– No quiero ir al colegio nuevo, mamá. Príncipe llorará y, ¿qué pasará si papá vuelve a casa y no me encuentra?
Habían pasado tres semanas desde las vacaciones de Navidad. Cada uno de esos días, Meg había tenido que oír las protestas que Anna repetía una y otra vez como una letanía.
Anna no habría ido a la escuela si Meg no se hubiera quedado todos los días en el colegio, ayudando como voluntaria, de forma que la niña supiera que estaba cerca.
Tampoco Meg la habría dejado ir si no hubiera podido pasar casi todo el día con ella en el colegio. La ausencia de Kon había afectado a todo y a todos, hasta a los perros, que iban a buscarlo al estudio y gemían con un sonido casi humano cuando no lo encontraban.
Desde la primera noche de su desaparición, Anna se había refugiado en la cama de Meg, abrazada al cascanueces, y dormía con ella desde entonces. Aunque Meg sabía que eso podía crear problemas más adelante, la reconfortaba tener el cuerpecito cálido de Anna junto a ella y no la obligó a marcharse a su cama. No habría servido de nada, de todas formas. Anna no podía soportar separarse ni un momento de su madre. Kon había sido demasiado maravilloso como marido y padre durante la semana escasa que habían pasado juntos.
Meg no dudaba de que el senador Strickland había hecho todo lo posible por descubrir el paradero de Kon. Lacey Bowman la había telefoneado al día siguiente de la llamada del senador. La única información que la CIA podía darle era que Kon ya no estaba en el país.
Por Anna, Meg no se entregó al sufrimiento que le produjo aquella noticia. Debía seguir fingiendo que Kon estaba en un largo viaje de negocios con su editor y que volvería a casa en cuando pudiera.
Cada vez que sonaba el teléfono, Anna corría a contestar y gritaba: «¿Papá?». Aquello pasó tantas veces que Meg pensó que se le iba a romper el corazón. Tuvo que advertirle a su hija que dijera primero «hola» o no le permitiría contestar al teléfono.
Melanie había dormido dos noches con ellas. Estaba tan prendada de Príncipe que no quería marcharse a su casa. Pero Anna ya no era la niña vivaracha de antes y se negó a compartir su cachorro con Melanie, lo que provocó peleas y enfados. Cuando Melanie se marchó, Anna le dijo a Meg que no quería que volviera nunca más. Jason y Abby, los niños de enfrente, eran sus nuevos amigos. Meg decidió dejarlo correr por el momento. Arreglaría las cosas con Melanie cuando pasaran unos meses.
Las lecciones de violín se habían acabado, porque Anna lloraba sin parar por tener que dejar la casa para ir hasta San Luís. Estaba demasiado lejos y su papá podía volver a casa.
A fines de enero, seguía sin haber noticias de Kon, y Meg tuvo que asumir la aterradora idea de que, tal vez, nunca regresara. Cuanto más pensaba sobre ello, más se convencía de que no había vuelto a Rusia y de que estaba buscando otro lugar donde vivir.
Kon hablaba varios idiomas y podía fácilmente establecerse en Alemania o en Austria, o incluso en Francia. El gobierno estadounidense colaboraría con el país que eligiera y le proporcionaría la documentación y las credenciales necesarias para empezar de nuevo.
Y era por culpa de ella. Meg se sentía como si se le hubiera muerto el corazón.
Como Anna parecía incapaz de aceptar la pérdida de su padre, el médico de cabecera de Meg le aconsejó que consultara a un buen psicólogo infantil y le recomendó a un colega que ejercía en Hannibal. Habían fijado la primera cita para el sábado siguiente, a las doce. Meg sabía que ella también necesitaba ayuda y decidió que aquello les podía venir bien a ambas. Confiaba en que los consejos del psicólogo las ayudaran. No se le ocurría otra alternativa.
El viernes por la noche, después de cenar, Meg se lo planteó a Anna, a quien no le gustó nada la idea de ver al doctor. Pero no tenía más remedio que ir, pues no quería apartarse de su madre. Meg estaba explicándole por qué tenían que ver al médico cuando sonó el timbre.
– ¡Papá! -gritó Anna, tirando la silla en sus prisas por llegar a la puerta. Los perros se le adelantaron, ladrando más fuerte de lo habitual.
A Meg se le disparó la adrenalina, como siempre. Porque, en realidad, una parte de ella no había perdido la esperanza, pero sabía que, si el padre de Anna volvía a casa, entraría por la puerta de atrás, desde el garaje. No llamaría al timbre de la puerta principal.
Con toda probabilidad, serían Jason y Abby. O quizá fuera Fred, que se había convertido en un visible habitual, el único que tenía influencia sobre Asna en esos momentos.
Meg estaba a medio camino del vestíbulo cuando oyó la voz de una mujer que hablaba en ruso. Mayah malyenkyah muishka, repetía. «Mi querido ratoncito», decía una y otra vez.
¿Qué demonios…?
Cuando salió del comedor, vio que una mujer anciana y corpulenta, vestida de negro, tenía a Anna en brazos. Llevaba el pelo largo y blanco recogido en un moño y joyas de ámbar en el cuello y las muñecas. Las lágrimas resbalaban por su cara rojiza. Abrazaba a Anna como si no quisiera dejarla escapar.
– Anochka -una voz familiar llegó desde el porche-. Esta es tu abuela Anyah.
– ¡Tenemos el mismo nombre!
– Es verdad, Anochka. Debe de ser el destino. Ha venido desde Siberia para vivir con nosotros.
Kon.
Al tiempo que Meg musitaba su nombre, él entró en el vestíbulo. La visión de su cuerpo artético y de su atractivo rostro fue tan maravillosa que Meg se quedó paralizada mirándolo. Sus resplandecientes ojos azules se clavaron en ella y Meg distinguió en ellos una mirada humilde que nunca antes había visto.
– Meggie, te presento a mi madre -dijo con voz trémula. Su madre-. Ella es mi regalo de Navidad para ti. No habla inglés, pero nosotros la enseñaremos, ¿verdad?
Meg no respondió a la mirada suplicante de Kon. El amor le dio alas a sus pies. Se arrojó en sus brazos con tanta fuerza que lo habría derribado de no ser él tan fuerte. Como una cascada, comenzó a desgranar sobre él tal cantidad de palabras de amor y súplicas de perdón que Kon no podría dudar de que Meg le pertenecía en cuerpo y alma.
Se había restablecido la confianza entre los dos. Kon suspiró satisfecho y, delante de su madre y de Anna, besó a Meg con la misma desenfrenada pasión de sus días felices en Rusia. Por fin volvían a ser libres para entregarse a sus deseos. Meg se olvidó de todo, sintiendo solo sus brazos y su boca, el calor de su cuerpo tenso contra el suyo.
– ¿Estáis haciendo un bebé?
¡Anna!
Kon dejó de besar a Meg, pero no la soltó. La retuvo entre sus brazos y apoyó la barbilla en su hombro mientras hablaba con su hija.
– Mañana, tu madre y yo nos vamos a sentar contigo para explicarte algunas cosas sobre los bebés. Pero ahora quiero que conozca a mi madre -hizo girar a Meg y la rodeó por la cintura desde atrás, apretándola fuerte contra sí-. Mamá, esta es Meggie, mi mujer -dijo en ruso.
Su madre, que todavía tenía abrazada a Anna, levantó la cabeza.
Meg vio que sus brillantes ojos azules, iguales a los de Kon, la observaban con cariño y curiosidad.
Pero no solo eran los ojos. Su figura era parecida a la de Kon, y Meg vio que todavía tenía mechones negros que atestiguaban de dónde procedía el cabello castaño oscuro de Kon.
La anciana dejó a Anna despacio en el suelo y tomó la cara de Meg entre sus manos.
– Mayah Doch -dijo, como una bendición.
Hija mía.
Meg asintió antes de devolver el saludo.
– Mayah Matz.
Entonces, se abrazaron. Meg la besó respetuosamente en las mejillas, cariñosa y feliz. Aquella mujer maravillosa había dado a luz a Kon y había creído todos esos años que su hijo estaba muerto.
¿Quién sabía las privaciones, las penalidades por las que había pasado? ¡Cómo le hubiera gustado a Meg estar presente cuando madre e hijo se reunieron!
Meg tenía demasiadas preguntas, pero ese no era el momento de hacerlas, pues las emociones se estaban desbordando. Los perros restregaban la cabeza contra las piernas de Kon como signo de bienvenida.
– Me alegro de que estés en casa, papá.
– Yo también, Anochka, yo también.
Kon tomó a Anna en brazos y le susurró las palabras cariñosas que reservaba para ella.
Meg sintió que el deseo de Kon llegaba hasta ella y leyó el mensaje de sus ojos ardientes. Al igual que ella, apenas podía esperar a que estuvieran solos.
Pero debían pensar en su madre y en Anna. Tácitamente, decidieron ocuparse de ellas antes que nada. Tendrían tiempo de estar solos después. Como Jacob y Raquel, habían esperado mucho tiempo y podían esperar un poquito más. Pero solo un poquito.
– Pondremos a tu madre en la habitación que usaba yo antes de que te marcharas. Está todo preparado. Le gustará tener su propia habitación y su cuarto de baño y Anna querrá tener a su abuela en la puerta de al lado.
Kon dejó a Anna en el suelo.
– ¿Y dónde están tus cosas? -le preguntó a su mujer.
Meg apenas podía hablar.
– ¿Tú qué crees?
– En tu habitación -rio Anna-. Eres tonto, papá.
Él le despeinó los rizos castaños y murmuró en ruso:
– Nuestra pequeña se entera de todo.
– Sale a su padre -replicó Meg.
– Y mi Dimitri sale a su padre -añadió Anyah.
Kon sonrió al ver la cara de asombro de Meg.
– ¿Ese es tu verdadero nombre? ¿Dimitri?
– Da -respondió su madre por él-. Dimitri Leudojovitch.
– ¿Qué te parece, mayah labof?
– Me parece que se lo pondremos a nuestro hijo cuando nazca -lo miró con ardiente deseo y sonrió-. Creía que te habías ido para siempre, así que será mejor que pienses en recuperar el tiempo perdido.
Anyah agarró a Meg del brazo.
– Tú eres buena para mi Dimitri. Él necesita una mujer como tú, que sepa responder a su pasión.
Meg se sonrojó. Para ocultar su turbación, dijo:
– ¿Supo que era su hijo cuando lo vio?
– Da -asintió ella, mirando a Kon con orgullo de madre- Ningún otro niño en Shuryshkary tenía una cara y unos ojos como los de mi pequeño Dima. Y ese remolino en el pelo, y la forma de sus orejas… -con su curtida mano acarició la sien izquierda de Kon-. ¿Ves esa pequeña cicatriz cubierta por el pelo? Se hizo esa herida y la del hombro izquierdo al caerse de un árbol. Creo que tenía cuatro años. Le gustaban mucho los árboles y siempre le pedía a su padre que lo llevara al monte.
A Kon todavía le gustaban los árboles y las montañas, pensó Meg. Ella conocía aquellas cicatrices. Sobre todo, la del hombro, que había besado una y otra vez, porque adoraba cada centímetro de su magnífico cuerpo.
Entonces Kon atrapó su mirada. Meg se dio cuenta por sus ojos, que parecían brasas azules, de que estaba recordando lo mismo que ella.
En inglés, Meg dijo:
– ¿Dónde está Shuryshkary?
– En el norte de Siberia, al pie de los Urales.
– Eso explica muchas cosas -murmuró ella.
Kon asintió y se comprendieron en silencio. Pero Anna metió la cabeza entre los dos.
– ¿Qué significa eso de «suricari»?
Kon se echó a reír.
– Es el pueblo donde nací, Anochka.
Incapaz de reprimir su curiosidad, Meg exclamó:
– ¿Cómo encontraste a tu madre?
– Cuando decidí desertar, conseguí, con ayuda de otro agente que me debía algunos favores, acceder a mi expediente. Entonces supe que mi madre vivía aún y negocié su salida de Rusia con el gobierno estadounidense. Pero, al igual que con Anna y contigo, he tenido que esperar todo este tiempo para traerla aquí. Por desgracia, hubo problemas que impidieron que llegara el día de Navidad, como yo había planeado.
– Oh, Kon… -exclamó Meg. De pronto, su comportamiento el día de Navidad y su desaparición cobraron sentido-. ¿Podrás perdonar…?
– Todo eso está olvidado, Meggie -la interrumpió-. Hoy es el primer día del resto de nuestras vidas.
– Sí -musitó ella y, tomando a su suegra por el brazo, le dijo en ruso-. ¿Está cansada? ¿Quiere subir a su habitación para refrescarse un poco antes de la cena y luego ver la casa de su hijo?
– Hemos comido en el avión que nos ha traído desde San Francisco. Prefiero quedarme con mi nietecita un rato y luego acostarme.
Cuando empezaban a subir las escaleras, con Anna y los perros correteando delante de ellos, la anciana dijo:
– Anna se parece mucho a la hermana de Dima, Nadia. Alegre, curiosa y llena de vida.
– Nadia murió de una enfermedad pulmonar antes de cumplir catorce años -murmuró Kon en inglés.
A Meg se le encogió el corazón.
– ¿Y tu padre?
– Un día salió a cortar madera y le falló el corazón. Fue hace cinco años.
– ¿Cómo ha sobrevivido todos estos años sola?
– Limpiando suelos y cuartos de baño en edificios públicos.
– ¿Cuántos años tiene?
– Sesenta y cinco.
– Es maravillosa, Kon.
– Sí. Y tú también.
Esa noche, mucho más tarde, cuando por fin la casa se quedó en silencio y las luces se apagaron, Kon entró en su habitación, donde Meg lo esperaba impaciente.
– La última vez que eché un vistazo, mi madre le estaba leyendo a Anna El cascanueces. Anna ya ha aprendido algunas palabras en ruso.
– Es natural, cariño -murmuró Meg. Se acercó a él cuando Kon se quitó el albornoz y se deslizó bajo las sábanas-. La señorita Beezley me dijo que era una niña muy inteligente para su edad. La señora Rosen dijo lo mismo de su talento para el violín. Esas cualidades las ha heredado de su padre.
– Y de su madre. De ti ha heredado su dulzura -musitó él, antes de besarla-. Cuando las dejé, se estaban comunicando con increíble facilidad.
Meg apenas podía reprimir sus emociones.
– Ese libro ha sido como un lazo mágico entre todos nosotros, amor mío.
Kon le apartó el pelo de la frente y la miró fijamente.
– Eso es porque El cascanueces es mágico. Cuando mi madre empezó a contarme historias del pasado, de pronto recordé muchas cosas. Uno de mis recuerdos más intensos era verla leerme El cascanueces cuando yo era niño. Por eso me impactó tanto ese libro, y por eso quise dártelo cuando te marchaste de Rusia. Para mí, ese libro simbolizaba la esperanza y el amor, Meggie. Nuestro amor. Ahora todo tiene sentido -se le quebró la voz y volvió a besarla, estrechándola contra sí-. Te deseo, Meggie. Te quiero tanto que me asusta.
– Yo temía haberte perdido otra vez.
– No quiero mentirte, Meggie. Cuando me marché en Navidad, había perdido la esperanza de que pudiéramos estar juntos. Pero tenía que intentarlo otra vez.
– ¡Menos mal! ¡Te quiero tanto! Kon… -gimió al sentir la primera caricia sobre su piel. El placer era casi insoportable-, no puedo creer que esto esté pasando. ¿Estoy soñando?
– ¿Eso importa? -preguntó él en voz baja-. Por fin estamos juntos. Las preguntas y las explicaciones tendrán que esperar. Ahora solo importa que estás aquí, conmigo. Ámame, Meggie -suplicó.
Ella se entregó al único hombre que lo sería todo para ella: guardián, amigo, amante, marido y padre de su hija.
Pocas mujeres habían hecho un camino tan largo y extraño para alcanzar su destino final, su felicidad.
Pero Meg lo había hecho por el amor de Konstantin Rudenko, su príncipe azul.