Capítulo 1

– ¡Chist, Anna, cariño! Recuerda que aquí no podemos tararear la música como en casa -Meg Roberts regañó en voz baja a su hija de seis años que, sentada sobre sus rodillas, canturreaba alegremente el «Vals de las Flores», desafinando un poco.

La función de Cascanueces del sábado por la tarde, interpretada por la compañía de ballet de San Luís, estaba dedicada a familias con niños pequeños, pero Meg notó que entre el público había también gran cantidad de adultos.

– Lo siento, mami. ¿Cuándo sale el Príncipe? -susurró Anna en voz tan alta que una señora sentada delante de ellas la miró con enfado.

Antes de que Meg volviera a regañarla, Anna se puso un dedo sobre los labios y miró a su madre con una sonrisa traviesa que llenó a esta de orgullo y ternura. La personalidad chispeante de Anna brillaba en sus ojos, que volvieron a mirar con avidez a los bailarines.

Meg estudió a su hija en la semioscuridad. Tenía los carrillos encendidos por la emoción de asistir a su primer ballet. Aunque solo faltaban ocho días para Navidad, Anna no había hablado más que del ballet durante el último mes. Abrazado contra el corpiño del vestido de terciopelo rojo que Meg le había hecho, tenía el libro ilustrado de El cascanueces y el rey de los ratones.

Aquel viejo tesoro traído de Rusia acompañaba a su hija a todas partes. Anna no podía entender las palabras escritas en ruso, pero las ilustraciones la embelesaban… sobre todo aquellas en las que el apuesto príncipe Marzipán luchaba contra el rey Ratón. Desde el mismo instante en que vio al príncipe con su uniforme, Anna se fijó en que su pelo oscuro y sus ojos azules se parecían a los de ella. Pero para Meg era todavía más sorprendente que su hija atribuyera al príncipe Marzipán todas las cualidades que imaginaba en su padre, al que no conocía.

El hecho de que el Príncipe se pareciera, de manera sorprendente, al padre de Anna, impedía a Meg deshacerse de sus recuerdos agridulces, sobre todo porque era él quien le había regalado el libro. Éste le recordaba constantemente al hombre que con tanta facilidad le había hecho el amor a una Meg inocente, vulnerable y obnubilada. El hombre que la dejó embarazada. Pero, aun sin el libro, Meg no habría podido olvidar a Konstantino Rudenko, pues Anna era su vivo retrato.

Cada día que pasaba, descubría un nuevo parecido en sus rasgos. Todos los días la acosaban aquellos perturbadores recuerdos que se resistían a morir. Ciertas expresiones faciales, el modo en que Anna ladeaba la cabeza para escuchar algo que la interesaba… cualquier cosa evocaba recuerdos enterrados hacía mucho tiempo, a los que seguían oleadas de vergüenza y humillación, pues Meg sabía que había sido escogida, engañada y utilizada…

– ¡Mira, mami!

Los bailarines cosacos aparecieron para ejecutar su danza gimnástica y Anna, olvidando otra vez dónde estaba, empezó a tararear la música de las balalaicas y a dar golpecitos con los pies.

– ¡Silencio! -saltó la señora de delante, al tiempo que otras personas también se giraban.

Avergonzada, Meg abrazó a su hija más fuerte.

– No puedes ni hablar ni cantar -susurró entre los rizos morenos de Anna-. Estás molestando a los demás. Si vuelves a hacer ruido, tendremos que marcharnos.

– No, mami -rogó la niña con lágrimas en los ojos-. Todavía no ha salido el Príncipe. Te prometo que seré buena.

– Siempre dices eso, y luego se te olvida.

– No, de verdad -aseguró Anna con tanta seriedad que hizo sonreír a Meg.

Pero ella sabía que era casi imposible que su hija se estuviera callada hasta el final de la función.

– Tienes que estarte quieta.

– Está bien…

Anna le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso en la mejilla. Por un momento, su comportamiento modélico dio a Meg una falsa sensación de seguridad y ambas contemplaron maravilladas la historia que se desarrollaba ante sus ojos.

La sección de viento de la orquesta anunció la llegada de los soldados de juguete. Sin previo aviso, Anna se deslizó del regazo de Meg.

– ¡Ahí está el príncipe Marzipán, mami! ¿Lo ves? -gritó, extasiada, señalando al bailarín que dirigía la marcha. Absorta con el Príncipe, se olvidó de todo lo que la rodeaba, pero Meg vio la mirada furiosa de la mujer sentada delante de ellas.

Por fortuna, otros niños también se pusieron en pie, contribuyendo al bullicio creciente. Sus gritos y palmadas sofocaron la exclamación de Anna. Por el brillo de sus ojos, Meg se dio cuenta de lo que ese momento significaba para su hija, que se quedó de pie, embelesada, hasta que el Príncipe salió de escena tras vencer al rey Ratón.

En cuanto desapareció, Anna volvió a trepar a las rodillas de Meg.

– Mami -susurró-. Tengo que hacer ya sabes qué.

A Meg no la sorprendió. La emoción había sido excesiva y sabía que Anna no podría aguantarse hasta el final de la función.

– Está bien. No olvides tu libro -agarrando con una mano los abrigos y con otra a Anna, recorrió la fila hasta salir al pasillo central-. Despacio, cariño -advirtió mientras trataba de sujetar a Anna, que atravesó prácticamente corriendo el vestíbulo casi vacío hasta el servicio de señoras. Todavía iba hablando del Príncipe cuando salieron, unos minutos después.

– ¿Puedo ir a verlo cuando acabe la función, mami? -preguntó mientras hacían cola junto a la fuente antes de volver a entrar en la sala de conciertos.

– No creo que esté permitido.

– La señorita Beezley me dijo que sí.

– Ya veremos -murmuró Meg, deseando que la maestra no le hubiera metido aquella idea en la cabeza. A veces, las opiniones de la señorita Beezley contaban más que las suyas.

– Parece que nuestra preciosa hija se lo está pasando bien -mientras esperaba a que Anna acabara de beber, Meg oyó una voz masculina detrás de ella. Pensó que pertenecía a un hombre que hablaba con su mujer y no le dio importancia-. ¿Te acuerdas de aquella humilde cabaña de leñadores a las afueras de San Petersburgo, mayah labof?

De pronto, el mundo pareció detenerse.

¡Konstantino! No. No era posible.

Pero aquella pregunta, susurrada con la serena e inconfundible sensualidad que ella recordaba tan bien, le llegó al fondo del alma. Aquella voz no era producto de su imaginación.

Cerró los ojos, aturdida, mientras el cuerpo se le empapaba de un sudor frío.

Se suponía que él vivía al otro lado del mundo, llevando una vida que ella nunca había querido ni comprendido. Pero él no estaba en San Petersburgo. Estaba allí, en aquel teatro, y acababa de llamarla «querida mía». Si se daba la vuelta, podría tocarlo.

¡Dios santo!

En cuanto comprendió que su presencia era real, Meg se puso a temblar de miedo y de rabia. Se sintió furiosa consigo misma por sucumbir a sus recuerdos. Los recuerdos sensuales de su forma de hacerle el amor, siete años antes, cuando Meg solo había sido, para él, parte de su trabajo.

Su razón siempre le había dicho que él era el enemigo, pero, durante un tiempo, lo había amado tanto que su corazón se negó a comprender y, sobre todo, a creer.

Al parecer, conocía la existencia de Anna.

A Meg no debía sorprenderla. Claro que la conocía: él sabía cosas de la gente que nadie tenía derecho a saber. Ese era su trabajo. Su única dedicación.

Lo cual significaba que las había seguido, acechando el momento perfecto para apoderarse de lo que era suyo, para apoderarse de su hija…

¿Y qué mejor lugar que un sitio público, donde sabía que Meg no haría una escena para no alarmar a Anna? Paralizada por el miedo, Meg sintió que su corazón se desbocaba.

Recordó con asombrosa claridad las horas aterradoras que había pasado sola en aquella húmeda celda le Moscú, custodiada por guardias que no conocían la compasión.

– ¿Meg? -la voz interrumpió sus pensamientos.

No sabía cuánto tiempo había pasado. Solo unos segundos, supuso, pero habían bastado para revivir sus años de sufrimiento. Él comenzó a hablar, pero ella no se giró.

– No sé lo que le has contado sobre su padre, pero, ahora que estoy aquí, juntos le diremos la verdad. No pienses en huir, o haré una escena. Como sé que odias asustar a Anna, confío en que cooperarás.

Su inglés, preciso y formal, era perfecto. La formación que había recibido en el KGB no había dejado nada al azar. Cualquiera que lo escuchara pensaría que era estadounidense, quizá de la costa este.

Meg dejó escapar un gemido que llamó la atención de Anna. Esta dejó su puesto en la fuente al siguiente niño.

– ¿Mami? ¿Qué te pasa?

Atenazada por el miedo, Meg no podía moverse, ni respirar, ni hacer la docena de cosas que su instinto de supervivencia la impulsaba a hacer.

– Na… nada, cariño. Deprisa, vamos dentro.

Agarró a Anna de la mano y casi la arrastró hacia la puerta de la sala. Sabía que no tenía escapatoria, pero no quería quedarse allí, como un animal paralizado, mientras él obtenía otra victoria fácil.

– Mami, vas muy rápido -protestó Anna, pero Meg, cuyo miedo crecía por segundos, apretó el paso.

No importaba que hubiera habido cambios drásticos en Rusia. Quizás él ya no pertenecía al KGB, pero podía seguir trabajando para el nuevo gobierno. Todavía existía la policía secreta en la antigua Unión Soviética.

Para Meg, era un hombre peligroso al que no quería volver a ver. Un hombre que podía hacerse pasar por estadounidense sin que nadie lo advirtiera. Un hombre que caminaba tras ella y que, evidentemente, había vigilado sus movimientos durante años.

Un hombre al que nada detendría hasta obtener su objetivo. Y Meg sabía que su objetivo era Anna.

Pero Meg ya no era la ingenua jovencita de veintitrés años que lo había creído lleno de valores parecidos a los suyos. El tiempo y la experiencia habían hecho su trabajo, y esa vulnerable criatura ya no existía. Todo lo que quedaba de sus pasadas noches de pasión eran su amargura… y su hija.

Si lograran entrar en la sala antes de que él las alcanzara, Meg ganaría un poco de tiempo para pensar qué hacer. Llevó a Anna casi a rastras, mientras su corazón martilleaba cada vez más fuerte.

– ¿Meg? ¿Anna?

Al oír su nombre, Anna se desasió de su madre y se giró.

– ¿Tú quién eres? -preguntó, curiosa.

Vencida por aquella artimaña, Meg tuvo que pararse y dar la cara al hombre al que una vez, brevemente, había amado. El padre de Anna. No quería mirarlo, ni reconocerlo. Pero Anna los miraba a los dos con ojos ávidos y Meg tuvo miedo de alarmarla o de provocarlo a él.

Cuando por fin se atrevió a mirarlo, el azul intenso de sus ojos de largas pestañas casi la hizo tambalearse. Era aún el hombre más atractivo que había visto nunca, aunque, de alguna manera, parecía distinto a como lo recordaba.

La primera vez lo que lo vio, el pelo castaño oscuro le llegaba al cuello del traje gris parduzco y del abrigo, la indumentaria típica del KGB. Ahora lo llevaba más corto e iba vestido como un hombre de negocios, con un traje azul marino y una camisa azul pálido que realzaban su más de metro ochenta y su figura fuerte y atlética. Pero el cambio que Meg percibía era más sutil que todo eso.

A diferencia de los hombres casados de mediana edad del concesionario de coches donde Meg trabajaba como secretaria y cajera, él se había vuelto todavía más guapo, si tal cosa era posible, en los últimos siete años. Estaba al final de la treintena y poseía un atractivo viril al que el cuerpo de Meg respondió sin quererlo ella.

– Soy alguien que os quiere mucho a ti y a tu madre -dijo él, en respuesta a su hija. Se parecía tanto a ella que Meg temió que la niña se diera cuenta enseguida de quién era.

– ¿Ah, sí? -Anna pareció sorprendida o, peor aún, intrigada.

Meg cerró los ojos con rabia. Maldito fuera por su inigualable habilidad para cautivar a sus víctimas. Como siempre, recurría a métodos que nada tenían que ver con la fuerza bruta.

Desesperada, Meg esperó la respuesta de la niña. En parte, todavía se negaba a admitir que él hubiera aparecido de pronto, de la nada, como uno de esos sueños perturbadores que te asaltan durante años.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Anna suavemente.

– Konstantino Rudenko.

– Kon… Konsta… ¿Qué has dicho?

Él sonrió.

– Tu mamá me llama Kon -su audacia, su crueldad y su calculada arrogancia llenaron a Meg de rabia-. Es un nombre ruso, como el tuyo.

– ¿Mi nombre también es ruso?

– Sí -él lo pronunció con su acento nativo, con voz tierna. Luego buscó a Meg con la mirada, como diciendo «nunca me has olvidado».

«¡No!», gritó Meg para sus adentros contra la amenaza que significaba él, para su independencia duramente ganada. Pero era demasiado tarde.

La inquisitiva Anna asimiló la información e imitó con cuidado la pronunciación de su nombre.

– Mi madre me ha dicho que mi padre vive en Rusia y que por eso no puede venir a verme -susurró, recordando demasiado tarde que era un secreto. Su madre le había dicho muchas veces que nadie debía enterarse de aquello.

– Anna -exclamo Meg.

– Pues tu mamá se equivoca, Anochka -respondió él, usando el diminutivo.

Anna se desasió de su madre y se acercó a él para observarlo.

– ¡Te pareces al príncipe Marzipán! -rápidamente, se giró para mirar a Meg, que se quedó aturdida por el brillo que vio en los ojos de su hija-. ¡Mami! ¡Es como el Príncipe! -inmediatamente abrió el libro por una página que tenía los bordes gastados por el uso-. ¿Lo ves? -señaló.

Él se puso en cuclillas para que Anna le enseñara el libro. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su cara y, con un dedo, acarició uno de los rizos que caían sobre la frente de la niña.

– ¿Sabes que yo le di a tu madre este libro cuando se marchó de Rusia después de su primer viaje, hace más de doce años?

Por segunda vez en un par de minutos, Meg dejó escapar un gemido.

Anna abrió mucho los ojos.

– ¿De verdad?

– Sí. También es mi libro favorito. Tú y yo somos padre e hija. Por eso pensamos igual -le lanzó a Meg otra mirada significativa-. Tu mamá estaba triste porque tu abuelo murió mientras ella estaba de viaje. Así que, cuando volvió a casa, yo puse el libro en su maleta para reconfortarla, porque sabía que a ella le gustaba. Esperaba que eso la hiciera sentirse mejor y la llevaría de nuevo a Rusia algún día.

Los ojos de Meg se llenaron de lágrimas. «¡Farsante!», gritó su corazón. Pero no podía negar que aquel bello y costoso libro, que ella había admirado en la Casa del Libro de Moscú, pero que no había podido comprar, apareció en su equipaje. Había sido gracias al atractivo agente del KGB, asignado a la vigilancia de los estudiantes extranjeros, que la había llevado de la cárcel al aeropuerto.

Meg y otros estudiantes de diecisiete años de su autobús, habían sido detenidos por regalar vaqueros, camisetas y otras prendas personales a sus amigos rusos. Ingenuamente, Meg le había dado sus gafas de sol a una chica y había acabado en prisión. Todavía sentía escalofríos cuando recordaba aquel incidente de pesadilla.

Durante su confinamiento, uno de los guardias le dijo que el director del viaje acababa de saber que su padre había muerto en Estados Unidos. Por su insensata decisión de quebrantar la ley, le informó el guardia, Meg no podría volver a casa para el funeral, y quizá no volvería nunca.

A Meg, aquel hombre le pareció inhumano, incapaz de sentir emociones. Cuando la dejó sola para que «reflexionara» sobre lo que había hecho, Meg se derrumbó, desesperada, sobre el suelo de la celda. Lloró durante horas la muerte de su querido padre y la de su madre, acaecida un año antes. William Roberts había muerto a miles de kilómetros de distancia y ella nunca volvería a verlo.

Pero, antes de que amaneciera, Kon llegó para llevársela de allí y la escoltó a través de largos pasillos hasta una puerta trasera, donde esperaba un coche que la llevó al aeropuerto. Meg no volvió a ver a sus compañeros de viaje y regresó a Estados Unidos a tiempo rara enterrar a su padre, con el libro como único recuerdo.

Tras recibir un trato cruel, la intervención de Kon había sido la única razón de que se le permitiera volver a Estados Unidos sin mayores consecuencias. El regalo del libro, completamente inesperado, le hizo reconsiderar su opinión de que todos los agentes del KGB eran monstruos.

Seis años después, cuando se le presentó la oportunidad de viajar otra vez a Rusia como profesora en un intercambio de estudiantes, se sintió emocionada con la idea de localizarlo y agradecerle en persona su amabilidad.

Lo había visto de nuevo, por supuesto. Ingenuamente, pensó que su encuentro había sido casual, sin darse cuenta de que Kon le había seguido la pista tras su regreso a Estados Unidos. El pensar en ello le resultaba insoportable, pues significaba que los sentimientos de Kon nunca habían sido verdaderos y que, durante el segundo viaje que ella hizo a la Unión Soviética, después de la muerte de la tía inválida con la que vivía, Meg había sido su objetivo. Ella lo había sabido a su regreso, a través de la CÍA. Cada acción de Kon había sido calculada para hacer que se enamorara de él, por razones que solo conocía el KGB. Lo mismo les había ocurrido en muchas ocasiones a otros jóvenes estadounidenses, a turistas y a empleados diplomáticos. Lo sucedido entre Meg y Kon no era, pues, tan raro. El «amor» de Kon había sido motivado por razones políticas.

Y ahora él había vuelto a buscar a Anna.

– ¿De verdad eres mi papá?

Anna rompió el silencio con su sencilla pregunta.

La esperanza que había en su vocecilla casi hizo llorar a Meg. Había llegado el momento de la verdad y Kon no mostraría piedad.

– Sí, soy tu papá. Y tú eres mi hijita. Tenemos los mismos ojos azules, el mismo pelo castaño oscuro y la misma nariz recta -le pellizcó suavemente la nariz y Anna se rió-. Pero sonríes igual que tu madre. ¿Lo ves? -sacó unas fotografías del bolsillo de la chaqueta-. Aquí estamos tu mamá y yo tomando helado y champán. Yo acababa de decirle que la quería. Mira su boca: sonríe igual que tú -tocó el labio inferior de Anna-. Exactamente igual que tú.

Anna volvió a reírse y dejó el libro en el suelo, para mirar las instantáneas en blanco y negro. Por una vez, se quedó muda. Igual que Meg, que recordó cómo él le tocaba la boca de la misma manera y luego la besaba y ella deseaba que no parara nunca…

Pero entonces no sabía que alguien les estaba haciendo fotos.

Debía de haber muchas más fotografías como aquellas. Meg pensó que seguramente una cámara había registrado sus días y sus noches juntos y sintió un agudo dolor al pensar que, la experiencia más maravillosa de su vida, había acabado en los archivos micro-filmados del KGB.

– ¡Mami, mira! ¡Eres tú!

– Sí -murmuró él-. Y aquí hay otras fotos de tu madre y de mí delante de su hotel y en un museo cercano.

Kon no podía haber urdido un plan mejor, para ganarse a su hija, que ofrecerle pruebas irrefutables de la relación entre ellos.

Las dos veces que Meg había viajado a Rusia, estaba terminantemente prohibido sacar fotografías, excepto en la Plaza Roja. Por eso no tenía ni una sola imagen de Kon como recuerdo.

– Y aquí -dijo él, cuando Anna acabó de mirar las rotos-, estamos tu madre y yo en el aeropuerto. Yo le pedí que se quedara en Rusia y que se casara conmigo, pero ella se subió al avión -su voz desolada le pareció a Meg una amarga prueba de su consumada habilidad para el fingimiento.

Él rodeó a Anna por la cintura y la niña se apoyó contra su pecho sin darse cuenta. Mirando a su hija, Meg sintió su corazón partirse en mil pedazos.

Anna miró a su madre con preocupación.

– ¿Por qué hiciste eso, mami? ¿Por qué dejaste solo a mi papá?

Meg trató de calmarse, despreciando a Kon por hacerle aquello.

– Porque no habría podido volver a Estados Unidos me hubiera quedado más tiempo y tenía responsabilidades aquí. Daba clases, tenía un compromiso con mis alumnos.

– ¿Eres maestra?

Tras un breve silencio, Meg contestó:

– Ya no, cariño. Pero lo fui… una vez.

– ¿Como la señorita Beezley? -Anna se quedó completamente atónita por la confesión de su madre.

– Sí. Enseñaba en un instituto.

Cuando supo la verdad sobre lo que había ocurrido cuando estuvo en Rusia, abandonó la enseñanza del ruso y no quiso volver a saber nada más del país, ni del idioma ni de sus recuerdos. Anna era demasiado pequeña para entenderlo, por eso Meg nunca le había hablado de esa época de su vida.

Desafortunadamente, Anna había encontrado el libro de El cascanueces en el trastero donde Meg lo tenía escondido. La niña se prendó del libro nada más verlo y quiso quedárselo. Meg nunca había tenido valor para quitárselo, ni tampoco para explicarle de dónde procedía.

– ¿Eso es verdad, papá?

Con esa única pregunta, Meg comprendió que todo estaba perdido. Anna no solo había aceptado a su padre sin reservas, sino que incluso cuestionaba la palabra de Meg.

Qué ironía que una madre lo hubiera dado todo por su hija durante seis años y que, luego, llegara un hombre cuya única contribución había sido biológica y, en un abrir y cerrar de ojos, se ganara la adoración de la niña.

– Sí, es verdad. Tu madre habla muy bien ruso y, cuando no estaba dando clases de inglés a estudiantes rusos, pasamos juntos cada momento de los cuatro meses que estuvo en San Petersburgo.

– Anna… ¿por qué no le preguntas a tu padre por qué no vino a Estados Unidos conmigo? -preguntó Meg, con la voz quebrada.

– Pero si sí que he venido -contestó él, rápidamente-. ¿Sabes?, antes de dejar mi país tuve que resolver muchas cosas. Pero siempre he sabido de ti, Anochka. Siempre te he querido, hasta cuando estaba lejos. Y ahora por fin estoy aquí y voy a quedarme.

«Lo que tarde en ganarse a Anna, luego desaparecerá con ella». Meg estaba segura. Se preguntó cuándo se había despertado en él aquel instinto paternal que lo había empujado a atravesar medio mundo para buscar a su hija.

– Puedes dormir en mi habitación -dijo Anna, atando los cabos sueltos con su sencillo e ingenuo razonamiento.

– Me encantaría -murmuró él suavemente-. Por eso he venido. Para vivir con tu mamá y contigo. Quiero que seamos una familia. ¿Puedo ir a casa en vuestro coche? Yo no he traído el mío al ballet.

– Tenemos un Toy… yoda rojo. Puedes sentarte atrás conmigo y leer mi libro mientras mamá conduce.

– Leeremos por turnos. ¿Te gusta el sitio donde vives?

– Sí. Pero me gustaría tener un perro. El casero no nos deja tener uno.

– Entonces te gustarán Gandy y Thor -mientras charlaban, él le puso su abriguito de invierno.

– ¿Gandy y To… qué?

– Thor. Son mis pastores alemanes y les he hablado mucho de ti. Están deseando conocerte. Jugarán contigo y serán tus mejores amigos para siempre.

Anna chilló de alegría.

Una rabia impotente se apoderó de Meg. Nada lo detenía, ni siquiera manipular a una niña inocente. Meg se sintió a punto de gritar, pero el vestíbulo se iba llenando de gente, pues la función había terminado. Por el bien de Anna, trató de mantener el control sobre sus emociones, hasta que estuviera a solas con él y la niña no pudiera escucharlos.

Konstantino Rudenko estaba acostumbrado a ejercer una autoridad absoluta e incuestionable en su país, pero ella no le permitiría que hiciera nada allí, en su hogar. Se acercó a su hija y la agarró del hombro para mantenerla apartada de él.

– Vamos, Anna.

Pero Anna no la escuchaba. Se había acercado a él para observar su cara de rasgos duros. Durante un instante, Meg revivió la sensación de suave aspereza de sus mejillas contra las suyas después de pasar la noche en sus brazos, después de hacer el amor…

– ¿Me dejas que te lleve al coche, Anochka? Hace mucho, mucho tiempo que sueño con abrazar a mi hijita.

Anna, a la que hasta ese momento nunca le había gustado ningún hombre que se acercaba a Meg, parecía hechizada por la voz honda y la mirada amorosa de Kon. Le rodeó el cuello con los brazos y permitió que la levantara, con una expresión de sublime alegría.

– ¿Qué significa esa palabra, «noska»?

– Mi pequeña Anna. Así es como los papas llaman a sus hijas pequeñas en Rusia.

– Yo no soy pequeña. Qué gracioso eres, papi -le dio el primer beso en la mejilla.

– Y tú eres adorable, igual que tu madre -él la estrechó en sus brazos, como si hubiera esperado ese momento toda su vida.

Meg apartó la mirada, asqueada al ver que, por conseguir lo que quería, era capaz de manipular las emociones más profundas y tiernas de una niña.

Nunca le perdonaría eso. Nunca.

Загрузка...