Capítulo 7

CUANDO Harry regresó unos minutos más tarde con una aspirina y una manta, Jacqui se había quedado dormida. Él la contempló durante un rato. Había recuperado el color de las mejillas y respiraba con normalidad, pero tenía unas manchas oscuras bajo los ojos. Unas manchas que no tenían nada que ver con el golpe en la cabeza. Las había visto la noche anterior, cuando Jacqui había bajado a la cocina sin maquillaje, y sospechaba que hacía tiempo que no dormía bien. Un síntoma que él conocía bastante. Sin duda había un hombre detrás de todo aquello.

¿Por qué si no se iba sola de vacaciones?

Dejó las aspirinas en la mesita y, tan delicadamente como pudo, cubrió a Jacqui con la manta.

– ¿Cómo está? -preguntó Susan, que entraba en ese momento con el té.

– Se ha dormido. El descanso le sentará bien.

– No debería quedarse sola. Mi sobrino se cayó una vez de un árbol y…

– Sí, gracias, Susan. Me quedaré y le echaré un ojo. Deja la bandeja.

– De acuerdo. Estaré arriba limpiando las habitaciones, por si me necesita.

– Llévate a Maisie contigo. No quiero que venga a molestar a Jacqui.

Susan dejó escapar un sonido que sólo las mujeres de cierta edad podían emitir, pero que expresaba claramente lo que estaba pensando. Sabía que Harry no quería que Maisie lo molestara a él.

– Debería estar en el colegio, jugando con niñas de su edad.

– Ahórrate el sermón para Sally.

– Seguro que la señora Jackson, su tutora, estaría encantada de aceptarla hasta el final del trimestre.

– Seguro, pero no va a quedarse -dijo Harry.

– Si usted lo dice… -dejó la bandeja en la mesa-. Bueno, no puedo perder el tiempo cotilleando. Si necesita algo, ya sabe dónde estoy.

– ¿Podrías buscar el móvil de Jacqui? No estaba en el despacho, así que debe de habérsele caído en el piso de arriba.

– De acuerdo.

Al girarse hacia la puerta, los dos se encontraron con Maisie, que parecía temerosa de entrar en la habitación.

– ¿Está muerta? -susurró-. ¿La he matado?

– ¿Tú? -exclamó Susan-. ¿Cómo se te ocurre pensar eso?

Harry se acercó rápidamente a la puerta.

– Se ha golpeado la cabeza contra la mesa, Maisie. No ha sido culpa tuya.

– Pero parecía…

– Se pondrá bien. Sólo necesita descansar un rato. Ahora vete con Susan.

– Prefiero ir al colegio. ¿Puedo? ¿Al colegio del pueblo? Por favor…

– No, Maisie -se negó Harry, sorprendido por la impaciencia de la niña-. Tu madre no ha metido en tu equipaje ropa adecuada para este tiempo…

– ¡No le eches la culpa a ella! ¡No es culpa suya! Yo hice mi equipaje. ¡Quería estar guapa para gustarte!

Nada más decirlo, se dio la vuelta y se alejó corriendo, como aterrorizada por sus propias palabras.

– ¿Sabe, señor Harry? -dijo Susan-. No me corresponde a mí decirlo, pero esa niña necesita un poco de orden en su vida.

– Tienes razón, Susan -afirmó él-. No te corresponde a ti decirlo.

La mujer soltó un bufido que expresó claramente lo que estaba pensando y salió tras Maisie. El sabueso se había aprovechado de la llegada de Susan para deslizarse en la biblioteca y tumbarse junto a la chimenea, esperando no llamar la atención. Harry añadió otro tronco al fuego y se volvió para asegurarse de que Jacqui seguía dormida. Estaba acurrucada de costado, con la mejilla apoyada sobre las manos y un mechón sedoso deslizándose sobre su frente. Con mucho cuidado, deslizó un dedo bajo el mechón y se lo apartó del rostro. Y fue entonces cuando vio la cadena de plata en la muñeca. La había notado antes, cuando Jacqui sostenía el hielo contra la frente, pero ahora pudo ver el corazón plateado. Tenía un mensaje grabado. Unas diminutas palabras que Harry sabía que no debía leer, pero que saltaron a la vista al reflejar la luz de las llamas.

«Olvida y sonríe».

El mensaje le resultó familiar, y buscó en un diccionario hasta encontrar la cita completa. Y sintió… algo. Hacía tanto tiempo que había cerrado la puerta a las emociones y los sentimientos que no supo lo que era. Sólo sabía que dolía, y que si no lo remediaba, el dolor sería insoportable. Pero había reconocido el peligro desde que ella había puesto un pie en la casa. Había intentando echarla pero, a diferencia de la mayoría de las personas, ella parecía inmune a su grosería. Era como si comprendiera lo que estaba haciendo.

Era ridículo. Ella no lo conocía ni sabía nada de él. Y sin embargo había encontrado el camino hasta su casa, hasta su vida, y Harry temía que no se contentara hasta que hubiese traspasado la armadura con la que se protegía de las intrusiones externas.

Pero ahora ésa era la menor de sus preocupaciones. Podía mantener a distancia al mundo exterior. Lo que no podía afrontar era lo que estaba encerrado en su interior. Se apartó del sofá, tomó una biografía de las estanterías y se acomodó en un sillón. Leer y observar. Observar…

Jacqui se removió y puso una mueca cuando su frente entró en contacto con el lateral del sofá. Entonces lo recordó todo y se arriesgó a abrir los ojos. Los troncos seguían consumiéndose, despidiendo un resplandor cálido y casi translúcido. El perro estaba estirado frente a la chimenea, dormitando plácidamente. Jacqui se tocó con mucho tiento el cuero cabelludo. El bulto que había predicho Harry apenas era perceptible, de modo que decidió que sobreviviría y se irguió lentamente hasta sentarse. Y entonces vio que no sólo el perro le hacía compañía. Harry Talbot estaba sentado en un sillón junto al fuego. Había estado leyendo, pero se había quedado dormido y el libro había caído al suelo. La tensión había desaparecido de su rostro, y el cambio era tan radical que Jacqui comprendió finalmente que no eran ella ni Maisie a quienes intentaba mantener a distancia con su rudeza. Era al mundo entero.

Intentando no hacer ruido, se arropó los pies y se acurrucó contra el costado del sofá. El perro levantó la cabeza, esperanzado, pero Jacqui se llevó un dedo a los labios.

– Túmbate -susurró.

Tal vez la entendiera, o tal vez fuera lo bastante listo para saber que no tenía nada que ganar si se movía y despertaba al hombre durmiente. En cualquier caso, volvió a agachar la cabeza entre las zarpas y soltó un gemido mientras miraba a Harry. Al igual que Maisie, era otra alma que anhelaba una palabra amable, una cariñosa caricia del objeto de adoración.

La idea la sorprendió. ¿Por qué anhelaba Maisie recibir atención de Harry? ¿Tendría él realmente algún problema con su adopción, o acaso había algo más turbio? El modo tan agresivo en que Maisie se comportaba y hablaba de él denotaba una necesidad tácita de atención y cariño.

– ¿En qué piensas?

Jacqui dio un respingo, sobresaltada al oír la voz de Harry.

– Lo siento -dijo él-. No pretendía asustarte. ¿Cómo está tu cabeza?

– Bien -respondió ella con una sonrisa, aunque cometió la equivocación de asentir-. Parece que tú también necesitabas dormir un poco.

Él se inclinó para recoger el libro y se puso en pie.

– Sólo estaba descansando la vista -dijo, devolviendo el libro a la estantería. Por un momento había olvidado ponerse la máscara, pero de nuevo se escondía tras su carácter adusto y gruñón.

– Estoy lista para esa taza de té. ¿Puedo preparar una para ti? -entonces vio la bandeja en la mesa, con té para dos-. Oh -alargó un brazo y tocó la tetera. Estaba fría-. ¿Cuánto tiempo he estado dormida?

Harry miró su reloj.

– Un par de horas. ¿Me avisarás si te mareas?

– ¿Crees que me he dormido por tener una contusión? Nada de eso. Simplemente estaba cansada. Me temo que anoche no dormí muy bien… Pero no te disculpes, por favor. El problema no era la cama, sino mi preocupación por Maisie -añadió rápidamente, por si acaso Harry sentía remordimientos de haberle asignado un dormitorio en mal estado-. ¿Has comprobado si ha vuelto la línea telefónica?

– No, no lo he comprobado -admitió-. Hazlo tú misma.

Le indicó un teléfono que había sobre un pequeño escritorio, junto a la ventana. A diferencia de la caótica mesa del despacho, aquélla sólo contenía un ordenador portátil además del teléfono. Jacqui levantó el auricular. No había línea, pero el perro, intuyendo la posibilidad de acción, se acercó a ella y, al no recibir atención, empezó a olfatear bajo la mesa. Algo sonó contra el zócalo. Jacqui miró detrás de la mesa y vio que era la clavija del teléfono. Estaba desenchufada, sobre el suelo.

Estaba a punto de decírselo a Harry cuando vio por la ventana a Susan y a Maisie, ataviada con su ridícula combinación de volantes y botas de goma, dándole zanahorias a un par de burros sobre el muro de piedra que separaba el camino de entrada de un campo. Y, de repente comprendió lo que había sucedido. Maisie. Había ido furtivamente por la casa desconectando los teléfonos y escondiendo su móvil. Sólo para ganar un poco de tiempo.

¿Tan desesperada estaba por quedarse?

– ¿Y bien? -preguntó Harry.

Jacqui se dio la vuelta bruscamente al oírlo tan cerca, y a punto estuvo de chocarse con él al intentar impedir que viera lo que había hecho Maisie. Por un momento la habitación giró en tomo a ella y extendió una mano para evitar la caída. Harry la sujetó por los hombros. Su rostro no reflejaba frialdad ni enfado, sólo preocupación.

– ¿Te has mareado?

No… Sí… No era el tipo de mareo que él pensaba…

– Estoy bien -dijo, casi sin aliento-. No como el teléfono.

Por muy enfadada que estuviera, su instinto de protección le impedía contarle lo que había hecho Maisie. Con ello sólo conseguiría empeorar las cosas. Lo único que tenía que hacer era esperar hasta que Harry se alejara, y entonces volver a enchufar el teléfono y hacerle creer que habían reparado las líneas.

– ¿Sigue sin haber línea? -preguntó él.

«Díselo», la apremió una vocecita interior, pero Jacqui la ignoro.

– Eh… sí -dijo, cruzando mentalmente los dedos mientras sostenía el auricular para que él pudiera comprobarlo por sí mismo-. Nada.

Técnicamente era cierto, pero ocultar parte de la verdad era una forma de mentir. Harry le quitó el auricular y lo colgó, sin molestarse en comprobarlo. Obviamente, había aprendido la lección desde la última vez.

– Será mejor que vuelva a mirarte ese bulto -dijo.

Sin esperar a que le diera permiso, le separó los cabellos con una delicadeza exquisita. Ella se inclinó hacia atrás, lo suficiente para demostrarle que podía hacerlo sin caerse, pero no lo bastante como para romper el contacto.

– ¿De verdad eres médico? -le preguntó.

Finalmente consiguió la sonrisa que había estado esperando. Esas arrugas alrededor de los ojos que tan atractivas resultaban en un hombre. Esos pliegues tan sensuales alrededor de la boca…

– La medicina es la tradición de mi familia. Mi bisabuelo era el médico local.

– ¿En serio? El pueblo no parece lo bastante grande como para tener su propio consultorio.

– Lo hubo, cuando la agricultura dependía de los hombres más que de las máquinas. Cerró hace diez años, cuando mi primo se marchó a una consulta mayor en Bristol.

– Bien por él, pero ¿qué hacen ahora entonces los lugareños?

– Tienen que recorrer los veinte kilómetros hasta el pueblo más cercano.

– No debe de ser muy agradable para alguien mayor o con un niño enfermo -observó ella.

– Deberían intentar vivir en un lugar donde tengas que caminar una semana… -empezó a decir, pero se calló de repente.

De modo que cuando desaparecía durante meses o años, estaba trabajando en el extranjero. ¿En África, tal vez? Caminar durante una semana hasta la clínica más cercana sonaba al África salvaje. No lo presionó para que le diera más detalles, pero se guardó la información para examinarla más tarde.

– Así que tu bisabuelo era el médico del pueblo… -dijo-. ¿Y tu abuelo?

– ¿Qué? -espetó él a la defensiva, con una expresión tan severa que Jacqui se asustó.

– Has dicho que la medicina era una tradición familiar-le recordó.

Por un momento pensó que iba a mandarla al infierno.

– Es un especialista del corazón -respondió él secamente.

– ¿Es?

– Aún se sigue interesando por su especialidad. Mi padre es oncólogo, y mi madre, pediatra. ¿Hay algo más que quieras saber?

Parecía vagamente sorprendido por haber dicho tanto, pensó Jacqui. Como si no estuviera acostumbrado a hablar de sí mismo o de su familia y no supiera por qué lo había hecho ahora.

– Como puedes ver -añadió-, todos son gente muy ocupada.

Como Selina Talbot, que también anteponía su carrera a la familia.

– ¿Y tú? -le preguntó ella.

– Volveré a comprobar tu visión -le tomó la barbilla con la mano antes de que pudiera protestar y la obligó a mantener quieta la cabeza mientras movía un dedo delante de sus ojos-. Soy un médico que está satisfecho de que no hayas sufrido un daño grave en esta ocasión -respondió finalmente, si soltarle la barbilla-, pero que si le pides consejo, te sugerirá que tengas más cuidado la próxima vez que te arrastres bajo los muebles.

– No te he preguntado eso, Harry.

– Lo sé.

El tacto de su palma era frió y suave. Y todo lo que había de femenino en Jacqui respondió con un poderoso arrebato de deseo. Horrorizada, se dio cuenta de que quería que la besara, que la tocara, que la estrechara en sus fuertes brazos…

Tal vez el golpe en la cabeza la había afectado más de lo que Harry pensaba, porque le pareció sentir una respuesta igualmente poderosa en él. Si uno de los dos no hablaba, podrían quedarse así para siempre, envueltos en una especie de encantamiento en la cima de una colina nublada…

– ¿Y? -preguntó, rompiendo el hechizo. Los cuentos de hadas eran para los niños.

El se removió y la soltó.

– No tengo respuesta para tu pregunta, Jacqui. Ya no sé lo que soy.

Antes de que ella pudiera replicar, él se retiró y dejó caer la mano al costado, poniendo espacio entre ambos. Jacqui sospechó que, ahora que se había abierto como una ostra revelando su perla, se sentía expuesto y vulnerable y necesitaba refugiarse en su coraza. Y como si le confirmara sus sospechas, él rompió el contacto visual y miró por encima de su cabeza, a la salvedad de la nada que ofrecía el banco de niebla. La distancia, mental y física, sólo sirvió para demostrar lo cerca que habían estado el uno del otro durante un breve instante.

– La niebla se está despejando -murmuró él-. Parece que vas a tener un poco de sol antes de marcharte.

– Tendré mi cámara preparada -dijo ella, sintiendo cómo se le encogía el corazón mientas se giraba para seguir su mirada.

Maisie y Susan volvían a la casa. La niebla era efectivamente menos densa, y Jacqui creyó ver incluso un atisbo de cielo azul.

– Será mejor que vaya a rescatar a Susan.

«Y a reprender a Maisie por lo del teléfono», añadió para sí. Vickie y Selina Talbot tenían que estar subiéndose por las paredes.

Debería habérselo dicho a Harry, pero no quería que se enfadara con la niña, y unos minutos más o menos no supondrían ninguna diferencia. En cuanto él se marchara a arreglar la caldera o cualquier otra cosa, ella volvería a enchufar el teléfono y asunto arreglado. Se acercó a la mesita para agarrar la bandeja y Harry se apresuró a abrirle la puerta, como si estuviera impaciente por librarse de ella.

– Es casi la hora del almuerzo -dijo Jacqui. Estuvo a punto de sugerir que se uniera a ellas, pero se lo pensó mejor. No debía de mostrarse demasiado transparente-.¿Puedo prepararte algo?

– Deberías tomarte las cosas con calma.

– Y lo hago. Me he pasado toda la mañana durmiendo frente al fuego mientras Susan ha estado haciendo mi trabajo además del suyo.

¡No! Aquello no era un trabajo. No le estaban pagando por hacerlo. Lo hacía porque no tenía más remedio…

– Si te tranquiliza saberlo -añadió-, te prometo que no prepararé nada más que una tostada o un sándwich. ¿Qué prefieres?

Él la miró con ojos entornados, y ella supo que había hecho bien en no invitarlo a la cocina.

– Si vas a preparar unos sándwiches, tomaré uno aquí -dijo finalmente.

La dejó de pie en la puerta, se dirigió hacia el escritorio y, como si quisiera demostrar que no tenía intención de moverse en todo el día, se sentó y abrió el ordenador portátil. Harry encendió el portátil, obligándose a no mirar a Jacqui mientras ésta salía de la biblioteca. Pero la suavidad de su piel parecía haberse quedado impregnada en sus dedos, y su esencia femenina lo embargaba y reavivaba como la suave brisa primaveral.

No eran unos pensamientos muy apropiados para un médico, pero hacía seis meses que no pensaba en sí mismo como tal. No podía creer que se lo hubiera dicho a Jacqui. Como si quisiera que pensara bien de él… ¡Le importaba un bledo lo que pensara de él! Puso una mueca. No podía exigirle que regresara a Londres aquel mismo día, ni aunque su coche estuviese arreglado, la línea telefónica restablecida y Sally hubiese encontrado una solución alternativa para Maisie.

Se pasó la mano por el rostro, sintiendo la aspereza de una barba incipiente. ¿Acaso le extrañaba que cuando le abrió la puerta a Jacqui, ésta lo mirara como si fuese un monstruo? Volvió a cerrar el portátil.

¿Y qué si lo había mirado así? Cualquier cosa era mejor que la compasión. El no quería su compasión. Quería…

La llegada de la grúa del taller le evitó enfrentarse a su verdadero deseo. Pero cuando echó la silla hacia atrás, contento de librarse de sus pensamientos, vio la pulsera de Jacqui en el suelo, junto a la mesa. Y entonces, al agacharse para recogerla, vio la clavija del teléfono desenchufada.

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