Capítulo 2

– ¿Dónde está tu coche, mayah labof? -preguntó Kon, repitiendo calculadamente aquella expresión cariñosa que todavía tenía el poder de emocionar a Meg, aunque esta luchara por evitarlo-. Anna y yo estamos listos.

Meg estuvo a punto de gritarle que, ya que las había seguido hasta el teatro, sin duda sabía perfectamente dónde tenía aparcado el coche. Pero cuando vio lo felices que parecían padre e hija, se sintió incapaz de decir nada.

Anna deseaba un padre desde que vio a su mejor amiga, Melanie, con el suyo. Eso siempre la hacía sentirse abandonada. Pero en los últimos minutos había forjado unos vínculos que ningún poder en la Tierra podría romper.

Cualquiera de las personas que salían del teatro podría ver que eran padre e hija. La gente podría cuestionarse, en todo caso, qué relación tenía ella con aquella niña morena. El pelo rubio ceniza de Meg, que le llegaba a los hombros, y sus ojos grises, sugerían un origen distinto. Otra ironía que Meg se vio forzada a admitir. Se puso el abrigo para protegerse de la tarde helada de invierno y se encaminó al coche, que estaba aparcado en una calle cercana, a la vuelta de la esquina.

Caminó a unos pasos de Kon para evitar cualquier contacto con él. Se sintió aliviada cuando él se sentó en el asiento trasero junto a Anna.

Quizás Kon pensara que tenía el control de la situación, sobre todo porque Anna, agarrada a él, no dejaba de hacerle preguntas. Pero, en cuanto llegaran a casa, estarían en territorio de Meg y ella impondría las normas. Cenarían enseguida, decidió, y, tan pronto como Anna acabara de comer, la mandaría a la cama.

Con la niña acostada, podría enfrentarse a Kon y echarlo, antes de que Anna se levantara. En cuanto tuviera oportunidad, llamaría al abogado que la había ayudado a arreglar los asuntos de su padre y de su tía y conseguiría una orden judicial para mantener a Kon alejado de Anna.

No estando casados y no siendo él ciudadano estadounidense, Meg se preguntó qué derechos tendría sobre su hija. Seguramente, cuando su abogado supiera la verdad sobre el pasado de Kon en el KGB, haría todo lo posible por evitar que Anna estuviera a solas con él y, por supuesto, para impedir que se la llevara del país. Meg deseó que su tío Lloyd viviera aún. Trabajaba en los servicios de inteligencia naval y habría podido aconsejarla sobre la mejor forma de proceder.

Meg no tenía ni idea de hasta dónde había llegado Kon en el KGB, pero no podía creer que hubiera renunciado a un sistema que había dirigido toda su vida.

Evidentemente, cuando sus tácticas no consiguieron hacer que se casara con él, Kon había trazado otro plan. Había decidido ir tras Anna. Pero había esperado hasta que la niña fuera lo bastante mayor para dejarse engatusar por sus maquinaciones y encantos.

Tal vez quería de verdad tener una relación con su hija, pero Meg sabía cuánto amaba él a su país y cuan profundamente estaba comprometido con la administración rusa. Naturalmente, querría que Anna sintiera de la misma forma, y eso significaba que se la llevaría a Rusia con él.

– ¿Dónde están los perros, papá?

– En la casa que os he comprado a tu madre y a ti.

– ¡Eh, mami! -gritó Anna alegremente, dando palmas-. ¡Papá tiene una casa para nosotras! ¿Dónde está, papi? ¿Podemos ir a verla ahora mismo?

– Creo que tu madre tiene otros planes para esta noche -contestó él.

Meg se mordió la lengua para no decir nada y casi chocó contra una furgoneta aparcada junto a la rampa del garaje de su bloque de apartamentos. Deliberadamente, Kon sacaba temas que encantaban a una niña deseosa del amor y la atención de un padre. Si se enfrentaba a él delante de Anna, solo conseguiría herirla y ponerla de parte de Kon.

Pero, cuando Anna se levantara a la mañana siguiente, descubriría que su padre había desaparecido para siempre de sus vidas. Meg no descansaría hasta tener una orden judicial contra él. Una vez en el apartamento, inventaría cualquier excusa para ir a casa de alguno de los vecinos y telefonear a Ben Avery en privado. ¡No le importaba si Avery y el juez tenían que estar despiertos toda la noche!

En cuanto Meg aparcó en su plaza de garaje y apagó el motor, Anna saltó del coche, sin mirar siquiera a su madre.

– Ven, papi. Quiero que veas mi acuaro -no podía pronunciar la i-. Puedes darles de comer a mis peces, si quieres.

– Me encantaría, pero primero tenemos que ayudar a mamá.

Meg le oyó decir eso en voz baja, antes de que él le abriera la puerta del coche. No le sorprendió su solicitud. Kon no hacía nada sin un motivo y Meg sospechaba que no quería perderla de vista ni un momento.

Evitando mirarlo, salió del coche y se desasió de la mano que le había agarrado el codo. Caminó delante de ellos con las piernas temblorosas, dirigiéndose a la puerta del moderno bloque de apartamentos de tres plantas.

Anna sujetaba con una mano su libro y con la otra iba agarrada de su padre. Estaba impaciente por enseñarle su mundo.

– ¡Melanie vive aquí! -exclamó cuando pasaron junto a una puerta en el segundo piso.

– ¿Es tu amiga?

– Sí, mi mejor amiga. Pero a veces nos peleamos. Ya sabes… -Anna se acercó a él, en actitud confidencial-, dice que yo no tengo padre.

– Entonces tendrás que presentarnos y le demostraremos que se equivoca.

Anna caminaba dando saltitos junto a su padre, con la cara iluminada por la alegría.

– Dice que mi madre es una gofa -aquello era nuevo para Meg, que sintió que su vida se hacía añicos, tan rápidamente que no sabía por dónde empezar a reunir las piezas-. ¿Qué es una gofa, papá?

Él aminoró el paso y volvió a tomar a Anna en sus brazos.

– Voy a decirte algo muy importante. Cuando un hombre y una mujer están enamorados, se casan y se aman. Por eso naciste tú, y los dos te queremos más que a nuestras vidas.

– Pero mamá y tú no estáis casados.

– Porque vivíamos en países distintos y eso lo complicaba todo. Pero ahora que yo estoy aquí, nos casaremos y viviremos felices para siempre.

Meg se quedó sin aliento.

– ¿Podéis casaros mañana?

Kon se rio por lo bajo.

– ¿Qué tal la semana que viene, en mi casa? Primero tendremos que ayudar a tu mamá a empaquetarlo todo y a vaciar el apartamento.

Angustiada por hacer una escena que podía traumatizar a Anna y despertar aún más la curiosidad de los vecinos, muchos de los cuales volvían a casa tras las compras de Navidad y ya se habían fijado en que Kon llevaba en brazos a Anna, Meg atravesó prácticamente corriendo el descansillo hacia el apartamento. De la puerta colgaba una guirnalda de Navidad atada con cinta roja, pero apenas reparó en ello.

Le temblaban las manos cuando metió la llave en la cerradura. El hechizo que Kon ejercía sobre su hija la llenaba de miedo e indignación. Él había aprendido sus técnicas de seducción en sus años de servicio en el KGB. Había aprendido a considerar los sentimientos humanos como algo de usar y tirar.

– Llévame a mi habitación, papá. Mi acuaro está allí -dijo Anna, señalando el camino, mientras él la llevaba en brazos por el pequeño y humilde saloncito que Meg había limpiado esa misma mañana.

En un rincón había un árbol de Navidad con las lujes apagadas. Era un pino escocés ligeramente ladeado, pero Meg no podía permitirse nada mejor. Sin embargo, las bolas plateadas y doradas entre las bombillas de colores suaves hicieron un efecto alegre cuando Anna apretó el interruptor para que Kon lo viera.

Meg cerró la puerta de entrada e hizo caso omiso de la mirada de triunfo que él le lanzó. Tan pronto como desaparecieron por el pasillo, se desabotonó el abrigo y lo dejó sobre una silla, dándose cuenta de que ese sería el único momento en que estaría libre para hablar con el abogado.

La señora Rosen, una viuda que vivía al otro lado del descansillo, era una violinista jubilada. A esa hora estaba en casa, dando clases de violín. Anna, que era su alumna más pequeña, había progresado mucho durante el año anterior. Pero el talento musical de Anna era lo último que Meg tenía en mente cuando salió del apartamento, rezando para que la anciana estuviera en casa. Mientras usaba el teléfono, le pediría que vigilara la puerta, por si acaso Kon aprovechaba ese momento para escapar…

– ¿Señora Roberts?

Meg se sobresaltó al encontrarse en el descansillo a una mujer y un hombre vestidos con ropa deportiva y parcas. Estaban de pie frente a ella, impidiéndole el paso.

Recordó la furgoneta aparcada junto a la entrada del garaje y sintió una punzada de impotencia.

Naturalmente, Kon no había actuado sin cómplices. ¿Más agentes del KGB? Desde la caída del comunismo, se los llamaba oficialmente MB y Meg sabía que, a pesar del caos que reinaba en Rusia, todavía eran peligrosos. Tal vez algunas de sus redes seguían operando en Estados Unidos en misiones de contraespionaje.

Como si le hubieran leído el pensamiento, ambos sacaron sus identificaciones del bolsillo.

CIA. Meg se tambaleó y la mujer, morena y corpulenta, la sujetó del brazo.

– Sabemos que la aparición del señor Rudenko ha sido un choque para usted, señora Roberts. Queremos hablarle de ello. En su casa.

Furiosa, Meg apartó el brazo.

– ¿Creen que voy a tragarme que son de la CIA? -siseó-. Sé cómo trabaja el MB. ¡Igual que el KGB! Pueden hacerse pasar por lo que quieran y vender a su familia si es necesario.

El hombre, que llevaba gafas de concha y aparentaba unos cincuenta años, mostró una sonrisa paternal.

– Por favor, colabore, señora Roberts. Lo que tenemos que decirle despejará todas sus dudas -dijo con una sinceridad exagerada que asqueó a Meg.

– Y, por supuesto, si me niego, me harán entrar a punta de pistola. Pero como saben que nunca haría nada que asustara a mi hija, confían en que haré lo que me piden -se dio la vuelta y volvió a entrar en el apartamento, con los agentes tras ella.

Justo en ese momento se abrió una puerta al fondo del corto pasillo y apareció la cara de Kon, sin duda para asegurarse de que Meg cooperaba. Como en los viejos tiempos.

Meg oyó de fondo sonido de agua corriente y supuso que Kon se había ofrecido a bañar a Anna para mantenerla distraída. Lo miró directamente a los ojos azules.

– Me pones enferma -siseó-. ¡Todos vosotros! Y -señaló a Kon-, por lo que a mí respecta, si has abandonado tu país, es que no eres más que un traidor. ¿Por qué no dejáis en paz a las personas inocentes? Idos a algún lugar deshabitado del mundo donde jugar vuestros absurdos juegos de guerra. Si lucháis los unos contra los otros, con un poco de suerte no quedará ninguno vivo.

Con una indiferencia que la dejó perpleja, Kon se quitó la corbata y la chaqueta y, sin dejar de mirarla, las dejó encima de su abrigo, mostrando al hacerlo sus musculosos brazos y sus anchos hombros. Se comportaba como si aquella fuera una situación normal, un día cualquiera en su propia casa.

– Anna saldrá del baño dentro de unos minutos y luego quiere que cenemos juntos. Se asustará si te oye gritar como una verdulera, en lugar de mostrarte cordial con Walt y Lacey Bowman, tus compañeros de trabajo del concesionario. ¿Es eso lo que quieres? ¿O prefieres que le diga que tienes que irte a la oficina por una emergencia? Tengo la llave de un apartamento vacío del piso de abajo. Tú decides dónde quieres que tenga lugar esta conversación.

– ¿Mami? ¿Papi? -Anna irrumpió en la habitación inesperadamente, en pijama y con los rizos revueltos. Cuando vio a los desconocidos, se borró su sonrisa y se fue corriendo hacia su madre, para alivio de Meg, que la tomó en brazos y la apretó contra sí. Si estaba en su mano, no volvería a dejar a Anna sola.

– Cariño -Meg intentó que no le temblara la voz-, estos son los Bowman. Trabajan en el departamento de ventas de Strong Motors por las tardes -improvisó, ya que no le dejaban otra opción-. Nunca los habías visto antes.

La mujer sonrió.

– Es verdad, Anna. Pero Walt y yo hemos oído hablar mucho de ti.

– Eres una niña muy guapa -terció el hombre-. Te pareces mucho a tu papá y a tu mamá.

– Papá se parece al príncipe Marzipán.

La mujer asintió.

– Me han dicho que hoy has ido a ver Cascanueces. Es mi ballet favorito. ¿Te ha gustado?

– Sí. Sobre todo, el Príncipe.

A Kon pareció humedecérsele la mirada al contemplar a su hija. Meg apartó la vista, asombrada otra vez por su increíble talento para la actuación.

– Tenemos que hablar con tu madre un momento -añadió el hombre-. ¿Va todo bien?

– Sí. Papá y yo vamos a preparar la cena. Vamos a hacer macarrones. Papá dice que en Rusia no hay macarrones.

– Sí, Anochka -rio Kon-. Me muero de ganas por probarlos. Ven conmigo.

En un abrir y cerrar de ojos, quitó a Anna de los brazos de Meg y se la llevó a la cocina, donde no podría oírlos, dejando a Meg a solas con los dos agentes. Probablemente, ella nunca llegaría a saber quiénes eran o para quién trabajaban realmente.

La mujer aventuró una sonrisa.

– ¿Le importa que nos sentemos?

Meg apretó los puños.

– Sí, me importa. Digan lo que tengan que decir y márchense.

Su voz sonó chillona. Estaba exteriorizando el miedo y la frustración que había sentido cuando Kon las abordó en el teatro. Se encontraba al borde de la histeria, a punto de gritar, a pesar de Anna.

Los tres permanecieron en pie. El hombre habló primero.

– El señor Rudenko desertó hace más de cinco años, señora Roberts.

Meg sacudió la cabeza y lanzó una risa sarcástica.

– Los agentes del KGB no desertan.

– Él lo hizo.

– ¡Aunque así fuera, solo sería un pretexto para raptar a Anna y llevársela consigo a Rusia!

– No -intervino la mujer-. En octubre se convirtió en ciudadano estadounidense. Después de revelarnos ciertos secretos para conseguir el asilo político, nunca podrá volver.

– ¿Por qué tengo que creerlos? -estalló Meg, sin poder dominarse-. Nuestro gobierno ya no necesita hacer tratos con desertores rusos para obtener información. Y ahora, quiero que salgan de aquí. ¡Que salgan de mi vida y de la de Anna!

– Hacemos tratos cuando se trata de un oficial de alto rango del KGB -insistió el hombre-. El señor Rudenko pertenecía a una pequeña élite y podía aclararnos algunos temas muy importantes, proporcionarnos información valiosa sobre los secuestros de ciudadanos estadounidenses dentro y fuera de la Unión Soviética.

La mujer asintió.

– Él nunca aprobó esas tácticas del viejo régimen ni su crueldad con los rusos y los no rusos. Esa es una de las razonas por las que desertó.

A regañadientes, Meg tuvo que admitir que tenían razón en una cosa: si Kon no hubiera intervenido, quizás ella todavía estaría en aquella prisión moscovita.

– La información que nos ha dado ha solucionado cuestiones que nuestro gobierno pensaba que no podrían aclararse -prosiguió la mujer-. En algunos casos, los datos que poseía el señor Rudenko han aliviado el sufrimiento de familias que no sabían dónde estaban sus seres queridos.

– El señor Rudenko le ha hecho un gran servicio a nuestro país y ha causado un grave perjuicio al suyo -añadió el hombre con voz firme-. ¿Recuerda esa noticia, hace unos años, sobre un piloto de las fuerzas aéreas desaparecido, el hijo de una anciana de Nebraska? Su avión desapareció en Rusia hace más de quince años.

Meg recordaba aquella terrible historia, que había centrado la atención de los medios en su momento. Todavía oía los sollozos de alivio y sufrimiento de la mujer: alivio porque el Pentágono había conseguido por fin una prueba concluyente de que su hijo estaba muerto. Recordaba que la anciana había dicho que ya podía descansar en paz.

– Eso fue gracias al señor Rudenko, que nos proporcionó información detallada sobre el encarcelamiento del piloto en una prisión de Lubliana y sobre su fallecimiento posterior.

Meg los miró con los ojos entornados. Sencillamente, no confiaba en nada que tuviera que ver con Kon, quien nunca hacía las cosas sin un motivo. Sabía que todas sus acciones, aparentemente generosas, como comprar el libro de El cascanueces y meterlo en su maleta, tenían un propósito oculto.

– Aunque eso sea verdad -dijo-, no cambia nada. Es un poco raro que haya desertado hace cinco años y haya esperado hasta hoy para presentarse y decir que quiere a su hija -su cara se crispó de dolor-. Por lo que a mí respecta -continuó, elevando la voz-, todo esto es una mentira de la que ustedes forman parte. Me importa un bledo para quién trabajen. Eso no tiene nada que ver conmigo. Ahora, ¡salgan de mi casa y no vuelvan nunca!

– Debido a su deserción, el señor Rudenko tuvo que ocultarse y asumir una nueva identidad -explicó la mujer con calma, sin dar importancia al estallido de Meg-. Por miedo a ponerlas en peligro a su hija y a usted, ha tenido que vivir oculto los últimos cinco años, evitando cualquier contacto hasta…

– Hasta que nos ha atrapado en un lugar público donde yo no podía asustar a mi hija, que es lo bastante mayor para dejarse engatusar por las atenciones de un padre al que ha echado mucho en falta -replicó Meg con amargura.

El hombre negó con la cabeza.

– Hasta que pasara el peligro y él se hubiera adaptado del todo a su nueva vida -el hombre hizo una pausa-. Eso es exactamente lo que ha hecho el señor Rudenko. Ha escrito varios libros sobre Rusia, incluyendo uno sobre el KGB y sus métodos, que saldrá esta primavera y que se espera que sea un éxito. Así que le va bien económicamente y podrá mantenerlas a Anna y a usted.

– No quiero oír nada más. Márchense. ¡Ahora!

– Cuando se calme y empiece a hacerse preguntas, telefonee a la oficina del senador Strickland y él le contará todo lo que quiera saber.

¿El senador Strickland? Meg recordó la cara del anciano senador de Missouri, un político cuya integridad nunca había sido puesta en duda, al menos que ella supiera. Lo que no significaba gran cosa. Probablemente, también él estaría comprado.

– Quizá usted no sepa que forma parte del Comité de Relaciones Exteriores del Senado y que colabora con nosotros desde 1988. Conoce su historia y la de su hija. Podemos asegurarle que es su amigo y que simpatiza con su situación. Espera tener noticias suyas muy pronto.

Meg palideció. Si por la más remota casualidad, estaban diciendo la verdad, no solo el KGB y la CIA, sino también un senador conocía los detalles más íntimos de su vida privada. La idea le pareció tan espantosa que se quedó muda.

La mujer se quedó mirándola.

– Señora Roberts, su miedo y su desconfianza son absolutamente comprensibles. Por eso el señor Rudenko nos pidió que habláramos con usted. Para convencerla de que es ciudadano de Estados Unidos y desea tener una relación con su hija.

– Ya han hablado conmigo -masculló Meg-. Consideren cumplida su misión.

Se acercó a la puerta en un par de zancadas y la abrió, ansiosa por librarse de la pareja y desesperada por acostar a Anna antes de que Kon influyera más en ella. Pero la jovial charla de Anna y la risa de su padre, que llegaban desde la cocina, frustraron su determinación de poner fin cuanto antes a aquella situación.

Esperó hasta que dejó de oír a los agentes y luego abrió despacio la puerta y cruzó el descansillo para llamar al timbre de la señora Rosen. Rezaba para que Kon no eligiera precisamente ese momento para echar un vistazo.

No obtuvo respuesta y se asustó. Pensó en llamar a casa de los Garrett, al fondo del pasillo, pero no se atrevía a perder de vista su apartamento. Además, el llanto de su hija la dejó paralizada.

A través de la puerta cerrada, oyó que Anna preguntaba a Kon si «esa gente» se había llevado a su mamá al trabajo. Sin esperar a oír la respuesta, entró en el apartamento con la única idea de consolar a su hija.

– ¡Mami! -gritó Anna cuando la vio. Corrió hacia ella y su enfado pareció desvanecerse-. ¿Dónde estabas? ¡La cena está preparada!

– Creo que tu madre estaba despidiendo a los Bowman en el ascensor. ¿No es así? -Kon le proporcionó una excusa plausible, antes de que Meg tuviera tiempo para pensar.

La expresión triunfante de sus profundos ojos azules parecía decir que sabía exactamente qué intentaba, pero que nunca se libraría de él y que era mejor que aceptara cuanto antes su destino.

– Vamos, mami. Tenemos hambre.

Anna tiró de la mano de Meg, obligándola a apartar la vista de Kon. Él las siguió hasta la cocina. Meg tendría que posponer su plan de llamar a su abogado hasta después de la cena.

Con intención o sin ella, Kon le tocó el hombro cuando le ofreció una silla para que se sentara. Ella renegó del escalofrío que le sacudió el cuerpo cuando sintió su contacto, temerosa de que él lo notara. Pero vio con alivio que Kon estaba pendiente de Anna. La ayudó a sentarse en la pequeña mesa de la cocina, sobre la cual había un plato de macarrones con queso y brécol y un vaso de leche para cada uno.

– Hay que bendecir la mesa -dijo Anna, cuando su padre se sentó a su lado-. ¿Lo haces tú, papá? Por favor…

– Será un placer -murmuró él con voz profunda, agarrando la pequeña mano de su hija.

Meg olvidó cerrar los ojos y contempló sus cabezas morenas agachadas mientras Kon pronunciaba una oración en ruso. Una bonita oración en la que le agradecía a Dios que hubiera protegido las vidas de la mujer y la hija a las que amaba, y le daba las gracias por haberlos reunido al fin y por proveer comida cuando tanta gente en Rusia y el resto del mundo pasaba hambre. Y, finalmente, por que fueran a pasar su primera Navidad juntos. Amén.

– ¿Qué has dicho, papi? -preguntó Anna, pinchando unos macarrones con su tenedor.

Él levantó la cabeza y miró a su hija.

– Le he dicho a Dios lo feliz que soy por estar por fin con tu madre y contigo.

Con la boca llena de macarrones, Anna dijo:

– Melanie dice que es estúpido creer en Dios. Ya verás cuando le diga que Dios te ha dejado venir a América para estar con mamá y conmigo… Te quiero, papi.

Las palabras de Anna, su dulce sonrisa manchada de salsa de queso y la emoción elocuente que empañaba la mirada de Kon eran demasiado para Meg. Le resultaba difícil mantener la rabia que había sentido cuando se sentaron a comer.

La inesperada devoción de Kon había sonado sorprendentemente sincera. Por un instante, Meg estuvo a punto de olvidarse de que todo lo que él hacía formaba parte de una farsa. Una farsa que, con el transcurso de los años, había llegado a ser como su segunda naturaleza.

¿Era posible que tuviera convicciones religiosas que se había visto obligado a ocultar hasta ese momento? ¿O eso también era fingido? Meg no lo sabía.

Él la miró.

– ¿Están buenos los macarrones? -preguntó, tranquilamente-. Anna me ha ayudado a hacerlos. Nuestra pequeña es una buena cocinera.

– Y está muy cansada -replicó Meg sin contestar a su pregunta. Evitó su mirada y apartó un rizo de las mejillas encendidas de su hija-. Creo que vamos a saltarnos el postre y que nos iremos directamente a la cama. Hoy has tenido un gran día, cariño.

Para sorpresa de Meg, que esperaba una discusión, Anna asintió.

– Papá me ha dicho que tengo que irme pronto a la cama y dormir bien para estar lista para el viaje de mañana.

¿Viaje? ¿Qué viaje? ¡Oh, cielos!

El corazón de Meg comenzó a bombear oleadas de adrenalina. Lanzó una mirada salvaje a Kon. Él, que acababa de beberse la leche, la miró por encima del borde del vaso y registró su miedo con una tranquilidad que enfureció a Meg hasta ponerla al borde de la violencia.

– Como mañana es domingo, será una oportunidad perfecta para que Anna y tú veáis dónde vivo. Está a dos horas en coche de aquí.

Meg respiró hondo y se levantó de la mesa como una autómata. No estaba dispuesta a permitir que siguiera hostigándola. Se volvió hacia Anna y dijo:

– Si has terminado, corre a cepillarte los dientes.

– Pero quiero que papá me ayude. Me ha prometido llevarme a la cama. Me va a enseñar a leer en ruso mi libro de El cascanueces y yo voy a leerle mis cuentos.

– Entonces, yo fregaré los platos -dijo Meg, intentando mantener un tono de voz normal. No quería darle a Kon la satisfacción de saber que, su inesperada aparición, la había sacado de sus casillas.

Sin hacer caso de la mirada curiosa de Kon, besó a Anna en la frente y empezó a recoger la mesa. Como si nada la preocupara, se puso a cargar el lavaplatos mientras ellos se levantaban de la mesa y se marchaban de la cocina.

Para cuando Meg acabó de limpiar la encimera y de regar la flor de pascua que su jefe le había regalado, el apartamento se había quedado en silencio. Se quitó los zapatos de tacón, apagó la luz de la cocina y cruzó sigilosamente el vestíbulo y el saloncito.

Le llegó la voz entrecortada de Anna, que leía uno de sus cuentos. A veces, Kon la interrumpía para enseñarle el equivalente ruso de alguna palabra. Parecía divertirlo el acento de la niña y le enseñaba más palabras, riéndose a carcajadas por los esfuerzos que hacía Anna. Pero, sobre todo, la elogiaba y la llamaba «mi querida Anochka». Por fin, las voces dejaron de oírse.

Meg se estremeció al recordar el tiempo en que, tumbada entre sus brazos, no se cansaba de su amor ni quería que dejara de llamarla «amor mío». Todo aquello había sido una mentira, pero el dolor de su traición era más real que nunca.

Entró de puntillas en la habitación de Anna y, pasando junto al acuario, se acercó a la cama. Kon estaba tumbado sobre el edredón, con los ojos cerrados. Había pasado un brazo alrededor de Anna. La niña se había dormido apoyada en su hombro, abrazada a su osito Winnie. Sobre la cama había varios libros dispersos, entre ellos El cascanueces.

La luz de la lámpara de lectura sujeta al cabecero blanco subrayaba los rasgos de Kon, que, en reposo, parecían labrados a cincel. Tenía algunas arrugas en torno a los ojos y a la boca. Meg se aproximó para observarlo más de cerca.

Parecía cansado, pensó, y luego se reprendió a sí misma por sentir compasión y por notar los más pequeños cambios físicos que se habían producido en él desde la última vez que estuvieron juntos. Cambios que lo hacían más atractivo que nunca. No podía permitirse a sí misma responder a su atractivo, ni flaquear en ningún sentido.

Porque él planeaba robarle a Anna.

No podía olvidarlo ni por un instante. Como estaba dormido, era el momento perfecto para alertar a Ben Avery. El abogado podría empezar los procedimientos legales para echarlo del apartamento. Aunque Anna se enfadara, Meg necesitaba hacerlo y necesitaba hacerlo inmediatamente. Bajo ningún concepto le permitiría dar un paso fuera de casa con su hija.

Volvió con sigilo a la cocina y levantó el teléfono para llamar al abogado.

De pronto, oyó que algo se movía tras ella y se asustó. Al girarse, vio a Kon frente a ella, de pie entre la cocina y el salón, muy cerca.

¡No se había dormido!

Estuvo a punto de estallar, cuando se dio cuenta de que él la había estado observando todo el tiempo en la habitación de Anna. Sin duda, habría percibido las emociones contradictorias de Meg cuando se acercó a la cama para estudiarlo más de cerca. La idea la puso furiosa.

Tal vez para Anna fuera el príncipe Marzipán, pero para Meg era el mismo demonio, aunque un demonio terriblemente guapo y melancólico. El leve resplandor del árbol de Navidad enfatizaba sus rasgos.

– Quienquiera que sea a quien estás llamando para que me eche de aquí, tendrá que matarme primero. He venido para estar con mi hija. Pero tú eres la madre y tienes la última palabra -su voz pareció apagarse.

Como en un trance, Meg colgó el aparato y lo miró, llena de miedo y tristeza.

– Te has presentado delante de Anna esta tarde como un hecho consumado -dijo con voz entrecortada y lágrimas en los ojos-. ¿Cómo has podido ser tan… imprudente, tan insensible? Lo que le has dicho a Anna ha cambiado nuestras vidas para siempre.

– Eso espero -murmuró él.

Meg apretó los puños.

– ¡No dejaré que te la lleves a Rusia! -gritó-. Haré lo que sea para impedirlo. Lo que sea -advirtió por segunda vez.

– Era previsible que pensaras eso, pero no tengo intención de secuestrarla. Nuestra hija me despreciaría para siempre si la apartara de ti. Y eso no es lo que quiero que sienta por mí mi única hija. Además, mucho me temo que Konstantino Rudenko es persona non grata en la antigua Unión Soviética. Si pudiera ver los bosques de Rusia una vez más… -murmuró con voz tenue-, sería mi última voluntad como hombre libre -esbozó una sonrisa amarga-. No tengo intención de privar a mi hija de su padre. No cuando he pasado solo los últimos seis años, haciendo preparativos para que podamos vivir juntos el resto de nuestras vidas, Meggie.

Загрузка...