Capítulo 10

TINA estaba escribiendo notas cuando Jock llegó. Le caía el cabello sobre el rostro, su cabeza estaba inclinada y parecía concentrada en lo que hacía.

La enfermera Roberts estaba ordenando una de las habitaciones de urgencias, pero tenía la puerta cerrada, de manera que Tina parecía completamente aislada. Jock sintió que el corazón le daba un vuelco al verla tan sola y tan encantadora. Y llevaba un hijo suyo en el vientre.

¿Cómo tendría que sentirse? Se preguntó Jock. Se quedó de pie en la entrada y miró a aquella enigmática mujer de comportamiento alegre y casi aniñado. Esa criatura, su risa, le había hechizado desde el primer momento y no podía evitar sentir un miedo irracional que lo paralizaba.

¡Y estaba embarazada!

Él no lo había buscado. ¡De ninguna manera! ¿Cómo podía estar embarazada? ¿Qué tenía que hacer él? Pero Tina estaba inclinada sobre su trabajo y su pelo le caía hacia delante y… ¡Dios, cómo la amaba! Pero estaba embarazada. ¡Diablos!

Él se iba a marchar a Londres, pensó con rabia. Se marcharía. El trabajo había sido confirmado y él no quería enamorarse de nadie. No quería sentir lo que estaba sintiendo y no quería ser el padre de ese hijo. No quería…

Tina alzó la vista y sonrió. Los pensamientos de Jock cesaron de repente. No sabía qué demonios quería o qué no quería. En los últimos cinco minutos su mundo había dado un giro de ciento ochenta grados, o mejor dicho, su mundo había cambiado cuando Tina entró en su vida.

– Está bien, Jock -dijo Tina tranquilamente, la sonrisa todavía en los labios y el dolor en su rostro casi borrado por la rutina-. No pasa nada. No hace falta que pongas esa cara. No te estoy pidiendo que te cases conmigo o que tengas que hacerte cargo de ambos. No te estoy atando a mí. Yo… sólo pensaba que… tenías derecho a saberlo antes de que te fueras.

– Tina, ¿qué…? -el hombre cruzó de un salto la habitación y puso ambas manos sobre la mesa-. ¿Qué demonios está pasando aquí? No entiendo. Me dijiste que tomabas precauciones, que no había peligro y no eres estúpida.

– Pues así fue. Soy una estúpida.

– No, no lo eres, Tina. Si te has quedado embarazada es que querías quedarte.

Ella no parpadeó.

– No, Jock. No quería quedarme embarazada -aseguró-. No me importa lo que parezca, pero no quise atraparte. No tienes por qué creerme. Yo pensé, de verdad lo pensé, que era un día fuera de peligro, pero tuve que asegurarme. Sé que no hay ningún día completamente libre de peligro, pero lo que pasó fue que… no tomé la píldora del día después. Quizá fue inconscientemente… Quizá…

Ella extendió las manos, intentando que él comprendiera, intentando comprenderse a sí misma.

– ¿Sabes? Para mí éste niño no es una catástrofe, Jock.

– ¿No es una catástrofe? -preguntó, incrédulo-. Por supuesto que es una catástrofe. Es una catástrofe monstruosa, horrible. De todas las estupideces que…

Pero Tina estaba harta. Esas palabras no significaban nada para ella y no quería escucharlas. Estaban hablando de un hijo, no de una estupidez. Era un hijo cuyos padres eran Tina y Jock. Un hijo. La mujer se levantó y se apoyó contra la pared para ponerse lo más lejos posible de él. Estaba muy pálida.

– Jock, tengo que decirte que…

Cerró los ojos y cuando los abrió sabía exactamente lo que quería decirle. Necesitaba decirle lo que sentía dentro. Tenía que decirle la verdad, fuera o no una estupidez, y dejarle que hiciera lo que él quisiera.

– Jock, mi estupidez no tiene nada que ver con el embarazo. Y ahora hay que ir hacia delante, no retroceder.

– Pero…

– No. Escucha, Jock. Tengo veintinueve años y me he enamorado. Estupidez o no, me he enamorado completamente, ciegamente, absolutamente de ti. Estoy más enamorada de lo que nunca estuve en mi vida. Nunca he sentido esto y he vivido veintinueve años. Pero… tú te vas a marchar y lo sé… Sé mejor que nadie que lo nuestro es imposible y por eso la idea de tener un hijo tuyo me llena de alegría.

– ¿Admites entonces que quisiste quedarte embarazada? -preguntó él, sin poder creer lo que oía.

– No -respondió, con una voz tan seca como la de él, igual de dura, negando su acusación-. No fue así. Pero ahora que lo estoy… me es imposible abortar. A diferencia de ti, no creo que haya demasiados niños en el mundo. Yo puedo cuidar de este niño. Le daré todo mi amor.

– No tienes dinero. ¿Cómo demonios vas a cuidarlo?

Tina levantó la barbilla.

– Christie y yo hemos hablado de ello. Si Struan me hace un contrajo fijo, que es bastante probable, me quedaré. Christie venderá la granja y nos iremos a vivir a la ciudad todos juntos. Nos arreglaremos, no necesitamos mucho. Christie se quedará en casa mientras yo estoy en el hospital y mi sueldo servirá para todos.

– Lo has planeado todo -dijo con rabia, sintiéndose marginado.

– Jock…

– ¿Por qué diablos? -el hombre se dio la vuelta y se quedó de cara a la ventana, mirando a la oscuridad-. Diablos, Tina, ¿y yo he de irme? ¿He de dejar a mi hijo?

– ¿Qué quieres hacer, Jock? ¿Qué quieres hacer con ese hijo?

Hubo un silencio. Luego Jock tomó una decisión. Le pareció duro y horrible, y no tenía nada que ver con lo que él había aprendido. Se sintió atrapado, pero Tina era así. ¡Tina! Él había ido derecho a la trampa y quizá era hora de permitir que se cerrara la puerta y aceptar su destino.

– Tendremos que casarnos. No veo otra salida.


– ¿Te lo pidió?

– Sí.

– Oh, Tina…

– Y ahora, antes de que comiences a planear bodas, vamos a dejar una cosa clara -dijo Tina a su hermana-. No voy a casarme con Jock. Embarazo o no embarazo, el matrimonio no entra en mis planes. No voy a intentar atrapar a Jock casándome.

– Pero…

– Christie, me dijo: “Tendremos que casarnos, no veo otra salida”. Y me lo dijo como si estuviera a punto de vomitar.

– Entiendo.

– Sabía que lo entenderías, pero él no lo entiende. No entiende por qué yo…

– ¿Quieres decir que insiste en…?

– Quiere portarse noblemente -estalló Tina-. Quiere una esposa y un hijo como querría morirse, pero va a hacer lo correcto por nosotros.

– Ya veo. ¿Se lo has dicho?

– Sí. Me ha dicho que hablaremos mañana, cuando estemos un poco más tranquilos.


– Nos casaremos el día siete de noviembre.

– ¿Perdón?

Eran las diez de la noche del siguiente día. Tina había llegado al hospital hacía unos minutos y ni siquiera había tenido tiempo de cambiarse y ponerse el estetoscopio en el cuello, cuando vio aparecer a Jock.

– Es la primera fecha que me pueden dar -explicó Jock-. Hay que esperar un mes desde que pides la licencia hasta que te casas.

– Lo siento. Tendrás que explicármelo mejor. Creo que he perdido parte de la conversación.

– ¿Qué quieres decir?

– Que ya he leído muchas novelas rosa, doctor Blaxton.

– No seas estúpida.

– ¿Lo ves? Soy estúpida, lo dices tú mismo. Soy una estúpida por quedarme embarazada. Estúpida por meterme en todo esto, en primer lugar. Estúpida incluso por amarte. Así que tú no puedes querer una novia estúpida, doctor Blaxton. Es más, tú no quieres ninguna novia.

– Tina…

– Tú no quieres casarte, Jock -dijo Tina-. Y embarazada o no, no voy a casarme con un hombre que no me ama.

Jock suspiró.

– Tina, eso es chantaje.

– De acuerdo, es un extraño modo de chantaje. Normalmente se piensa que el amor viene antes del matrimonio. Puede que yo te ame, Jock Blaxton, pero no me casaré contigo jamás si tú no me correspondes.

– Tina…

– Tengo un paciente -dijo Tina con frialdad, al ver que se acercaba un coche a la entrada-. ¿No tienes ningún parto?

– Por el momento no.

– Entonces déjame y ve a molestar a otra. O ve a ver a Sarah Page, la nueva enfermera de la planta segunda. Lleva trabajando dos noches y quizá no ha recibido todavía tus atenciones. Es una enfermera nueva, doctor Blaxton. Puedes quedar dos noches con ella e intentar que se enamore de ti antes de que vuelvas a Londres. Y ahora vete, estoy trabajando y no me interesan tus grandes planes.

Pero Jock no se marchó. Decidió hablar unos segundos con la enfermera de la planta y darse tiempo para pensar. No sabía si quedarse o irse, no sabía qué demonios hacer. La cabeza le daba vueltas. ¡Tina tenía que casarse con él!

Entonces vio a Bárbara ayudando a un hombre de edad mediana a salir de un coche para entrar en urgencias. El hombre iba desnudo desde la cintura para arriba. Caminaba inclinado, como si le costara ponerse derecho. Tina se acercó rápidamente para ver qué pasaba y Jock decidió que quizá lo iban a necesitar.

Una mujer salió apresuradamente del asiento del conductor para ayudar al hombre. Jock la reconoció. Era Lorna Colsworth, la presidente del equipo femenino de bolos de Gundowring y miembro de la directiva del hospital. Era esposa de Simon Colsworth, director de pompas fúnebres y una de las personas más respetadas de la localidad.

Jock entonces miró de nuevo al hombre, esperando ver a Simon, pero no era éste. Era Reg Carney, el carnicero del pueblo. Un hombre grueso de cara roja. Lorna en ese momento tenía el rostro tan colorado como el hombre. Llevaba en la mano un montón de ropa: una camisa, una chaqueta y una corbata, además de calcetines y zapatos, que prácticamente arrojó en manos de Jock.

– Toma. Dáselos cuando él… cuando él… Tengo que irme, no puedo…

Pero Jock la agarró por el brazo con firmeza, aunque con suavidad a la vez.

– Lorna, ¿qué pasa?

Desde donde estaba Jock no podía ver al hombre. Tina estaba inclinada sobre él, intentando preguntarle algo. Al hombre parecía que le costaba hablar y tenía las manos en el regazo.

Si había comido algo, veneno quizá, o tomado alguna droga o sido herido, era necesario que Lorna lo contara antes de irse. No podían dejarla marchar, aunque ella parecía desesperada por hacerlo.

– Yo no… Tengo que irme a casa ahora mismo. Éstas son sus ropas…-exclamó, intentando soltarse del brazo de Jock.

– Cuéntanos, Lorna.

Jock miró a Tina, que había dejado de intentar hablar con el hombre y trataba de separarle las manos del regazo. Reg iba quejándose y caminaba dando tumbos de derecha a izquierda.

– Es… es… -el rostro de Lorna se ponía cada vez más colorado.

Parecía a punto de sufrir ella misma un infarto y Jock la arrastró hacia una silla para que se sentara.

– ¡Lorna, cuéntame!

Lorna gimió.

– Es… es… su pene. Se lo ha pillado. ¡Por favor, déjame irme!

Jock miró a Tina, que logró que el hombre quitara las manos del regazo. La muchacha abrió los ojos desmesuradamente y Jock vio que, por un segundo, estuvo a punto de soltar una carcajada, aunque consiguió reprimirse. Jock, por su parte, dejó a Lorna y se acercó a Tina.

Reg estaba en una de las situaciones más vergonzosas en que un hombre puede encontrarse. Su pene se había quedado atrapado en la cremallera del pantalón, la piel estaba rasgada por los dientes de la cremallera y debajo… Debajo de la tela del pantalón, rodeando el pene, había una tela roja y blanca con volantes, ¿unas braguitas?

Tina hizo un gesto de incredulidad.

– ¿Pero qué…? -miró a Loma-. Señora Colsworth, ¿qué es esto?

– Son mis braguitas -gimió Loma, cubriéndose la cara con una mano-. Reg me las había regalado esta noche. Son… son… de una tienda… de esas para adultos. Me las compró para hacerme una broma.

Su rostro iba del colorado al blanco, para luego sonrojarse de nuevo, pero de alguna manera continuó hablando.

– Pero… estábamos jugando y… yo hice que Reg se las pusiera, para ver cómo le quedaban… ya me entendéis, para reírnos un poco. De repente escuchamos un coche y pensamos que era Simon que volvía a casa a pesar de que era la noche que pasaba con los Mason. Entonces Reg se puso nervioso, agarró sus pantalones y se los abrochó tan rápidamente que… que se… y no pudimos. Lo intentamos pero no pudimos. Luego lo intenté de nuevo, pero gritó tanto que todos los vecinos nos escucharon. Y ni siquiera era Simon, era alguien que iba a la puerta de al lado.

Era demasiado y la voz de Ornase apagó para convertirse en un sollozo.

– Lorna-dijo Jock, que había conseguido mantenerse serio-. Lorna… -repitió, inclinándose para agarrar entre sus manos el rostro de la apenada mujer.

– No puedo… soportar…

– ¿No lo puedes soportar? -gimió Reg-. ¿No lo puedes soportar? Soy yo quien está pasándolo mal. Has estado a punto de cortarme el pene. Ayudadme.

– Lorna, ve a casa -aconsejó Jock con suavidad-. Ahora que sabemos lo que ha pasado, podremos solucionarlo. Puedes creerme o no, pero es un accidente bastante común. Ve a casa y llama después para ver cómo está Reg, ¿de acuerdo?

– Pero… -la mujer alzó la vista-. Simon… Todos… lo sabrán. Lo descubrirán.

– La doctora Rafter, la enfermera Roberts y yo lo sabremos, pero nadie más. Le prometemos que de aquí no saldrá nada. Es una promesa, Lorna. Incluso quemaremos las braguitas -añadió. Un músculo se agitó en su mandíbula, pero consiguió no reírse-. Están demasiado rotas para… para ser usadas. Ahora ve a casa y tranquilízate antes de que tu marido vuelva.

– ¿Quieres decir…?

– Lorna, vete ya.


Les llevó veinte minutos sacar a Reg del atolladero. Diecinueve minutos para calmar al hombre y hacer que se quedara quieto para que Tina le pusiera anestesia local, y un minuto o menos para que Jock abriera la cremallera.

La prenda de encaje se rasgó cuando Jock le bajó los pantalones. Tina y Jock ayudaron al hombre a quitarse los pantalones y lo que quedaba de las braguitas, sin decir una palabra. Tina se los pasó a Bárbara, que los recogió con la cara extrañamente rígida.

– ¿Puedo llamar a alguien para que te traiga ropa limpia? -quiso saber Tina.

– ¡No! -gritó Reg, poniéndose en pie con un gran esfuerzo-. Me voy ahora mismo a casa. Dejadme una de esas batas blancas.

– ¿Te vas a llevar una bata blanca a casa? ¿Pero qué…? ¿Y qué dirás a tu esposa, Reg? -preguntó Tina.

– Ella está jugando a las cartas -contestó Reg-. Llegaré antes que ella. Llama a un taxi, por favor -luego se lo pensó mejor-. No. El conductor del taxi… Si es Ted Farndale se enterará todo el mundo…

– ¿Cómo fuiste a casa de Lorna? -preguntó Jock.

– Caminando. Está muy cerca de mi casa y no quería arriesgarme a aparcar el coche frente a su casa.

– Entiendo -dijo Jock. Entonces se levantó-. Vamos, Reg, yo te llevaré a casa. He terminado ya mi jornada laboral. Dejaremos a la doctora Rafter con las urgencias que puedan aparecer esta noche -declaró, dándole una bata y ayudándole a ponérsela.

– Pero no se vaya, doctora Rafter -añadió suavemente, en una voz tan baja que sólo ella pudo oírlo-. Hay algunas cosas que tenemos que dejar claras. Un matrimonio, por ejemplo.

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