Capítulo 7

MATTY no durmió nada bien aquella noche. Había trabajado hasta muy tarde en el ordenador, adaptando las ilustraciones a fin de dejar espacio suficiente para el nombre de un niño. También había añadido pequeños detalles a modo de marco para darles un aspecto un poco más acabado.

Se había entregado al trabajo con absoluta concentración, en gran parte para evitar que Sebastian Wolseley irrumpiera en sus pensamientos.

Estuvo muy bien hasta que llegó a la letra X, y entonces el vivido recuerdo de Sebastian en el parque confesándole sus pensamientos eróticos y el beso que a ella le provocó los mismos pensamientos, se apoderaron de su mente.

Matty revivió la escena, hasta el momento en que se dedicaron a alimentar a los patos sin volver a hablar de lo ocurrido. Más tarde, pasearon lentamente por el parque camino a la oficina.

Hablaron de música, de arte en general buscando gustos e intereses comunes. Descubrieron que a ambos les encantaba Mozart, el jazz moderno y Frank Sinatra. Y que sus gustos en arte moderno coincidían plenamente.

Justo cuando se acercaban al coche de ella, Matty le preguntó por qué se había trasladado a Nueva York. En lugar de satisfacer su curiosidad, él preguntó:

– ¿Puedo ayudarte?

– No, gracias. Puedo manejarme sola -respondió intentando no hacer torpezas al acometer la complicada tarea de instalarse ante el volante.

Era algo que hacía automáticamente, casi sin pensar. Pero con Sebastian observando la maniobra se sintió incómoda, consciente de sí misma.

Minusválida.

Por fin aferrada al volante, volvió la cabeza para despedirse de él. Había anticipado que le daría un fraternal beso de despedida en la mejilla, como cuando besaba a Fran.

Pero ni siquiera hizo eso. Se limitó a cubrirle una mano con la suya.

– ¿Llevarás el disco a la oficina cuando hagas los cambios?

– Estaré muy ocupada, pero lo mandaré con un mensajero.

Matty pensó que iba a protestar, pero no lo hizo.

– Llama a Blanche. Ella se encargará de todo -dijo en cambio.

Matty tragó saliva al tiempo que se decía que era estúpido sentirse desilusionada. A fin de cuentas, era eso lo que ella quería.

– Lo haré.

– Hasta el sábado, entonces. ¿Te parece bien a las ocho, o es demasiado pronto para ti?

Ella negó con la cabeza.

– Las ocho es buena hora.

Con un último toque a su mano, Sebastian se alejó.

Ella lo miró por el espejo retrovisor hasta que desapareció de su vista. Entonces puso en marcha el motor y, completamente decidida a no permitirle entrar en su mente, se concentró en la carretera.

A partir de la X tuvo que esforzarse para acabar con las dos últimas letras antes de copiar todo el trabajo en un disco.

Cuando finalmente reposó la cabeza en las almohadas, dispuesta a dormir cómodamente, los sueños no la dejaron en paz.

Y muy temprano en la mañana, se había puesto a hacer su programa de ejercicios con más energía de lo habitual. Trabajó con las piernas, brazos y hombros hasta sentir que le quemaban.

Cuando hubo acabado, llamó a Blanche para decirle que el disco estaba listo para que pasaran a buscarlo.

Estaba ordenando los papeles para empezar a hacer la declaración de la renta cuando sonó el timbre de la puerta de calle.

– ¿Sí? -preguntó a través del portero automático.

– Mensajero. ¿Un paquete para Coronet?

Casi había esperado que fuese Sebastian, pero el tono de voz era decididamente escocés. Tras abrir la puerta, fue a su mesa para recoger el paquete con el disco.

– Deberías instalar una videocámara en la puerta de la calle -sugirió Sebastian minutos más tarde, todavía con acento escocés-. Podía haber sido cualquier otro.

– Eres cualquier otro -replicó, furiosa al verse engañada, pero momentáneamente distraída al notar lo bien que le quedaban los gastados vaqueros ajustados. Luego, tras un gran esfuerzo, apartó la mirada de las caderas masculinas y la fijó en su rostro-. ¿No tienes nada mejor que hacer que jugar a los mensajeros?

– Voy a llevar el disco directamente a mi cuñado, que me espera con el ingeniero de programación. ¿Es éste?

– Sí -dijo ella arrepentida de su explosión y sintiéndose muy estúpida cuando le tendió el paquete-. Lo siento.

– No te preocupes. Me encanta verte sonrojada. ¿Por qué no vienes conmigo? Josh va a trabajar en su taller privado. La casa está muy cerca de la costa. Podríamos entregarle el disco y luego ir a comer algo…

– ¡No! -saltó Matty-. Gracias, pero tengo un programa muy apretado para el resto de la semana -añadió con más suavidad.

– ¿De veras? Blanche me dijo que estabas ocupada con tus cuentas.

– Sí, con el libro de cuentas. La declaración de la renta es un trabajo pesado para mí.

– Yo te la hago a cambio de una cena.

– No sé cocinar -mintió.

– ¿Quién dijo que ibas a prepararla tú? Pero no te voy a presionar. Me hago cargo de que prefieres pasar el día ordenando tus facturas que paseando conmigo.

– Yo no paseo -puntualizó. Él se encogió de hombros.

– Es una forma de hablar. Yo paseo y tú ruedas.

– Eso es lo que hago. Una invitación demasiado tentadora como para perdérsela, pero de alguna manera voy a superar mi desilusión.

– Sólo hasta el próximo sábado -replicó con una sonrisa.

– Asegúrate de cerrar la puerta cuando salgas.

Una hora después, apareció Fran con un técnico que iba a conectar el portero automático a una videocámara.

– Guy piensa que te sentirás más segura si puedes ver quién llama a la puerta -explicó Fran. Matty se las arregló para no echarse a reír.

– ¿Eso dijo Guy? ¿Cuándo?

– Llamó desde su oficina. Al parecer estaba hablando con alguien acerca, de una amiga que había abierto la puerta a un falso mensajero.

– Terrible. ¿Y qué quería el falso mensajero?

– No lo sé. Guy no me lo dijo -informó Fran con absoluta naturalidad e inocencia.

Estaba claro que pensaba que había sido idea de su adorable marido.

Sí, Sebastian era muy listo. Aunque no demasiado, porque la próxima vez no se dejaría engañar por ningún falso mensajero.

– Dile a Guy que se lo agradezco, pero que insisto en pagar la cuenta de la instalación.

– ¿Por qué no vienes a cenar esta noche y se lo dices personalmente?

– ¿Cenar? -preguntó antes de echarse a reír abiertamente.

– ¿Qué te parece tan gracioso?

– Dime, Fran, ¿tengo aspecto de estar desnutrida? -le preguntó Matty.

– No, ¿por qué lo preguntas?

Matty negó con la cabeza.

– Por nada. Lo que pasa es que últimamente todo el mundo quiere alimentarme.

– Qué suerte la tuya. ¿Alguien en particular?

– No, sólo relaciones profesionales.

– Es una pena, aunque yo aceptaría las invitaciones. Mientras tanto ven a cenar con nosotros esta noche. No he pensado en nada especial, pero podemos disfrutar de la terraza con un plato de pasta y una botella de vino para alegrar el ánimo. Apenas te he visto después de la recepción.

– Ambas hemos estado muy ocupadas.

La vida en la planta superior había cambiado totalmente desde que Guy estaba en casa y desde la llegada de la pequeña Stephanie.

Demasiados recordatorios de lo que ella nunca podría tener.

Pero debía superarlo y empezar a contar sus bendiciones. Tenía amigos, una familia que la quería y se ocupaba de ella y el talento que Dios le había dado para ganarse la vida por sí misma.

¿Y Sebastian? ¿Qué había de él?

– Ven sobre las siete y me hablarás de todos los que quieren alimentarte.

Cuando Fran se hubo marchado, Matty se preguntó si Sebastian también iría. «No seas paranoica» se riñó.

Aunque eso no le impidió maquillarse con más cuidado de lo habitual. Luego se quedó mirando su pelo. Lo había dejado crecer para verse más femenina en la boda de Fran. Una estilista la había peinado cuidadosamente, pero eso había durado un día.

Matty intentó poner en su sitio un rizo que parecía tener vida propia. Era indomable y constantemente lo enrollaba en el dedo para apartarlo de la cara cuando estaba pensando, o como una distracción cuando intentaba no pensar.

Desesperada, Matty recurrió al gel fijador para domarlo, pero al cabo de cinco minutos estaba otra vez donde siempre, pero más tieso. La verdad era que el espejo le devolvía la imagen de una gallina asustada.

– Ponte a cloquear -dijo riéndose de sí misma.

¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Maquillándose con la improbable esperanza de que Sebastian fuera a cenar a casa de Fran?

¿Por un momento se había parado a pensar que por más carmín que se pusiera en los labios, por más que el pelo estuviera arreglado él se olvidaría de que no podía andar?

Entonces tomó las tijeras que estaban en la cómoda y, todavía riendo aunque con los ojos empañados, cortó el rizo rebelde.

A continuación, con las lágrimas corriendo por las mejillas, impulsivamente arremetió contra sus cabellos.

– ¡Cloquea, cloquea! -se ordenaba a sí misma mientras los rizos caían uno tras otro hasta dejar el suelo sembrado de cabellos oscuros.

Hacía tiempo que la risa se había agotado cuando oyó el sonido del timbre de la puerta de calle.

El sonido la devolvió a la realidad y se vio con las tijeras en la mano. Entonces miró su rostro en el espejo. Estaba muy pálida, con los labios rojos y el pelo…

Matty cerró los ojos un instante para borrar su propia imagen y para retener las lágrimas. Era inútil llorar, ya estaba hecho.

Tras dejar caer las tijeras, se acercó al portero con la videocámara recién instalada. Y allí estaba Sebastian, mirando a la cámara como si supiera que ella estaba allí, observándolo.

– Vete -imploró mientras se secaba las mejillas con la palma de la mano-. Por favor, vete -insistió al tiempo que apagaba el vídeo, incapaz de soportar el dolor de verlo allí.

Tras una larga pausa, oyó que insertaban algo en el buzón.

¿Así que se rendía tan fácilmente?

Era irracional sentirse enfadada. Si no había abierto la puerta era porque sencillamente no había querido abrirla.

Sebastian no se había rendido, sólo había aceptado su decisión.

No, él no la quería, no la deseaba. No debía hacerlo. Había otros hombres buenos, más sencillos, más corrientes que podrían vivir con las limitaciones de su incapacidad, pero al igual que Sebastian, ella necesitaba algo más. Por eso Matty sabía que él necesitaba alguien afín a él, tanto física como mentalmente.

Sebastian confundía la compasión con algo más profundo, y ella no quería ser responsable de sus sentimientos cuando se diera cuenta de ello. No quería ser testigo de su intento por librarse de la relación sin herirla a ella, ni odiarse a sí mismo.

No, no necesitaba para nada volver a verlo.

Ya había hecho todo lo posible por Coronet. De ahí en adelante, se limitaría a llamadas casuales y dejaría puesto el contestador automático para no tener que verse sorprendida por su voz. Además, estaría demasiado ocupada con otra «asesoría». Y si la necesitaba para trabajar en las ilustraciones, tendría que limitarse al correo electrónico.

Matty recogió el sobre que él había echado al buzón.

Era grande y de color marrón. Al abrirlo vio que contenía tarjetas de felicitación. Entonces las desplegó sobre su falda. Era sus tarjetas, su trabajo acabado. «J de Josh» «B de Beatrice», «D de Danny», «S de Sebastian».

Josh era el cuñado de Sebastian. ¿Pero quién era Beatrice? ¿Y Danny?

Había una breve nota en la tarjeta con la letra S.


Matty, me habría encantado «construir ante vuestra puerta un cabaña de sauce», pero tengo planes para esta noche que no puedo cancelar. Mientras tanto, aquí está lo que hemos logrado hasta el momento.

Sebastian.


¿Planes? ¿Para qué? Si hubiera ido a cenar con Fran y Guy, le habría bastado cruzar el jardín y entregarle las tarjetas personalmente. No era un hombre que comprendiera el significado de la palabra «No».

«Bueno, lo que él haga no es cosa tuya», se dijo intentando no sentir celos, ni pensar que ya había encontrado a otra chica a quien pudiera mirar a los ojos sin tener que arrodillarse.

Luego volvió a leer la nota. ¿Una cabaña de sauce?

Vagamente la reconoció como una cita de algo que había estudiado en el colegio. Fran tendría que saber de qué se trataba, siempre se le habían dado bien esas cosas.

Al mirarse en el espejo del vestíbulo, dejó escapar un grito ahogado. Con ese aspecto de ninguna manera podía subir a cenar con ellos.

Tendría que llamar a Fran y decirle que había recibido un encargo muy urgente. Si alegaba cansancio no pasaría ni un minuto y ya la tendría a su lado, y no quería que nadie la viera con ese pelo, especialmente Fran. Le bastaría una mirada para darse cuenta de todo.

– ¿Una cabaña de sauce? -repitió Fran, minutos más tarde-. Es de Shakespeare. Noche de Epifanía, ¿no te acuerdas? Verás, Olivia pregunta a Viola qué haría si amara a alguien que no le correspondiera y… Espera, no cuelgues… -se produjo un sonido como si una mano hubiese tapado el auricular-. Lo buscaré y podrás verlo cuando subas.

– No, por eso te llamaba. Acabo de recibir un fax relacionado con las ilustraciones que he estado haciendo esta semana. Quieren que las modifique un poco y debo entregarlas a primera hora de la mañana.

– De acuerdo, si tienes que trabajar lo dejaremos para otra ocasión.

– Desde luego. ¿Y qué hay de la cita de Shakespeare? -insistió Matty.

– Me parece que dice así: «Me haría una cabaña de sauce ante vuestra puerta…»

– «Me haría una cabaña de sauce ante vuestra puerta e invocaría a mi alma dentro de vuestra casa. Escribiría sentidos versos de despreciado amor y los cantaría a toda voz…»

Matty dejó caer el auricular y se giró. Ahí estaba Sebastian, apoyado en el marco de la puerta, con un esmoquin que le sentaba maravillosamente recitando los versos de Shakespeare.

– ¡Para ya! -gritó, desesperada.

– «En la profundidad de la noche…»

– ¡No! No sigas. Por favor, Sebastian, no me hagas esto. No puedo soportarlo -imploró traicionando todos los sentimientos que había ocultado con tanto dolor.

Sebastián cruzó la habitación y tomó el auricular.

– Está bien, Fran. Gracias -dijo antes de cortar la comunicación.

– ¡No está bien!

– ¿Quieres decirme qué ha sucedido? -preguntó Sebastian suavemente sin hacer caso de sus palabras al tiempo que deslizaba la mano por sus cabellos hasta dejarla reposar en la nuca-. ¿Un mal día para tu pelo?

– El rizo no quería acomodarse.

– ¿Y decidiste matarlo?

– Eso es -afirmó. Si lograba hacerlo reír, él olvidaría su grito desesperado-. Ahora ya sabes la verdad. Soy una asesina de rizos.

Él se limitó a sonreír con una ternura conmovedora y, aunque su mano abandonó la nuca, sólo fue para tomarle ambas manos mientras se arrodillaba ante ella.

– No me refiero a lo de hoy, Matty. Lo has hecho antes, ¿verdad?

¿Qué diablos le había contado Fran? ¿Cómo se había atrevido?

– ¿Qué…?

– Arriba -Sebastian la interrumpió-, en el despacho de Fran, hay una fotografía de vosotras. Me imagino que fue hecha cuando erais estudiantes.

Matty recordaba la fotografía. Estaba en un tablero donde Fran había pegado varias fotos. La mayoría eran nuevas, pero había una que les habían hecho tras la graduación, cuando fueron de gira por Europa con las mochilas a la espalda, en esos últimos meses antes de empezar a tomarse la vida en serio. Dos jovencitas sonrientes con toda la vida por delante.

– ¿Qué hacías en el despacho de Fran?

– La llave del apartamento de Guy estaba en la caja fuerte. Nos sentamos a conversar un rato y, mientras nos tomábamos una copa, intentamos sacar conclusiones de lo que había sido nuestra vida en los últimos diez años. Entonces llevabas el cabello largo, casi hasta la cintura.

– ¿Y desde cuándo es un crimen cortarse el pelo? -preguntó, y de inmediato se dio cuenta de que había reaccionado exageradamente-. No es nada importante, Sebastian. Simplemente no podía arreglarme una melena tan larga tras el accidente. Eso es todo.

– ¿Así que te la cortaste sola ante un espejo? ¿Adivinaba lo ocurrido? ¿O tal vez Fran le hubiera contado a Guy los detalles de esa triste historia?

– Bueno…

– ¿Eso fue lo que sucedió?

Tenía un nudo en la garganta y, a pesar de que deseaba decirle que la dejara sola, que dejara de perturbarla, que dejara de obligarla a pensar en lo que había sucedido, su lengua se negó a responderle.

– Confía en mí, Matty.


¿Confiar en él? ¿Para qué? ¿Para que escuchara con atención lo que había hecho y quedarse mirándola como si de verdad le importara?

Y de pronto sintió que sí, que eso era lo que tenía que hacer. Contárselo todo.

– Estaba embarazada -murmuró, con voz apagada. Las palabras lograron atravesar la barrera del nudo en la garganta y de la lengua inerte-. Cuando me estrellé contra el muro estaba embarazada. No sólo perdí las piernas. También maté a mi bebé.

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