueron muy populares aquí, por eso George compró una licencia por un plazo de veinticinco años con el fin de utilizar los personajes en tarjetas y artículos para fiestas infantiles.

– ¿Has dicho veinticinco años?

– Las Hadas del Bosque han sido muy populares entre los niños de tres a seis años.

– ¿Y cuánto pagó la empresa por la licencia?

– Fue un buen negocio -respondió ella, a la defensiva-. Esa línea de productos fue el principal sostén de la empresa durante muchos años.

– ¿Fue?

– Las ventas han disminuido desde que la televisión ya no emite el programa.


Distraída por un sentimiento de frustración, Matty renunció a continuar con su trabajo. Toda la mañana había estado intentando no pensar en Sebastian Wolseley, en los sensuales pliegues que se le formaban junto a los ojos cuando sonreía, en el modo en que éstos cambiaban de color.

Seguramente, a esa hora todavía estaría durmiendo en Nueva York. Lo visualizó con la cara contra la almohada y las largas piernas despatarradas en la cama de uno de esos amplios apartamentos con grandes ventanales del suelo al techo que dejaban pasar la luz a raudales.

Matty sonrió al recordar que pocas personas eran capaces de enfrentarse a una silla de ruedas sin sentirse incómodas, pero él había superado la prueba con un sobresaliente.

La periodista tan ansiosa por entrevistarla, sin poder ocultar su incomodidad, se había marchado cuanto antes prometiéndole una llamada telefónica. Y tal vez lo haría. «Valerosa mujer atada a una silla de ruedas se dedica a ilustrar hermosos libros…» Era una historia más atractiva que escribir sobre una fémina sana dedicada al mismo oficio.

Matty recordó que, durante unos minutos, Sebastian le habló como si no fuera una inválida, diciendo cosas que nadie habría soñado decir, incluso preguntándole si bailaba.

Y cuando se había dado cuenta de que el baile nunca formaría parte de su repertorio, no había cambiado de actitud, no se había dirigido a ella como si fuera una estúpida. Cenar con él habría sido un placer nada frecuente en su vida.

Sentada a una mesa iluminada con velas, podría haber fingido durante unas cuantas horas de arrebato que su exterior era igual al de cualquier mujer común y corriente. Con los mismos anhelos, con el mismo deseo de ser amada, de tener un hombre que la apoyara, que le hiciera el amor.

Matty cerró los ojos un instante negándose a admitir que no era y nunca sería como las demás mujeres. ¿Cómo se había atrevido Sebastian a bromear con ella, a hablarle como si pudiera levantarse de la silla y ponerse a bailar en cuanto le apeteciera?

Ya con los ojos abiertos, pensó que no era justo culparlo. Lo había visto contemplar el fondo de la copa como si fuese un abismo y no había sido capaz de mantener la boca cerrada. Ella era la única culpable de sus noches de insomnio. Porque él ocupaba su mente desde que le había tomado la mano manteniéndola entre las suyas durante un instante demasiado largo.

Sin embargo, el lunes era un día laborable. No podía darse el lujo de entregarse a sus pensamientos cuando tenía fijada una estricta fecha tope para entregar el trabajo que le habían encargado. Así que eligió una pintura al pastel y se concentró en la ilustración que tenía ante ella.

– ¡Vamos, Toby, puedes hacerlo!

Matty alzó la vista justo cuando Toby intentaba escalar una estructura de brillantes colores colocada en el jardín. Era demasiado alta para él, y el niño, muy frustrado, se esforzaba por llegar a la cumbre.

Matty se inclinó hacia delante, anhelando estar fuera para darle el empujón que necesitaba. Entonces dejó escapar su propia frustración en el papel que tenía ante sus ojos. Con unos cuantos trazos de color Hattie Hot Wheels, su otro yo, salía disparada de la silla de ruedas con los brazos abiertos, volaba hacia Toby y lo alzaba por los aires hasta subirlo a lo alto.

Otro triunfo de su superheroína cuyos poderes especiales le permitían convertir la impotencia en acción.

Entonces Fran, con una sonrisa de estímulo, ayudó a subir al pequeño sujetándole la espalda con una mano.

¿Para qué iba a necesitar Toby una superheroína cuando tenía una madre con dos buenos brazos y piernas?

– ¡Matty! -gritó Toby haciendo señas con los brazos desde lo alto de la estructura-. ¡Mírame!

– ¡Bravo, Toby! -respondió su madrina a voces desde la silla de ruedas.

Pero su sonrisa se esfumó al instante al ver la ilustración casi concluida que acababa de arruinar por culpa de su personaje dibujado en la parte superior del papel.

¿Vandalismo deliberado?

Había ilustrado decenas de historias para revistas femeninas y sabía desde el principio que ésa en particular le iba a resultar dura, pero ella era una profesional. La escena en cuestión representaba una amplia {¿aya desierta con las siluetas de una pareja de amantes contra el sol poniente. Así se ganaba la vida y no podía rechazar los encargos sólo porque cargaran su memoria de recuerdos penosos.

– Ven con nosotros, Matty -la llamó Fran-. Mañana va a llover.

No era fácil resistirse a esa llamada de sirenas, pero cada minuto que pasaba junto a Toby era un recordatorio desgarrador de lo que había perdido en aquellos segundos que le arrebataron su futuro, incluida la maternidad. Y el bebé recién nacido, con toda la alegría que le proporcionaba, empeoraba las cosas.

Matty empezaba a sentirse atrapada al otro lado del cristal, como si fuera una espectadora de la vida que se le negaba. Si sólo pudiera permitirse una nueva existencia en una casa propia, lejos de Londres…

– ¡Tal vez más tarde! -gritó a Fran justo antes de atender el teléfono, que había empezado a sonar-. Matty Lang -dijo, y por un instante sintió que se le paralizaba el corazón-. Hola, Sebastian Wolseley. Eres madrugador. ¿No es una hora intempestiva allá en Nueva York?

– Es cierto. Aunque aquí en Londres son casi las once de la mañana. Dijiste que cenarías conmigo cuando estuviera de vuelta, pero me preguntaba si podríamos cambiarlo por una comida. He reservado una mesa en Giovanni's.

Era un restaurante tan famoso que ni siquiera tenía que molestarse en algo tan funcional como disponer de una dirección. Un tipo de local donde los ricos y famosos acudían para ser vistos y lucirse. Y casi eran las once.

Tenía dos horas para ducharse, cambiarse, encontrar un estacionamiento… ¡Y el peinado!

Además, nunca iba a ningún sitio sin antes examinarlo. Tenía que asegurarse de que habría una rampa para la silla de ruedas, que el tocador de señoras no estuviera en una primera planta. Incluso, si estaba en la planta baja, evitar quedarse atrapada en la puerta del lavabo.

De acuerdo, podía con todo eso; pero no lo haría.

– Dije que tal vez nos veríamos cuando volvieras. Pero no has ido a ninguna parte -le recordó.

– Al contrario, ayer fui a Sussex -afirmó, y ella visualizó el brillo de sus ojos y el leve pliegue en la comisura de la boca, que era el inicio de una sonrisa-. Una invitación forzosa a comer con la familia.

– ¿Por qué será que se me hace difícil creer que obedezcas órdenes de nadie?

– Bueno, necesitaba pedir un coche.

– ¿A tu familia le sobran los coches?

– Es uno viejo que sólo ocupa espacio en el garaje. Me habría gustado que me acompañaras.

– Me alegro de que no me hayas invitado.

– Tienes razón. Es un aburrimiento. Bueno, como ves, he estado en alguna parte y ahora he vuelto.

– Bien sabes que no me refería a eso.

– No recuerdo que hayas estipulado un lugar preciso. ¿Es que Sussex no cuenta?

Sí que contaba. Ése era el problema, porque Matty deseaba comer con él. Ya había soñado con esa escena. Ambos estaban sentados a la mesa de un restaurante elegante y simulaban ser sólo dos personas que compartían una comida. Pero luego él se levantaría de la mesa y se marcharía andando.

Sí, un sueño del que había despertado.

– De veras que lo siento, Sebastian, pero debo entregar un trabajo que tiene fecha tope y casi se me ha agotado el tiempo. Temo que mi almuerzo se limitará a un bocadillo. Pero gracias por la invitación -Matty cortó la comunicación sin darle oportunidad para replicar.


Reclinado en el sillón de piel tras la mesa del despacho, Sebastian reconoció que podría haber manejado mejor las cosas. Giovanni's había sido su primer error.

Realmente había deseado verla, conversar con ella, pero en lugar de decírselo había arrojado una invitación a comer en el restaurante más lujoso que se le ocurrió, a sabiendas de que pocas mujeres se resistían.

Pero ella no era como otras mujeres y él no le había dado oportunidad de decidir dónde le gustaría ir. Tampoco se le había ocurrido pensar que su vida estuviera tan ocupada como para no disponer de un momento para él.

Nada nuevo. Durante años había tratado a las mujeres de un modo casual, al estilo de «o lo tomas o lo dejas».

Las mujeres decentes habían optado por lo último cuando se daban cuenta de que no ofrecía nada más.

Sólo las interesadas en acudir a restaurantes caros y mezclarse con gente famosa aceptaban sus invitaciones. Y no había estado mal. Cada uno conseguía lo que deseaba sin molestarse en disimular algo más que la más superficial de las relaciones.

Nada que fuera a interferir en lo único que realmente le importaba: su carrera.

– Sebastian, ¿has descolgado el teléfono? -preguntó Blanche al verlo con el auricular en la mano-. Oh, perdona, estás hablando.

Él alzó la vista.

– He terminado -dijo al tiempo que colocaba el auricular en su sitio-. ¿Qué deseabas?

– Nuestro cliente más importante quiere reunirse contigo. George solía invitarlo a comer y lo trataba muy bien.

– ¿Y de qué hay que hablar?

– De la gama de artículos para el próximo año.

– ¿Y tenemos algo? ¿Por qué no lo he visto? El modo en que ella se encogió de hombros fue muy elocuente.

– Al final de su vida George no prestaba demasiada atención a sus negocios -explicó al tiempo que se sentaba con cierta brusquedad en la silla frente a él-. Todavía no me puedo acostumbrar a su ausencia -balbuceó al tiempo que buscaba un pañuelo en el bolsillo.

– Lo siento, Blanche. Trabajaste mucho tiempo para él. Esto debe de ser duro para ti.

– Le tenía mucho afecto. Era un caballero -declaró con manifiesta emoción.

Sebastian se preguntó si sentiría el mismo afecto por él si se enteraba del agujero que había dejado en los fondos de pensiones. Deseó fervientemente que ella nunca tuviera que descubrirlo.

– No sabes cuánto agradecemos que la familia haya decidido mantener la empresa. Porque realmente nunca les entusiasmó, ¿no es así?

– Así es. Aunque la verdad es que tampoco se sentían exactamente entusiasmados con George.

George nunca había tenido necesidad de trabajar, pero nunca le había gustado el papel que le había tocado representar en la vida al nacer. No lo atraía ir de caza, ni la práctica de tiro, ni la pesca. Aparte de muchas otras cosas, ambos compartían esa falta de entusiasmo por los deportes favoritos de la aristocracia británica.

– Todos creímos que la compañía se iba a liquidar -continuó Blanche-. Y por supuesto que lo comprendimos. Los negocios no han prosperado en los últimos años. Eso habría significado una jubilación anticipada para todos nosotros. Pero, ¿qué diablos haría yo entonces?

– Comprendo.

Había cosas peores que una jubilación anticipada como, por ejemplo, no poder disfrutar de ella, pensó Sebastian. Pero si la empresa pudiera remontar hasta el punto de encontrar un comprador e invertir el dinero en una pensión vitalicia para los empleados, ella y todo el resto del personal nunca se verían en esa situación.

– No puedes imaginar el alivio que sentimos al enterarnos de que te harías cargo de la compañía.

– Sí, pero no podremos negociar hasta que hagamos algo respecto a la gama de productos para el próximo año. Así que, ¿por dónde empezamos?

– Ya es un poco tarde. El plazo de entrega de los pedidos…

– Blanche, si voy a pagarle a ese hombre una comida cara, me gustaría tener algo que venderle mientras él se sienta satisfecho. ¿De dónde salen los nuevos diseños? ¿Alguna vez George encargó a un artista un diseño conceptual que pudiera transformarse en un patrón para aplicar en una gama de productos?

– Últimamente no había hecho ningún encargo, pero George tenía muchos contactos. Siempre se las ingeniaba para salir con algo nuevo.

– Eso no me ayuda mucho.

– No, lo siento. Aunque podrías mirar en su bargueño -sugirió en tanto indicaba el mueble en un rincón del despacho-. A veces compraba cosas que pensaba que podrían ser útiles y las guardaba allí -dijo, otra vez con los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Por qué no vas a almorzar mientras yo busco entre sus cosas? -sugirió al tiempo que la tomaba de la mano y la guiaba a la puerta, incapaz de hacer nada más para mitigar su pena.

– Lo siento.

– No te preocupes, te comprendo.

Cuando la secretaria se hubo marchado, Sebastian se apoyó contra la puerta. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que también Blanche había estado enamorada de George. Y no le cabía duda de que el viejo pillo lo sabía y había sacado ventaja de la situación.

Entonces, se puso a revisar el contenido del bargueño sin el menor interés. Ni siquiera deseaba estar en ese país, pero era inútil postergar lo inevitable.


El primer cajón contenía una cantidad de antiguos dibujos botánicos, manchados y algo deteriorados en los bordes. Lo único favorable era que se trataba de ilustraciones cuyos derechos de reproducción habían caducado hacía uno o dos siglos atrás. El segundo cajón contenía una serie de personajes de canciones infantiles.

Después de hacer una revisión a fondo, llegó a la conclusión de que Coronel era una empresa en decadencia. Hacía unos tres años que funcionaba a ritmo lento.

Si le hubieran pedido su opinión, habría sugerido buscar un comprador preparado para hacerse cargo de la empresa a fin de añadir la marca comercial Coronel a la lista de sus posesiones. O liquidarla antes de que empezara arrojar pérdidas demasiado graves.

Por el momento no tenía abierta ninguna de esas posibilidades, así que no le quedaba más alternativa que cambiar la política de la empresa.


– ¿Te encuentras bien?

Matty alzó la vista de su segundo intento por dibujar la escena de la playa y descubrió a Fran en el umbral de la puerta con el bebé en un hombro y una mirada de preocupación.

– Muy bien -mintió-. O lo estaría si pudiera recordar cómo es una playa para poder pintarla.

– ¿Por qué no vamos todos a la costa mañana y así refrescas la memoria?

– Creí oírte decir que mañana llovería.

– Eso fue cuando intentaba hacerte salir al jardín. Estás un poco pálida. Te esforzaste mucho para hacer de la celebración un día especial. Me parece que fue demasiado.

– ¡Tonterías! Deberías estar en alguna parte disfrutando de tu luna de miel, señora Dymoke, en lugar de preocuparte por mí.

– Bien sabes que hemos estado casados casi un año antes de planear la recepción. A este paso nos habremos jubilado del amor antes de poder ir de luna de miel.

– Deberías sacar tiempo para disfrutar de unas vacaciones con Guy, Fran.

– Es mala época para salir. Por lo demás, ¿por qué desperdiciar este tiempo maravilloso cuando tenemos la excusa perfecta para escaparnos en busca del sol en enero? -comentó al tiempo que besaba la frente del bebé dormido-. Y entonces esta pequeña dará menos trabajo.

– ¿Va a ser una luna de miel familiar?

– Claro que sí. Nos alojaremos en la casa de un amigo de Guy. Y me han dicho que cuenta con personal de servicio para todo. Así que ni siquiera tendré que cambiar pañales. Aunque me gustaría…

– Tienes todo lo que podrías soñar, Fran -Matty intervino antes de que su prima le dijera que se sentía culpable por dejarla sola-. Y por una vez podré trabajar sin que me interrumpan a cada rato -dijo. Justo en ese momento sonó el timbre-. ¿Y ahora qué?

– Tienes visita -dijo Fran.

– ¿Sí? -preguntó Matty a través del portero automático.

– Servicio de Comida sobre Ruedas, señora. Como no puede comer conmigo, le he traído el almuerzo.

Los ojos de Fran se agrandaron.

– ¿Es Sebastian Wolseley? -cuchicheó.

– Tiene que ser él. Es el único con quien me he negado a comer hoy.

– ¿Qué hiciste?

– Hay que tratarlos mal para que se porten bien -declaró intentando reír, aunque sabía que no podía engañar a Fran con su aparente despreocupación.

No debería preocuparse, pero hacía mucho tiempo que no pensaba en un hombre más de cinco minutos seguidos. Y había desperdiciado mucho más de cinco minutos pensando en Sebastian Wolseley; por tanto, sí que le preocupaba el asunto.

– Y al parecer la regla funciona -replicó su prima, aparentemente divertida-. ¿Y dejarlo en la puerta también forma parte del plan?

Estuvo tentada de hacerlo. Le había dicho que estaba ocupada y él no le había hecho caso. Eso demostraba falta de respeto… o algo.

– ¿Adonde vas? -preguntó tras presionar el botón del portero automático y ver que Fran se dirigía a la puerta.

– ¿Piensas que me voy a quedar y hacer de dama de compañía? -preguntó Fran justo cuando Sebastian aparecía en la sala desde el vestíbulo. Entonces, extendió una mano graciosamente mientras aceptaba un beso en la mejilla-. Hola, Sebastian. ¿Cómo te encuentras en el piso? ¿Necesitas algo?

– Todo está bien, Francesca. Os estoy muy agradecido. Incluso el hotel más cómodo pierde su encanto después de una semana -comentó al tiempo que miraba al bebé-. Así que ésta es la hermana de Toby, ¿verdad? -dijo al tiempo que extendía un dedo para que la pequeña lo apretara.

– Saluda, Stephanie. Bueno, ahora nos despedimos. Guy se pondrá en contacto contigo más tarde para organizar una cena.

– Encantado.

– Matty, si cambias de opinión sobre lo de mañana, házmelo saber -dijo antes de dejarla a solas con Sebastian.

– ¿Mañana? -preguntó él al tiempo que apartaba la vista de la madre con su pequeña para mirar directamente a Matty.

Ella se encogió de hombros.

– Fran quiere que pasemos un día en la costa. Pero le he dicho que estaba demasiado ocupada. Y ella sí me ha escuchado.

– Yo también. Dijiste que pensabas tomar un bocadillo -replicó al tiempo que le entregaba una bolsa con la etiqueta de una pastelería muy cara-. Quise ahorrarte el trabajo de prepararlo.

Ella tomó la bolsa con la vista fija en él.

– ¿Es idea mía o los bocadillos pesan más que de costumbre? -preguntó al tiempo que examinaba el contenido.

– Como no sabía si eres vegetariana, o alérgica a los mariscos o si odias el queso, pensé que sería mejor traer una variedad.

Había más bocadillos de los que una persona podría comer en una semana. Matty eligió uno al azar. Era de salmón ahumado con crema de queso en pan de centeno. Sí, había que reconocer que el hombre tenía buen gusto.

– Sólo para futura referencia, Sebastian: en la improbable ocasión de que sientas la tentación de volver a hacer esto, te advierto que no soy vegetariana, me encantan los mariscos y creo que el queso es alimento de los dioses -declaró en tanto le tendía la bolsa-. Gracias por el detalle. Lo disfrutaré más tarde, cuando acabe mi trabajo.

– Mmm.

Entonces, con el bocadillo en la mano, se alejó rápidamente hacia el tablero con la esperanza de que él interpretara el gesto como una despedida. Con la esperanza de que desapareciera de su vida.

Al ver que no se daba por enterado, aunque no esperaba que lo hiciera y, si hubiera sido sincera consigo misma, habría reconocido que tampoco lo deseaba, intentó expresarse con más dureza.

– Conoces el camino de salida, ¿verdad?

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