Kon deslizó la mano entre el pelo de Meg y la acarició. Ella se quedó paralizada de asombro. Dejó de llorar y soltó a Anna. Le sorprendió tanto la caricia que se levantó y huyó asustada de la habitación.
Kon la siguió despacio.
– Estás cansada, Meggie. Vete a la cama. Yo dormiré en el sofá. Si Anna se despierta durante la noche, me ocuparé de ella.
Meg se dio la vuelta, dispuesta a liberar sus emociones. Pero su deseo de sacarlo todo a la luz disminuyó cuando vio a Kon frente a ella. A su lado, descalza como estaba, se sentía pequeña, débil y emocionalmente desbordada. Él parecía más alto, más sombrío y mucho más inquietante que nunca.
– ¿Por qué, Kon? -exclamó, luchando contra la atracción insidiosa que todavía sentía por él-. ¿Por qué has venido? Y no me digas que porque estás enamorado de mí. Tú y yo sabemos que eso es mentira. ¡Me utilizaste! -lo acusó-. Yo… yo admito que tomé la iniciativa. Te lo puse muy fácil. Pagaré mi ingenuidad el resto de mi vida. Pero, ¿por qué te inventas historias que pueden destrozar a una niña? Si realmente has desertado, entonces la única razón que puedo imaginar para todo esto es que esperas conseguir la custodia compartida, tener a Anna seis meses al año. Pero yo no podría soportarlo. ¿Me oyes?
La pregunta quedó en el aire. Kon no respondió de inmediato. Se sentó en el sofá y se pasó las manos por el pelo, en un gesto que ella le había visto hacer muchas veces en el pasado. El recordarlo la hizo fijarse en su cuerpo ágil y atlético, que una vez había conocido íntimamente.
Meg sacudió la cabeza, furiosa por entretenerse con esos pensamientos elementales cuando, en realidad, él era su enemigo.
Apenas se dio cuenta de que Kon había sacado una pequeña grabadora del bolsillo de la chaqueta. La puso en la mesa redonda de mármol, uno de los pocos objetos que Meg conservó tras la muerte de su padre y uno de los pocos muebles buenos que poseía. El salario de maestro de su padre solo alcanzaba para cubrir las necesidades básicas. Sin las becas escolares, Meg nunca habría podido viajar al extranjero.
De pronto, un sollozo histérico llenó el cuarto de estar. Meg se sobresaltó al reconocer su propia voz. Buscó a Kon con la mirada, pero él tenía la cabeza agachada sobre la grabadora y estaba escuchando. De inmediato, Meg se sintió transportada a aquella húmeda celda moscovita. Se vio a sí misma, golpeando el suelo de piedra con los puños, desesperada. La agonía de aquel momento terrible la asaltó de nuevo y su intensidad la desbordó. No pudo detener el llanto que empezó a derramarse por sus mejillas.
«Oh, papá. Te has ido… Mi padre se ha ido… ¡Tengo que volver a casa contigo! ¡Tienen que dejarme salir de aquí! ¡Déjenme salir, monstruos…! ¡Papá…!».
Enfrentarse a sus propios gritos, a su propio dolor, le resultaba insoportable. Sin pensarlo, se lanzó sobre Kon, pero él paró la cinta.
– ¿Por qué tienes esa cinta? -ella lo agarró del brazo y lo sacudió, obligándolo a mirarla-. ¿Qué intentas hacer conmigo? ¿Cómo puedes ser tan cruel? -estalló.
Él la atrajo hacia sí, haciéndola sentarse sobre sus rodillas. Tomó la cara de Meg entre sus manos y le impidió que se levantara sujetándole las piernas entre las suyas. Con los pulgares, le limpió las pestañas húmedas.
– Cuando le dije a aquel guardia que me pusiera la cinta y escuché tus sollozos, aquello liberó en mí un recuerdo enterrado, tan profundamente en mi psique, que no supe que estaba ahí hasta ese instante.
Meg sintió el cálido aliento de Kon, pero estaba demasiado trastornada para darse cuenta de lo peligroso que era tenerlo tan cerca otra vez.
– ¿Qué recuerdo?
Kon se puso rígido.
– El recuerdo de una mañana helada en Siberia, en la que dos hombres llegaron a mi escuela y me dijeron que tenía que ir con ellos, que mi madre me necesitaba en casa. Yo tenía ocho años. Lo recuerdo muy bien porque mi padre, que era un artesano, me había fabricado un trineo para mi cumpleaños. Yo quería mucho a mi padre y estaba orgulloso de aquel trineo. Me lo llevé al colegio para jugar con él por el camino y enseñárselo a mis amigos. Cuando les dije a aquellos hombres que tenía que ir a buscar el trineo, ya que la maestra me había dicho que lo dejara en la parte de atrás de la escuela, me contestaron que no había tiempo, que lo recogería al día siguiente. Yo me enfadé, pero me preocupaba más que le hubiera ocurrido algo malo a mi madre. Me metieron en un trineo tirado por caballos y partimos en dirección opuesta a la de mi casa. Cuando les dije que íbamos por un camino equivocado, uno de aquellos hombres me dio una bofetada y me mandó callar. Me dijo que el Estado sería mi familia a partir de entonces. Que no volviera a hablar de mi familia o matarían a mi hermana y a mis padres -Meg soltó un grito involuntario, pero Kon no se dio cuenta. Siguió hablando con el mismo tono de voz, bajo y monótono-: Pero que, si era bueno, les dirían que había salido a patinar con mi trineo sobre el lago helado y me había caído al agua sin que nadie pudiera hacer nada para salvarme.
Ella sacudió la cabeza, incrédula.
– Te lo estás inventando. Tienes que estar inventándotelo -murmuró, incapaz de concebir algo tan espantoso. Sin embargo, cuando se atrevió a mirarlo a los ojos, vio en ellos una desolación inexpresable, una pena que hizo que le diera un vuelco el corazón.
– Eso me decía yo mientras me llevaban cada vez más lejos de mi familia. Se hizo de noche y debieron de meterme en un establo, porque recuerdo que me arrojaron sobre un montón de paja y me dijeron que, si gritaba, me matarían, pero que, si me comportaba como un hombre, demostraría que era digno del gran honor que se me hacía: el honor de servir al Estado.
– ¡Oh, Kon! -ella se derrumbó, sobrepasada por la enormidad de lo que acababa de oír. Por un instante, la hostilidad que había entre ellos desapareció. Meg se convirtió en su hermana, en su madre, en su amante. Solo deseó reconfortar a aquel niño al que ya nadie podía consolar. Espontáneamente, apoyó la cabeza sobre el hombro de Kon y le murmuró palabras cariñosas e incoherentes, igual que hacía cuando Anna necesitaba consuelo.
– Había oído que esas cosas sucedían -musitó-, pero nunca quise creerlo.
– Yo lo había olvidado por completo -dijo él, apartando los mechones de pelo rubio de la cara de Meg y acunándola en sus brazos-, hasta que tú fuiste detenida. Entonces tu tristeza se convirtió en mi tristeza y no pude distinguir entre ellas, no pude establecer la diferencia. Estaba en mi mano mantenerte en la cárcel tanto como quisiera. Habías quebrantado la ley y merecías el castigo. Eso era lo que yo creía. Era parte de las tácticas brutales del KGB -dio un hondo suspiro-. Pero cuando oí que llamabas a tu padre, algo dentro de mí se liberó. Y tuve que dejarte marchar -dejó de mecerla y sus ojos la buscaron, ansiosos-. Ningún niño debería sufrir la angustia que yo pase aquella noche en el establo, sabiendo que nunca más volvería a ver a mi familia. Que mi madre nunca volvería a contarme un cuento. Que ya no tendría el trineo que me había hecho mi padre… Que ni siquiera se me permitiría tener el más leve recuerdo de mi hogar.
Meg comprendió que le estaba diciendo la verdad. Dejó escapar un gemido. Kon había querido consolarla aquella noche, en la prisión. Pero no podía hacer nada más que poner secretamente el libro en su maleta. Durante su segundo viaje, Meg le había preguntado por ello y él se mostró evasivo. Solo fue un regalo, dijo. En ese instante Meg lo comprendió todo.
– Por eso pusiste el libro en mi equipaje: porque sabías lo triste que me sentía, lo sola que estaba -dijo.
– Sí. Quería que te llevaras algo hermoso, un buen recuerdo de mi país. Y de mí…
Meg bajó la cabeza.
– Cuando el agente de aduanas abrió mi maleta en Nueva York, lo vi sobre mi ropa. No podía creerlo. Sabía que tenías que haberlo puesto tú, pero no entendía el porqué y no podía imaginarme cómo sabías que quería precisamente ese libro.
– Todo el personal de tu hotel era del KGB, Meggie. Por eso se os alojaba allí a los estudiantes y profesores estadounidenses. A tu guía le resultaba fácil vigilar las actividades de tu grupo e informarme. Tenía mucho cuidado de anotar las cosas que os interesaban en las tiendas, especialmente si eran libros. Era parte del trabajo de un agente detectar qué visitantes podían simpatizar con el comunismo soviético.
Meg se estremeció al pensar que, desde su llegada a Moscú hasta el momento en que Kon la llevó al avión, sus amigos y ella habían sido observados como insectos en un microscopio.
– Debió sentirse decepcionado cuando me fijé en el libro de El cascanueces, en lugar de en la propaganda. El libro me gustaba mucho, pero no podía pagarlo.
– Sí, eso lo sorprendió. Normalmente, los estudiantes estadounidenses echaban mano de todo lo que encontraban, podían derrochar el dinero de sus padres. Pero tú eras diferente.
Ella dio un profundo suspiro y volvió a llorar.
– ¿Por qué era diferente?
– Eras una chica alegre, independiente y malcriada, como todos los demás, pero también muy valiente frente a los guardias. Muy libre de espíritu. A pesar de tu juventud, en ningún momento te acobardaste. En parte, yo estaba intrigado por esa rara cualidad tuya.
Ella alzó la mirada y sus ojos se encontraron durante un minuto. Pero, enseguida, Meg se agitó intranquila en sus brazos. Estaba asombrada por la confesión de Kon, pero también más preocupada y confusa que nunca. Sin duda, él había padecido una pesadilla de niño. Pero el KGB había sido su familia desde los ocho años.
Había algo de verdad en lo que le había contado. Pero, ¿qué parte era mentira? ¿Y qué estaba haciendo ella sentada en sus rodillas, con el cuerpo pegado al de él, con su boca separada de la de Kon solo por unos milímetros?
Se sintió alarmada al pensar que su perspectiva había quedado nublada por la compasión y se levantó.
Necesitaba separarse de él, sustraerse de la atracción sexual que todavía ejercía sobre ella.
Estaba loca si bajaba la guardia tan fácilmente. Y todo porque él le había provocado sentimientos que estaban en directa contradicción con sus temores.
– Tu nueva familia hizo un magnífico trabajo de adiestramiento -dijo con frialdad, intentando poner distancia entre los dos-. Abordarnos, a Anna y a mí en el teatro, de la forma en que lo hiciste es un ejemplo perfecto de los métodos del KGB. Para ti es tan natural como respirar, ¿no es verdad, Kon? Pero si intentas apartarme de Anna, te llevaré a los tribunales. La niña solo me ha tenido a mí desde que nació. Sería cruel apararnos. ¡No lo permitiré!
– Ya te he dicho que esa no es mi intención. Quiero que vivamos los tres juntos -esbozó una sonrisa complaciente-. En cualquier caso, es muy tarde para ultimátums, ¿no, Meggie? Le he prometido a Anna que estaré aquí cuando despierte mañana. Seguramente, después de pasar cuatro meses conmigo, sabes que nunca rompo una promesa.
– Rompiste una -replicó ella con frialdad-. Me prometiste que no me quedaría embarazada. Y yo fui tan estúpida que te creí.
Él entornó los ojos.
– Los dos sabemos que tuve cuidado. Todas las veces. Pero parece que subestimamos la determinación de nacer de nuestra hija.
– No, Kon. Yo subestimé lo que serías capaz de hacer para que pareciera un accidente.
Kon le lanzó una mirada terrible.
– Dejemos una cosa clara. La segunda vez que fuiste a Rusia, no quería dejarte embarazada. Si ese hubiera sido mi plan, te habría llevado a la cama el mismo día que pisaste suelo ruso.
No necesitó añadir que ella habría aceptado. Meg se sonrojó, humillada.
– Para tu información -continuó él-, yo entonces tenía muchas responsabilidades, entre las que tú eras solo una más; y bastante insignificante, por cierto. Debía haberte asignado un agente de nivel inferior. De hecho, era un trabajo tan rutinario que uno de mis compañeros me preguntó por qué me ocupaba de algo tan trivial como vigilar a una maestra estadounidense sin importancia. No insultaré tu inteligencia negando que algunos de los agentes se acostaban con las mujeres a las que tenían que vigilar para obtener información. Una de las razones por las que me encargué de tu vigilancia, fue para protegerte de algo así.
– ¿Por qué lo hiciste?
Kon se reclinó en los cojines.
– Porque había en ti una inocencia refrescante cuando te marchaste de Rusia la primera vez. Una especie de honestidad. Seis años después, cuando vi tu nombre en una lista de profesores extranjeros que iban a pasar una temporada, quise saber si todavía conservabas esa cualidad -hizo una breve pausa-. El único cambio que vi fue que aquella muchacha se había convertido en una hermosa mujer. Y, más que nunca, quise asegurarme de que ningún hombre se aprovechara de ti mientras estuvieras en mi país.
– No te creo, Kon.
Él inclinó la cabeza y la observó un momento.
– ¿Te obligué a hacer algo alguna vez, Meggie? ¿Has olvidado que fuiste tú quien me rechazó?
De alguna forma, él se las arreglaba para que sus discusiones siempre acabaran haciéndola parecer culpable. Hasta que conoció a Kon, Meg nunca se había enamorado. No había tenido novios formales, ni experiencias físicas importantes que la prepararan para el tumulto de emociones y deseos sexuales que había sentido por el padre de Anna.
Meg era hija única. Su madre tenía más de cuarenta años cuando ella nació y su padre más de cincuenta. Los dos estaban encantados por tener por fin una hija. Era devotos cristianos que vivían modestamente. La protegieron, la animaron para que fuera una buena estudiante, insistiendo en que aprovechara todas las oportunidades académicas que se le presentaran.
Sus padres eran pacifistas que creían firmemente en el entendimiento como clave de la paz mundial. Conforme a sus creencias, la matricularon en un programa especial de ruso que siguió desde el colegio hasta la universidad. Ninguno de los dos vivió lo suficiente para saber que, su bienintencionada idea, había llevado a Meg por el camino de una pasión prohibida hasta la situación de vida o muerte que afrontaba en ese instante, en su propio apartamento.
– ¡No podía renunciar a mi nacionalidad y dejar atrás toda mi vida!
– Desde luego, no por mí -murmuró él para sí, pero ella lo oyó y se sintió furiosa otra vez por la capacidad de Kon para hacer que se sintiera culpable-. Así que tomé todo lo que estabas dispuesta a darme: todos los días y las noches que pudimos conseguir. Soy un hombre, Meggie. Sabes lo que pasó entre nosotros.
– Querrás decir que creía saber lo que pasó entre nosotros -dijo ella con acritud-. Evidentemente, todo era mentira. Tú te las arreglaste para manipularme y… seducirme. Y lo lograste.
Él la miró de arriba abajo. Extrañamente, a Meg le recordó el modo en que la miró cuando fue detenida en el aeropuerto.
– Tienes razón. Hice todo lo posible por conseguirse. Pero ya te lo he dicho… mi éxito no fue completo -Meg, que no estaba preparada para una confesión a sangre fría, sintió como si él le hubiera dado una bofetada-. Antes de la caída del comunismo, parte de mi trabajo era seguir la pista a visitantes extranjeros, en su mayoría turistas. La información de tu tío era correcta. Si alguno de ellos hacía una segunda visita, se lo vigilaba como a un posible simpatizante o un posible subversivo. Se le asignaba un agente especial para observar su comportamiento. Si el mismo visitante iba una tercera vez, era detenido de inmediato -la miró fijamente- Era obvio que tu mala experiencia en aquella prisión no te impidió volver, y eso me confirmó lo que pensaba de ti: que tenías una voluntad indomable. Intrigado, me aseguré de que me asignaran tu vigilancia.
Meg echó hacia atrás la cabeza.
– Y yo fui tan ingenua que creí que nuestro encuentro había sido pura coincidencia -dijo, furiosa-. No podía creerme la suerte que había tenido. Pensaba que sería imposible encontrarte para agradecerte que me hubieras dejado volver a casa para el funeral y que me hubieras dado el libro. Y, en lugar de eso, allí estabas, ¡en el aeropuerto de Moscú! -trató de mantener la voz firme-. Y, lo que era todavía más sorprendente, asignado a mi vigilancia. Cuando estaba metida entre todos aquellos agentes que me hacían preguntas sin fin, de nuevo me sacaste de allí y me llevaste a San Petersburgo. Me sentí como una princesa rescatada por un caballero de brillante armadura. Te puse en un pedestal. ¡Imagínate, poner en un pedestal a un agente del KGB…! -exclamó.
Él dio un hondo suspiro.
– ¿Puede esperar todo esto hasta mañana? Estoy cansado. Buenas noches, Meggie.
Antes de que ella pudiera decir nada, Kon se quitó los zapatos y se tumbó en el sofá, dándole la espalda. Meg se puso rabiosa.
– ¿Qué crees que estás haciendo?
– ¡Chist! Vas a despertar a Anna. Creí que estaba claro: voy a dormir.
Horrorizada, ella gritó:
– ¡No puedes dormir aquí!
Él se dio media vuelta y la miró por encima del sombro, con el pelo revuelto.
– Si me estás invitando a dormir en tu cama, no me negaré.
Meg se negó a responder a aquella insinuación.
– Voy a llamar a mi abogado, Kon.
– Es un poco tarde, ¿no? Pero inténtalo -dijo, aburrido. Luego se volvió y ahuecó los cojines un par de veces, buscando una postura más cómoda.
Meg se fue a la cocina.
El teléfono había desaparecido. Kon debía de haberlo escondido mientras ella acostaba a Anna.
– Relájate. Estás perfectamente segura conmigo. Si por la mañana todavía quieres llamar a tu abogado, adelante. Eso solo hará que te encuentres con el senador Strickland más pronto que tarde. Que descanses, Meggie.
Ella dejó escapar un sonido que era mitad sollozo mitad gruñido. Se quedó mirando con impotencia la espalda de Kon. Pasados unos segundos, notó que cambiaba el ritmo de su respiración. ¡Se había dormido!
¿Qué podía hacer ella? ¿Secuestrar a su hija y llevársela de su propio apartamento?
Se le escapó una risa amarga. Además, Anna no soportaría verse privada de Kon. ¿Y adonde podría llevarla Meg sin que él la siguiera?
Se sintió física y emocionalmente agotada y recordó un comentario de una de sus amigas divorciadas del trabajo. Cheryl le había hablado de lo duro que era tratar con un ex marido que todavía actuaba como si fuera parte de la familia. Le había descrito su sensación de opresión y claustrofobia y, a veces, también de miedo.
Por vez primera, Meg entendió lo que Cheryl quería decir. Pero sabía que, si le hablaba de su pasada relación con Konstantino o de lo que les había ocurrido a Anna y a ella en el ballet, Cheryl no la creería. La propia Meg apenas podía creerlo.
Y, sin embargo, uno de sus mayores miedos se había hecho realidad. Kon le había arrebatado el corazón de Anna. Respecto al otro miedo de Meg, que él quisiera vivir con Anna parte del año, solo el tiempo revelaría sus verdaderas intenciones.
En vez de aliviarla, la historia que Kon le había contado sobre su reclutamiento forzoso en el KGB, no había hecho más que aumentar su ansiedad. Él había sido brutalmente arrancado de su familia. Más tarde, se había enterado de la existencia de Anna. ¿Y qué podía ser más natural que reclamar a su propia hija para llenar ese vacío?
Lo sucedido en el ballet era una prueba irrefutable de que, de allí en adelante, dondequiera que Kon fuera, hiciera lo que hiciera, se aseguraría de llevar consigo a su querida hija. Y no permitiría que nadie se interpusiera en su camino, y menos Meg.
Kon era un experto en la intriga y la manipulación. ¿Cuál era el punto de contacto entre el abogado de Meg, el senador Strickland y la CIA? Ninguno de ellos podía ofrecerle a Meg la seguridad que necesitaba.
Estaba ante una situación, sin precedentes, que tendría que afrontar sola. Primero, Kon intentaría darle una falsa sensación de seguridad y, entonces, golpearía. Tal vez tendrían que resolverlo fuera de los tribunales. Por el momento quizá lo mejor fuera seguirle el juego hasta ver con claridad la forma de enfrentarse a él. Sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Apagó las luces del árbol de Navidad y perdió de vista a Kon. Pero, de alguna forma, la oscuridad pareció magnificar su presencia.
La ironía de la situación no le pasaba inadvertida. En un tiempo, Meg lo habría dado todo por tener a Kon tumbado en su sofá. Después de saber que estaba embarazada, su fantasía preferida era verlo entrar por la puerta y arrojarse en sus brazos.
«Entonces yo estaba trastornada», se reprendió a sí misma, deseando con toda su alma haber escuchado las advertencias de su tía.
Después de perder a sus padres, Meg había ido a vivir con su tía Margaret, que estaba inválida por la artritis y sufría del corazón. Margaret se horrorizó cuando Meg se atrevió por fin a contarle que había sido detenida y encarcelada en Moscú.
Su tía era la viuda de Lloyd, el hermano del padre de Meg, quien había hecho una notable carrera en la inteligencia naval y había muerto cuando Meg tenía poco más de veinte años. El tío Lloyd se había opuesto de manera tajante a los estudios de ruso de Meg y a su viaje a Rusia. Margaret también compartía aquella opinión.
Los hermanos tenían ideas contrarias sobre la amenaza que Rusia significaba para el mundo. El padre de Meg no solo era pacifista, sino también un humanista que creía que el idioma era la base de la comunicación entre los pueblos. Decía que llegaría un día en que las dos naciones coexistirían en paz. Los Estados Unidos necesitarían maestros y embajadores que comprendieran y hablaran ruso, gente como Meg. El tío Lloyd, por su parte, decía que las ideas de su hermano eran puras quimeras y utilizaba todos los datos que tenía a su disposición para apoyar sus puntos de vista. Cuando Meg le contó lo ocurrido a su tía, ésta repitió aquellos datos y le dijo que, si su marido viviera aún, habría convertido el encarcelamiento de su sobrina en un incidente diplomático.
Meg no comprendió por qué su tía se enfadaba tanto. Después de todo, le había contado la intervención de aquel apuesto agente del KGB que la había llevado al aeropuerto y le había dado un regalo de despedida.
Pero, cuanto más lo defendía Meg, más se enfadaba su tía. Por fin, esta le confió la información que conocía por su marido respecto a las misiones del KGB.
Cuando Meg echaba la vista atrás, sentía remordimientos por haber desdeñado las advertencias de su tía. Pero, al fin y al cabo, Meg era la hija de su padre, y había hecho caso omiso de los consejos de su tía sin imaginar que, algún día, sus advertencias se harían realidad.
Cuando Anna nació, la tía Margaret ya había muerto. Justo después se produjo la caída de la Unión Soviética. Entonces comenzó el goteo de historias acerca de las misiones secretas del KGB. Para consternación de Meg, al parecer todo lo que su tía le había contado era cierto.
Y, en esos momentos, Kon se había convertido en la peor amenaza para su paz mental.
De pronto, se sintió agotada. Se fue a su habitación y se puso una camiseta amplia y unos pantalones cortos. Agarró la almohada de su cama y se marchó al cuarto de Anna.
Se deslizó bajo el edredón y abrazó a la niña. Descubrió que el pelo y las mejillas de su hija estaban impregnados del insidioso olor del jabón que usaba Kon. Dando un suspiro, se dio media vuelta y hundió la cara en la almohada.
Aquella límpida fragancia le trajo el recuerdo de la última noche que habían pasado juntos. Recordó la llama azul de los ojos de Kon mientras le hacía el amor, su insaciable deseo por ella y las palabras cariñosas que desgranaba en ruso. Una vez más, le pidió que fuera su esposa, que se quedara con él para siempre.
Meg, que no se cansaba de oír esas palabras, le dijo que lo haría si podían apañárselas para pasar la mitad del año en Rusia y la mitad en Estados Unidos. A través de los contactos de su tío en el Pentágono y de la posición de Kon en su propio país, seguramente podrían arreglarlo. Parecía la única solución si querían vivir juntos.
Él sacudió la cabeza.
– Lo que quieres es imposible, Meggie. La única forma de que podamos estar juntos es que tú renuncies a tu nacionalidad y vivas aquí conmigo. Ahora ya no tienes familia. Si me quieres lo bastante, te quedarás.
– Creo que sabes cuánto te quiero, Kon. Pero, ¿qué pasará si te cansas de mí? No podría soportarlo -susurró Meg, abrazada a él-. ¿Qué ocurrirá si un día te das cuenta de que ya no me quieres y me pides el divorcio? Estaría sola y no podría volver a mi país.
Kon reaccionó con una cólera que pareció aún más terrible por ser serena y controlada. Se levantó bruscamente de la cama para vestirse. Destrozada, ella se cubrió con la sábana hasta la barbilla y se sentó.
Él le lanzó una mirada acusadora.
– No conoces el significado del amor si puedes estar en mis brazos y hablar de matrimonio y de divorcio al mismo tiempo. Uno de los problemas de tu país…
– No solo de mi país, Kon -lo interrumpió ella. Luego, se calló. Su última noche juntos comenzó a desintegrarse.
Kon salió de la habitación, mientras ella se refrescaba y se vestía para marcharse al aeropuerto. Él llevó las maletas y le abrió a Meg la puerta del coche, pero no respondió a sus preguntas ni a sus intentos de hablar. A Meg, aquel silencio helado le partía el corazón.
Kon se había convertido de nuevo en el remoto e inaccesible agente del KGB. La llevó al aeropuerto en un tiempo récord, ordenó a un guardia que se hiciera cargo del equipaje y la condujo al avión. La forma en que la ayudó a buscar su asiento le recordó a Meg la primera vez que se había marchado de Rusia.
Era la misma situación, pero había una diferencia. Kon y ella estaban solos dentro de la enorme cabina del avión. Todavía no se había permitido embarcar a ningún pasajero. Meg se sentía rota y se preguntaba si podría sobrevivir a aquel sufrimiento.
– Meggie…
Recordaba el sonido torturado de su voz. Sus ojos parecían refulgir en la penumbra del interior del avión.
– No te vayas. Quédate conmigo. Te quiero, mayah labof. Nos casaremos enseguida. Tengo dinero: tendrás el mejor apartamento, viviremos bien. Siempre cuidaré de ti -prometió Kon, con voz casi salvaje antes de estrecharla entre sus brazos.
Meg habría querido decir que sí, más que nada en el mundo. Se apretó contra él y lo besó con toda su alma. Pero había recibido una educación occidental. El temor a lo que pudiera pasar en el futuro, le impedía aceptar su proposición.
Deshecha en lágrimas y destrozada porque su tiempo se acababa, gritó:
– ¿Crees que quiero dejarte? ¡Mi vida nunca volverá a ser la misma sin ti! -al decir esto, una máscara inexpresiva cubrió el rostro de Kon-. ¡No me mires así! No puedo soportarlo. Yo… ahorraré y trataré de volver el año que viene.
– No -dijo él con una intensidad que ella no comprendió-, no vuelvas. ¿Me oyes? -la sacudió con fuerza- ¡No vuelvas nunca!
– Pero…
– Es ahora o nunca.
Derrotada, Meg se derrumbó sollozando sobre él.
– Contigo, no tengo miedo. Pero si algo te ocurriera, no tendría adonde volver.
Él dio un hondo suspiro.
– Adiós, Meggie.
Se alejó por el pasillo. Un segundo después, desaparecería para siempre de su vida. Meg gritó su nombre, presa del pánico, pero fue gritar al viento.
Kon se había ido.