Capítulo 8

Cuando llegaron a casa, Anna abrazó a su cachorro y subió a acostarse. Kon dijo que subiría a darle un beso de buenas noches en cuanto se ocupara de los perros y apagara las luces.

Pero Anna se quedó dormida tan pronto puso la cabeza sobre la almohada, abrazada a su cascanueces.

Meg colgó el bonito vestido de fiesta en el armario, le quitó suavemente el cascanueces a Anna y lo puso sobre la cómoda blanca de estilo provenzal, a juego con la cama de dosel y la mesilla de noche. La habitación era un primor de rosa y blanco, todo lo que una niña podía desear.

Después de Navidad, cuando acabaran la mudanza, la habitación se llenaría con las cosas de Anna, incluyendo el resto de sus muñecas. Mientras tanto, lo único que se habían llevado era el acuario, que Kon instaló enseguida bajo la supervisión de su hija.

Meg se quedó mirando la pecera y recordó el día en que la compró sin imaginar dónde acabaría finalmente. Como Anna quería una mascota y no se permitía tener animales en el bloque de apartamentos, los peces le parecieron la única solución.

Anna tenía ya tres perros y un padre que le devolvía todo el amor que ella le daba, aunque era firme cuando la ocasión lo requería. Al principio, Meg había temido que Kon la malcriara, pero el tiempo estaba probando su error. Kon se sentía muy responsable de la niña.

¿Era todo una farsa? ¿O podía atreverse a pensar que Kon nunca la habría apartado de su hija, aunque no se hubieran casado?

– ¿Meggie?

Meg se estremeció. Levantó la cabeza y vio la silueta de Kon en la puerta.

– ¿.Sí?

– Ahora que Anna se ha dormido, me gustaría que me prestaras algo de atención.

Ella se agarró al borde de la pecera.

– Ya… ya voy.

Cerró la puerta y lo siguió por el pasillo. Notó, alarmada, que se había despojado de la ropa y se había puesto un albornoz de terciopelo de rayas azules y negras. Se preguntó, un poco avergonzada, si llevaría algo debajo.

No importaba que aquel hombre le hubiera hecho el amor siete años antes. Kon era, más que nunca, un enigma para ella. Un perfecto extraño. Quería confiar en él, pero le resultaba tan difícil…

– Antes de la boda, te dije que podías elegir si querías dormir conmigo o no.

Meg apretó los puños.

– Pero ahora que estamos casados, has decidido olvidar tu promesa.

– En cierta forma, sí. Te quiero en mi cama, Meggie. No haremos el amor, si no quieres, pero necesito tenerte junto a mí. No me niegues eso, mayah labof.

– Yo no soy tu «cariño» -balbució ella, sin aliento.

– Sí lo eres. Siempre lo serás.

– No más mentiras, Kon. Por favor, no más mentiras -suplicó Meg, con los ojos llenos de lágrimas-. Dijiste que querías tener una relación con Anna, y ya la tienes. ¿No es suficiente?

– Me gustaría decir que sí. Pero no, no es suficiente.

– ¿Y si me niego?

– No lo hagas. He esperado demasiado tiempo.

– Así que ahora que me tienes donde querías, te vas a quitar la máscara. ¿No es eso?

– Nunca ha habido máscara -dijo él tranquilamente, con las manos en los bolsillos-. Te rogué que te casaras conmigo antes de que dejaras Rusia. Te pedí que te casaras conmigo en cuanto te vi en el ballet. Ahora eres mi mujer. Ya no hay nada que nos separe.

– Nada, salvo el hecho de que ni siquiera sé quién eres -sollozó ella-. No sé nada de ti. Nunca conocí a tu familia. En Rusia, eras un respetado agente del KGB. Nunca sabré si nuestro amor fue parte de un plan secreto o no. Dijiste que tu nombre era Konstantin Rudenko. ¿Ese es el nombre que te dieron tus padres o el que te dio el KGB? -su histeria había alcanzado un punto en que ya no podía detenerse-. Aquí pretendes pasar por un ciudadano corriente llamado Gary Johnson. Vives en una casa de ensueño, conduces un Buick y te comportas como el vecino perfecto. ¿Cómo puedo saber quién eres realmente? ¿Te he conocido alguna vez? ¿Dónde están el niño, el muchacho, el joven que fuiste? ¿O nunca existieron? ¿Quién eres? -su voz histérica se quebró.

Kon sacudió la cabeza con expresión sombría.

– No lo sé, Meggie. Por eso he venido a buscarte, para averiguarlo.

Aquellas palabras, que parecieron brotar del fondo de su alma, eran lo último que Meg esperaba escuchar. Se quedó tan confundida que no supo cómo reaccionar. Kon la llevó a la habitación de invitados, donde ella había pasado la noche anterior dando vueltas en la cama por los nervios de la boda y las emociones contradictorias de ilusión y temor que sentía.

Kon se quedó en la puerta.

– ¿Podemos intentar encontrar la respuesta en la cama? Así era como nos comunicábamos antes sin problemas. ¿Podemos intentarlo? -preguntó, agarrándose al marco de la puerta como si buscara apoyo-. Juro que no te tocaré, Meggie, si así tiene que ser, pero duerme conmigo esta noche -su voz palpitaba de puro deseo-. Después de todos estos años de separación… -pasó al ruso tan fácilmente que Meg apenas se dio cuenta de ello-, dame al menos la satisfacción de mirarte mientras duermes, de oler el perfume de tu pelo, de saber que estás a mi lado. Te lo suplico, Meggie.

Aquellas palabras pronunciadas en su lengua materna, con ese tono particular de voz, rompieron la última y patética defensa de Meg, despertando en ella recuerdos de sofocante dulzura.

Tomó un camisón de la cómoda y se metió en el cuarto de baño para cambiarse. Su corazón latía tan fuerte que pensó que iba a estallar. Kon, al mostrar su lado vulnerable y desvalido, la había dejado completamente indefensa.

Cuando volvió a la habitación, él seguía de pie junto a la puerta. La siguió con la mirada mientras colgaba su vestido de novia en el armario.

El corto trayecto hacia la cama le pareció a Meg eterno. Cuando se metió bajo el edredón, Kon apagó la luz y caminó hacia la cama.

– Meggie… -murmuró.

– Yo… yo no creo…

– Si me quedo contigo esta noche -la interrumpió él-, no tendrás que temer que me lleve a Anna. ¿No es eso lo que tanto te asusta?

«No», gritó el corazón de Meg, «me asusta algo mucho peor. Me asusta que nunca me quieras como yo a ti.

El colchón se hundió cuando Kon se deslizó bajo las sábanas. Aunque sus cuerpos no se tocaron, Meg sintió su calor y percibió el perfume a jabón de su piel. No sabía si se había desvestido y no quiso imaginarse lo que ocultaba la oscuridad.

– Háblame, mayah labof -su voz aterciopelada llegó hasta Meg como una suave brisa nocturna-. Dime si te costó olvidarme cuando te marchaste de Rusia. ¿Se ha enamorado algún hombre de ti desde tu regreso?

Ella sofocó un gemido contra la almohada.

– Me quedé mirando tu avión hasta que desapareció entre las nubes -continuó él-, y luego volví a la cabaña y bebí vodka hasta perder el sentido. Pero las sábanas conservaban el olor de tu cuerpo. Dios mío, Meggie, aquel vacío después de lo que habíamos compartido… No me importaba vivir o morir.

– ¿Crees que yo no me sentía igual? -balbució ella. Aunque él estuviera mintiendo, sus palabras despertaron los recuerdos de Meg con tal intensidad que le pareció revivir una pesadilla-. Pensaba que si el avión se estrellaba, no me importaría, lo que demuestra el estado mental en que me encontraba, si se tiene en cuenta que había cientos de personas en aquel vuelo. No había nadie esperándome en casa y mi corazón se había quedado contigo. En un momento, durante el viaje, incluso deseé estar muerta, porque no podía soportar imaginarte con otra mujer, sobre todo con alguna de aquellas bellas rusas de pelo negro que siempre te miraban con ojos ávidos.

– ¡Meggie!

– Sí, Kon, te miraban y tú lo sabes, no intentes negarlo. Yo no sabía que era tan celosa -suspiró.

– Piensa lo que quieras, pero yo solo tenía ojos para la exquisita rubia que salió de aquel vuelo en Moscú, causando estragos entre mis camaradas cuando pasó el control. Cada uno de aquellos agentes habría dado el sueldo de seis meses por el privilegio de vigilarte. Cuando se enteraron de que estabas bajo mi supervisión, me gané unos cuantos enemigos.

Si otro hombre le hubiera dicho algo así, Meg se habría reído. Pero, en lugar de eso, se estremeció. Seguramente Kon había exagerado, pero, ¿cómo saberlo?

– Gracias a Dios, tu vuelo no se estrelló -murmuró él-. Dime qué pasó exactamente cuando llegaste a Estados Unidos. ¿Qué hiciste? ¿Cómo te sentías?

¿Por qué le hacía todas aquellas preguntas, si ya sabía las respuestas?

Ella cerró los ojos como si quisiera apartar el dolor.

Cuando la CIA la dejó marchar, caminó sin rumbo sintiéndose como si la hubieran desollado viva y arrancado el corazón.

– Cuando el avión aterrizó en Nueva York, fui separada del resto de los pasajeros y me interrogaron durante dos días interminables y agotadores.

Kon dio un hondo suspiro.

– Por mi culpa -dijo-. Porque conocían nuestra relación.

– Sí.

– Y entonces te advirtieron contra mí.

– Sí -dijo ella, llorando-. Hasta que me dijeron que yo solo había sido tu objetivo, tenía la intención de ahorrar para volver a Moscú el verano siguiente.

– Ahora ya sabes por qué te dije que no volvieras nunca -musitó él.

– Cuando me soltaron, me hizo bien tener muchas cosas que hacer. Si no, me habría vuelto loca. Pero tena problemas para dormir y perdí peso. Supongo que lo que me salvó fue la necesidad de encontrar un apartamento, de comprar lo que necesitaba y, sobre todo, de buscar un empleo.

– No volviste a la enseñanza.

– No. No quería que nada me recordara a ti. Así que, acepté el primer trabajo con un sueldo decente.

– ¿En Strong Motors?

– Sí.

– Háblame del embarazo. ¿Cuándo descubriste que estabas embarazada?

Tomando aire, ella contestó:

– Como te he dicho, no tenía apetito y dormía poco. Al cabo de un mes, mi salud pareció empeorar. Siempre estaba cansada. Mi compañera de trabajo insistió en que fuera al médico. Al principio, me resistí a seguir su consejo, pero luego comencé a tener náuseas por las mañanas y me di cuenta de que algo no iba bien. Así que le consulté a mi médico de cabecera por teléfono. Cuando le conté los síntomas, me mandó a un ginecólogo. Me puse furiosa cuando sugirió que podía estar embarazada, porque sabía que habías tomado precauciones. Entonces, el médico me dijo que ningún método anticonceptivo era fiable al ciento por ciento. Después de examinarme, el ginecólogo me confirmó que estaba embarazada. No quise creerlo.

Hubo un silencio.

– ¿Pensaste en…?

– No, Kon, nunca pensé en abortar, si eso es lo que quieres saber. De hecho, sentí una milagrosa sensación de responsabilidad cuando supe que esperaba un hijo. Encontré una razón para seguir viviendo.

– Gracias por contármelo -murmuró Kon-. ¿Sabes que habría dado mi vida por estar contigo en esos momentos?

¿Podía parecer tan sincero y, sin embargo, estar mintiendo? Meg no lo sabía.

– Cuando vi la fotografía de Anna -continuó él-, empecé a pensar en un plan para desertar que no pusiera en peligro a mucha gente. Esa fue mi primera prioridad. Necesariamente, tenía que ser un plan muy elaborado y estar calculado al milímetro.

– ¿Cómo lograste huir?

– No puedo contártelo.

Meg se puso tensa y se retiró el pelo de los ojos con rabia.

– ¿Y así esperas que confíe en ti?

Kon se apoyó en el codo con tranquilidad.

– ¿No crees que me gustaría poder contarte cómo conseguí reunirme con vosotras?

– No entiendo por qué no puedes. Pensaba que un marido lo compartía todo con su mujer.

– Yo también -dijo él con sarcasmo-. Pero el tema de mi deserción entra en otra categoría. Debo guardar silencio para proteger a quienes arriesgaron su vida por ayudarme.

– ¿Crees que todavía te vigilan?

– De forma activa, no. Pero estoy en una lista.

A Meg le costaba creerlo.

– ¿Significa eso que todavía estás amenazado?

– ¿Por parte de qué gobierno?

La respuesta la desanimó.

– No bromees, Kon.

– Será mejor que dejemos el asunto.

– ¿Por qué ibas a estar amenazado por el gobierno estadounidense? -insistió ella.

– Tal vez se fían de mí tan poco como tú.

Kon agarró la almohada y se la puso sobre la cara. La vulnerabilidad que mostraba ese gesto hizo que Meg apartara la mirada.

– ¿A pesar de que les diste información?

Él apartó la almohada y levantó la cabeza.

– Tú misma lo dijiste: un hombre que vuelve la espalda a su país es un traidor.

Ella le había escupido esas palabras crueles. Si nadie confiaba en él, qué triste debía de haber sido su vida esos seis últimos años. Qué solitario sería el resto de sus días.

Kon se deslizó de la cama, todavía con el albornoz puesto. Se le había aflojado un poco el cinturón y Meg pudo distinguir su pecho, suavemente cubierto de vello negro.

– Sabía que era demasiado esperar que volviéramos a empezar de nuevo, pero tenía que intentarlo. Qué estúpido he sido. Buenas noches, Meggie -se dirigió a la puerta, pero se volvió un momento-. Te haré otro regalo anticipado de Navidad: te prometo que nunca volveré a pedirte que duermas conmigo.


– ¿Dónde ponemos el árbol, papá?

– Donde diga tu madre.

Habían salido de compras esa mañana. Meg dejó que Anna, acompañada por su padre, se divirtiera yendo de tienda en tienda para comprar los adornos del árbol. Los del pinito escocés del apartamento de Meg solo cubrían parte del abeto de casi dos metros que habían comprado.

Pero, cuando llegaron a casa, no pudo seguir evitando a Kon. Anna escuchaba cada palabra y cada matiz de sus voces y observaba todo lo que pasaba entre sus padres.

Meg decidió que lo mejor sería poner el árbol junto al ventanal del cuarto de estar. Así, cualquiera que pasara podría verlo desde la calle.

Su sugerencia fue aprobada por unanimidad y Kon, vestido con vaqueros y una sudadera, colocó el abeto perfectamente derecho en cuestión de minutos.

Meg desenrolló una tira de luces y Anna, con Thor a sus pies, se las acercó a su padre, que las colocó sobre el árbol. Los tres trabajaron en perfecta armonía. Si alguien hubiera mirado desde la ventana, habría visto a la familia ideal.

Sin embargo, nadie podría imaginar la tristeza que acumulaba Kon, ni que, la noche anterior, después de que él se marchara de su cama, Meg no había podido dormir. Angustiada, una parte de ella deseaba dolorosamente ir a su habitación y arrojarse en sus brazos.

Pero algo intangible había sucedido durante su conversación. El hombre que la había destrozado al prometerle que nunca volvería a pedirle que durmiera con él, no era el mismo que, poco antes, le había suplicado que se tumbara a su lado solo para notar su cercanía.

Meg no tuvo valor para afrontar una negativa de reconciliación y se quedó en la cama, sola. Pasó el resto de la noche tratando de ordenar sus confusos sentimientos.

Siempre que intentaba ponerse en el lugar de Kon, se ponía físicamente enferma. Podía imaginarse la soledad, la nostalgia y la tristeza que debía de haber sentido cuando dejó Rusia para establecerse en un país extraño y hostil. Unos años antes, Meg había leído unos artículos sobre los desertores. En ellos, un tema predominaba sobre el resto. Los desertores sufrían las consecuencias de su desarraigo el resto de sus vidas.

Tal vez eso explicaba por qué Kon se había convertido en un padre ejemplar. Quizás así podría olvidar durante algún tiempo lo que había dejado atrás.

Eso explicaría también por qué le había pedido a Meg que durmiera con él: para olvidar durante un rato su sufrimiento.

Para ser completamente sincera, Meg tenía que admitir que no podía culparlo por sentir aquellas necesidades tan humanas. Si sus papeles estuvieran cambiados y fuera ella la que no pudiera volver a Estados Unidos, aquello sería una experiencia horrible que tendría que sublimar de algún modo, igual que hacía él.

– Mamá, te has olvidado de abrir la última caja.

Absorta en sus pensamientos, Meg rasgó el papel celofán y le alargó las luces a Anna. Su mirada se posó en Kon, que parecía mirar a través de ella, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos de allí. En sus ojos había tanta desdicha y resignación que Meg se sintió paralizada de temor y, con la excusa de la cena, salió de la habitación.

Durante los días siguientes hubo un ambiente de tranquilidad doméstica, al menos en la superficie. Pero Kon se había alejado emocionalmente de Meg y ella estaba pagando un precio muy alto por ello. Él se había convertido en un extraño que la trataba con indiferencia y Meg, dolida y confusa, necesitaba hacer algo, cualquier cosa, para romper la tensión entre los dos.

En uno de sus viajes con Anna al apartamento para acabar de recoger sus cosas, Meg abrió un montón de tarjetas de Navidad que había recibido. Entre ellas encontró una de Tatiana Smirnov, su antigua profesora de ruso. Aquella tarjeta le dio una idea para hacerle a Kon un regalo especial de Navidad, un regalo con el que pretendía decirle que comprendía la soledad de su exilio voluntario y que deseaba aliviarlo modestamente.

Cuando Kon fue a buscarlas, Meg le dijo que, aprovechando que estaban en San Luís, Anna y ella tenían que comprar algunos regalos más. Kon las dejó en un centro comercial y dijo que debía ocuparse de un asunto y que volvería a buscarlas dentro de un par de horas.

En cuanto se marchó, Meg le explicó a Anna su plan. Llamó a un taxi y le dio al conductor la dirección de una galería de arte que Tatiana mencionaba en su tarjeta. Había un lote de antigüedades rusas a la venta. Meg y Anna pasaron más de una hora mirando cuadros, iconos, muñecas, sombreros, pañuelos, huevos de Pascua… Toda clase de recuerdos de tiempos pasados.

Los ojos de Meg se iban una y otra vez hacia una pintura al óleo que mostraba un paisaje de montaña con una pradera de flores silvestres en primer plano.

El título del cuadro, escrito en ruso, la convenció: Los Urales en primavera.

A Anna le gustaron los iconos, pero sobre todo uno que representaba a la Virgen con el Niño. La combinación de colores le llamaba la atención. Meg le dijo a la encargada que se llevaba el icono y el cuadro. Sin que Anna lo oyera, le dijo también que purera una muñeca que había sobre el mostrador. La figura de la campesina rusa, en rosa y negro, escondía siete versiones idénticas de la misma muñeca. A Anna le encantaría descubrir la sorpresa. La vendedora la envolvió y, cuando Anna no miraba, Meg se la guardó en el bolso. Los regalos costaron más de mil colares y se llevaron la mayor parte de los magros ahorros de Meg. Pero la situación entre Kon y ella se había vuelto tan precaria que Meg habría hecho cualquier cosa por hacer las paces.

Tomaron otro taxi de vuelta al centro comercial, donde se pararon para meter los regalos en cajas y envolverlos con papel de colores. Luego se entretuvieron mirando escaparates hasta que Kon fue a buscarlas.

Anna se moría de ganas por decirle a su padre lo que habían hecho y quería darle los regalos allí mismo, pero logró contenerse. Sin embargo, sus ojos brillaban como topacios azules. Kon miró varias veces a Meg con expresión inquisitiva. Su mirada divertida hizo que a ella le diera un vuelco el corazón. Su enemistad pareció desvanecerse, momentáneamente, ante la cara de felicidad de su hija.

El día de Nochebuena, otra tormenta cubrió de nieve el vecindario, para alegría de Anna. Kon y ella salieron con los perros al jardín. Bajo la atenta mirada de Anna, Kon despejó la entrada y luego comenzó a hacer un muñeco de nieve. Meg los observó, desde la ventana del comedor, mientras ponía la mesa. Un par de chicos de la edad de Anna se unieron a ellos. Los niños gritaban y los perros correteaban a su alrededor.

Viéndolos así, Meg se preguntó otra vez si Kon no sería exactamente lo que aparentaba: un hombre que había hecho una elección. Un padre cariñoso. Un nuevo ciudadano estadounidense que había abrazado su país de adopción. Un hombre que todavía la amaba, aunque hubieran pasado siete años. ¿Y si no había motivos ocultos y todo lo que le había dicho era cierto? Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Aquella noche no pudo conciliar el sueño. De madrugada bajó al piso inferior para poner los regalos bajo el árbol y luego se quedó en la cama, completamente despierta, llorando en la oscuridad.

El día de Navidad por la mañana temprano, Anna entró corriendo en su habitación con los perros tras ella, balbuciendo de excitación. Papá estaba preparando el desayuno, dijo, y había dicho que Papá Noel había llegado y que, en cuanto desayunaran, podrían mirar en el salón y ver los regalos.

Meg sintió una especie de mareo cuando salió de la cama y se metió en el cuarto de baño. Después de pasar toda la noche llorando, estaba convencida de que ver a Kon, especialmente el día de Navidad, sería superior a sus fuerzas. Pero tenía que hacerlo, por el bien de Anna.

La ducha la reanimó un poco. Se cepilló el pelo y se lo sujetó con horquillas a ambos lados, se aplicó un poco de colorete, se pintó los labios y se puso un vestido de punto de color cereza que tenía desde hacía un par de años. Sus mocasines bajos de color negro eran cómodos para estar en casa y, al mismo tiempo, parecer arreglada.

– Sigue andando hacia mí -musitó Kon, cámara en mano, cuando Meg comenzó a bajar las escaleras-. Feliz Navidad, Meggie.

– Feliz Navidad -dijo ella, cuando recuperó el habla.

Se había quedado muda al verlo. Llevaba unos pantalones negros y un jersey ajustado de color verde. Sus movimientos eran tan ágiles y su rostro moreno tan atractivo…

Anna estaba de pie junto a él, con un vestido nuevo de cuadros escoceses rojos y azules y una mirada brillante de ansiedad en los ojos.

– Mamá, tienes que besar a papá, porque papá dice que es una tradición.

– Solo si ella quiere, Anochka.

Meg no necesitó que nadie la animara para acercarse a él y, poniéndose de puntillas, besarlo en la boca. Kon no podía adivinar cuánto lo deseaba, ni el control férreo que necesitó para no devorarlo delante de su hija. A Meg no le servían de nada sus esfuerzos por olvidar los meses que habían pasado juntos.

La pasión de Kon le había mostrado una felicidad completa que nunca creyó posible.

Que el cielo la ayudara. Quería saborear de nuevo aquella felicidad.

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