Capítulo 6

MATTY apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que la había besado antes de que él se levantara, sin duda arrepentido del impulso y ansioso por alejarse de ella.

– Vamos, hay un carrito de helados junto al estanque.

«Es demasiado tarde para arrepentirse», pensó Matty. Todo lo que podía hacer era ignorar su pulso acelerado y actuar como si nada hubiera ocurrido.

– Realmente sabe cómo llegar al corazón de una mujer, señor Wolseley -dijo con la esperanza de que su voz fingidamente radiante y despreocupada lograse convencerlo.

– ¿Tú crees? -respondió en un tono extrañamente neutro mientras miraba hacia el estanque, sin que ella lograra ver su expresión-. Tal vez tengas razón pero, según mi experiencia, se necesita algo más que un helado para conseguirlo.

– No me cabe duda de que tú puedes hacerlo.

Nadie la había besado de ese modo desde el día en que su coche se deslizó por una capa de hielo y fue a estrellarse contra un muro. Y su pobre cuerpo traidor se había encendido de tal modo que con toda seguridad él lo había notado.

Se había encendido de una manera que Matty no creyó que todavía fuera posible. No se trataba sólo del ramalazo sexual, sino de algo más profundo. Y deseó quedarse quieta, reviviendo ese instante una y otra vez.

Sin embargo, Sebastian había empezado a recoger los desperdicios para arrojarlos a un basurero no lejos de allí, ansioso por moverse y sin duda preguntándose qué le había sucedido.

Ambos se sentirían tal vez más cómodos si ella se marchara con una excusa. Aunque el negocio que se traían entre manos era demasiado importante como para permitir que una momentánea insensatez por ambas partes lo arruinara todo.

Si él podía sacarlo adelante y vender la idea a un mayorista, posiblemente el dinero por derechos de autor le proporcionaría a ella unos ingresos regulares con los que podría ahorrar para comprarse una casa.

Eso era más importante que una incomodidad momentánea. Eso y asegurar las pensiones de jubilación de Blanche y del resto del personal de la empresa.

Esas cosas perdurarían aun después de que Sebastian hubiera regresado a Nueva York y olvidado todo lo sucedido entre ellos.

Tenía que comportarse como si nada hubiera ocurrido. Como si el beso de un hombre tan apuesto fuese algo normal, algo que no merecía un segundo pensamiento.

Así que Matty escondió sus sentimientos y toda la magia de lo ocurrido tras una radiante sonrisa.

– El que llegue el último paga los helados.

– ¿Quieres echar una carrera conmigo?

– ¿Crees que podrías ganarme? Oye, sería una pena desperdiciar ese bocadillo. Estoy segura de que los patos te lo agradecerían.

– ¿Los patos? -preguntó Sebastian, que todavía intentaba recuperarse de la caricia que lo había dejado tembloroso-. De acuerdo -dijo al tiempo que volvía sobre sus pasos para recuperar el bocadillo de la basura.

No había tenido intención de besar a Matty. Había sido un gesto espontáneo que le sirvió para darse cuenta de que en los últimos años había controlado excesivamente sus emociones.

No había habido el menor artificio en la caricia, el menor cálculo. Había sucedido tan repentinamente que sintió que era algo bueno.

Y todavía le parecía bueno al recordar el modo en que los labios femeninos habían buscado los suyos, el aroma de su piel. Sí, perfecto.

Si por primera vez en muchos años se dejaba llevar por el corazón más que por la cabeza, tenía que reconocer que la experiencia había sido algo más que un susto. Aunque en ese instante no habría sabido decir si su corazón latía de deseo o de terror.

– ¿Estás segura de que los pepinillos no le harán daño a los patos? -preguntó, y al no tener respuesta, se volvió hacia ella; pero Matty se había alejado aceleradamente.

Por un segundo temió que hubiera aprovechado su distracción para escapar de él, pero al ver que se detenía junto al carrito de los helados y hablaba con el hombre, no pudo menos que reír.

Era posible que el beso la hubiera tomado por sorpresa, lo mismo que le había ocurrido a él, pero no la había escandalizado aquella descarada libertad. De hecho, Sebastian estaba seguro de que, tras la sorpresa, ella le había devuelto la caricia.

Aunque no podía negar su terror, reconoció que es-taba preparado para correr el riesgo por esa mujer. Así que, sonriendo, se reunió con ella.

Matty ya había hecho el pedido y en ese momento le tendía unas monedas al heladero.

– Buena jugada, Matty, aunque creí que el perdedor tenía que pagar.

Ella recogió el cambio y Sebastian los helados.

– Olvidé lo del perdedor, desgraciadamente -comentó encogiéndose de hombros en un gesto casual.

– Eres una mujer. Y las mujeres siempre llevan ventaja -rebatió al tiempo que desviaba la vista hacia los patos para no mirar la boca de Matty, que saboreaba su helado. Sebastian no pudo dejar de pensar cómo sentiría esa boca, fría por el helado y cálida bajo su lengua.

Matty dejó escapar un pequeño suspiro de alivio. Habían pasado la escena del beso sin incomodidad, dispuestos a reanudar la conversación.

Seguro que, al ser hombre, Sebastian olvidaría lo sucedido y ambos continuarían con su relación profesional. Porque ella en ningún momento pensó que el beso hubiera sido algo especial para él. Había sido uno de esos besos oportunos. Los labios de ella habían estado a mano y él… bueno, no sabía a ciencia cierta en qué había pensado. Sin embargo, podría haber habido un mensaje como «eres una mujer… y te deseo».

Había sido un beso que podría conducir a algo más, o tal vez no. En todo caso había sido memorable y lo único que tenía que hacer era evitar que Sebastian se sintiera culpable por haberla invitado a dar un paseo. No quería que pensara que ella podría tomar la caricia como una declaración de… cualquier cosa.

Como gesto de independencia, Matty se alejó de él y acercó la silla a la orilla del estanque.

– Verás, estaba pensando en hacer un friso para la habitación de Toby -comentó con naturalidad, entre dos bocados de helado. Fue fácil. Hacía mucho tiempo que gobernaba el arte de ocultar sus sentimientos-. Utilizando el alfabeto -añadió y, al ver que no contestaba, se volvió a mirarlo. Parecía más interesado en los patos que en sus palabras-. Si quieres, podría hacer una maqueta para tu reunión de la próxima semana -insistió.

– Agradezco todas las ideas -dijo él finalmente, acomodándose en el césped junto a ella-. Pero Blanche pedirá al departamento de producción que se encargue o*e todos los diseños de maquetas.

Lo que significaba que no quería implicarla en su empresa más de lo necesario, pensó Matty.

– Si eso es lo que prefieres… -accedió con un tono que intentaba ocultar cualquier sugerencia de sentirse rechazada.

¿No era eso lo que ella misma quería?

– Para eso se les paga, Matty -declaró, al parecer consciente de su desilusión.

– No te preocupes -replicó despreocupadamente, esforzándose por recuperar el respeto a sí misma-. Te cobraré cada minuto de mi tiempo.

– Eso está muy bien -dijo al tiempo que la miraba-. Si pago por tus servicios me corresponde a mí decidir lo que hagas -agregó con suavidad, pero con firmeza.

Una advertencia para que no lo pusiera a prueba de esa manera, pensó Matty.

– ¿Qué tienes pensado?

Durante un instante sus ojos se encontraron y la atmósfera entre ellos se tornó tan cálida y peligrosa que si Matty hubiera estado de pie, habría retrocedido.

Entonces, Sebastian permaneció con los ojos cerrados un segundo, como si cerrara una puerta. Cuando los volvió a abrir estaban serenos, ligeramente distantes.

– Primero, quiero que me acompañes a echarle una mirada al equipo informático.

– ¿Sí? -preguntó. Naturalmente que le interesaba acompañarlo, porque podría hacer sugerencias sobre la composición. Pero estaba claro que demasiado tiempo junto al inquietante Sebastian Wolseley no era prudente. Ni siquiera debió haber ido al picnic en el parque. Lo más sensato sería interponer a Blanche entre ellos. Y Matty intentó actuar con sensatez-. No sé casi nada sobre equipos informáticos.

– No quiero que me acompañes por eso. Es posible que me equivoque, pero mis investigaciones me han hecho concluir que son las mujeres quienes compran la mayoría de las tarjetas de felicitación.

– ¿Y pie necesitas para eso? Se me ocurre que lo único que necesitas es hacerlas en tono rosa -sugirió con inocencia.

– ¿He tocado algún punto sensible? ¿Voy a tener que oír una conferencia basada en el manual de las feministas? -preguntó sonriendo.

– ¿Estás familiarizado con el tema?

– Como todos los hombres de mi generación, Matty -comentó al tiempo que moldeaba el helado con la lengua, excitando zonas del cuerpo femenino que Matty había olvidado que existían-. ¿Es en este momento cuando tengo que decir que me avergüenzo profundamente de lo que he dicho?

Matty sabía que le estaba tomando el pelo, pero se sentía tan aliviada de dar rienda suelta a una emoción que no tenía que esconder, que lo miró con exagerado enfado.

– No te creería, incluso aunque lo hicieras.

– Sí, señora -replicó con sorna.

Matty tuvo la certeza de que él disfrutaba de la situación. Y eso era bueno. Volvían a los antiguos pinchazos bien intencionados.

– Lo que necesitas es un amable comerciante detallista dispuesto a poner en funcionamiento el equipo y así sondear el mercado -sugirió.

– Aunque podría ser complicado. Verás, tendría que ser un comerciante independiente, porque si logro interesar al comprador mayorista que veré la próxima semana, querrá un contrato en exclusiva para su cadena de tiendas.

– Nada menos que ochocientas tiendas.

– Como dijiste, es un buen montón de tarjetas -convino Sebastian.

– Puede ser, aunque los comerciantes independientes también tienen derecho a ganarse la vida -rebatió Matty.

– Estoy de acuerdo. Pero desgraciadamente son ven: tas al por menor. Las cadenas comerciales son las únicas que pueden comprar grandes cantidades. Y cuantas más ventas haya, más dinero ganarás.

– ¿Crees que voy a comprometer mis ideales en beneficio propio?

– ¿No es ésa la razón que te ha traído a compartir tu almuerzo conmigo?

Era cierto que había dicho algo por el estilo, no podía negarlo.

– Una de las razones. Bueno, voy a pensarlo. Por lo demás, si el público compra las tarjetas, también comprará el abecedario a juego.

– De acuerdo entonces, pero no olvides que necesito que le eches una mirada al prototipo. Sé que puedo confiar en ti para que me digas lo que piensas. Estoy seguro de que nunca te dejarías llevar por mi opinión si detectas imperfecciones en el sistema.

– Ni por un segundo. Cuenta con ello.

– ¿Dispones de tiempo libre el sábado por la mañana? ¿O tienes un encargo que necesita toda tu atención?

Nada importante. Pero en la batalla de su propia conservación se negaba a entregarle una invitación abierta para disponer de su tiempo o de su corazón.

– Puedo disponer de un par de horas para ti. ¿Te viene bien?

– No, quiero que estés conmigo el sábado y también en la reunión que tendré con el comprador próxima-mente. No necesito decirte cuánto nos jugamos en ello.

– No me quieres allí, Sebastian.

– ¿No?

Sebastian no se mostró particularmente sorprendido ante su reticencia. Desde su primera llamada, había hecho lo imposible para mantenerlo a distancia. Era más fácil coquetear con un hombre al que nunca se volvería a ver. Despedirlo con unas palabras cortantes para no tener que esperar una llamada telefónica. Rechazar para evitar el dolor de sentirse rechazada.

Sebastian se dio cuenta de que era muy fácil herirla. Se preguntó cuántas personas que le encargaban trabajos sabían que estaba postrada en una silla de ruedas.

El teléfono e Internet eran instrumentos útiles para mantener una distancia segura entre ella y sus clientes. Para protegerlos de la realidad y a ella de los prejuicios.

Sin embargo, su incapacidad física no disminuía su valor como persona, sino todo lo contrario. El hecho de enfrentarse con buen talante a los problemas que la vida le arrojaba diariamente, hacía de Matty una mujer muy especial.

Sebastian acabó de tomar su helado y, tras chuparse un pulgar, se volvió a ella.

– Me alegra oír que tengas en consideración lo que no quiero, Matty. Aquí estoy, sentado en el parque, en un día muy hermoso, junto a una mujer que me inspira pensamientos muy eróticos y lo único que realmente no quiero es hablar de negocios -declaró al tiempo que volvía la cabeza para mirarla.

– Mentiste -murmuró, sonrojada.

– Todo el mundo miente, Matty -declaró. Luego esperó a que ella le dijera que estaba equivocado, que era un cínico. Pero no lo hizo. No era tan ingenua-. Al menos lo he confesado. Pudiste haber dejado que comiera solo. Al ver que no lo hacías, pensé que te alegraba mi compañía. Desgraciadamente, eres una mujer tenaz y no vas a renunciar…

– ¿Cuál es el punto en cuestión? -lo cortó bruscamente.

– El punto en cuestión es que preferiría no estropear este momento hablando de negocios. Pero, como soy un chico bueno, te dejaré…

– Son tus negocios -volvió a interrumpirlo.

– No quieres acompañarme a comer con el posible comprador la próxima semana porque… -Sebastian hizo un ademán para que ella completara la frase.

Pero ella señaló al estanque con lo que le quedaba del cono de helado.

– Voy a dar de comer a los patos.

– Mejor -repuso con una sonrisa mientras partía el bocadillo y arrojaba pedacitos al agua-. Mucho mejor.


– ¿No ha venido Matty contigo? -preguntó Blanche mientras lo seguía al despacho.

– No, pero he estado pensando cómo podemos utilizar sus ilustraciones -contestó, y acto seguido le explicó brevemente lo que tenía en mente-. Habrá que modificar ligeramente el material gráfico y, como no disponemos de mucho tiempo, Matty ha ido directamente a su casa a trabajar en ello.

– Matty es una mujer encantadora -Blanche se limitó a comentar.

– Yo también lo creo.

– Pero vulnerable.

– ¿Cuál es el punto en cuestión?

– No se me ha pasado por alto la forma en que te mira, Sebastian. Sé que sus sentimientos no son asunto tuyo, pero no deberías estimularla. No es justo.

– Ella no es Blanche Appleby y yo no soy George.

– Puede que no -rebatió sonrojándose ligeramente-. Pero sería un gesto bondadoso por tu parte atenerte estrictamente a los negocios.

– Espero que simpatices un poco conmigo, Blanche. Si hubieras mirado en la otra dirección, habrías visto cómo la miraba yo y, créeme, sean cuales sean sus sentimientos, Matty hace muy bien en mantenerme a distancia.

Blanche lo miró fijamente unos segundos.

– No le hagas daño, Sebastian -dijo finalmente y, sin esperar respuesta, salió del despacho.

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