Meggie. Así la llamó él la primera vez que la besó… De pronto, Meg volvió a ser aquella ingenua muchacha de veintitrés años sentada en el asiento delantero del Mercedes negro en el que Kon la llevó, del aeropuerto de Moscú al hotel de San Petersburgo, donde habría de vivir durante los siguientes cuatro meses.
Amaba a Konstantino Rudenko desde mucho antes de viajar a Rusia por segunda vez. Lo comprendió en cuanto volvió a verlo. Aquel sobrio y atractivo agente del KGB debía vigilarla y acompañarla en sus desplazamientos a la escuela. Sus sentimientos hacía él habían ido creciendo desde que la rescató de la prisión en su primer viaje y le regaló aquel precioso libro.
Al igual que entonces, su palabra era ley y todo el mundo saltaba a su más mínima orden. Habló con todos los agentes y le facilitó el caminó a Meg, haciéndola sentirse segura y protegida más que vigilada. Para alegría suya, Meg se enteró de que parte de la labor de Kon era telefonearla a su habitación cada noche, entre las tres y las cuatro de la madrugada, para asegurarse de que no había escapado del hotel.
Meg se moría de impaciencia por que empezaran aquellas llamadas nocturnas. Pero pronto descubrió que tenía una compañera de cuarto, la señora Procter, una mujer de mediana edad que había hecho un master en Lengua Rusa en la Universidad de Illinois. A Meg le fastidió, porque su compañera podría escuchar sus conversaciones telefónicas con el señor Rudenko.
Éste, al igual que el agente asignado a la vigilancia de la señora Procter, la llamaría, le preguntaría muy educadamente si todo iba bien y luego colgaría. Pero Meg no podía permitir que las llamadas acabaran ahí y, las primeras noches, trató de entablar conversación preguntándole sobre la documentación de sus alumnos o sobre cualquier cosa que se le ocurría para prolongar la charla.
Al cabo de unos pocos días, consiguió mantenerlo al teléfono unos quince o veinte minutos, a veces deslizando la conversación hacia lo personal. Así supo que se llamaba Konstantino. Sin embargo, Meg quería mucho más de Kon, como secretamente comenzó a llamarlo, más que una llamada nocturna. Pero para eso necesitaba una intimidad que la presencia de la señora Procter hacía imposible.
Ésta, escandalizada por la conducta de Meg, le expresó su desaprobación sobre lo que llamó su «carácter promiscuo». Meg se dio cuenta muy pronto de que no podía esperar nada más de aquella desabrida mujer.
Sobre todo, Meg no podía soportar que Kon se marchara cada tarde después de dejarla en el hotel, sin quedarse nunca a charlar unos minutos.
Al final de la segunda semana, ansiaba su compañía hasta el punto de que empezó a trazar planes para pasar más tiempo con él. Ese viernes, cuando Kon aparcó delante del hotel, Meg no salió inmediatamente del coche.
Con un nudo en la garganta, se volvió hacia él y miró su pelo ligeramente largo y sus ojos de un azul celeste, unos ojos que nunca revelaban sus pensamientos o sus emociones íntimas.
– Si no le importa, ha… hay algo que necesito discutir con usted. Como los del hotel se enfadan si llego tarde a cenar, esperaba que me acompañara. O, mejor aún -añadió con voz apenas audible-, confiaba en que pudiera llevarme a un restaurante donde podamos hablar en privado. Solo he comido en el hotel y tengo ganas de ver algo más de la ciudad.
Él frunció el ceño.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó con tono preocupado, lo que a ella le infundió ánimos.
– Es… es sobre mi habitación.
– ¿No es lo bastante buena?
– No, no es eso. Tal vez sea porque nunca he tenido que compartir mi cuarto, pero me temo que la señora Procter y yo no nos llevamos muy bien. Tenemos edades diferentes y… me preguntaba si puedo tener una habitación para mí sola. No me importa si es pequeña y estaré encantada de pagar más. Solo quiero un poco de intimidad.
«Y la oportunidad de hablar contigo toda la noche, si me dejas», pensó.
Él levantó la cabeza y la observó con expresión seria. Meg habría dado cualquier cosa por saber qué pensaba.
– Venga -dijo él, inesperadamente-. Vamos dentro. Mientras cena, veré qué puedo hacer.
A Meg le dio un vuelco el corazón. Al menos, no había dicho que no. Encantada con semejante progreso, se apresuró a salir del coche y entró en el hotel delante de Kon. Mientras él se acercaba a hablar con el recepcionista, ella subió corriendo a su habitación en el segundo piso para arreglarse.
Estaba tan nerviosa que temblaba. Se pintó los labios y se roció ligeramente con un perfume francés. Luego se puso un vestido de seda de color café, elegante y sobrio. Se cepilló el pelo rubio ceniza, que le caía sobre los hombros, y rezó para que él la encontrara lo bastante guapa como para acompañarla a cenar. Su primera cita…
Pero se le cayó el alma a los pies cuando bajó al vestíbulo y se encontró con el recepcionista, que la informó de que tenía una nueva habitación en el tercer piso y de que podía trasladar sus efectos personales después de la cena.
Aunque agradecida por la ayuda de Kon, no pudo ocultar su decepción. Él se había marchado sin siquiera decirle adiós. Perdió el interés por la cena y volvió a subir las escaleras, dando la espalda a la señora Procter, que estaba sentada en una de las mesas del comedor hablando con otra profesora inglesa. Sin duda, la estaban criticando.
Aliviada por verse libre de aquella mujer, Meg mudó todas sus cosas antes de que la señora Procter se enterara de lo que había pasado y le hiciera un montón de preguntas incómodas.
El interior del moderno y desaseado hotel era gris y anodino, pero su nueva habitación era considerablemente más amplia que la anterior. Tenía un escritorio grande con una lámpara, donde Meg podría trabajar. Una vez más, se sintió conmovida por la consideración de Kon. Apenas podía esperar a que él la llamara esa noche para agradecérselo.
Entonces alguien llamó a la puerta y Meg pensó que sería algún empleado del hotel. Pero, antes de que pudiera alcanzar la puerta, ésta se abrió.
Meg dio un respingo cuando vio a Kon frente a ella. Él nunca había subido antes a su habitación. Se le aceleró el corazón. Sus miradas se encontraron y Meg percibió una vacilación en los ojos de Kon, que la miraba de arriba abajo, haciéndola estremecerse.
Se dio cuenta de que ella no le era indiferente. Pudo verlo, sentirlo.
– ¿Servirá la habitación? -preguntó él, con voz grave.
Meg tuvo dificultad para encontrar las palabras.
– Sí -logró decir-. Es perfecta. Gracias.
Él la miró con los párpados entrecerrados.
– Hay una discoteca no lejos de aquí donde podernos tomar una copa. Así podrá ver algo de la vida nocturna. Puedo concederle una hora, si quiere.
A ella casi no le salieron las palabras.
– Sí.
– Las noches son muy frías. Lleve algo de abrigo.
Casi sin aliento, por las emociones que campaban en su interior, Meg se fue hacia el armario para sacar una gabardina.
– La espero en el coche.
Ella se giró a tiempo para verlo desaparecer bajo la luz desvaída del pasillo. Una discoteca significaba que habría baile. El deseo de tocarlo, de que él la abrazara, creció hasta hacerse casi doloroso.
Meg bajó casi volando los dos tramos de escaleras y atravesó a toda prisa el vestíbulo, no queriendo perder ni un solo minuto. Cuando salió, sus ojos lo buscaron ansiosamente.
Él estaba de pie junto al coche, con las manos meadas en los bolsillos del abrigo. Era evidente que había estado vigilando la entrada, pues, tan pronto como la vio, abrió la puerta del automóvil.
Sin decir una palabra, puso en marcha el motor y se metieron en el tranquilo tráfico nocturno, flanqueados por bicicletas y tranvías. A Meg le encantaba San Petersburgo, llamada «la Venecia del Norte» por sus canales y puentes. Quizá la ciudad le pareció tan hermosa aquella noche porque había estado soñando con el hombre sentado a su lado. Casi no podía creerse que fueran a salir juntos. Si por ella fuera, estarían juntos más de una hora. Mucho más…
Él conocía muy bien la ciudad. Condujo por varias callejuelas, estrechas y tortuosas, antes de detenerse junto a algunos coches caros aparcados al lado de unos edificios antiguos. Rodeó el coche para abrirle la puerta a Meg, algo que siempre hacía. Pero esa vez hubo una sutil diferencia. Esa vez, Meg sintió su mano en la parte de atrás de su cintura mientras entraban en el local. Del edificio salía música de los años sesenta.
Él esbozó una media sonrisa que transformó su austero rostro de agente del KGB en el del hombre increíblemente atractivo con el que ella soñaba.
– ¿Sorprendida?
– Usted sabía que me sorprendería -ella le devolvió la sonrisa, tan enamorada que se sintió tonta.
– No somos tan pesados como la propaganda pretende hacerles creer.
La ayudó a quitarse la gabardina, que le entregó a un empleado, y luego la llevó a través de un bar, muy recargado, hasta otra sala donde había algunas parejas bailando y una orquesta. A Meg, la música la hizo sentirse como si entrara en un club de Nueva York.
Por el rabillo del ojo vio a Kon hacerle una seña al camarero. Éste se acercó y los condujo enseguida a una mesa libre. Kon le dijo algo en voz baja y el hombre se marchó.
Kon le ofreció a Meg una silla y se sentó frente a ella. La contempló con mirada inquisitiva.
– ¿Confía en mí lo bastante como para dejarme que pida algo que creo que le gustará?
Ella lo miró con intensidad.
– Gracias a usted pude salir de aquella horrible celda y volver a mi hogar a tiempo para enterrar a mi padre. Yo le confiaría a usted mi vida -dijo, con total sinceridad.
Por una vez, las palabras de Meg parecieron traspasar el caparazón exterior del agente del KGB y penetrar en el verdadero hombre. Kon guardó silencio, con la mirada sombría.
La banda comenzó a tocar una vieja canción de los Beatles.
– Vamos a bailar -murmuró él.
Meg estaba esperando que lo dijera. Lo siguió por la pista de baile con las piernas temblorosas. Deseaba tanto estar entre sus brazos que casi temía el momento en que él la tocaría y se daría cuenta del efecto que surtía sobre ella.
Tal vez él sabía lo que sentía, porque la mantuvo a una distancia prudencial, sin aprovecharse en ningún momento de su proximidad, ni permitir que ella pensara que su cercanía lo turbaba.
Al igual que muchos de sus compatriotas en la sala, era un magnífico bailarín. Después de tres bailes volvieron a la mesa, sobre la que Meg descubrió unos cócteles de champán y dos copas de sorbete de lima.
– Qué combinación tan deliciosa -dijo, consciente de que la noche le parecía hechizada porque estaba enamorada de él.
Estaba sedienta por el baile y se bebió rápidamente el cóctel. Luego lo miró, preguntándose por qué tenía una expresión tan seria. Ansiosa por animarlo, se acercó a él.
– ¿Bailamos otra vez? -preguntó, confiando en que la pregunta no sonara a súplica.
– No hay tiempo -contestó él con frialdad-. Le traeré el abrigo mientras acaba su helado.
Meg no quería que la noche se terminara, pero no podía hacer nada. Él estaba de servicio. Suponía que era casi un milagro que se hubiera tomado una hora libre solo para complacer sus deseos.
– ¿Nos vamos?
Ella asintió y se levantó. Volvieron a pasar entre la multitud hasta alcanzar la salida. Esa vez, él no la tocó mientras caminaban hacia el coche. En realidad, había algo diferente en el modo en que la trataba. Parecía molesto. ¿Era porque había revelado algo del hombre que se ocultaba tras el disfraz de agente del KGB? Tal vez quisiera mostrarle a Meg que aquello solo había sido una debilidad momentánea y que no podía esperar que volviera a suceder.
En el coche, de camino al hotel, Meg permaneció en silencio. Se limitó a mirar por la ventanilla, temiendo el momento en que él le diría buenas noches y se marcharía.
Casi habían llegado cuando, de pronto, él tomó bruscamente un desvío que salía de la ciudad. Se alejaron de las calles iluminadas para adentrarse en la oscuridad.
– Kon, ¿adonde vamos? Este no es el camino del hotel.
Él no contestó y aceleró hasta que se internaron entre los árboles. Ella empezó a inquietarse.
– Pensaba que tenías que volver a… lo que quiera que hagas.
Él no le prestó atención y siguió conduciendo hasta que llegaron a un apartadero desierto. Salió de la carretera y detuvo el motor. El único sonido que llegaba a oídos de Meg era el fiero martilleo de su propio corazón.
Miró afuera y vio los árboles que bordeaban la carretera y las estrellas que titilaban en el cielo. La belleza de la noche no le pasó desapercibida, pero no pudo concentrarse en ella. El hombre que iba a su lado se había convertido en un extraño enigmático y ella estaba a su merced.
Cuando no pudo soportar más el silencio, se volvió a mirarlo. La luz tenue del tablero de mandos revelaba la mirada de sus ojos, en los que Meg vio un deseo inconfundible que le aceleró el corazón.
– ¿Tienes miedo de mí?
– No -respondió ella con voz trémula. Y era verdad.
Él dejó escapar una suave queja.
– Pues deberías. En los últimos seis años, te has convertido en una mujer excitante. Mis camaradas me envidian porque me reservé tu vigilancia.
Ella se humedeció los labios.
– Me alegro de que lo hicieras. Eso me evitó tener que buscarte.
– Explícate.
Meg bajó la cabeza y se miró las manos.
– Nunca he olvidado lo amable que fuiste conmigo. Quería buscarte y agradecértelo. Y conocerte mejor.
Él respiró hondo.
– Tu sinceridad sigue siendo tan sorprendente como hace seis años.
Ella lo miró.
– Lo dices como si te molestara.
– Al contrario. Me parece maravilloso. ¿Te sorprenderías si te digo cuánto deseo hacerte el amor? ¿Cuánto deseo besar cada milímetro de tu cara y de tu cuerpo, todo tu cuerpo?
Ella se estremeció.
– No -murmuró, mirándolo a los ojos-, porque yo he deseado lo mismo desde que tomé aquel avión en Moscú.
Suspirando, él dijo:
– Ven aquí -se acercó para tomarla en sus brazos-. Meggie.
Susurró su nombre antes de besarla en la boca, con un ansia que disipó todas las dudas de Meg. Ella se abandonó, permitiendo que sus sensaciones la llevaran a dimensiones inexploradas de su deseo. Había anhelado tanto su cercanía, que temía estar soñando. Y no quería despertar.
No supo cuánto tiempo pasó, ni se dio cuenta de que unos faros se aproximaban de frente, hasta que su luz iluminó el interior del coche.
Rápidamente, Kon la apartó de sí. A Meg se le había borrado el carmín de los labios. Tenía la cara ardiendo y su cuerpo palpitaba.
Cuando el otro coche pasó de largo, Kon puso en marcha el motor y volvió a la carretera, maniobrando con la misma precisión con que lo hacía todo.
– Kon… yo… no quiero volver. No quiero que se acabe la noche. Por favor, no me lleves al hotel.
– Tengo que hacerlo, Meggie.
– ¿Por tu trabajo?
– Sí.
– ¿Cuándo podremos estar juntos otra vez? Juntos de verdad, más de una hora.
– Lo arreglaré.
– Por favor, que sea pronto.
– No digas nada más, Meggie, y no vuelvas a tocarme esta noche.
Por una vez, a Meg no le importó que la llevara de vuelta al hotel, ya que sabía que su pasión era tan profunda como la de ella. Su extraño silencio probaba que no habían vuelto a su relación anterior.
Cuando llegaron al hotel, él se quedó al volante y dejó que Meg entrara sola. Luego se marchó bruscamente, como si saliera en persecución de otro coche.
Meg cruzó a toda prisa el vestíbulo y las escaleras, aliviada por encontrar una habitación vacía. Al menos, podría saborear en soledad los acontecimientos de aquella noche.
Pero, mucho después de haberse metido en la cama, seguía despierta. No podía dormir. Tenía el teléfono junto a la cama y, tumbada de lado, esperaba a que sonara.
Cuando por fin lo hizo, levantó el auricular antes del segundo timbrazo.
– ¿Kon? -gritó alegremente.
– Nunca vuelvas a contestar así al teléfono.
Avergonzada, ella susurró:
– Lo siento. Lo he hecho sin pensar.
– Ya es sábado. A las diez pasaré a recogerte. Prepara algunas prendas de abrigo para el fin de semana.
Y colgó.
Meg dejó el teléfono y se abrazó a la almohada, pero no pudo dormirse.
Para dejar de mirar el reloj, se puso a preparar las lecciones de la semana siguiente y, cuando acabó, corrigió los ejercicios de sus alumnos.
El trabajo fue una bendición. La mantuvo ocupada hasta las nueve, cuando lo dejó todo y preparó las cosas que necesitaba para el viaje. A las nueve y media bajó a desayunar, saludando desde lejos a las pocas profesoras que conocía. Se alegró de que la señora Procter no estuviera entre ellas.
A las diez en punto, Kon apareció en el vestíbulo. Meg sintió su presencia antes de verlo, como una especie de onda gravitatoria. Corrió a su encuentro, con una pequeña maleta en una mano y el bolso en la otra.
Para cualquiera que pasara por allí, él habría parecido el mismo agente del KGB que la llevaba de un lado a otro desde su llegada a San Petersburgo. La diferencia solo era visible para Meg. Cuando Kon la miró, sintió una excitación física y emocional que no pudo ocultar. Tuvo la impresión de precipitarse irremediablemente hacia él, sin poder detenerse.
Tampoco él había dormido mucho, pero las ojeras le daban un aire ligeramente disipado que aumentaba su atractivo. Meg lo siguió dócilmente hasta el coche y entró en él mientras Kon guardaba las cosas en el maletero.
Salieron de la ciudad por el mismo camino que habían tomado la noche anterior. Apenas había tráfico y enseguida llegaron a la carretera del bosque.
Meg iba sentada de lado, mirando el perfil de Kon y su cuerpo tenso y musculoso. Él iba vestido con la misma sobriedad de siempre. En realidad, ella solo lo había visto con la camisa blanca y el traje oscuro que, suponía, eran su uniforme de trabajo. Le sentaban bien. Demasiado bien. Meg no podía apartar los ojos de él.
– Nunca antes me había escapado con un hombre -confesó-, ¿Y tú? Con una mujer, quiero decir.
Él le lanzó una mirada penetrante.
– Yo sí.
– No he debido preguntártelo, pero todo esto es nuevo para mí.
Por supuesto, él había tenido otras relaciones. Meg sabía, por sus conversaciones nocturnas, que tenía poco más de treinta años. A un hombre soltero y atractivo como él, no le faltaría la compañía femenina.
– No ha habido tantas mujeres como te imaginas -bromeó él-. Con mi trabajo, me resulta casi imposible mantener una relación duradera. Las pocas mujeres que he conocido también trabajaban para el Partido. Para serte sincero, Meggie, hasta ahora nunca me había sentido atraído por una extranjera. Lo que me sorprende es la fuerza de mis sentimientos por ti, lo mucho que he deseado estar a solas contigo.
Ella se estremeció.
– Gra… gracias por ser tan sincero conmigo. Eso es lo único que te pido.
– Nunca has hecho el amor, ¿verdad?
Parecía una afirmación, no una pregunta.
– No. ¿Te importa?
– Sí.
Meg intentó reprimir el repentino aguijoneo de las lagrimas.
– Ya veo.
Él masculló algo en ruso que ella no entendió.
– Hemos llegado, Meggie.
Había estado tan concentrada en la conversación que no se había enterado de nada más. Cuando miró hacia afuera, vio que estaban parados en medio de un tupido bosque, junto a una humilde cabaña de leñador.
Entonces se le presentó la realidad de la situación en toda su crudeza. Había pensado que su inocencia compensaría su falta de experiencia, pero, de pronto, lo vio todo distinto. Kon era un hombre mundano, experto y sofisticado… y seguramente estaba decidido a dar la vuelta y llevarla de nuevo a la ciudad.
Y ella no podría soportarlo. Salió precipitadamente del coche y se internó entre los árboles.
– ¿Meggie? ¿Adonde crees que vas? -gritó él, irritado.
– A… ahora mismo vuelvo.
– No te alejes. Es muy fácil perderse.
– No lo haré.
«Dame solo un momento para prepararme», suplicó para sus adentros, y siguió corriendo hasta que se quedó sin aliento.
Se apoyó en el tronco de un árbol para descansar. Sintió una punzada de vergüenza por comportarse como una niña. No lo culparía si perdía todo interés por ella.
Entonces oyó que él la llamaba. Por sus gritos, supo que se estaba acercando. Su voz parecía llena de angustia. ¿Estaría realmente preocupado por ella? ¿Era posible que sus sentimientos fueran tan profundos y verdaderos como los de ella?
Meg supo la respuesta cuando se encontró con él, mientras corría de nuevo hacia la casa.
– Siento haberte preocupado -dijo, al oírle pronunciar un torrente de ininteligibles palabras en ruso.
Kon la estrechó contra su pecho. Sus ojos eran una abrasadora llamarada azul.
– Meggie…
Su inesperada pasión le reveló a Meg lo que quería saber. Él todavía quería estar con ella. Nada había cambiado.
Buscó ciegamente su boca y se perdió. Kon la levantó en brazos y la llevó a la cabaña, abriendo la puerta de un puntapié.
Lo que ocurrió después fue natural e inevitable. Ebrios de deseo, fueron solo un hombre y una mujer ansiosos por saborear y sentir al otro.
Desde ese instante, se rompieron las barreras impuestas por sus papeles de visitante extranjera y agente del KGB. Solo la necesidad absoluta que sentían el uno por el otro gobernó su relación. Una necesidad que fue satisfecha y que marcó el inicio del resto de sus días y sus noches juntos. Solo querían amarse hasta perder el sentido.
Y pensar que todo aquello había sido parte de un plan…
Meg apartó aquellos recuerdos. Creía que había dejado atrás el dolor para siempre, pero la aparición de Kon había vuelto a abrir heridas que ya nunca sanarían. Le lanzó una mirada acusadora.
– Dime una cosa -dijo, sin intentar ocultar su reacción a aquellos recuerdos agridulces-, ¿cómo conseguiste parecer sincero cuando me pediste que me casara contigo?
– ¿Cuándo, Meggie? -replicó él-. Que yo recuerde, te pedía que te casaras conmigo cada vez que hacíamos el amor. Debería ser yo quien te preguntara a ti una cosa: ¿qué crees que me impulsaba a seguir pidiéndotelo, si sabía cuál sería tu respuesta? -intentó parecer tan desolado como cuando le contó a Anna su despedida en el aeropuerto.
¡Qué buen actor era! Tan bueno que a Meg le daba miedo.
– ¡Ahórrate la farsa, Kon! -dijo, desdeñosa, para enmascarar su incertidumbre-. Estabas trabajando para tu país. Seguro que, a lo largo de tu carrera, has engañado a otras mujeres ingenuas como yo. Puede que en nombre del deber, te hayas convertido en padre de otros niños… -de pronto se detuvo, sin aliento por la rabia-. ¿Por qué has venido a buscar a Anna cuando hay miles de mujeres en Rusia que estarían encantadas de casarse y tener hijos contigo? Según creo, allí hay muchas más mujeres que hombres. Podrías elegir a la que quisieras y fundar una familia si…
Él la interrumpió con calma.
– La mujer que he elegido está justo delante de mí y la única hija que tengo acaba de dormirse en mis trazos.
Ella apretó los dientes.
– Tú me elegiste, lo admito. Mi tío estaba en los servicios de inteligencia de la Marina, ¿te acuerdas? Después de su muerte, mi tía me contó algunas cosas sobre cómo el KGB trataba de captar a visitantes extranjeros especialmente seleccionados. Como yo… la sobrina de un militar estadounidense. Sobre todo porque, obviamente, a mí me interesaba Rusia y hasta volví por segunda vez. Intentaste que renegara de mi país, mostrándote primero como un amigo y, luego, seduciéndome. Pero, al final, no funcionó. Yo volví a Estados Unidos y a ti seguramente te reprocharon tu fracaso. Así que me hiciste vigilar y, cuando descubriste que estaba embarazada, esperaste hasta que llegara el momento idóneo para reclamar a tu hija y volver a Rusia -se dio cuenta de que estaba casi gritando, pero hacía rato que había perdido el control-. ¡Pues no voy a permitirlo! No estamos casados y, si intentas llevártela a algún sitio, te acusaré de secuestro…
– ¡Mamá! -el grito asustado de Anna, hizo callar a Meg. Aturdida, vio a su hija junto al árbol de Navidad, abrazada a su muñeca preferida. El rastro de lágrimas que había en sus mejillas destrozó a Meg-. ¿Por qué regañas a mi papá?
Kon se movió tan rápido que Meg no tuvo tiempo de reaccionar. En un instante, tomó a Anna en brazos y la besó en la nariz.
– No me está regañando, Anochka -dijo, meciéndola-. Tu madre está enfadada con razón. Yo antes vivía en Rusia y ella teme que algún día quiera volver y te lleve conmigo.
– ¿Sin mami? -preguntó Anna, como si aquello fuera impensable.
A Meg le dieron ganas de llorar.
– No vamos a ir a ninguna parte sin mamá -afirmó él, con autoridad incuestionable, sin dejar de mirar a Meg. Esta se preguntó cómo podía seguir fingiendo todavía y parecer tan convincente. Kon besó a Anna en la frente-. Ahora tienes que volver a la cama, porque mañana tenemos muchas cosas que hacer y tu madre y yo todavía no hemos terminado de hablar. Sabes que hemos estado separados mucho tiempo. Hay cosas que debo contarle. ¿Lo entiendes? ¿Eres lo bastante mayor para correr a tu habitación y meterte en la cama sólita?
– Sí -asintió Anna, sacudiendo sus rizos morenos. Luego miró a Meg con expresión suplicante-. Papá te quiere, mami. ¿Podemos ir a ver nuestra casa mañana? Los perros me están esperando.
Meg miró maravillada a su hija. Qué sencillo resultaba todo para ella. Qué pura era su fe. Anna no conocía el verdadero significado del miedo ni de la traición. Esas emociones no formaban parte de su experiencia, ¿cómo iba a comprenderlas? Su querido príncipe, su papá, se había materializado, y su mundo infantil estaba colmado.
– Vivo en Hannibal -declaró él, con toda naturalidad-, en el estado de Missouri -añadió-. La ciudad es famosa porque allí nació Mark Twain.
– Y ahora me dirás que Mark Twain vive todavía y que recibe a sus amigos en su casa de Hill Street… -replicó Meg.
Él volvió a abrazar a Anna.
– Es interesante que menciones Hill Street, porque yo vivo un poco más arriba, en la colina, en el mismo lado de la calle.
Parecía que aquel cuento de hadas no se acabaría nunca. Un agente del KGB en el país de Huckleberry Finn.
Meg dejó escapar una risa sarcástica y cruzó los brazos para no darle una bofetada.
– Anna, es hora de acostarse.
– Tiene razón -agregó Kon-. Dame un beso de buenas noches, Anochka.
Meg se dio la vuelta para no ver su despliegue de ternura y se fue a la habitación de Anna. No podía creerlo. Apenas ocho horas antes, su hija ni siquiera sabía el nombre de su padre, ni mucho menos podía imaginar que lo vería en carne y hueso.
Se quedó de pie junto a la cama hasta que Anna se metió bajo las mantas. La mirada de la niña le llegó al alma.
– Dios nos ha mandado a papá. ¿No eres feliz, mami? Por favor, sé feliz.
Meg se inclinó sobre la cama y escondió su cara entre los rizos de Anna.
– Oh, cariño… -comenzó a sollozar despacio-, si fuera todo tan fácil…
Las caricias de Anna la hicieron sentirse aún más débil.
– Es fácil -dijo una voz masculina desde la puerta-. Y todos vamos a ser felices.