Capítulo 7

– ¿Enfermo?

Meg le dirigió una mirada ansiosa.

– ¿Caíste… enfermo? -murmuró, llevándose la mano a la garganta.

– Es una expresión que usan los agentes cuando están quemados. Yo no había estado enfermo en toda mi vida y, de pronto, caí en una depresión que me dejó emocionalmente roto durante meses. Perdí peso, no podía dormir y tenía una angustia que no había sentido nunca. Como te dije una vez, había habido unas pocas mujeres en mi pasado, sobre todo agentes a mis órdenes. Una relación duró un poco más que las otras, pero siempre pude dejarlas sin involucrarme demasiado.

Meg no sabía nada de esa relación que había durado un poco más. ¿Cuánto más? ¿Le habría pedido a esa mujer que se casara con él? Sintió una punzada de celos.

– Por alguna razón, no me fue tan fácil olvidarme de ti -continuó él-. Un camarada me sugirió que pidiera un permiso y me fuera de vacaciones. Así que me marché a los Urales a pescar. Pero, al final, las vacaciones que iban a durar dos semanas, se quedaron en dos días. Volví al trabajo porque la inquietud que sentía me estaba devorando vivo. Me obsesioné tanto con el trabajo que hasta mis compañeros se apartaron de mí. Entonces me fue diagnosticada una depresión severa. El único placer que encontraba en la vida era seguir tus pasos a través de otro agente que vivía en Estados Unidos -Meg cruzó los brazos, repentinamente helada de frío, aunque hacía buena temperatura en el apartamento-. Un día especialmente negro, el agente me llamó para decirme que estabas embarazada -hizo una larga pausa, perdido en sus recuerdos. Luego volvió a hablar, con voz queda-. Nadie se sorprendió más que yo, porque sabía que había tomado precauciones. Como no te di oportunidad de estar con otro hombre en Rusia, y como estaba seguro de que no habías estado con nadie desde que dejaste mi país, supe que estabas embarazada de mí -ella bajó la cabeza para evitar su mirada posesiva-. Saber que tenías un hijo mío en tus entrañas me llenó de alegría. Me sentí como si estuviera aquí, contigo, compartiendo esa experiencia milagrosa. Y eso fue lo que me sacó de aquel pozo de tinieblas en el que me había hundido. Cuando el agente me mandó una fotografía de Anna en el nido del hospital, casi perdí la razón por no poder estar allí, abrazaría, ver sus piececitos y sus manitas, besarla… Entonces fue cuando decidí desertar.

– Kon…

– En aquellos momentos, el gobierno estaba en crisis y la distensión parecía cercana. Los acontecimientos que estaban cambiando mi país, me hicieron reconsiderar mi vida pasada y mi futuro. Todos esos años de servicio en el KGB, que eran la única vida que había conocido… El nacimiento de Anna me forzó a preguntarme qué quería para mí. No me desprecies por lo que te cuento, Meggie. Rusia siempre ocupará un lugar en mi corazón. Me dieron la mejor educación, los mejores alojamientos, la mejor paga, diversión cuando la necesitaba… Y, sobre todo, Rusia es mi patria. Pero, de pronto, deseé pertenecer a alguien y que alguien me perteneciera a mí -tomó unas fotografías familiares que Meg tenía sobre la mesita junto al sofá y las miró un momento-. No sé si mis padres y mi hermana siguen vivos. Hace treinta años les dijeron que yo había muerto. Eso ya no tiene remedio -dejó las fotografías y lanzó a Meg una mirada indescifrable-. Necesito a mi hija. Estar con ella estos dos días ha llenado en parte ese vacío.

Meg dio un hondo suspiro.

– Si te sentías así, ¿por qué no me buscaste en cuanto llegaste a Estados Unidos?

Cuando pensaba en los años que habían pasado…

– Cuando salí de Rusia, le proporcioné a tu gobierno información clasificada. Lo normal era que me ocultara. Por eso adopté una nueva identidad. Desde entonces, la situación internacional ha cambiado y ya no existe el mismo peligro. Pero sé cómo piensan algunas facciones de la vieja guardia y cómo trabaja todavía el Partido. Quería estar completamente seguro de que Anna y tú estabais a salvo, por eso he esperado hasta ahora -la miró fijamente-. Era un riesgo mantenerme oculto tanto tiempo, sabiendo que, en cualquier momento, podías conocer a otro hombre y casarte. Pero acepté el riesgo porque sabía que, un día u otro, tendría una relación con Anna y, esperaba, también contigo. Ese día ha llegado -dijo, con calma-, pero depende de ti. ¿Fijamos un régimen de visitas, aunque eso traumatice a Anna, o nos casamos y le damos un verdadero hogar? Podemos darle la estabilidad que se les niega a millones de niños. La estabilidad que me fue negada a mí -añadió con amargura.

Quizá fuera una completa idiota, pero Meg estaba segura de que le estaba diciendo la verdad. Tal vez porque le había dicho abiertamente que sus lazos con Rusia nunca se romperían.

– Sabes que no lo haré -murmuró él, respondiendo en voz alta al miedo de Meg a que se llevara a Anna-. Tal vez casarte conmigo sea la única forma de quitarte esa idea absurda de la cabeza.

– Pero tú amas a Rusia. ¡Lo sé!

– Sí, pero no puedo volver, Meggie. Mi vida está aquí, contigo. Trabajo en casa y llevo una vida discreta. Si te casas conmigo, no tendrás que trabajar, a menos que quieras. Estaremos juntos veinticuatro horas al día. Eso era lo que queríamos antes de que te marcharas de Rusia -en voz baja, añadió-: Si duermes conmigo o no, es elección tuya. ¿Qué te parece?

¿Que qué le parecía?

Aterrador, gritó su corazón. ¿Cómo podría vivir en la misma casa con él, año tras año, queriéndolo en todos los sentidos, pero sintiendo siempre el temor de que echara de menos su país, su antigua vida? En ese momento decía que no podía volver, que todo se había acabado, pero ¿qué pasaría si cambiaba de opinión? Era fácil ver que eso podía ocurrir.

– Es una cuestión de confianza, Meggie. Una rara cualidad que nuestra hija parece tener en abundancia. Al parecer, no la ha heredado de ti.

Meg vaciló. Sin decir nada más, Kon se marchó a la cocina y descolgó el teléfono.

– ¿A quién llamas? -preguntó ella, confusa.

Con tono indiferente, él respondió:

– A un taxi. Tengo que ir a recoger mi coche. Me llamaron del colegio antes de darles de comer a los perros. Debo regresar.

– Pero si no estás aquí cuando Anna…

– Como te decía -replicó Kon con esa soberbia aprendida en el KGB-, el régimen de visitas tiene sus inconvenientes cuando se vive en casas distintas -comenzó a marcar un número.

Al pensar en el estado en que se pondría Anna cuando viera que Kon se había ido, Meg se dio cuenta de que no podría soportarlo otra vez. Asustada, gritó:

– ¡Espera!

Hubo un tenso silencio. Kon todavía tenía el auricular en la mano.

– Si te vas a ofrecer a llevarme al colegio, no es necesario. Anna necesita dormir y no hay quien pueda quedarse con ella -acabó de marcar los dos últimos números.

Ella echó la cabeza hacia atrás.

– ¡Maldito seas! Sabes que no es eso lo que quiero decir -él colgó el teléfono. Meg vio un destello de satisfacción en su cara y lo despreció por ello-. Desde el momento en que nos abordaste en el ballet, sabías que vencerías. Solo era cuestión de tiempo. Un agente no acepta perder.

Él frunció el ceño.

– Esto no tiene nada que ver con agentes o ideologías. Esto no es un juego, Meggie. Estoy luchando por mi vida, por ti y por Anna. Sin vosotras, no tengo futuro -su voz se quebró de emoción.

Habló con innegable convicción, prescindiendo de la lógica para dirigirse directamente al alma de Meg y destruyendo, así, la última frágil barrera que ella había levantado entre los dos.


– Por el poder que me ha sido conferido, os declaro marido y mujer, legalmente casados desde este momento. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Puede besar a la novia.

¿De verdad habían pasado solo dos días desde que aceptó casarse con él?

Kon deslizó la alianza con un diamante solitario en el dedo de Meg y le mantuvo agarrada la mano. Cuando el juez pronunció las últimas palabras de la oración, la apretó más fuerte.

A Meg le favorecía su vaporoso vestido de novia rosa pálido. Estaba segura de que Kon percibía el más leve latido de su corazón bajo el fino tejido. Intentaba no mirarlo, por miedo a descubrir en él una mirada triunfal.

De hecho, desde que, a la caída de la tarde, Meg había entrado en el salón acompañada de Anna y había saludado al juez Lunduist y a los Bowman, había intentado no mirar a Kon. En ese instante cerró los ojos para el beso ritual.

Pero cuando, inesperadamente, sintió el beso de Kon sobre su mano en vez de en sus labios, abrió los oíos, asombrada. Nunca había oído que el novio besara la mano de la novia y se preguntó si sería una costumbre rusa. Pero, de pronto, Kon levantó la vista y sus llameantes ojos azules sorprendieron la mirada confusa de Meg.

– ¡Por fin! -su susurro la convenció de que había notado que evitaba mirarlo.

Antes de que ella pudiera reaccionar, Kon la besó en los labios, exigiendo una respuesta que a Meg le erizó los sentidos, pese a sus esfuerzos por permanecer indiferente.

– Ahora me toca a mí, papá -dijo Anna, tirándole de la manga.

Los demás se echaron a reír.

Meg volvió bruscamente a la realidad cuando Kon dejó de besarla. Él levantó a Anna del suelo y las abrazó a las dos, besando primero en la mejilla a su hija y luego, en la boca, a la sorprendida Meg, con tanta pasión, que ella estuvo a punto de olvidarse de que había más gente en la habitación. Además, al parecer Walter Bowman había grabado la ceremonia con una cámara de vídeo, lo que hizo a Meg ruborizarse de vergüenza cuando lo supo.

El timbre del teléfono, seguido del anuncio de Lacey Bowman de que llamaba el senador Strickland para felicitarlos, hizo que Meg recuperara en apariencia el control sobre sus sentidos. Se apartó de Kon con las piernas temblorosas y se agachó un momento como para arreglar el ramillete chafado de Anna, pero, en realidad, lo hizo para tomarse un respiro. Luego enderezó el lazo del vestido de tafetán de su hija y, por fin, siguió a Kon al estudio para hablar con el senador. El anciano habló casi todo el tiempo, lo que fue un alivio para Meg, que estaba tan aturdida por haberse convertido en la esposa de Kon, que apenas podía hablar con coherencia. Sobre todo, teniendo en cuenta que Kon le había pasado un brazo por la cintura y la apretaba con fuerza.

La voz de Anna, que la llamaba, le dio la excusa para desasirse del abrazo de Kon mientras él se despedía del senador. Kon se mostró reacio a soltarla y Meg sintió su mirada clavada en ella cuando se alejó.

– ¿Qué pasa, cariño? -preguntó Meg, cuando entró en el salón, casi sin aliento.

– ¡Mira! -exclamó Anna alegremente-. ¡El príncipe Marzipán!

Al principio, Meg pensó que hablaba del cachorro, pero luego reparó en el gran cascanueces, de casi medio metro de alto, que su hija había sacado de una caja colocada sobre la mesa.

– Un regalo adelantado de Navidad de Walt y mío -le dijo, a Meg, Lacey Bowman-. Como le gustó tanto el ballet, pensamos que le gustaría tener uno como recuerdo.

– ¿Ves, mami? -Anna corrió a enseñárselo, con la cara radiante de alegría-. ¡Se parece a papá! Y su boca se abre y se cierra. ¡Mira!

Anna lo agarró por el asa y accionó la boca del bonito cascanueces artesanal. Meg supuso que había sido fabricado en Rusia. El detalle del uniforme de cosaco era inconfundible.

Kon entró en el salón y se quedó de pie junto a su hija, agarrándola por los hombros. Cuando Meg sintió su presencia, levantó la cabeza y se sorprendió por el parecido entre el pelo oscuro y los ojos azules del soldadito de juguete y los de Kon. El contraste de la piel morena de Kon, su traje azul oscuro y su camisa blanca era casi deslumbrante. Realmente, parecía la encarnación de un príncipe ruso, moreno y altivo.

Meg se lo imaginó con un uniforme de cosaco y un sombrero de piel y se le aceleró el corazón. Un jinete apuesto y romántico, a horcajadas sobre su caballo…

Y era su marido.

Respiró hondo y, ruborizada, se volvió hacia el juez, quien propuso un brindis por la feliz familia. Meg se bebió el champán que les sirvió Lacey, pero Kon declinó la copa, tomó a Anna en brazos con el cascanueces, el ramillete y todo, y le dio una copa de champán llena de zumo de arándanos para que ella también participara en la celebración.

A pesar de los esfuerzos que hacía Meg por endurecer su corazón, la devoción de Kon por su hija traspasaba cualquier coraza. No podía negarlo: aunque Anna siempre había sido una niña feliz, la aparición de Kon la había hecho conocer otra dimensión del cariño. Había pasado muy poco tiempo, pero la presencia de su padre había aumentando la confianza y la seguridad de Anna.

El lunes por la noche, cuando Anna se despertó después de un sueño reparador y se enteró de que Meg había decidido casarse con su padre, su anterior hostilidad hacia su madre desapareció por completo. Desde entonces, la niña parecía irradiar luz y había vuelto a sentirse tranquila. Meg se daba cuenta de que su boda había surtido un efecto tranquilizador sobre Anna, cuyo comportamiento había cambiado como de la noche al día.

Todo el mundo en la boda vio lo contenta que estaba con su padre. Walt la grabó en vídeo mientras Kon y ella discutían los méritos del nuevo cascanueces, sobreactuando un poco para la cámara. Por fin, Lacey le dijo a Walt que dejara de grabar y se uniera a ellos en un brindis final. Meg estaba demasiado nerviosa para tomar más de dos sorbos de champán.

Antes de la ceremonia, había temido la llegada de Walt y Lacey, quienes habían ayudado a Kon desde el principio. Pero cuando empezaron a hablar de marcharse, se dio cuenta de que le gustaba su discreta compañía y su amabilidad con Anna. No quería que se marcharan, porque, una vez lo hicieran, estaría a solas con Kon, su marido… que era, más que nunca, una amenaza para su tranquilidad de espíritu.

Anna abrazó a Lacey y le agradeció el cascanueces, antes de que Walt y ella se marcharan entre una lluvia de adioses y felicitaciones navideñas.

Kon cerró la puerta tras ellos y se volvió para mirar a Meg. Ella recordó aquellas veces, en Rusia, en que su mirada le decía que apenas podía esperar a que estuvieran a solas. Esa mirada siempre la hacía estremecerse y temblar. Pero, para alivio suyo, Kon se volvió hacia su hija.

– Como ya somos oficialmente una familia, he pensado que podemos celebrarlo en algún sitio divertido.

Anna lo miró con adoración.

– ¿Adonde vamos, papá?

– Con el permiso de tu madre, me gustaría que fuéramos a cenar al Molly Brown Theater para ver el espectáculo de Navidad. Habrá canciones y bailes y en todos tus personajes favoritos de Mark Twain.,Qué te parece?

Anna esperó la respuesta de Meg con mirada suplicante. En la función estarían rodeados de mucha gente, así que a Meg no se le ocurrió otra forma mejor de pasar las horas siguientes.

– Me… me parece muy bien.

Kon, encantado, echó un vistazo a su reloj.

– Debemos irnos ya, si queremos llegar a tiempo.

– Voy a buscar mi abrigo -Anna salió de la habitación y Meg la siguió.

No podía soportar estar a solas con él en el mismo cuarto. Todavía intentaba olvidar el sabor de su boca, la pasión que despertaba en ella cada vez que la rozaba.

En los días anteriores, Meg había logrado evitar su presencia, no solo porque había estado muy ocupada de los preparativos de la boda y la mudanza, sino también porque Anna y Melanie habían estado siempre a su alrededor, como dos carabinas oficiosas.

Por supuesto, Anna le había hablado de la boda a todo el mundo en el bloque de apartamentos. Muchos de ellos, incluyendo a los padres de Melanie, a los Garrea y a la señora Rosen, se pasaron a felicitar a Meg y llevarle dulces y pasteles.

Kon, que siempre miraba a su hija con orgullo cuando tocaba el violín para él, enseguida le tomó afecto a la señora Rosen y le aseguró que llevaría a Anna todas las semanas a San Luís para que no se perdiera las clases de música. Además, le prometió a Anna que irían lo bastante temprano para que Melanie y ella pudieran jugar un rato. Por supuesto, aquello le ganó la aprobación de Melanie.

De hecho, ésta se había pasado todo el martes mirando a Kon, siguiéndolo a todas partes, bombardeándolo con preguntas. El contestaba con infinita paciencia y buen humor, mientras desmontaba el acuario, con cuidado de poner los peces en jarras que Anna había llenado de agua para llevarlos a Hannibal.

Meg sabía que Anna echaría de menos a su amiga, pero sabía también que la separación sería mucho más dura para Melanie. Los de la mudanza pasarían después de Navidad para hacer el porte. En Año Nuevo, Meg y Anna habrían dejado para siempre el apartamento.

Para suavizar la separación, Meg invitó a Melanie a pasar el fin de semana siguiente en su nueva casa. Ello inició una nueva ronda de negociaciones y planes que hicieron la mudanza más llevadera.

Persuadida por Kon y Anna, Meg había dejado su trabajo sin avisar con quince días de antelación.

Ted, que había oído comentarios acerca de su boda con el padre de Anna, la llamó para averiguar qué pasaba. Por desgracia, fue Kon quien descolgó el teléfono. Le dijo a Ted que Meg estaba muy ocupada y que lo llamaría cuando regresaran de la luna de miel.

Meg, que no tenía intención de marcharse de luna de miel, se imaginó la reacción de Ted ante aquellas noticias. Decidió que, pasados unos días, le escribiría una nota explicándole la situación. Era un hombre agradable y Kon no tenía derecho a ofenderlo deliberadamente.

– ¿Tienes frío? -murmuró Kon junto a su oído, sacándola de su ensimismamiento. No se había dado cuenta de que la había seguido hasta el vestíbulo-. Esto te abrigará.

Temblorosa, Meg se volvió y vio que Kon sujetaba un elegante abrigo negro de cachemira, forrado de satén.

– Pruébatelo, Meggie.

Como en un trance, ella pasó los brazos por las mangas y se ató el cinturón.

– Mami, estás muy guapa.

– ¿Verdad que sí, Anochka? -musitó Kon, mientras se ponía un sobrio abrigo azul oscuro.

El pelo rubio de Meg parecía brillar como el oro sobre el abrigo negro. Miró a Kon, intrigada, y él le sonrió.

– Considéralo un regalo anticipado de Navidad.

– Gracias -murmuró ella, desviando la mirada, con una extraña punzada de dolor.

Kon había desertado por los problemas de su trabajo en el KGB, pero, sobre todo, por Anna. Y, para tener a su hija, tenía que cargar también con Meg.

Ésta no se hacía ilusiones. Después de tantos años, no podía estar todavía enamorado de ella. Habían estado separados demasiado tiempo. Estaba segura de que él le había dicho que no había habido ninguna otra mujer solo para halagar sus sentimientos.

Si la cubría de regalos y se hacía el enamorado, era solo porque era la madre de su hija. Anna era la clave. Sin ella, Kon nunca habría ido a Estados Unidos.

Dado lo que habían sentido el uno por el otro, era muy fácil para Kon decir que su amor por ella no había muerto, que era demasiado intenso para morir.

Pero la verdad irrefutable era que Kon habría sido generoso con cualquier mujer que fuera la madre de su hija. Había esperado seis años para presentarse. Incluso le había confesado que había aceptado el riesgo de que ella se casara. Eso no sonaba como si estuviera profunda y apasionadamente enamorado.

Meg volvió a recordar lo que le había contado sobre las otras mujeres de su pasado. Al parecer, ninguna de ellas se había quedado embarazada. Supuso que por eso él no se había casado.

Qué poco sospechaba ella la primera vez que se acostó con él en aquella cabaña, siete años atrás, que su vida daría un giro irrevocable, que ya nunca podría enamorarse de otro hombre.

– Haz como que te diviertes, por el bien de Anna, ¿de acuerdo? Al fin y al cabo, es el día de nuestra boda -dijo Kon en voz baja y brusca, cuando salieron por la puerta trasera.

Meg se sorprendió por su cambio de actitud. Era evidente que había adivinado sus pensamientos. Por el bien de Anna, debía evitar enfurecerlo aún más.

Se percató de que él todavía intentaba reprimir su enfado cuando abrió la puerta del coche, un Buick, la clase de automóvil que tendría un tipo llamado Gary Johnson. Meg se preguntó qué coche habría elegido Kon si no se hubiera visto obligado a vivir bajo una identidad falsa.

La charla animada de Anna, que iba sentada en el asiento trasero, hizo más evidente el incómodo silencio que reinaba entre ellos dos. Afortunadamente, la niña no pareció darse cuenta de lo que ocurría. Atravesaron calles despejadas de nieve y llegaron al teatro, situado junto al embarcadero del río. Kon las dejó en la puerta mientras buscaba aparcamiento y luego se reunió con ellas.

En contraste con el frío penetrante del exterior, el interior del teatro era cálido y acogedor. Estaba lleno de gente, pero la encargada, vestida con un traje de mediados del siglo XIX, los condujo a la mesa que Kon había reservado. Estaba en la primera fila y Anna podría ver sin problemas el espectáculo.

Las horas siguientes pasaron volando. Tomaron una cena deliciosa y se divirtieron con la función, un musical con canciones antiguas que acababa con algunas versiones de temas del Mississippi. A Anna le encantó.

Y a Meg también le habría encantado si hubiera estado con otra persona y no con su marido, cualquier día y no el día de su boda. Kon, cómodamente sentado junto a ella, parecía disfrutar de la función. Solo, cuando las luces de la sala se apagaron para el mismo acto, Meg se atrevió a mirarlo y vio en sus ojos la mirada sombría y ausente que endurecía sus rasgos. Parecía estar recordando algo, pensando en otro tiempo, en otro lugar.

Por vez primera desde el ballet, Meg comprendió, realmente, cuánto debía de añorar Kon su país, a cuántas cosas había renunciado por su hija. Seis años debían de ser una eternidad para un hombre privado de su lengua y su cultura maternas. ¿Cómo podía soportar vivir allí, siendo hijo de un país que había contribuido tanto a la cultura del mundo, a la literatura, a la música, al ballet y al teatro?

Meg se había enamorado de Rusia. Sabía mejor que nadie cuánto debía de anhelar él los bosques y montañas de su patria. Siete años atrás, habían pasado muchas horas recorriendo aldeas y caminos de montañas. A menos que Meg le pidiera, expresamente, que la llevara a un café o a un museo, Kon siempre prefería marcharse al campo.

Era lógico, ya que sus primeros recuerdos de la infancia eran de Siberia, de la tundra helada en invierno y las praderas de flores silvestres en verano. Seguramente, su hogar habría sido una choza en la montaña, donde la vida sería dura, quizás incluso primitiva, pero donde había amor…

– ¿Lloras, Meggie? -se burló Kon, cuando volvió repentinamente la cabeza para mirarla-. ¿Te has dado cuenta de que, ahora que estamos casados, eres mi prisionera? ¿Estás pensando que las paredes de tu nueva casa no son diferentes de aquella celda de Moscú?

Meg se quedó asombrada de lo lejos que estaba de la verdad. Buscó en el bolso un pañuelo de papel con el que limpiarse las lágrimas antes de que Anna las viera.

– ¡Gary! -llamó una vibrante voz femenina, cuando volvieron a encenderse las luces de la sala. Anna y Meg se giraron y vieron que una mujer morena y curvilínea, vestida de época, abrazaba a Kon-. Sabía que eras tú. En esta sala no se ha sentado nunca un hombre tan guapo como tú.

– Sammi…

A Meg la sorprendió que Kon recordara tan fácilmente el nombre de aquella hermosa mujer. Había tanta familiaridad entre ellos que Kon la besó suavemente en la mejilla antes de ponerse en pie. Rodeando por la cintura a la actriz, bajó la vista hacia Meg. Ésta se sintió tan celosa que apenas pudo moverse. ¡Y Kon lo sabía! Meg se dio cuenta por el brillo de sus ojos.

– Sammi Raynes, te presento a mi mujer, Meg, y a nuestra hija, Anna.

La mujer las miró detenidamente, intentado imaginarse cómo podía tener Kon una hija de esa edad.

– ¿Quieres decir que te has casado mientras yo estaba de gira? -exclamó, extendiendo amablemente su mano-. ¡Rompecorazones! -volvió a mirar a Meg-. ¿Qué le parece? Este personaje me dijo que me estaría esperando cuando volviera. Su boda ha sido muy repentina, ¿no?

– Bueno, K… Gary y yo nos conocíamos desde hace mucho tiempo, en realidad.

La mujer volvió a mirar a Kon.

– Eres un embustero, ¿lo sabías?

Tenía casi la misma edad que Kon y era evidente que sentía hacia él algo más que un interés casual. Aunque mantenía una actitud heroica, Meg se dio cuenta de que, debajo del maquillaje, se había puesto pálida.

¿Habrían dormido juntos? ¿Cuántas veces?

Meg había estado tan concentrada en sus problemas y temores, que no había pensado en las mujeres a las que Kon habría conocido después de desertar. Como suponía, su afirmación de que no había habido otras mujeres después de Meg había sido una más de sus mentiras, una parte de su estrategia. Kon no era el tipo de hombre casto, ni nunca había pretendido serlo. Y pocas mujeres podían resistirse a su encanto, Meg lo sabía mejor que nadie.

Dios mío. Todavía estaba enamorada de él. Siempre lo estaría.

Aquella mujer llamada Sammi se acercó a Anna.

– ¿Te ha gustado la función, cariño?

Anna asintió.

– Hemos venido porque mi papá y mi mamá se han casado hoy.

– ¿Hoy? ¿Por eso llevas ese vestido tan bonito?

Anna volvió a asentir y la mujer miró a Kon, inquisitiva.

– Es cierto.

– Bueno, felicidades. Si lo hubiera sabido, le habría dicho al director que lo anunciara. Mira. Una piruleta -sacó una del bolsillo y se la dio a Anna, que miró a sus padres para saber si podía aceptarla.

La cara de Kon se iluminó con una sonrisa cálida y espontánea, y Meg se sintió incómoda. A ella, Kon nunca le había sonreído de esa forma, ni siquiera en sus días felices en San Petersburgo, cuando estaban solos y a salvo de miradas.

– Gracias, Sammi. Me alegro de verte -murmuró él.

– Lo mismo digo -la mujer apartó la mirada de Kon y la fijó en Meg-. Es usted una mujer muy afortunada. Cuide bien a este hombre maravilloso, no hay otro igual.

Tenía razón, reconoció Meg, y su tristeza se hizo más honda. ¿Por qué sabía Sammi tanto de él? Parecía como si Kon le hubiera revelado a aquella mujer una parte de sí mismo que nunca le había mostrado a ella.

Kon le dio a Sammi un abrazo de despedida.

– Uno de estos días te invitaremos a cenar.

– Tengo un nuevo cachorro que te dejaré acariciar -dijo Anna, con la piruleta en la boca.

– ¿También un nuevo cachorro? Hay tanto ajetreo en tu casa que apuesto a que no podéis dormir.

Anna se echó a reír y Meg sonrió a la mujer, a pesar de su angustia.

– Me ha gustado mucho la función, señorita Raynes.

La actriz sonrió agradecida y se marchó. Kon la acompañó unos metros para hablar con ella en privado. Cuando Meg los vio juntos, una terrible envidia se apoderó de ella. Para darle salida a su energía nerviosa, se levantó y ayudó a Anna a ponerse el abrigo antes de ponerse ella el suyo. Habían echado a andar entre la multitud cuando Kon les salió al paso.

Meg sintió sus ojos clavados en ella, pero no pudo mirarlo. Kon tomó a Anna en brazos y Meg los siguió hasta el coche. Se aseguró de no caminar cerca de él para que no la tocara.

– ¿Ahora vamos a comprar nuestro árbol de Navidad? -preguntó Anna alegremente.

– Creo que ya hemos hecho suficientes cosas por hoy, Anochka. ¿Qué tal si vamos mañana por la mañana, después del desayuno?

– De acuerdo. ¿Quién era esa señora, papá? Le has dado un beso.

– Es una buena amiga.

– ¿También la quieres a ella?

Inconscientemente, Meg retuvo el aliento, esperando la respuesta.

– Si te refieres a si la quiero como a mamá y a ti, no.

– ¿Ella te quiere?

Kon la abrazó más fuerte.

– Hay muchas clases de cariño, Anna. La conocí hace unos años, cuando su hijo se perdió durante una comida en el campo. Toda la ciudad acabó buscándolo. Y, finalmente, lo encontré yo, dormido bajo unos arbustos.

A Meg se le aceleró el corazón.

– ¿Cómo se llama su hijo? -insistió Anna.

– Brad.

– ¿Cuántos años tiene?

– Ocho.

– ¿No tiene papá?

– Sí, pero no vive con ellos.

– ¿Y cómo lo encontraste?

– Tuve suerte.

Anna lo abrazó fuerte.

– Estoy muy contenta de que seas mi papá.

– Yo también -murmuró él.

«Y yo también», repitió Meg para sus adentros.

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