OH, DEMONIOS! Jacqui no tuvo más remedio que olvidarse de la llamada y seguir a Maisie. Al rodear la casa vio un inmenso patio pavimentado con un establo. Atrapó a Maisie justo cuando la niña iba a entrar por la puerta trasera, que, a pesar del tiempo, estaba abierta.
– ¿Qué estás haciendo?
– Nadie entra por la puerta principal -respondió Maisie.
– ¿No?
– Pues claro que no. Te lo habría dicho si me hubieras preguntado.
Completamente ajena al barro que le manchaba los zapatos, entró en la casa como si fuera la dueña. Sin poder hacer otra cosa, Jacqui la siguió por una habitación llena de botas, paraguas y chubasqueros, y entraron en una inmensa cocina caldeada por una vieja estufa de combustible sólido. Junto a la estufa había una gran cesta para perros, ocupada por una gallina y dos o tres gatos atigrados. Estaban tan unidos que era casi imposible distinguirlos. Un perro grande y peludo, de aspecto deprimido, yacía al lado, secándose las garras llenas de barro. De no ser por la gallina, Jacqui se habría sentido tentada de unirse a ellos.
– A veces es mejor no esperar a que te lo pregunten-dijo volviéndose hacia Maisie-. Por si acaso la persona que debería preguntártelo no se acuerda de hacerlo…
Se calló. Aquélla no era la clase de conversación que una niñera mantenía con una niña de seis años. Pero ella ya no era una niñera. Y Maisie que no era precisamente la típica niña de seis años se encogió de hombros.
– No me escuchaste cuando te dije que conocía el camino -dijo-. No creí que me escucharas si te decía lo de la puerta.
Jacqui rezó en silencio pidiendo paciencia a la deidad responsable del bienestar de las niñeras no practicantes, fuera cual fuera.
– Vamos -dijo Maisie, y sin esperar respuesta, abrió otra puerta.
Jacqui siguió a la niña por un pasillo con corrientes de aire que conducía a una escalera ascendente. El tipo de escalera usada por el servicio.
– Por aquí.
– ¿Qué? -espetó Jacqui, estremeciéndose por el frío que acentuaba la humedad de su ropa. Enseguida recordó que Maisie sólo tenía seis años y que ella era la adulta responsable-. Lo siento. No era mi intención hablarte de mala manera.
– Está bien.
No, no estaba bien, pensó Jacqui cerrando los ojos. Sólo era el último de la larga serie de errores que había cometido aquel día el mayor de los cuales había sido responder a la llamada de Vickie. Lo había hecho creyendo que podría convencerla de que ya no se dedicaba a hacer de niñera. Había roto todas las reglas y había sido castigada por ello, pero no tan duramente como se estaba castigando a sí misma. Y luego Vickie le había dicho que tenía un paquete para ella y Jacqui había descubierto que no era tan objetiva ni tan fuerte como pensaba. Respiró hondo, abrió los ojos y descubrió que había cometido otro error. Maisie había desaparecido.
– ¡Oh, genial!
Seis meses trabajando en una oficina habían atontado su instinto. Los ordenadores no hacían travesuras, ni desaparecían en cuanto se apartaba la vista de ellos. Había perdido su preciado autocontrol. Miró alrededor. Había media docena de puertas para elegir. Abrió la más cercana y se encontró con una enorme despensa repleta de estanterías y conservas suficientes para alimentar a una familia numerosa durante meses. Pero ni rastro de Maisie.
Mientras se movía hacia la puerta siguiente, su móvil empezó a sonar. Miró la pantalla y se dio cuenta de que, en su loca carrera tras la princesita, no se había detenido para cortar la llamada a la oficina.
– Vickie, tienes un verdadero problema… -empezó a decir, sin ningún preámbulo, tras llevarse el móvil a la oreja.
– ¿Jacqui? ¿Eres tú?
– Sí, Vickie, soy yo -confirmó, abriendo la segunda puerta. Otra despensa-. Jacqui, a quien has enviado a hacer el tonto.
La tercera puerta, ligeramente entreabierta, reveló una pequeña sala de estar. Dos viejos perros labradores ocupaban el sofá, y a juzgar por la cantidad de pelo desperdigado por los cojines, lo consideraban de su exclusiva propiedad.
– Calma, chicos -dijo Jacqui cuando los perros menearon el rabo-. Jacqui -volvió a repetirle a Vickie, quien había caído en la cuenta de que estaba irritada y no había querido interrumpirla-. La que va a mandarte una factura por un tubo de escape nuevo.
– ¡Un tubo de escape! -exclamó Vickie sin poder contenerse.
– Jacqui que está perdida en medio de ninguna parte con una niña precoz de seis años que no sólo viste como una princesa, sino que cree serlo.
En aquel momento se dio cuenta de lo que estaba pasando. Vickie le había dicho que la nueva niñera que había elegido para Selina Talbot estaba de vacaciones. Era obvio que ella, Jacqui, era esa niñera. ¡Qué tonta había sido! Se había percatado de la coincidencia y aun así había picado. «Llévala a casa de su abuela…». Eso era todo lo que le había pedido que hiciera. No «llévala con su abuela».
Nunca había habido una abuela en aquella casa. Y cuando, horror, resultó que no había ninguna viejecita encantadora esperándolas, sino un hombre refunfuñón que ni siquiera les había permitido pasar, Vickie confiaba en que su instinto de niñera la ayudara a hacerse cargo de la situación. Sabía que Jacqui renunciaría a sus vacaciones para cuidar de la niña hasta que regresara su madre. Después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer?
– ¿Jacqui? ¿Sigues ahí?
– Oh sí. Sigo aquí, pero no por mucho tiempo. He tardado un poco pero al fin he descubierto tu jugada, Vickie Campbell. Y te aseguro que no va a funcionar.
– ¿De qué estás hablando?
¡Qué inocente parecía! Como si realmente no tuviera ni idea…
– De tu malévolo plan para volver a incluirme en tu base de datos y hacerte ganar dinero, cariño, de eso estoy hablando. No voy a hacerlo más, Vickie. Ya te lo dije. No puedo…
– Jacqui, pareces turbada. ¿Has tenido un accidente? ¿Maisie está bien?
– ¿Maisie? ¿Estás preocupada por Maisie?
Y mientras tanto, ¿dónde estaba la princesa fugitiva? Abrió otra puerta. Un despacho pequeño y desordenado. Jacqui no estaba segura de qué sensación predominaba: gratitud por no haberse encontrado aún al ogro, irritación por la desaparición de Maisie o simplemente disgusto consigo misma por ser tan ingenua.
– Me preocupo por las dos -dijo Vickie.
– Yo también, pero sobre todo me preocupa perder mi vuelo -respondió ella-. Era una oferta de último minuto. No me devolverán el dinero. Te advierto que tendrás que compensarme con creces si la pierdo… -suavizó un poco el tono-. Espero que Selina Talbot entienda por qué un simple trabajo de dos horas le cueste tan caro -abandonó la búsqueda y recurrió a toda la fuerza de sus pulmones-. ¡Maisie! ¿Dónde estás?
– ¿Jacqui? ¿La has perdido? -preguntó Vickie. Empezaba a mostrarse preocupada, lo cual agradó bastante a Jacqui.
– Sólo temporalmente. Te la encontrarás sana y salva cuando vengas a recogerla.
– ¿Yo? No puedo ir a recogerla. Tengo una cita con el director del banco y… ¿Dónde estás, exactamente?
– ¿Exactamente? En un pasillo de High Tops. Maisie también está por aquí, pero dónde exactamente no lo sé. La única persona que no está en High Tops es su abuela.
– No lo entiendo. ¿Dónde está?
– En Nueva Zelanda.
– ¿Se puede saber qué está haciendo en Nueva Zelanda?
– Supongo que estará… de vacaciones -respondió Jacqui con soma.
– Está bien. Está bien. Lo siento…
– No lo sientas y ven enseguida. Tardarás una hora y media en llegar. Si sales ahora mismo hay posibilidad de que pueda tomar mi vuelo. Si lo consigo, tal vez te perdone.
– Jacqui sé razonable. No puedo irme en este momento…
– Me temo que tendrás que hacerlo. El tiempo corre. Ya has perdido otro minuto…
– ¡Dame diez minutos! Intentaré localizar a Selina y averiguar qué está pasando.
– Buen intento, pero no podrás volver a engañarme. Voy a dejártelo muy claro: no hay nada que puedas decirme ni ofrecerme para que acepte ser la niñera de Maisie Talbot.
– Pero…
– Por cierto, lo del ogro ha sido un detalle muy agradable. ¿De dónde lo has sacado? No, no me lo digas. Del casting para la representación local de Jack y las judías mágicas. Con esa cara no le haría falta maquillaje.
– De acuerdo, dale el teléfono a una enfermera para que pueda decirme en qué hospital estás ingresada y…
– ¡Jacqui! ¿Dónde estás? Se me han enredado las medias…
El grito de Maisie procedente de la planta alta devolvió a Jacqui a la realidad.
High Tops en Little Hinton. Vickie. No es el pequeño desvío que me hiciste creer, pero te darán las indicaciones en la tienda del pueblo… después de someterte al tercer grado. Conduce con cuidado al subir -le advirtió-. Los baches son profundos, y una vez que dejes atrás la civilización, los nativos no son exactamente… -se dio la vuelta y vio que ya no estaba sola. El ogro, sin duda alertado de su presencia por el grito de Maisie le bloqueaba el paso-… hospitalarios. Jacqui se enorgullecía de ser una mujer moderna y sensata que nunca sucumbía a los nervios, cualquiera que fuese la provocación, pero ante aquella inesperada aparición el corazón estuvo a punto de salírsele del pecho. Lo que sí le salió fue un chillido, no muy fuerte pero sí expresivo. La clase de chillido que emitiría un ratón al verse, no frente a un gato doméstico bien alimentado sino ante un tigre salvaje y hambriento.
– Aún sigue aquí -dijo él. Era una afirmación, no una pregunta. No estaba nada contento de verla, pero al menos tampoco parecía sorprendido.
– Maisie tenía que ir al baño -explicó ella-. Jamás se me habría ocurrido entrar, pero me temo que la niña decidió por sí misma… y entró por la puerta trasera. «Dejándome sin más opción que seguirla», pensó. «Conozco su modo de operar. Lo aprendió de una experta».
– Ésta es la casa de su abuela -continuó. Odiaba disculparse cuando era él quien debía hacerlo por sus bastos modales. Maisie tenía tanto derecho como él a estar allí. Y, en cualquier caso. ¿qué estaba haciendo él allí?
– Por desgracia -replicó el hombre-, su abuela no se encuentra aquí para hacerse cargo de ella.
– Es obvio que ha habido un malentendido.
– Eso es algo que tendrá que hablar usted con Sally. Yo ya tengo bastante con cuidar a sus animales perdidos mientras su madre está fuera.
– Sí bueno, eso es lo que intento hacer -dijo Jacqui mostrándole el móvil para hacerle ver que sus intenciones eran buenas.
¿De dónde habría surgido tan repentinamente? Sin duda había oído el grito de Maisie, pero ¿cómo había aparecido tras ella?
– En ese caso dejaré que lo haga -dijo él-. Tengo que ocuparme de un problema en el sótano -se dio la vuelta y abrió una puerta escondida en los paneles de la pared.
Una escalera de piedra bajaba a los cimientos de la casa. Con su imaginación y su corazón desatados, Jacqui no preguntó qué clase de problema tenía en el sótano. No quería saberlo. Sólo quería que el gigante se fuera.
– ¡Jacqui! ¿Dónde estás?
El gigante miró hacia las escaleras.
– Será mejor que no haga esperar a su alteza -le aconsejó.
– No -admitió ella retrocediendo hacia las escaleras-. Tiene razón -añadió, consciente de que parecía estar calmando a una bestia peligrosa. Era absurdo. La irritación en la mirada de aquel hombre era evidente, pero no había nada amenazador en su comportamiento. Se trataba sólo del hecho de que fuera inquietantemente… grande. Y de que estuviera allí. Aunque, puestos a pensar en ello, debería estar agradecida. Si la casa hubiese estado cerrada y desierta, no habría tenido más remedio que volver a Londres y despedirse de sus dos semanas al sol. Sabía que un clima más cálido no aliviaría el dolor de su corazón, pero necesitaba alejarse de su familia y sus amigos, que la trataban como si alguien hubiese muerto.
– Yo… eh… iré a ayudar a Maisie -dijo, retrocediendo otro paso. Entonces tropezó con el primer escalón, perdió el equilibrio y dejó caer el teléfono para agarrarle a la barandilla buscando apoyo.
La mano se cerró en el aire, pero, justo cuando aceptó que nada impediría su caída, el gigante la sujetó y la sostuvo con lo que parecían ser unas manos muy seguras. Muy seguras… y muy grandes.
Era absurdo imaginarse que esas manos estaban abarcándole la cintura. Su cintura no era muy estrecha, sino más bien una cintura práctica equipada con un par de buenas caderas, útiles para apoyar contra ellas a niños pequeños. Pero por un momento sintió que las manos la rodeaban, y comprendió finalmente por qué las mujeres sensatas del pasado se habían permitido agonizar con los pequeños corsés en busca de un aspecto frágil.
Al encontrarse con la mirada de unos ojos dorados y felinos, se sintió muy, muy frágil. Sabía que era una tontería, naturalmente, y que debería hacer un esfuerzo por ponerse de pie antes de provocarle daños en la espalda a aquel pobre hombre.
No tuvo que hacer absolutamente nada, pues él era más que capaz de hacerlo por ella y enseguida la tuvo de pie, con el rostro presionado contra la suave lana de su camisa, inmersa en los penetrantes olores de la ropa limpia, de sudor masculino, de aceite hirviendo…
Muchos hombres se habrían aprovechado de la situación, tirando de ella para conseguir un mayor roce. Pero el gigante, sin embargo, no perdió tiempo en poner espacio entre ambos. Sus fuertes manos permanecieron en la cintura de Jacqui, pero sólo como medida de precaución mientras ella recuperaba el equilibrio y el aliento… algo que le llevó más tiempo del deseado. Lo achacó al hecho de que no era una experiencia habitual tener que levantar la vista para mirar a nadie, y que ese alguien mereciera una inspección más detallada.
No eran sólo sus extraordinarios ojos ni la anchura de sus hombros. Ni tampoco su estatura. Ahora que Jacqui estaba al mismo nivel que él, podía ver que su altura no parecía tan abrumadora. Ciertamente, incluso con tacones habría tenido que levantar la mirada, pero no tanto, y por primera vez desde que superó en altura a todas las chicas y profesores de la escuela, se sintió a gusto con su estatura.
– ¿Se encuentra bien? -le preguntó él.
– Muy bien -consiguió responder ella, aunque sin mucha convicción.
– ¿Seguro? -insistió, sin soltarla.
– Seguro.
– Debería controlar sus nervios. Jacqui Moore -dijo él, soltándola.
– Ha sido un día muy difícil -replicó ella, temblando de frío por la humedad que empapaba su ropa y su pelo.
– Cualquier día que incluya a mi prima es un día difícil -dijo él-. Está tiritando.
– Un poco. Es por la humedad. La niebla es muy penetrante. No puede ser saludable vivir en una nube.
– Hay sitios peores, créame, y la niebla de las montañas tiene sus ventajas. Las visitas indeseadas, por ejemplo, rara vez se quedan más tiempo del necesario.
– Lo creo y usted también puede creerme cuando digo que no tengo el menor deseo de abusar de su hospitalidad un segundo más de lo necesario -dijo ella duramente-. Tengo un avión que tomar.
– Entonces será mejor que deje de tropezar por la casa y haga lo que deba hacer para salir de aquí cuanto antes, ¿no?
Encantador. Realmente encantador. Aunque tampoco el gigante de los cuentos había sido muy pródigo en sonrisas.
– Debo ocuparme de Maisie antes de empezar a llamar por teléfono -dijo, volviendo a la realidad y disponiéndose a recoger su móvil del suelo.
El se le adelantó y agarró el teléfono antes que ella. Se lo tendió y Jacqui volvió a fijarse en sus manos. Y a punto estuvo de volver a dejar caer el móvil cuando sus largos dedos rozaron los suyos.
– Será mejor que se seque usted también. Encontrará toallas en el cuarto de baño.
Ella intentó hablar; quería demostrarle que, al contrario que él, sabía cómo comportarse. Pero tuvo que carraspear unas cuantas veces antes de poder articular palabra.
– Gracias, señor… señor…
– Talbot.
Jacqui esperó a que le diera su nombre completo, pero él no lo hizo. Bueno, no importaba. No le interesaba lo más mínimo su nombre de pila. Si él quería respetar los formalismos, por ella no había ningún problema. La había salvado de una caída únicamente para que ella no tuviese ninguna excusa para retrasar su marcha. Pero ahora que Jacqui estaba en la casa no pensaba irse a ninguna parte hasta haber resuelto el futuro inmediato de Maisie.
– Bueno, señor Talbot, le pido disculpas por abusar de su hospitalidad de esta manera, pero como me va a llevar bastante tiempo solucionar todo esto, y como molestarlo parece inevitable, ¿sería posible que me ofreciera una taza de té? -le preguntó, sin recibir respuesta-. Mientras iré a ocuparme de Maisie. O quizá prefiera ocuparse usted personalmente de ella y así yo podré irme a tomar mi avión.
– No puede dejarla aquí conmigo.
– No, estaba claro que no podía hacerlo. Pero ¿sería su negativa una reacción de pánico por su fobia a los niños? ¿O acaso sabía de lo que estaba hablando?
Jacqui tenía que admitir que no parecía muy asustado. Al contrario, hablaba como un hombre decidido y sin miedo. Conociera o no las leyes sobre la protección de los niños, no era un asunto de importancia para él. Simplemente estaba declarando las cosas como eran.
– Es usted el único familiar disponible -señaló ella, aunque eso no suponía ninguna diferencia. No podía dejarle a Maisie sin la autorización expresa de Selina Talbot. A diferencia de una madre irresponsable, la agencia no podía dejar a la niña con cualquiera y desaparecer.
Por suerte, él no pareció darse cuenta de la situación, y guardó silencio durante unos segundos mientras sopesaba las alternativas. Finalmente, se encogió casi imperceptiblemente de hombros.
– ¿Indio o chino?
– Indio, por favor -dijo ella sin perder la sonrisa-. Es un momento para tomar algo tonificante, más que refinado, ¿no cree?
No se quedó para esperar una respuesta. Se dio la vuelta para poder ver dónde pisaba y subió las escaleras en busca de su carga. Maisie, con las manos en las caderas y las medias enrolladas por los tobillos, la miraba con el ceño fruncido desde la puerta del baño.
– ¿Dónde estabas? ¡Llevo horas esperándote! ¡Te dije que tenía que ir al baño!
– Lo sé -admitió Jacqui con más suavidad-. Pero no vuelvas a desaparecer, ¿de acuerdo?
– Está bien -murmuró Maisie.
– Lo digo en serio.
– ¡Está bien! Ya te he oído.
– Así me gusta.
Le colocó las medias a Maisie y, mientras la niña se lavaba las manos, aprovechó para usar las toallas que le había ofrecido Talbot. Con suerte, su ropa se secaría en la cocina y no pillaría una neumonía pero viendo cómo estaba siendo su suerte, no contaba con ello.
– Muy bien, Maisie, vamos a ver si podemos solucionar este lío.
– ¿Qué lío?
– Bueno, tu abuela no se encuentra aquí…
– Ya lo sé.
– ¿Lo sabes?
– Lo he oído -dijo Maisie-. No importa. Puedo quedarme hasta que venga mi madre. Tengo una habitación en una de las torres, ¿sabes? Se decoró especialmente para mí. Las paredes son malvas y las cortinas de encaje, y tiene vistas al campo donde viven el poni y los burros. El poni es mío.
– ¿En serio? A tu edad yo también tenía un pequeño poni.
– ¿Sí?
– Aja. Se llamaba Applejack. Era de color naranja con manzanas pintadas en el trasero.
Maisie la miró con lástima.
– Mi poni es de verdad. Se llama Fudge. ¿Te gustaría conocerlo?
– No creo que haya tiempo para eso, Maisie. El caso es que necesitas algo más que una habitación…
– Tengo más…
– Más que una habitación y un poni. Necesitas a alguien que cuide de ti.
– Están Harry… y Susan.
– ¿Susan? -repitió Jacqui. ¿El gigante se llamaba Harry y tenía una esposa? Bueno… estupendo. Si Harry Talbot estaba casado, o si aquella mujer era su novia, las cosas podrían solucionarse. Suponiendo que Vickie pudiera contactar con Selina Talbot antes de que ésta saliera del país-. ¿Quién es Susan?
– Viene todas las mañanas a limpiar.
– Oh. ¡Genial! -exclamó, borrando la sonrisa de su rostro. No había nada por lo que sonreír-. Mira, Maisie, ha habido una pequeña confusión. Pero no tienes que preocuparte por nada. La señora Campbell va a llamar a tu madre desde la agencia, y seguro que encuentra una solución.
Maisie suspiro.
– No podrá hacerlo. Mi madre estará ahora en el avión, y hay que apagar el móvil cuando se viaja en avión.
– ¿Sabes adonde va tu madre?
– Pues claro. Va a hacerse una sesión de fotos a la Gran Muralla china. Está al otro lado del mundo, ¿sabes?
– Sí, eso he oído.
– Mi madre me dijo que se tarda una eternidad en llegar.
No exactamente una eternidad, pensó Jacqui, pero estaba claro que Selina Talbot no respondería a llamadas personales hasta el día siguiente. Maisie la miró con los ojos muy abiertos y expresión solemne.
– Está bien. Puedes quedarte y cuidar de mí.
– ¡No!
– ¿Por qué no esperamos a ver lo que dice la señora Campbell? -sugirió Jacqui, apartando la ridícula idea de que la niña formara parte de aquella conspiración. Estaba rozando la paranoia. Además, no habían pasado más de dos horas desde que su madre la había dejado en la agencia. Mientras que la mayoría de los mortales necesitarían todo ese tiempo para llegar al aeropuerto y facturar, estaba segura de que para las personas como Selina Talbot el tiempo era infinitamente más flexible. Era posible que el avión aún no hubiese despegado.
– ¿No quieres cuidar de mí? -le preguntó Maisie.
– No se trata de lo que yo quiera -respondió ella. Quizá en otro tiempo, en otra vida…
Maisie la miró fijamente.
– ¿Es porque no soy hija de mi madre? ¿Porque soy de un color distinto al de ella?