– ¿Podemos entrar, papá? Ya me he comido los huevos y me he bebido la leche.
– ¿Qué dices tú, Meggie? ¿Estamos listos?
Ella levantó los ojos y sorprendió una mirada sombría en los de Kon. Solo fue un instante, pero esa mirada hizo que se sintiera aún peor.
Asintió y dejó su taza de café sobre el platillo.
– ¿Por qué no os grabo primero?
Sin esperar la respuesta, se levantó de la mesa y agarro la cámara, precediéndolos de espaldas de camino al salón.
La siguiente hora pasó volando. Los perros se echaron junto a Anna, que miraba encandilada su nueva casa de muñecas y el juego de té que Kon le había regalado. Meg había escondido la muñeca rusa en el calcetín de la niña, junto con unos caramelos. Anna lo sacó todo y examinó aquel extraño juguete.
– ¿Qué es esto, mami? ¿Una viejecita?
Meg se echó a reír al ver que su hija no sabía qué hacer con aquello. Kon también rió alegremente y le lanzó a Meg una mirada curiosa, como preguntándose de dónde había sacado aquel pequeño tesoro. La relajada alegría con que le hablaba a su hija le recordó a Meg vivamente otro tiempo y otro lugar. Un tiempo, siete años atrás, en que ella estaba locamente enamorada de él y era libre para expresar su amor. Una noche. en su hotel de San Petersburgo, con Constantin sentado en el suelo junto a ella, como en ese momento… Solo que ahora era la cara de Anna la que acariciaba y sus gruesos rizos los que despeinaba.
– Mira esto, Anochka.
Con gran habilidad, Kon separó las dos mitades de la muñeca. Anna vio dentro una muñeca idéntica pero más pequeña y gritó de alegría.
– Ábrela -dijo Kon.
En un momento, hubo catorce mitades diseminadas por la alfombra. Anna se sentó con el ceño fruncido por la concentración e intentó volver a unirlas.
Meg pensó que era el momento de darle a Kon su regalo.
– Espero que te guste -dijo, nerviosa, preguntándose demasiado tarde si no sería un error regalarle aquello. Tal vez no querría nada que le recordara lo que había dejado atrás.
Él tomó el paquete y se sentó para desenvolverlo. Anna estaba demasiado ocupada con las muñecas para darse cuenta de lo silenciosa que se había quedado la habitación, pero Meg se sintió incómoda por el silencio. Retuvo el aliento mientras Kon observaba el cuadro. ¿Qué estaba pensando?
– Es… un paisaje de los Urales. Debes de añorar Rusia y, como me dijiste que te gustaba escaparte allí, pensé que…
– Meggie… -él apretó con fuerza el marco del cuadro.
– Yo también tengo un regalo para ti, papá.
Anna dejó las mitades de las muñecas que no lograba encajar y se escurrió detrás del árbol para sacar su regalo. Cuando se lo dio a Kon, él lo sacudió junto a su oreja, haciéndola reír.
– Me pregunto qué me habrá regalado mi pequeña Anochka.
Anna no pudo esperar más.
– Es un… un icono, ¿no, mamá?
La sonrisa de Kon se convirtió en una expresión respetuosa cuando sacó con mucho cuidado la placa de madera y siguió reverentemente con un dedo el halo dorado de la figura.
Anna saltó por encima de los perros y se arrodilló junto a su padre.
– Es el Niño Jesús con su mamá -dijo-. Mamá me dijo que era de Rusia. ¿Te gusta, papá?
Él tomó a Anna en sus brazos y hundió la cara entre sus rizos.
– Me gusta mucho -respondió-. Me gusta casi tanto como tú.
En voz baja, dijo algunas palabras en ruso que hicieron que a Meg se le llenaran los ojos de lágrimas. Para ocultar su turbación, se puso a abrir una caja de dulces que le había enviado su jefe y otra de Ted.
– ¿Dónde está el regalo de mamá? -preguntó Anna.
– Tu padre ya me lo ha dado -dijo Meg, antes de que él respondiera-. ¿Te acuerdas de ese bonito abrigo negro que llevé al teatro la otra noche?
Anna asintió.
– En realidad, tengo otro regalo para tu madre, pero no ha llegado a tiempo.
– No, por favor -Meg agarró una cesta de fruta, regalo de la señora Rosen, y se fue a la cocina a vigilar el pavo, evitando la intensa mirada de Kon-. No quiero nada más. Ya has hecho bastante por nosotras.
Meg agradeció que él no la siguiera a la cocina, donde se puso a hacer los preparativos para la cena. Anna llevó allí su casa de muñecas y puso una muñequita rusa en cada habitación, hablando sin parar. Les dio instrucciones exactas a las muñecas para que se portaran bien. Si no, dijo, el cascanueces, que hacía guardia en una de las sillas de la cocina, las castigaría.
Sus nuevos amigos del otro lado de la calle pasaron por la casa para ver los regalos de Anna y jugar con los cachorros, todavía confinados en el porche. Se quedaron fascinados con las muñecas rusas, hasta el punto de que Kon tuvo que intervenir para que todos encajaran las piezas por turnos.
Por fin, los niños se cansaron también de ese juego y Kon les sugirió que salieran a jugar a la nieve y dejaran tranquila a Meg.
Cuando acabó de preparar la cena, Meg fue a recoger el salón, pero se encontró con que Kon ya lo había hecho. La habitación estaba perfectamente ordenada. Kon había puesto el icono y el cuadro sobre la repisa de la chimenea y había encendido el fuego. Meg se sintió impulsada a buscarlo para darle las gracias.
Al no encontrarlo en su estudio, lo llamó desde el pie de la escalera, pero no obtuvo respuesta. Tampoco había rastro de Príncipe, ni de Thor. Meg corrió hacia la parte de atrás de la casa, pero allí tampoco había nadie. Los dos coches estaban aún en el garaje.
Tal vez todos estaban en el jardín delantero. Bajó corriendo hacia allí y comenzó a llamar a Anna a gritos. No se veía a nadie en ninguna dirección. Solo había nieve. Meg contempló el solitario muñeco de nieve, que tenía una corbata de Kon alrededor del cuello. ¿Habría sido el testigo silencioso de un secuestro?
Cada vez más asustada, cruzó la calle sin reparar en que no llevaba botas ni abrigo. Deseó con todas sus fuerzas equivocarse y que Anna estuviera en casa de los vecinos. Pero los niños de enfrente le dijeron que Anna se había con su padre y los perros.
Cuando regresó a casa para buscar las llaves del coche, estaba histérica. Salió despacio del garaje y recorrió arriba y abajo las calles heladas. Preguntó a la gente que había en el parque si habían visto a un hombre y a una niña con un pastor alemán y un cachorro. Nadie los había visto.
Meg regresó a casa tan deprisa como pudo, con la única idea de llamar a la policía para evitar que Kon saliera del país con su hija. Podría estar en cualquier parte, quizá siguiendo un elaborado plan de huida. Llorando, descolgó el teléfono y marcó el número de la policía. Cuando explicó que su hija había desaparecido, la telefonista le preguntó su dirección y dijo que un par de agentes llegarían enseguida.
Los minutos siguientes le parecieron siglos. Aunque sabía que era inútil, algo la empujó a salir otra vez a la calle para llamar a Anna con todas sus fuerzas. Los vecinos de enfrente y sus dos niños se unieron a ella y se ofrecieron a buscar casa por casa. Meg se lo agradeció, pero no les dijo que sospechaba que Kon estaba detrás de la desaparición de su hija. Eso era asunto de la policía. Un coche patrulla aparcó finalmente frente a la casa y dos policías la siguieron por el pasillo para hacerle unas preguntas.
– Cálmese, señora, y díganos por qué cree que su familia ha desaparecido. ¿Cuánto tiempo hace que se fueron?
– No lo sé. Una hora o así. Yo estaba en la cocina y, de pronto, me di cuenta de que no se oían voces. También han desaparecido los perros.
– Quizás hayan ido a dar un paseo.
– Ya lo he pensado, claro, pero he dado una vuelta con el coche por el vecindario y no hay ni rastro de ellos. Nadie los ha visto. Nuestro coche está aún en el garaje.
– Tal vez se hayan parado en casa de algún vecino. Es Navidad, ¿sabe?
– Ustedes no lo entienden. Mi marido…
– Está aquí -una fría voz masculina que solo podía ser la de Kon la interrumpió bruscamente.
– Hemos estado en casa de Fred, enseñándole el cachorro, mamá. Tiene una botella con un barco dentro y un gato de angora tan gordo que no puede moverse -Anna entró corriendo en el vestíbulo para abrazar a su madre con los perros gimiendo a su alrededor.
Meg se quedó muda. Solo pudo abrazar a su hija.
Uno de los agentes se dirigió a Kon.
– Su mujer se ha puesto un poco nerviosa porque su hija y usted tardaban.
Meg había visto otras veces el dolor en los ojos de Kon, pero nada podía compararse con la mirada de pura angustia que vio en ellos en ese momento. Su luz interior había desaparecido completamente, como si algo acabara de morir dentro de él.
Otra clase de temor se apoderó de Meg. ¿Qué había hecho?
Kon miró al agente.
– Ya sabe lo que ocurre cuando uno solo lleva cinco días casado. No nos gusta estar separados.
Kon, sacando a relucir de nuevo su soberbio talento para la actuación, manejó con maestría la embarazosa situación. Pero Meg se dio cuenta de que nada volvería a ser igual entre ellos dos.
Él la rodeó los hombros, la atrajo hacia sí y le dio un beso ferviente en la sien.
– Fred Dykstra estaba en su porche y nos llamó. Su casa está dos puertas más abajo. Es un viudo jubilado y vive solo. Cuando vio a Anna, la invitó a entrar para darle un Papá Noel de chocolate.
– Lo siento -balbució Meg, angustiada-. No me di cuenta…
Él le apretó el brazo.
– Cuando me mudé aquí, Fred tuvo que aguantar que le hablara continuamente de Anna y de ti, y quiere conocerte. Así que volvía para preguntarte si podemos invitarlo a cenar. Entonces vimos el coche de la policía y la señora Dunlop nos dijo que nos estabas buscando. Siento haberte asustado.
Esta vez, Kon le dio un beso en la boca que los agentes interpretaron como un gesto de amor. Pero, en realidad, el beso fue duro y frío, un burdo remedo de la pasión que una vez habían compartido.
– Le prometo solemnemente que no volveré a ser tan imprudente, señora Johnson.
Meg sabía que decía una cosa pero pensaba otra. No podía parar de temblar. Ninguna prueba de arrepentimiento los devolvería al estado en que estaban esa misma mañana, antes de que ella llamara a la policía.
– Nosotros nos vamos -sonrió el policía-. Feliz Navidad.
– Sentimos haberlos molestado. Feliz Navidad -Kon acompañó a los agentes hasta la puerta.
– Anna, corre al porche y quítate las botas, cariño. Estás empapando el suelo.
– De acuerdo, mami. Vamos, Thor. Vamos, Príncipe.
Meg estaba subiendo las escaleras cuando oyó tras ella los pasos de Kon. No tenía escapatoria. Él la siguió al dormitorio y cerró despacio la puerta. No dijo nada. Solo la miró con los ojos entornados.
– Yo… lo siento -farfulló ella-. Sé que suena estúpido, pero…
– Solo dime una cosa -exigió él fríamente-. ¿Me has delatado?
Ella sacudió la cabeza, mirando al suelo.
– No.
– Quiero la verdad, Meggie. Si has insinuado siquiera que podía haberla secuestrado, tendremos que mudarnos y me veré forzado a adoptar una nueva identidad. Si es así, tendré… que informar del incidente a ciertas personas. La decisión puede que ya no dependa de mí.
Aquellas palabras la asustaron más que nunca.
– No, Kon. Cuando llamé a la policía, solo les dije que Anna había desaparecido. Lo mismo les dije a los Dunlop.
– Pero, cuando llegué, estabas a punto de contarles todo sobre mí. No lo niegues.
Ella intentó desesperadamente encontrar las palabras que pudieran aplacarlo. No encontró ninguna.
– No lo niego -murmuró finalmente.
– Qué gran agente se ha perdido, Meggie -ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas y se estremeció al ver su expresión dura y helada-. Ninguna Mata Hari que yo conozca hubiera hecho una representación tan convincente como la que hiciste tú esta mañana, cuando trataste de devolverme un pedacito de Rusia. Incluir a la inocente Anna en esa farsa fue realmente genial. Mis felicitaciones, querida -dijo esto último en un tono tan cruel que hizo gemir a Meg-. Me convenciste de que tenía alguna esperanza.
Una mezcla indescriptible de ira y algo más que Meg no supo definir tensaba cada fibra del cuerpo de Kon, que salió rápidamente de la habitación.
Al pensar en lo que había hecho y en sus posibles consecuencias para la seguridad de Kon, después de los años que le había costado asumir una nueva identidad, Meg se derrumbó llorando sobre la cama.
– ¿Mamá?
Meg oyó los pasos de Anna en la escalera. Saltó de la cama y se metió corriendo en el cuarto de baño para lavarse la cara.
– ¿Puede venir Fred a cenar con nosotros?
Para Meg, tener un invitado sería una forma de soportar el resto del día. Puesto que la invitación había partido de Kon, éste tendría que mostrar su mejor talante.
– Claro, cariño. ¿Por qué no sacas a los perros y vas a su casa a decírselo? Puede pasar el día con nosotros y sentarse junto al fuego. Y puedes enseñarle rus juguetes.
– ¿Puedo ir ahora mismo?
– Sí. No olvides ponerte las botas y el gorro.
– De acuerdo.
Meg la siguió abajo y se atareó en la cocina hasta que oyó que Anna salía con los perros.
Luego corrió al estudio de Kon para decirle lo de Fred. Pero la mirada glacial que él le lanzó al abrir la puerta, la dejó paralizada.
– ¿Dónde está Anna?
Meg tragó saliva.
– La he mandado a casa del señor Dykstra para que lo invite a cenar. Eso es lo que venía a decirte.
Él se reclinó en su sillón y la miró con los ojos entrecerrados.
– Me alegro de que Anna haya salido unos minutos. Lo que tengo que decirte no llevará mucho tiempo, pero no quiero que lo oiga.
– ¿Has… has llamado…?
– No voy a contestar a ninguna pregunta -la cortó él bruscamente-. Limítate a escucharme.
– ¡Soy tu mujer! -gritó ella, angustiada-. No tienes derecho a hablarme así, no importa lo que haya ocurrido antes.
– Lo olvidaba -sonrió él con helado desdén-. Sí, eres mi mujer. Hace cinco días, en esta misma casa, juraste ante Dios amarme y respetarme, ser mi consuelo y mi refugio…
– ¡Basta! -gritó Meg-. No puedo soportarlo.
Él respiró hondo y se levantó.
– No tendrás que nacerlo. Me marcho.
– ¿Qué?
– Mi cuenta corriente está a tu nombre. Puedes sacar dinero cuando quieras. Hay suficiente para manteneros indefinidamente. También la casa está a tu nombre.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Meg, aterrada-. ¿De qué estás hablando? ¿A dónde vas?
Él apretó los labios.
– Si te lo dijera, no me creerías, así que no importa.
– ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
– Tú preferirías que no volviera nunca, así que eso tampoco importa.
Ella dejó escapar un gemido.
– No digas eso. Sí que importa. No le puedes hacer esto a Anna.
– Se recuperará. Yo fui arrancado de mi familia cuando era un niño y crecí bien. Además, ella te tiene a ti.
– Kon… no lo hagas -repentinamente, Meg sintió miedo por él-. ¿Te he puesto en peligro? -como Kon no respondió, ella preguntó-. ¿Es que me odias tanto que ya no puedes soportar mi presencia? ¿Es eso?
– Me marcharé esta noche cuando Anna se duerma. Dile que me he ido a Nueva York por negocios.
– ¿Qué negocios?
– ¿Por fin te has decidido a mostrar un poco de interés por mi carrera de escritor? -el despreció de su pregunta destrozó a Meg-. ¿Pensabas que eso también era mentira? ¿Que deserté para llevar una vida de lujo con el dinero que conseguí por la información que le proporcioné a tu gobierno?
Antes de que se casaran, eso era exactamente lo que había creído Meg. Pero se había dado cuenta, demasiado tarde, de que no era cierto.
Con voz trémula, preguntó:
– ¿Qué es lo que escribes? Walt Bowman, o quienquiera que sea, dijo algo sobre el KGB y… -su voz se quebró.
Kon levantó una ceja.
– Cuando me haya ido, podrás mirar a tus anchas en mi estudio y enterarte por ti misma. Al menos, cuando me marche esta vez, Anna tendrá algunos vídeos para recordar a su padre. Es más de lo que tuve yo.
Meg sintió que lo estaba perdiendo, pero no sabía cómo retenerlo a su lado. Desesperada, dijo:
– Pensaba que querías a Anna. Pensaba que habías desertado por ella.
– ¿Importa realmente lo que cada uno de nosotros pensara? Está claro que he llegado seis años tarde -la miró fijamente-. Si no me equivoco, oigo a los perros, lo que significa que Anna y Fred están casi en la puerta. ¿Salimos a recibir juntos a nuestro invitado, mayah labof?
– ¿ Señora Johnson? Soy el senador Strickland.
Gracias a Dios. Meg, sentada sobre la cama, se aferró al teléfono, rezando porque Anna no lo hubiera oído sonar. Ese día, el día después de Navidad, había sido una pesadilla por la que Meg no querría volver a pasar nunca más.
– Gracias por devolverme la llamada. Gracias -murmuró-. Temía que no recibiera mi mensaje hasta que volviera a su oficina la semana próxima.
– Mi secretaria controla mis llamadas en caso de urgencia. Me llamó a casa en cuanto oyó su nombre.
– Por favor, discúlpeme por molestarlo tan tarde, pero estoy desesperada -se le quebró la voz, a pesar suyo-. Necesito su ayuda.
– Eso suena serio. Precisamente, mi mujer y yo hemos hablado de ustedes esta noche. Intentábamos decidir una fecha para esa cena que le prometí.
– Senador…, mi marido me dejó anoche.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea.
– ¿Una discusión doméstica?
– No. Es algo mucho más serio. No sé por dónde empezar. Estoy destrozada y mi hija no para de llorar. Tengo que encontrarlo y decirle que lo quiero -se echó a llorar-. Tiene que volver con nosotras. Tiene que volver.
– Cuénteme qué ha pasado.
– Mi paranoia lo hizo marcharse. Lo acusé de planear secuestrar a Anna para llevársela a Rusia -en pocas palabras, le explicó por qué había llamado a la policía- Todo este tiempo me he negado a creer lo que veía. Tengo que encontrarlo y rogarle que me perdone.
– ¿Se marchó en su coche?
– Sí.
– Me ocuparé de ello inmediatamente y, cuando sepa algo, me pondré en contacto con usted, pero me temo que no será hasta mañana.
– Gracias. Estoy en deuda con usted -dijo Meg, agradecida.
– Procure no derrumbarse.
– No lo haré -prometió ella-. Me enamoré de él cuando tenía diecisiete años. Siempre lo querré.
– Ese es el amor más doloroso: el primer amor -dijo el senador amablemente-. Su marido me contó que le ocurrió algo parecido cuando la conoció.
Meg parpadeó.
– ¿Kon le dijo eso?
– Sí. Dígame, ¿conoce la historia bíblica de Jacob y Raquel?
A Meg le dio un vuelco el corazón.
– Sí.
– Cuando su marido y yo hablamos, le dije que su historia me recordaba mucho a la de Jacob. Este amaba a Raquel a distancia y trabajó para ella durante siete años. Y, aunque las leyes de su pueblo lo obligaron a casarse con Leah, Jacob amaba tanto a Raquel que trabajó otros siete años para ella. Pocas mujeres tienen la fortuna de despertar ese amor en un hombre -se detuvo un momento-. Su marido ha trabajado siete años para usted, exponiéndose a un grave peligro. Por eso sería absurdo que lo perdiera ahora, aunque las cosas parezcan muy negras por el momento.
– Gracias -murmuró Meg, sollozando-. Necesitara oír eso. Buenas noches, senador.
En cuanto colgó, Meg saltó de la cama y corrió al estudio de Kon en busca de una Biblia. Si su memoria no la engañaba, había visto una entre los libros cuando, ese mismo día, había echado un vistazo a los repeles de Kon. Sus obras estaban guardadas en disquetes pero, por la correspondencia que encontró en los archivadores, averiguó que Kon no solo escribía sobre el KGB, sino también sobre la historia y la cultura de Rusia.
Cuando encontró la Biblia, se sentó junto al escritorio y la abrió por el Génesis, capítulo veintinueve. El versículo veinte estaba subrayado con tinta negra.
Y Jacob sirvió siete años a Raquel. Y le parecieron solo unos pocos días, por el amor que le tenía.
De pronto, las letras se emborronaron. Meg apoyó la cabeza sobre el escritorio y lloró.