Capítulo 4

A JACQUI le temblaban tanto las piernas por su enfrentamiento con Harry Talbot que apenas podía subir las escaleras. Por suerte, Maisie iba dando brincos alegremente delante de ella, indicándole el camino, y sin parecer en absoluto afectada por la falta de bienvenida.

– Ésta es mi habitación -anunció, abriendo la puerta.

Jacqui pudo ver por qué la niña quería quedarse a pesar de Harry Talbot. La habitación, situada en lo alto de la torre, parecía sacada de un cuento de hadas, con su pequeña cama de columnas con cortinas de encaje y muebles pintados con flores malvas y moradas. Y Harry Talbot debía de haber arreglado la caldera, porque la estancia estaba caldeada, y a pesar del mal tiempo, no había ni rastro de humedad en la cama.

– Es preciosa, Maisie. ¿Tu abuela hizo todo esto para ti?

– No digas tonterías. Mi madre contrató a un decorador -corrió hacia la ventana-. Desde aquí puedes ver a Pudge.

Jacqui la siguió, preparada para colmar de alabanzas a un pequeño pony, pero la niebla empañaba el cristal, ocultando la vista.

– Seguro que tiene frío ahí fuera -dijo Maisie con el ceño fruncido.

– ¿No está en el establo?

– A lo mejor. ¿Podemos ir a comprobarlo?

Jacqui habría preferido mantenerse lejos de las dependencias. Harry Talbot le había dicho que le echaría un vistazo al coche, y ella no tenía el menor deseo de encontrarse con él hasta que pudiera olvidarse de sus groserías. Pero sospechaba que Maisie no tenía por costumbre aceptar un no por respuesta.

– Bueno, está bien, pero creo que deberías cambiarte de ropa. ¿Tienes algo más… adecuado? Ya sabes, algo para montar.

– ¿Pantalones, por ejemplo? -sugirió la niña, y abrió

La bolsa para buscar ella misma. No había vaqueros. Ni siquiera unos pantalones de montar. De hecho, no había pantalones de ningún tipo. Ni de botas ni un casco. Sólo más pares de zapatillas de satén que hacían juego con los vestidos.

Incluso había metido en la bolsa un par de alas para alguna ocasión especial. Adornadas con abalorios de plata y con los inevitables bordados malvas. Muy bonitas, pero no precisamente adecuadas para montar.

– Hay botas de agua y abrigos en la cocina -sugirió Maisie-. Pruébatelos hasta que encuentres algo que te sirvan.

– De acuerdo. Dejaré mi bolsa en la habitación de al Lado y veremos qué encontramos.

La habitación contigua no se había beneficiado de ningún decorador en los últimos cincuenta años, por lo Menos. Pero era cálida y confortable. Jacqui decidió que dejaría las camas para más tarde. Lo más importante en esos momentos era ir a ver al poni. Diez minutos más tarde las dos estaban caminando Por el patio. Jacqui, con botas altas, no quiso buscar unas botas de agua que le vinieran bien, pero había tomado prestado uno de los viejos chubasqueros de la cocina.

También había tomado otro para Maisie. Aun siendo el menor de todos, tuvo que arremangárselo para que pudiera sacar las manos, y no pudo evitar una sonrisa al ver a Maisie saltando por el patio con un par de enormes botas verdes, la falda blanca asomando bajo el chubasquero y la tiara todavía coronándole los rizos oscuros. Maisie Talbot podía ser una niña precoz, pero desde luego no era aburrida.

– ¿Adonde van? -espetó Harry Talbot, apareciendo en la entrada de la cochera. Con un trapo se limpiaba las manos, manchadas de grasa.

– Maisie quería saludar a Fudge -explicó Jacqui a la defensiva-. Su pony -añadió cuando él no pareció saber de qué estaba hablando.

– ¿Así se llama? De acuerdo. Pero no se puede vagar por ahí con esta niebla. Es muy fácil perderse.

– Y supongo que no habrá ninguna posibilidad de que se pierda usted, ¿verdad?

Nada más decirlo se arrepintió, incluso antes de que él la fulminara con la mirada.

– ¿Ésa es su idea de un chiste?

Si lo era, y no estaba preparada para analizar el comentario, había fracasado en su intento, pues Harry no había soltado precisamente una carcajada.

– Sí… No… Lo siento -se disculpó sinceramente.

Él asintió con la cabeza hacia el extremo del patio.

– El poni está en la caseta del fondo. No le des azúcar -le dijo a Maisie-. Es viejo y sus dientes no toleran más abusos. Encontrarás zanahorias en una red colgada de la pared.

Maisie echó a correr, pero Jacqui permaneció inmóvil. Por muy incómoda que se sintiera, no iba a darle la satisfacción de salir huyendo.

– ¿Cuál es su opinión sobre el coche?

– No soy mecánico, pero diría que su tubo de escape está completamente inutilizado. Voy a llamar al taller. Tranquila. No se lo cobraré.

– Gracias.

– Creo que por hoy ya ha sufrido bastante por culpa De los Talbot -repuso él encogiéndose de hombros-. ¿No debería ir a asegurarse de que Maisie no acabe pisoteada por su poni?

– El animal no se atrevería a pisotearla -dijo ella.

Aquel comentario logró un atisbo de sonrisa en Harry. Por unos segundos ninguno de los dos se movió del sitio

– Será mejor que vaya a llamar a…

– Debería ir a vigilar a…

El se movió primero y volvió a la casa sin decir más. Ella lo observó durante un momento y, controlando sus hormonas, fue a ver a Maisie.

– ¿Ha encontrado algo para el té de Maisie?

Jacqui levantó la mirada de la salsa que estaba removiendo al fuego. No había visto a Harry desde que él la dejara junto a la cochera, y no había esperado con impaciencia su próximo encuentro, pero en esos momentos no parecía muy amenazador. Ojala pudiera ella dejar de decir estupideces y conseguir que estuviera de su parte…

– Sí. gracias. Estoy preparando unos espaguetis carbonará.

El arqueó las cejas.

– El té de las cinco ha mejorado bastante desde mi infancia. Lo máximo a lo que yo podía aspirar era macarrones al gratén.

– Las niñeras evolucionan con el tiempo, igual que todo el mundo, señor Talbot. Y también lo hacen los niños. Por lo visto, éste es uno de sus platos favoritos, y como en la cocina tenía todos los ingredientes a mano…

– No sabía que supiera cocinar.

La tentación de responderle con algún comentario mordaz fue muy fuerte, pero Jacqui se contuvo. Maisie quería quedarse allí, por lo que no serviría de nada enfadarlo.

– ¿Tiene hambre? -le preguntó, concentrándose en la salsa para no tener que mirarlo-. He hecho más de lo que Maisie y yo podamos comer. Dejaré un plato para usted en la nevera. Así podrá calentárselo cuando nosotras no estemos.

Sintió que Harry estaba dudando, debatiéndose entre el deseo de comer algo que no estuviese enlatado y el impulso de mandarla al infierno.

– Gracias -fue todo lo que dijo.

No era exactamente decepción lo que atenazó el corazón de Jacqui. Pero, por un momento, había esperado que él apartara una silla y se uniera a ellas en la cena. Se había imaginado a Maisie y a Harry congeniando mientras comían. Y a ella haciendo el papel de hada. Patético. Maisie era la única persona que tenía alas en aquella casa. Sin embargo, él seguía en la cocina. Jacqui estaba concentrada en la salsa, pero podía sentir su presencia tras ella.

– Encontrará helado en el congelador, por si Maisie quiere un poco -dijo-. A menos, claro está, que sea capaz de preparar también el postre.

Con aquel comentario casi había sido amable. Casi. Jacqui se dispuso a recompensarlo con una sonrisa, pero cuando se dio la vuelta, Harry se había marchado. Bañó a Maisie y la preparó para acostarse, dejándola abrazada a un osito de peluche y leyéndole un cuento de los muchos que ocupaban la estantería. Era una divertida historia sobre la hora de dormir de un osito. Nada que pudiera provocarle pesadillas.

Maisie se quedó dormida mucho antes que el osito, y Jacqui se quedó sentada a su lado durante un rato, contemplándola. Finalmente, le estiró la manta y bajó la luz hasta dejarla en un débil resplandor. En alguna parte, al otro lado del mundo, otra niña estaría a punto de comenzar un nuevo día. Despeinada y gruñona, esperando un abrazo de otra mujer…

Parpadeó furiosamente y se tocó el brazalete. Un baño. Necesitaba sumergirse en agua caliente y perfumada. Olvidar y sonreír. No lo creía posible, pero quizá pudiera concentrarse en el placer, en vez de la angustia. Como viajaba ligera de equipaje y no se había molestado en llevar un albornoz, se puso uno que colgaba de la puerta del baño y bajó a la cocina a prepararse una bebida caliente.

Sólo estaba encendida la luz de la encimera, dejando el centro de la cocina escasamente iluminado. La gallina se agitó y cloqueó desde la cesta. Jacqui se mantuvo a distancia. No le gustaban mucho las gallinas, ni siquiera de mascotas. Los gatos no se movieron, pero el perro, siempre esperando recibir comida, se deslizó por el suelo de baldosas y la hizo girarse. Harry Talbot había estado presumiblemente sentado a la mesa, acabando su cena. Pero ahora estaba de pie, y era difícil saber cuál de los dos estaba más sorprendido.

– Lo siento -dijo ella-. Pensaba que habría acabado hace rato.

– Sí, bueno, pero los malditos burros me han retrasado. Esas bestias desagradecidas salieron huyendo cuando fui a darles de comer -explicó, apartando la silla-. Cuando conseguí reunirlas de nuevo, estaba cubierto de barro.

Eso explicaba por qué su pelo oscuro estaba mojado y peinado hacia atrás, aunque donde se estaba secando empezaba a formar rizos, y por qué llevaba vaqueros limpios y una camisa de color azul marino.

– ¿Y la llama? -preguntó ella-. ¿También es una bestia desagradecida?

– ¿Quién le ha hablado de la llama?

– La mujer de la tienda me advirtió que tuviera cuidado con ella en la carretera.

– Estaba buscando compañía. Kate le encontró un hogar con una pequeña manada al otro lado del valle.

– Oh, pensé que se lo había inventado.

– Ojala -dijo él-. ¿Qué quiere?

– Nada. No quiero molestarlo.

– Ya me ha molestado, así que será mejor que se aproveche. ¿Qué quiere?

Sus modales no habían cambiado en absoluto, observó Jacqui.

– Iba a prepararme una bebida caliente para llevármela arriba.

– Haga lo que quiera. Yo ya he acabado -dijo él, dejando su plato a medio terminar.

– ¿Puedo prepararle algo? -ofreció ella, sintiéndose fatal por haber interrumpido su cena, aunque momentos antes hubiera deseado que se le atragantara. Pero uno de los dos tenía que esforzarse por ser educado, y estaba claro que no iba a ser él.

– Jugando a ser una buena ama de casa no hará que cambie de opinión, señorita Moore -replicó él-. Soy perfectamente capaz de preparar mi propio café.

– En realidad, iba a preparar un poco de té -dijo ella, obligándose a mantener la calma. -. Sin embargo, aun reconociendo sus indudables aptitudes domésticas, no me supondría ningún problema prepararle un café al mismo tiempo, ya que, de todos modos, tengo que calentar el agua. Puede bajar cuando yo haya subido y servirse usted mismo, si no quiere esperar ahora.

Hubo un momento de silencio total en el que las palabras parecían haber quedado suspendidas en el aire. Ni siquiera el perro se movió.

Harry se sintió como si tuviera los pies soldados al suelo. Su cabeza lo urgía a marcharse. No sabía cómo tratar a las personas. Y mucho menos a esa mujer, que pasaba de ser un monumento de tentadoras curvas a una lengua afilada y reprobatoria. Era demasiado compleja. Demasiado difícil. Él pensaba y se comportaba de una manera mucho más simple, centrándose en la supervivencia.

Y para sobrevivir tenía que estar solo. No había otra manera. Pero su cuerpo no parecía dispuesto a obedecer la más sencilla de las órdenes. Había exigido la comida que ella había cocinado, y ahora parecía incapaz de marcharse, atrapado entre la posibilidad de subir al cielo y la seguridad de permanecer en el infierno.

Jacqui aguardaba su reacción, sintiendo cómo el silencio se estiraba como un elástico a punto de romperse. No se imaginaba por qué a Harry le costaba tanto responder a una pregunta tan simple, pero percibía la batalla que se estaba librando en su cabeza. Dio un respingo cuando él se movió finalmente para agarrar su plato y llevarlo al fregadero. Tiró los restos al cubo de la basura y lo enjuagó antes de meterlo en el lavavajillas.

– Es usted una mujer muy irritante, ¿lo sabía? -dijo, cerrando el electrodoméstico con tanta fuerza que hizo vibrar el resto de la vajilla.

Él tampoco era un dechado de virtudes, pensó ella, pero los buenos modales, y el instinto de supervivencia, sugerían que no era aconsejable decirlo. De modo que se limitó a agarrar la tetera y llenarla de agua.

– Una buena cocinera, pero irritante -continuó él.

– Una de dos no está mal. Podría haber sido irritante y pésima cocinera -puso la tetera al fuego y se volvió hacia él-. Entonces nada me habría salvado.

El no pareció tener respuesta para eso.

– ¿Está Maisie en la cama?

– Son casi las diez. Por supuesto que está en la cama.

– «Por supuesto» no. Normalmente se queda levantada hasta medianoche, dando vueltas y siendo mimada por los ridículos amigos de Sally.

– ¿En serio? -preguntó Jacqui, nada sorprendida-, Bueno, ha tenido un día agotador. Ni siquiera llegó al final del cuento antes de quedarse dormida.

– Increíble.

– Maisie no le gusta mucho, ¿verdad?

– Sally debería limitarse a rescatar animales -dijo él, lo que no respondía a la pregunta-. Puede abandonarlos aquí una vez que se ha hecho las fotos para la prensa y nadie sufre.

¿Qué…? ¿Acaso estaba insinuando que…?

– Maisie no ha sido abandonada -declaro con vehemencia.

– ¿No? ¿Entonces cómo lo llamaría?

– Estoy segura de que lo que ha pasado hoy no es más que un malentendido -dijo, y no iba a permitir ninguna conclusión hasta conocer todos los hechos-. Quería preguntarle una cosa. ¿Sabe si tiene ropa aquí? ¿Ropa para jugar o para salir al campo? En su habitación no hay nada, aunque eso parece la gruta de un hada. Sin duda la tela vaquera estropearía la ilusión.

– Sin duda. Me temo que no puedo ayudarla. Pero Maisie no necesitará ropa, puesto que no va a quedarse.

Jacqui no era una mujer violenta, pero si él hubiera sido un par de centímetros más bajo, lo habría zarandeado por los hombros. Hizo acopio de paciencia e intentó sonreír…

No, no tenía sentido perder el tiempo sonriendo. Lo que tenía que hacer era evaluar la situación y razonar con él. La tetera empezó a silbar en ese momento, distrayéndola. Vertió el agua en una taza con una bolsita de té y preparó el café para Harry Talbot. Pero si intentaba razonar y fracasaba, él se mantendría con más firmeza en su postura. Y cada vez que dijera que Maisie no iba a quedarse, le sería más difícil retractarse. Y Maisie quería quedarse.

Lo mejor sería esperar hasta que Vickie hubiera hablado con Selina Talbot y todo se resolviera. Mientras tanto, se ocuparía de la crisis actual. Al menos, por una vez, él parecía reacio a marcharse corriendo, y Jacqui sabía que no tendría una oportunidad mejor para hablar. No tenía intención de amenazarlo, lo que sería bastante extraño teniendo en cuenta que el ogro era él, no ella, sino únicamente de buscar un acercamiento.

– ¿La gallina vive en la cocina? -preguntó, diciéndolo primero que se le pasó por la cabeza-. ¿O es que está enferma?

– Uno de los gatos la trajo un día que estaba lloviendo, cuando aún era un polluelo, y la trató como a una más de su carnada.

– ¿Está diciendo que la gallina cree ser un gato?

– Ésa es la teoría de tía Kate -dijo él, aunque su expresión sugería otra cosa.

– ¿Usted no se lo cree?

– No he notado ningún problema de identidad cuando el gallo se acicala las plumas, pero si usted tuviera que elegir entre una cesta frente a la estufa o el gallinero, ¿con qué se quedaría?

– Es un punto de vista bastante cínico.

– ¿Ésa es su respuesta?

– Es una gallina muy lista. Aunque seguro que los huevos confunden a los gatos.

¡Al fin! No fue exactamente una sonrisa, pero los labios de Harry se curvaron en una mueca delatora. Harry se apresuró a agarrar la cafetera y servirse una taza de café. Típica maniobra de distracción, pensó Jacqui. Ella habría hecho lo mismo si quisiera ocultar una carcajada. O un llanto. Tal vez aún había esperanza para Harry Talbot.

– ¿Adonde se dirigía? -le preguntó él, mirándola de reojo.

– A ningún sitio -respondió ella. ligeramente turbada porque la hubiese pillado mirándolo.

Él se giró y se apoyó contra la encimera, clavándole la mirada.

– Para sus vacaciones.

Oh, eso… Se había olvidado por completo de España. Además, en aquella cocina hacía bastante calor para tostarse la piel. La bata era demasiado cálida. Y también demasiado corta. Nunca había creído que tuviera que taparse los tobillos. Pero en esos momentos, unos tobillos desnudos sugerían unas piernas desnudas, y unas piernas desnudas sugerían un sinfín de posibilidades.

La bata era de su talla, pero había sido lavada a menudo y había encogido. Jacqui tuvo la incómoda sensación de que se le estaba abriendo a la altura de los muslos. No se atrevió a bajar la mirada para comprobarlo, pues con eso sólo conseguiría desviar la atención de Harry hacia sus piernas. Pero él parecía concentrado en la abertura de la bata sobre sus pechos. No la miraba con lujuria. Más bien parecía que intentaba recordar algo…

Se estaba volviendo loca. Se recordó que bajo aquella bata era la imagen de la pura modestia. Cuando había que levantarse en mitad de la noche para atender a un niño inquieto y asustado, lo más sensato para una niñera era dormir con pijama. En esos momentos sólo llevaba unos shorts y un top con finísimos tirantes, pero habría llevado aún menos ropa en una playa española. Pero no estaba en una playa. Estaba en una casa aislada del mundo con un hombre al que no conocía. Y ese hombre le estaba mirando el escote. Una situación bastante comprometida. Pero su escote estaba respondiendo.

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