Capítulo 5

– ¡Mami! ¡Mami! ¿Por qué lloras?

Meg salió de su duermevela y, desorientada, miró a su hija con los ojos entrecerrados. Ya era de día.

– Creo que he tenido un mal sueño.

– ¿Por eso has dormido conmigo?

Meg dudó un momento y luego contestó:

– Sí.

– Deberías haber dormido con papá. Así no habrías tenido miedo. Melanie dice que su mamá y su papá duermen juntos, menos cuando se pelean. Entonces, él duerme en casa de su abuela. ¿Te has peleado con papá?

¿Había algún tema del que Melanie y Anna no hubieran hablado?

Meg dejó escapar un suspiro y, sin contestar, salió de la cama.

Anna debía de llevar algún tiempo levantada, porque llevaba puesta su camisa de terciopelo preferida, de color azul con corazones rosas, y unos pantalones a juego.

Ansiosa, Meg sujetó a su hija y la abrazó, pero Anna luchó por liberarse.

– Tenemos tortitas para desayunar, pero yo le he dicho a papá que a ti te gustan más las tostadas, así que te ha preparado una y me ha dicho que viniera a despertarte.

Meg se dio cuenta de que olía a café. Como Anna no sabía poner la cafetera, supuso que lo había preparado Kon. Como siempre, se había enseñoreado de su apartamento, de su hija, de toda su vida…

Pero ¿cabía esperar que actuara de otro modo?, ¿que conociera otra forma de hacer las cosas un hombre que, a los ocho años, había sido secuestrado por el Estado y adiestrado para convertirse en una figura autoritaria?

Furiosa consigo misma por disculparlo, Meg descargó su rabia contra la cama que había empezado a hacer. Quería retrasar el momento de enfrentarse a él.

– Date prisa, mami. Quiero ir a ver nuestra casa y los perros.

– Pero te perderás tu clase en la escuela dominical -le recordó Meg, aunque sabía cómo iba a reaccionar Anna.

– Papá me ha dicho que hay una iglesia cerca de nuestra casa. Puedo ir allí a la escuela dominical la semana que viene. Dice que hay seis niños en mi clase.

Los movimientos de Meg se hicieron tan bruscos que rasgó la sábana de arriba.

Anna abrió mucho los ojos.

– Oh, oh, mami. Se ha roto.

– Sí -gruñó Meg mientras estiraba el edredón. Luego, se metió en el cuarto de baño.

– Le diré a papá que ya te has levantado.

Cuando Anna se marchó, Meg se miró en el espejo, que le devolvió su cara pálida y ojerosa. Se recogió el pelo hacia atrás con una goma y decidió no maquillarse ni perfumarse. Aquella alegre jovencita, que haría todo lo posible por estar guapa para Kon, había muerto.

– ¡Mami! ¡Teléfono!

Meg ni siquiera había oído el timbre. Kon debía haber colocado otra vez el aparato en su sitio por la mañana temprano.

– ¡Voy!

En cuanto vio a Kon de pie junto a la pared, con el teléfono en una mano y una taza de café en la otra, se le aceleró el corazón. Evitó su mirada inquietante y agarró el auricular, dándole la espalda. Debería ser pecado que un hombre fuera tan atractivo.

– ¿Diga? -contestó, tratando de parecer serena.

– ¿Hablo con la señora Meg Roberts?

Meg parpadeó al oír una voz femenina muy formal.

– Sí.

– Por favor, no se retire. El senador Strickland quiere hablarle.

Ella tuvo que apoyarse contra la jamba de la puerta.

– ¿Señora Roberts? Soy el senador Strickland.

Meg reconoció enseguida la voz ronca y pausada del anciano.

– Hola, senador.

– La llamo para ofrecerle todo mi apoyo y decirle lo mucho que me alegro de que usted y ese magnífico joven se hayan reunido por fin. Yo diría que un hombre que se expone a tantos riesgos y penalidades debe de estar realmente enamorado. ¿Se da usted cuenta de que ese joven era uno de los principales agentes soviéticos? Y ha tenido que pasar seis años de semi aislamiento, esperando el momento de reunirse con usted y su hija… Entiendo que la situación le resulte difícil, señora Roberts, pero el señor Rudenko merece una oportunidad y, ¡maldita sea!, espero que usted se la dé -Meg comprendió que los agentes de la CIA le habían contado su encuentro de la noche anterior al senador y que este no estaba muy contento-. Para mi mujer y para mí será un honor invitarlos a cenar muy pronto. Haré que mi secretaria lo arregle con usted después de las fiestas. Ustedes necesitan estar algún tiempo solos para retomar su relación y hacer planes. Los envidio -rió amablemente el senador.

Meg sintió que iba a desmayarse.

– Gra… gracias, senador -balbució.

– Si hay algo que pueda hacer por usted, llame a mi secretaria y ella me lo hará saber. Estoy seguro de que éstas van a ser unas navidades muy felices para ustedes.

Colgó. En cuanto Meg dejó el teléfono, este sonó je nuevo. Kon le lanzó una mirada inquisitiva cuando ella volvió a descolgar. Aclarándose la garganta, contestó:

– ¿Diga?

– ¡Hola!

Meg cerró los ojos.

– Hola, Ted.

– ¡Eh! ¿Qué te pasa? Estás rara.

Meg se acarició la nuca con la mano que tenía libre y se metió en el cuarto de estar, tanto como le permitía el cable del teléfono, para escapar a miradas y oídos indiscretos.

– Creo que algo me ha sentado mal.

Aunque Kon no hubiera puesto su vida del revés, se habría inventado cualquier excusa para no salir con Ted. No le importaba comer con él de vez en cuando, pero eso era todo. Ted no le interesaba. En realidad, ningún hombre le interesaba.

– Lo siento. Iba a preguntarte si Anna y tú queréis venir a patinar conmigo al parque esta tarde. Luego, podríamos cenar en algún sitio.

Trataba de ganársela incluyendo a Anna en el plan.

– Quizás en otra ocasión, cuando me encuentre mejor -mintió ella.

– De acuerdo -contestó él, contrariado-. Entonces, nos vemos en la oficina.

– Sí. Allí estaré mañana. Creo que lo único que necesito es un poco de descanso. Gracias por llamar.

Consciente de que parecía nerviosa, se despidió y colgó el teléfono.

– Ted Jenkins, vendedor del año en Strong Motors -dijo Kon, azuzándola-. Treinta años. Divorciado. Frustrado porque no tiene una relación contigo, ni nunca la tendrá. ¿Por qué no te tomas el desayuno mientras yo ayudo a Anna a ponerse la ropa de nieve? Después nos iremos.

– ¿Cómo es que lo conoces?

– Como cualquier hombre enamorado, quise saber si tenía algún rival serio. Walter Bowman fue a Strong Motors con el pretexto de comprar un coche deportivo. Ted Jenkins acabó llevándolo a probar el coche y, al final del paseo, Walter sabía lo suficiente para darme la información que necesitaba.

En circunstancias normales, Meg se habría sentido halagada. Pero nada en su relación era normal.

Sin embargo, en parte aquello le gustó. Y eso significaba que estaba volviendo a ocurrir… Olvidándose de la tostada fría que había sobre la mesa de la cocina, se fue a la habitación. Tenía que apartarse de la mirada escrutadora de Kon. Temía que él descubriera el poder que todavía ejercía sobre ella. Lo más sensato sería fingir que le seguía el juego, por el bien de Anna.

La niña estaba empeñada en ir a ver dónde vivía su padre. Una vez que hubiera satisfecho su curiosidad, Meg le diría a Kon que tendría que hablar con su abogado si quería seguir viendo a Anna después de aquel día. Cualquier visita posterior tendría que ser en presencia de Meg.

No importaba que, de alguna forma, él se hubiera ganado la confianza del senador Strickland. Kon no estaba por encima de la ley.

Meg sintió tanta rabia que rompió un cordón de su zapato. Gruñó de frustración. Tendría que ponerse mocasines, en lugar de deportivas.

– Aquí tienes tu abrigo, mami. Papá está fuera, calentando el coche.

– Oh, qué considerado de su parte -murmuró con sarcasmo. Se indignó al pensar que había tomado las llaves del coche sin pedirle permiso.

– Papá dice que necesitas descansar. Así que conducirá él. Dice que trabajas demasiado y que ahora él cuidará de ti.

Meg no podía permitir que aquello continuara por más tiempo. Se abrochó el abrigo y se agachó para hablar con su hija, que llevaba abrazada a su muñeca.

– Cariño -acarició los rizos morenos que le caían sobre la frente-, sé que estás muy contenta por haber conocido a tu papá, pero eso no significa que vayamos a vivir todos juntos.

– Sí -afirmó Anna con total seguridad-. Le he dicho a papá que quiero una hermanita como la de Melanie. Y, ¿sabes qué? -abrió mucho los ojos-, me ha dicho que me dará una hermanita en cuanto os caséis la semana que viene. Quiere una familia muy grande.

Meg gimió y abrazó a su hija.

– Anna, no me voy a casar con tu padre.

– Sí -dijo la niña en tono confidencial-. Papá me lo sa dicho. Me ha prometido que se va a quedar para siempre con nosotras. No tengas miedo, mamá.

Meg la abrazó más fuerte.

– Algunas veces los mayores no pueden cumplir sus promesas, Anna.

– Papá sí, porque es mi padre y me quiere -replicó la niña, casi llorando-. Date prisa, mami. Nos está esperando.

Anna se desasió del abrazo y salió corriendo, antes de que Meg pudiera impedírselo. Asustada, Meg agarró su bolso, cerró la puerta y corrió tras ella.

Por fortuna, las mañanas de domingo eran muy tranquilas en los alrededores de la urbanización, sobre todo en invierno. Meg se libraría de responder a preguntas incómodas como «¿por qué estás tan pálida, Meg?», «¿quién era ese hombre tan atractivo que estaba anoche en tu apartamento?» o «¿por qué está sentado en tu coche con Anna?».

Al verla, Kon salió del coche y la miró con los ojos entornados. Meg se alegró de no haberse molestado en arreglarse. Parecía que él estaba comparando a la cansada y angustiada madre con la apasionada y vivaz jovencita que había sido.

– Si prefieres conducir, yo me sentaré detrás -dijo él.

Parecía tan sensato que a Meg le flaqueó el ánimo.

– ¿Es que vas a dejarme decidir ahora, para variar? -Meg dio la vuelta al coche y se montó detrás.

Él le lanzó una mirada penetrante y se sentó al volante. Pocos segundos después, se pusieron en marcha.

Kon puso la radio. Estaban emitiendo villancicos y Anna se puso a cantar, para deleite de Kon. Meg podía ver su cara por el retrovisor. No pudo evitar emocionarse al ver la expresión de amor con la que, de vez en cuando, Kon miraba a Anna.

Mientras avanzaban, a Meg se le ocurrió que nunca antes había ido de pasajera en su propio coche. Era nuevo para ella estar sentada en el asiento trasero y dejar que Kon hiciera el trabajo. De mala gana, admitió que era un cambio agradable no tener que conducir, sobre todo teniendo en cuenta que las carreteras estaban heladas y que el viento sacudía el coche.

Pero, por supuesto, ella sola no habría salido con Anna en el coche en un día como aquel. Su rutina normal era dar un paseo hasta la iglesia, luego volver a casa y comer. Después, Meg solía animar a Anna a practicar con el violín. Más tarde, su hija se iba al apartamento de Melanie, o viceversa, mientras Meg tejía o cosía.

Últimamente, Anna pasaba mucho tiempo en casa de Melanie porque le fascinaba el nuevo bebé. Por eso estaba obsesionada con la idea de tener un hermanito: una hermanita y le había contado su deseo a Kon. Él parecía poder cumplir todos sus sueños. No era de extrañar que Anna lo adorara. ¿No lo había adorado la propia Meg?

Sin poder evitarlo, miró la cabeza morena de Kon, sus hombros anchos, su atractivo perfil. Apartó la mirada bruscamente para dirigirla a la ventanilla, pero sus ojos se encontraron un instante con los de él. Su mirada llameante le cortó la respiración.

La turbación que sintió, la puso tan furiosa que no se dio cuenta de que se habían detenido en un área de descanso.

– Aún no tengo que ir al servicio, papá.

Kon se echó a reír, pero Meg se sintió inquieta, preguntándose por qué habían parado. Él se dio la vuelta para mirarlas a las dos.

– Casi estamos en Hannibal. Pero, antes de que lleguemos, tengo que contaros un secreto -su voz grave aumentó las aprensiones de Meg-. Sé que tu madre puede guardarlo, pero, ¿y tú, Anochka? Si te digo algo muy, muy importante, ¿te acordarás de que es el secreto de nuestra familia?

Nuestra familia. Meg se quedó sin aliento. Anna abrió mucho los ojos y asintió solemnemente.

– Cuando me fui de Rusia, tuve que cambiar de nombre.

– ¿Por qué, papá?

Meg sintió una rara tensión que irradiaba de él, como si hubiera una corriente de oscuras emociones que le costaba expresar.

– Alguna gente se enfadó mucho cuando dejé mi país -dijo él-, y alguna gente de Estados Unidos se enfadó mucho porque me vine aquí. No les gustaba mi nombre ruso. No les gustaba yo.

Algo en su tono de voz le hizo pensar a Meg que había sufrido mucho.

– A nosotros nos gustas, papá -dijo Anna en defensa de su padre, dispuesta a perdonarle todo-. Te queremos, ¿verdad, mami?

– Y yo os quiero a vosotras -dijo él con voz profunda, impidiendo que Meg contestara-. Así que, para manteneros a salvo, tuve que cambiar de nombre.

Con una noticia tan importante que considerar, Anna se olvidó del villancico que empezaba a sonar en la radio.

– ¿Cómo te llamas ahora?

– Gary Johnson.

¿Gary Johnson? Meg tuvo que reprimir una carcajada. Ningún hombre en el mundo se parecía menos a un Gary Johnson que el agente del KGB Konstantino Rudenko. Era ridículo.

– ¡Así se llama un niño de mi clase! -gritó Anna, excitada-. Tiene el pelo rubio y una cacatúa. La señorita Beezley nos dejó llevar nuestras mascotas a clase y mami me ayudó a llevar mis peces.

Kon asintió, complacido por la respuesta de su hija.

– Hay miles de niños y hombres en Estados Unidos que se llaman Gary Johnson. Por eso lo escogí.

– ¿Y ya nadie quiere hacerte daño?

– Eso es. Tengo montones de nuevos amigos y vecinos y todos me llaman Gary o señor Johnson.

– ¿Yo puedo seguir llamándote papá?

Kon desabrochó el cinturón de seguridad de Anna y la sentó sobre sus rodillas para darle un beso.

– Tú eres la única persona en el mundo que puede llamarme papá, Anochka.

– Menos cuando tenga una hermanita.

– Eso es -murmuró él, abrazándola con fuerza.

Anna miró a Meg por encima del asiento. Sus ojos azules brillaban como gemas.

– Mamá, tienes que llamar a papá Gary a partir de ahora. No lo olvides -dijo, muy seria.

Sus palabras sonaron tan tiernas que a Meg le dio un vuelco el corazón y tuvo que apartar la mirada.

Siendo Kon como era, le sería imposible llamarlo Gary. En realidad, toda la situación era grotesca. Simplemente, no podría hacerlo. Pero realmente no importaba, porque solo lo vería en los días de visita y, entonces, no habría nadie a su alrededor.

Sintió sobre ella la mirada de Kon.

– Tu mamá siempre me llamaba «cariño», así que no creo que haya ningún problema.

Meg no podía soportar más aquella farsa. Se sentía como si hubiera envejecido cien años desde el ballet.

– Creo que va a estallar otra tormenta de nieve, Gary -bromeó-. Si vamos a ver tu casa, sugiero que nos movamos.

La sonrisa deslumbrante que le lanzó él, la hizo estremecerse.

– Parece que estás tan nerviosa como yo.

Puso a Anna en su asiento, le abrochó el cinturón de seguridad y volvió a poner el coche en marcha. Hannibal quedaba solo a siete kilómetros.

– Tengo muchas ganas de llegar a casa -le dijo Kon a Anna, acariciando sus rizos con la mano libre-. He estado muy solo sin mi niñita.

– Ahora estoy aquí, papá, y nunca volverás a estar solo, ¿verdad, Clara? -le preguntó Anna a su muñeca, a la que le había puesto el nombre de la niña de El cascanueces-. Clara también te quiere, papá.

– Me alegra saberlo.

Aunque lo intentó con todas sus fuerzas, Meg no pudo sustraerse al sonido de su voz profunda y a las miradas cariñosas que Kon intercambiaba con su hija. La generosidad de Anna hizo que a Meg se le pusiera un nudo en la garganta y pareció afectar a Kon de la misma forma, porque comenzó a murmurar en ruso palabras de cariño y agarró a Anna de la mano.

Había cumplido su objetivo. Anna nunca volvería ser solo de Meg. Ésta se llevó una mano al pecho, como si quisiera detener el dolor. ¿Qué iba a hacer?

Salieron de la autopista y entraron en la pequeña ciudad de Hannibal.

Meg no sabía cuáles eran los planes de Kon, pero imaginaba que las llevaría al centro de la ciudad, donde estaba la Casa Museo de Mark Twain.

Pero, en lugar de hacerlo, tomó un camino que pasaba por las casonas históricas, decoradas para la Navidad, hasta llegar a la famosa mansión Rockcliffe. Pasaron otra calle, giraron y entraron en una rampa de aparcamiento cubierta por la nevada nocturna.

Dieron la vuelta a la parte trasera de una bonita casa de color blanco de dos pisos.

– Hemos llegado, Anochka -Kon aparcó frente a un garaje para dos coches y le desabrochó el cinturón de seguridad a Anna.

Esta no podía estarse quieta. Sus ojos brillantes no se perdían detalle.

– ¿Dónde están los perros, papi?

– En el porche de atrás, esperándonos.

Meg contempló la casa con incredulidad y luego miró a Kon, que estaba ayudando a Anna a salir del coche. No reconocía, en aquel atento hombre de familia, al todopoderoso agente del KGB que, en el pasado, inspiraba temor.

Meg salió del coche, boquiabierta. Kon les dijo que esperaran allí, mientras abría la puerta.

Anna dio un grito de alegría cuando un bonito pastor alemán salió corriendo escaleras abajo y se puso a corretear a su alrededor sobre la nieve, husmeándole las manos y moviendo el rabo. Sin duda, Kon tenía experiencia en el adiestramiento de perros. El animal estaba tan bien amaestrado que no enseñó los dientes, ni gruñó, ni saltó sobre la niña, para alivio de Meg. A una orden de Kon, se quedó quieto y se dejó acariciar por Anna.

– Meggie, acércate a saludar a Thor -la animó Kon.

Su tono jovial y acogedor, le trajo a Meg recuerdos de otro lugar, de otro tiempo, en el que solo vivía para él y. siempre que estaban separados, contaba las horas que faltaban para que volvieran a verse.

Durante unos minutos, Meg olvidó sus temores y se acercó al perro. Thor parecía tan contento como Anna. Mostraba su alegría con saltos, gemidos y ladridos que hicieron reír a Anna y a su padre.

Meg nunca había visto tan feliz a Kon. Sin darse cuenta, sonrió y de pronto descubrió que él la estaba mirando como antaño, con sus ojos de un azul rabioso llenos de pasión. Estremecida, se dio la vuelta.

– ¿Dónde está el otro perro? -quiso saber Anna.

– Gandy está muy ocupada dentro de la casa -fue la misteriosa respuesta-. ¿Entramos a ver qué hace?

– ¡Sígueme, Thor! -gritó Anna, alegremente, subiendo las escaleras detrás de su padre.

Antes de alcanzar la puerta, Meg oyó los gritos excitados de Anna. Intrigada, se apresuró a entrar en el cálido porche cerrado, donde vio a una perra pastora tumbada en un rincón, sobre una cama improvisada, con tres cachorrillos mamando. La perra levantó la cabeza cuando se acercaron.

Thor se echó junto a Kon. Este se puso de cuclillas y rodeó a Anna con el brazo para mirar aquella bonita estampa.

– Este es el regalo anticipado de Navidad del que te hablé, Anochka -murmuró.

– ¡Oh, papá! -exclamó, entusiasmada-. Mira a la más pequeña. Podría caber en mis manos.

– Es un macho -dijo él, suavemente.

Anna asimiló la información y dijo:

– ¿Puedo tocarlo? Por favor…

– Dentro de un rato, cuando acabe de comer. No debemos molestarlos ahora.

– ¿Cómo se llama? -murmuró Anna.

– Creo que es mejor que tú elijas el nombre, porque va a ser tu perro. A los otros dos les buscaremos un hogar, en cuanto estén listos para dejar a su mamá. Pero ese cachorro es para ti.

Anna se volvió a mirar a Meg, con los ojos brillantes.

– Mami, voy a llamarlo «Príncipe Marzipán Johnson».

Meg se echó a reír, sin poder evitarlo, y Kon la imitó.

– ¿Qué tal si lo dejamos en «Príncipe»? -logró decir Kon, poniéndose en pie-. Creo que ya hemos abusado de la paciencia de Gandy. ¿Por qué no entras con Thor y empiezas a explorar? -abrió otra puerta que daba entrada a la casa-. A ver si encuentras tu habitación.

– ¿Mi habitación? ¡Vamos, Thor! -Anna agarró al perro por el collar y ambos entraron por la puerta abierta.

En cuanto desaparecieron, Meg volvió a ser consciente de la realidad de la situación.

– Kon…

– Después, Meggie. A menos que quieras ducharte conmigo…

Ella se metió las manos en los bolsillos del abrigo y volvió a mirar a Gandy.

Mucho después de que Kon entrara en la casa, Meg seguía allí, de pie, deseando olvidar la imagen de ese cuerpo curtido y atlético que una vez había conocido y deseado el suyo.

El tormento agridulce de esos recuerdos la mantuvo paralizada y, aunque Anna la llamó, no pudo entrar en la casa. Una casa que Kon había comprado con dinero obtenido de la venta de secretos.

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