Gannon retiró la mano como si se hubiera quemado y cerró los puños. -No, Dora -dijo con voz de ultratumba-. No te pareces a ella en lo más mínimo.
Entonces se apartó poniendo entre ellos la distancia de un brazo mientras todavía tenía la fuerza de voluntad de hacerlo.
Era una hechicera. Tenía que serlo. Dora Kavanagh robaba el corazón de los hombres y lo mantenía prisionero mientras ellos le daban las gracias. Richard creía que era él hombre más feliz de la tierra y John sabía por qué. Aquella Pandora podría no tener encerrados todos los problemas del mundo, pero desde luego era el tipo de problema del que cualquier hombre sensato saldría huyendo. Y en cuanto a la esperanza, para él no había ninguna.
Y Gannon maldijo sus costillas rotas, su debilitado cuerpo que le impedía correr y la debilidad de su espíritu por no saber si quería hacerlo.
Entonces agarró las pastillas que el doctor le había dejado. Dora se dio la vuelta y le llenó un vaso de agua. Y mientras tragaba un par de analgésicos, pensaba que no le servirían de mucho. Sus síntomas físicos eran secundarios pero sospechaba que el dolor de su corazón era terminal.
– John…
Odiaba que pronunciara su nombre de aquella manera. Con suavidad, inseguridad… Lo odiaba y se moría por oírlo. Y el anhelo era lo peor.
– No, Dora.
– Por favor, John. Tengo que contarte algo.
John no quería escucharlo. Fuera lo que fuera, no quería escucharlo.
– No.
Se dio la vuelta y la cocina pareció dar vueltas a su alrededor.
«Dios bendito, ayúdame», suplicó.
Y como en respuesta, sonó un insistente timbrazo en al puerta. Por un momento, los dos permanecieron paralizados. Entonces el timbrazo se repitió y Dora empezó a atravesar la cocina.
Al pasar al lado de él, John le asió de la muñeca.
– Prométeme una cosa, Dora.
– Lo que quieras -susurró ella.
– Prométeme que pase lo que pase, cuidarás a Sophie. Que te asegurarás de que no la devuelvan…
Dora lanzó un gemido. Aquel hombre no era de los que pedía ayuda con facilidad y sin embargo, le estaba suplicando a ella.
– Te lo prometo -sus ojos dorados brillantes de intensidad, esperaban más-. Te prometo que la cuidaré, John. Tienes mi palabra.
– Dora…
Durante un momento que pareció una eternidad, John se embriagó con su tierna belleza. Sabía que no debería tocarla, que sólo rozarle la mejilla con la punta del dedo era traicionar a su amigo tanto como si la llevara a la cama. Pero no pudo evitarlo.
Le temblaba todo el cuerpo de deseo por ella, de necesidad por rodearla con sus brazos y enterrar la cabeza en su seno, de perderse en la suavidad de su cuerpo. Pero había suplicado ayuda y la ayuda había llegado. Si la abrazaba ahora, sería maldito para siempre.
Dora vio la batalla que se libraba dentro de él, el ardor que le nublaba los ojos, el deseo que los oscurecía y supo que todo era un reflejo de sus propios deseos. ¿Por qué? John Gannon era un extraño, un hombre cargado de secretos. Y sin embargo, desde el momento en que le había sorprendido en la granja y él había soltado una maldición, ella había sentido aquel especial vuelco en el corazón, había oído aquella voz interna repetir con insistencia:
«Éste. Es éste. Éste es el caballero de media noche que viene en mis sueños más secretos. El hombre que recordarás el día que te mueras. Incluso si vives cien años».
¿Por qué si no habría arriesgado tanto por él?
Alzó las manos para abarcarle la cara. Tenía la piel pálida y los pómulos muy salientes. Dora no estaba segura de cual de los dos temblaba más, lo único que sabía era que movería cielo y tierra para hacer que las cosas le fueran bien.
– John… escúchame… Tengo algo que contarte -empezó con prisa-. De Richard y de mí… Estás equivocado por completo…
El timbre sonó de nuevo, esa vez acompañado de unos fuertes golpes.
– Es la policía, Dora. Vete -dijo apartándola-. Antes de que tiren la puerta abajo.
– ¿Señorita Kavanagh? -no hizo falta mirar la identificación que extendió el hombre. Incluso con su traje bien cortado y vestido de paisano, era sin duda un policía y no iba solo-. Detective Inspector Reynolds. Agente Johnson -dijo dándose la vuelta para presentarle a su compañera.
– ¿Tienen orden judicial? -preguntó ella intentando pensar.
– No pensaba que la necesitáramos, señorita Kavanagh. Sólo queremos hablar con usted. Pero si prefiere acompañarnos a comisaría…
– No hace falta, inspector. Supongo que yo soy la causa de que estén aquí.
– ¿Señor Gannon? -Gannon estaba agarrado a la puerta de la cocina-. ¿Señor John Gannon? -John asintió y el inspector empezó a leerle los cargos-. Si me acompaña, señor…
– No pueden llevárselo -intervino Dora con indignación-. ¿Es que no ve que está enfermo?
– Déjalo, Dora -dijo él llevándose la mano al pecho al sentir otro ataque de tos-. No te involucres.
– ¡Maldita sea, Gannon! Ya estoy involucrada – se dio la vuelta hacia los policías-. No pueden llevarlo y arrojarlo a una celda. No lo permitiré.
El inspector miró a Gannon con más atención.
– No tiene buen aspecto. ¿Se hirió al aterrizar, señor Gannon?
Como respuesta, Gannon simplemente se deslizó y se desplomó sobre la moqueta todo lo largo que era.
– ¿Lo ve? ¿Qué le estaba diciendo? -Dora se agachó a su lado-. Usted, use la radio y llame a una ambulancia. ¡Ahora mismo!
La joven policía dirigió una mirada a su jefe, pero no discutió, y se descolgó la radio del cuello mientras Dora acunaba la cabeza de Gannon sobre su regazo hasta que llegaron los paramédicos y la apartaron con suavidad para poder examinarle las constantes vitales y conectarle un gotero antes de cargarlo en una camilla.
– ¿Qué diablos…?
Dora alzó la vista para encontrarse a su hermano en el umbral de la puerta.
– ¡Fergus! ¿Qué estás haciendo aquí?
– Me llamó el comisario en jefe. Dijo que podías encontrarte en problemas así que decidí venir a ver en qué tipo de líos te habías metido esta vez.
– ¡Oh, Fergus! -dividida entre las lágrimas y la risa, se levantó para abrazar a su hermano-. ¡Oh, Fergus! Eres una alegría para la vista. No podías haber llegado en mejor momento -se dio la vuelta hacia los de la ambulancia-. ¿A dónde lo llevan?
Le dieron el nombre del hospital más cercano.
– ¿Quiere acompañarlo, señorita?
Por supuesto que quería. No quería perderlo de vista ni un solo instante, ni siquiera con Fergus. Cuando Sophie se despertara y viera que su padre no estaba allí, necesitaría a alguien conocido.
– No puedo irme ahora mismo, pero iré en cuanto pueda. Dígaselo cuando recupere el sentido.
– ¿Quién es? -preguntó Fergus-. ¿Y qué es lo que le pasa?
– Parece una neumonía -dijo uno de los paramédicos-. Estará en pie antes de que se entere.
– Vete con él, Johnson -ordenó el inspector-. El señor Gannon no es el tipo de hombre al que una neumonía tenga postrado mucho tiempo.
– ¿Por qué no le esposan a la camilla? -preguntó Dora con enfado.
– ¡Dora! -la advirtió Fergus pasando el brazo por su hombro mientras la llevaba al salón para servirle un poco de brandy-. ¿Por qué no me cuentas lo que ha estado pasando aquí? -preguntó al ofrecérselo-. Entonces podremos hacer algo al respecto.
– Perdóneme, señor, pero si no le importa, tengo que hacerle algunas preguntas a la señorita. ¿Está la pequeña aquí, señorita Kavanagh?
Pero Fergus intervino por ella.
– Bueno, inspector. Entenderá que mi hermana está conmocionada. Y no contestará a ninguna pregunta hasta que llegue su abogado. Si quiere esperar abajo, estoy seguro de que el portero podrá ofrecerle una taza de té.
– Lo siento, pero tengo que saberlo. ¿Está la niña aquí, señorita Kavanagh?
– Está dormida, inspector. Por favor, no la moleste.
– Tengo que informar a los Servicios Sociales…
– ¡No! -Dora se llevó la mano a la boca-. No puede llevársela. Le prometí a John que la cuidaría.
– Lo siento, señorita, pero…
Dora comprendió que las emociones no iban a servirle de nada.
– El padre de Sophie me ha encargado que la cuide hasta que pueda hacerlo él mismo.
– ¿El padre? Me perdonará, señorita, pero eso tendrá que demostrarlo.
– El padre de Sophie -repitió Dora con paciencia-, acaba de ser trasladado al hospital. Yo soy la única persona que conoce la niña aparte de él y si la apartan de mí se sentirá muy sola y asustada. Le prometí a John Gannon que cuidaría de ella y lo haré.
– Lo haremos, inspector -intervino de nuevo Fergus-. De hecho, lo mejor será que mi hermana y la niña vengan a Marlowe Court conmigo -le pasó al inspector su tarjeta-. Creo que podrá aceptar mi palabra de que mi hermana se presentará mañana a primera hora en la comisaría con su abogado.
El policía miró la tarjeta.
– No soy yo el que puede decidirlo, señor -dijo incómodo.
– No tiene por qué hacerlo -descolgó el teléfono y le pasó el receptor al hombre-. Llame al comisario en jefe. Estoy seguro de que me avalará.
Dora casi sintió lástima por el hombre. Una cosa era tratar con una mujer joven aturdida y otra muy diferente enfrentarse a Fergus Kavanagh en su actitud más dictadora. Sus hermanas podían tomarse libertades con su dignidad, y llamarle Gussie a sus espaldas cuando las reñía, pero para el resto del mundo, él era el presidente de Industrias Kavanagh y malo para el que lo olvidara.
– ¿Quiere ver a Sophie? ¿Asegurarse de que está bien?
El alivio del policía fue palpable.
– Eso sería…
Hizo un gesto que lo decía todo.
Sophie dormía pacífica abrazada a su muñeca.
– Gracias, señorita. Tendré que informar a los Servicios Sociales donde se encuentra, por supuesto. Dejaré que ellos expresen sus objeciones al señor Kavanagh.
Y por un momento, Dora creyó ver un brillo de diversión en sus ojos.
– ¿Cómo lo supieron? -preguntó Dora mientras acompañaba a los policías a la puerta-. ¿Que John se encontraba aquí?
– Ah, fue por la ropa -Dora frunció el ceño-. La ropa que le compró a la niña. Usted le dijo al sargento que era para su sobrina…
– La sobrina de mi hermana, dije.
– Bueno la sobrina de su hermana. Cuando el sargento llevó el informe, el comisario supo que estaba mintiendo porque su mujer había ido a las mismas clases prenatales que la señora Shelton, lo que significaba que… eh la sobrina de su hermana sólo podría tener seis o siete meses. Y la ropa que usted compró era para una niña mucho mayor.
Dora sonrió avergonzada.
– No sería muy buena delincuente, ¿verdad?
– Espero que no, señorita.
A la mañana siguiente, Fergus dio instrucciones al chófer de que parara en el hospital camino a Marlowe Court. Así Dora y Sophie podrían ver a Gannon. Cuando ella había llamado poco antes a preguntar cómo se encontraba, sólo le habían dicho que había pasado la noche bien, pero nada más.
Cuando llegaron al ala indicada, Dora preguntó a la enfermera de recepción.
– Estoy buscando a John Gannon. Lo ingresaron anoche -dijo alzando en brazos a Sophie que jugueteaba nerviosa con sus piernas.
– ¿Cuál es su nombre?
– Dora Kavanagh. Y ésta es Sophie, su hija.
– Lo siento, señorita Kavanagh, pero el señor Gannon ha indicado que no quiere recibir visitas.
Dora miró a la enfermera con el ceño fruncido.
– ¿Perdone?
– Que no quiere recibir visitas.
– Pero… no lo entiendo. Ésta es su hija… debe querer verla.
La enfermera parecía comprensiva pero inamovible.
– Lo siento.
Dora no podía entenderlo. Y entonces pensó que quizá sí. Gannon creía que lo había traicionado, que mientras estaba durmiendo, ella había llamado a la policía. Podía entender que estuviera enfadado y se negara a verla a ella, ¿pero a Sophie?
La niña empezó a agitarse y Dora la acunó y la consoló. Quizá John pensara que un hospital la asustaría. Al menos en eso había acertado.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó con impotencia.
– Ha pasado una buena noche. El doctor le visitará más tarde.
Dora deseaba a agarrarla por el mandil y sacudirla, decirle que tenía que verlo porque lo amaba… que tenía que contarle… Pero la mujer sólo estaba siguiendo las órdenes de John.
– ¿Puedo escribirle? ¿O también lo ha prohibido?
La enfermera esbozó algo parecido a una sonrisa.
– No que yo sepa. ¿Quiere escribirle algo ahora?
– Sí.
La enfermera le pasó una hoja de papel y sin pararse a pensar siquiera, escribió simplemente:
Sophie está a salvo. Te quiero. Dora.
Después le apuntó el teléfono de Fergus y dobló el papel antes de dárselo a la enfermera.
– Me encargaré de que lo reciba.
– Gracias.
Con una última mirada a su alrededor con la esperanza de poder verle a través de alguna puerta entreabierta. Por fin reconoció su derrota y abandonó el hospital.
Apenas pudo contener su impaciencia por llegar a Marlowe Court, la casa en la que había nacido, la casa donde ahora vivía Fergus solitario con sus empleados. Estaba segura de que John le habría llamado para pedirle que acudiera a su lado, que la necesitaba. Pero no lo había hecho.
Fergus había recibido una llamada del abogado de John que había arreglado a su nombre la custodia temporal de Sophie mientras esperaban las pruebas de paternidad.
– ¿Por qué a ti? -preguntó celosa-. Él no te conoce. Nunca te ha visto.
– Te está protegiendo, Dora. Sabe muy bien que te ha involucrado en todo tipo de problemas. No creo que tú entiendas cuántos.
Y con eso tuvo que conformarse. Con eso y con escribirle una larga carta explicándole todo: que Richard estaba casado con su hermana, el por qué no le había dicho la verdad y cómo la policía le había seguido la pista.
Pero se la devolvieron sin abrir tres días después. Y su viaje a Londres para esperar en el hospital hasta que accediera a verla resultó inútil. El mismo se había dado el alta y no tenía ni idea de donde encontrarle. Su abogado, sin embargo, no pareció sorprendido de verla. Pero él también tenía órdenes y no podía ayudarla.
Dora estaba esperando en la recepción de su bufete negándose a admitir la derrota y segura de que debía haber algo que se le había pasado por alto cuando la recepcionista, una mujer joven que había mostrado enorme interés en sus viajes de ayuda humanitaria, apareció a su lado.
– ¿Ha estado alguna vez en la Corte de los Magistrados, señorita Kavanagh?
Dora frunció el ceño.
– No, ¿por qué?
– Puede que le resulte muy interesante. El próximo viernes. A las diez en punto.
Y con eso desapareció.
Dora se pasó a la mañana siguiente entreteniendo a Sophie, hablando con ella todo el tiempo, así que el inglés de la niña empezó a mejorar a una velocidad vertiginosa.
Se la llevó de compras, disfrutando de comprarle desde ropa hasta juguetes simples y como el tiempo estaba mejorando, empezó a enseñarla a nadar en la piscina de Fergus.
Pero no podía dejar de pensar en el viernes por la mañana con la esperanza de ver a John y con el miedo de que él no quisiera verla nunca más.
Pero tendría que verla. Ella le obligaría a escucharla porque lo amaba.
– ¡Nadar, Dora! ¡Sophie nadar!
La niña llegó corriendo con sus manguitos de plástico para que se los hinchara. También se había encariñado con Sophie y la agarró y empezó a hacerle cosquillas hasta que empezó a reírse a carcajadas. Estaban haciendo tanto ruido que no escucharon los pasos a sus espaldas.
– ¿Qué es todo esto, entonces?
– ¡Poppy, Richard! -Dora sujetó a Sophie con un brazo mientras abrazaba a su hermana y su cuñado con el otro-. ¡Cómo me alegro de veros! ¿Cuándo habéis vuelto?
– Anoche. Hola gatita -dijo Poppy frotándole la mejilla a Sophie-. Creo que has pasado una época muy interesante.
Dora hizo una mueca.
– Ya has hablado con Fergus, ¿verdad?
– Mmm. ¿Podemos hacer algo?
– ¿Podéis llevarme a Londres mañana? -pidió ella-. No tengo coche aquí e iba a alquilar uno, pero para ser sincera, estoy asustada a muerte.
– ¿Y qué hay de Fergus? ¿No se había encargado él de todo?
Su hermano no podía haber sido más eficiente, pero estaba decidido a mantenerla ajena a los problemas.
– Lo hace. ¿Pero, sabes, Poppy? De alguna manera se ha olvidado de mencionar que John acudirá a la corte mañana. ¿Por qué será?
– Sólo está siendo protector, Dora. Ya sabes como es la prensa… tú misma tuviste que ir a la granja para escapar de ellos.
– Me importa un pimiento la prensa. Pienso ir, vengas tú o no -aseguró resuelta.
– ¡Eh! Yo no he dicho que no vaya a ir. Bueno… lo cierto es que no puedo. Tengo una cita que simplemente no puedo cancelar, que es por lo que hemos vuelto antes. Pero te llevaremos a la ciudad. Podéis dejarme a mí y Richard te acompañará a la corte, ¿verdad, cariño?
– Sin problemas. ¿Y quién cuidará a este pequeño encanto?
– La señora Harris. Se han hecho muy amigas.
Poppy lanzó una carcajada.
– No me extraña. La señora Harris es una gallina clueca frustrada. Debe estar en su elemento con esta pequeña. ¿Crees que vendrá conmigo si se lo pido?
– Dale un poco de tiempo para que se acostumbre, íbamos a meternos en la piscina. ¿Por qué no nos acompañas? -Poppy dirigió una mirada de duda al agua-. No te preocupes. Fergus ha puesto el agua caliente para Sophie.
– ¡Uau! También le debe haber seducido entonces. Iré a cambiarme.
Desapreció hacia los vestuarios entre un elegante crujido de sedas de color crema y melocotón.
– ¿Cómo está John? -preguntó Richard.
– Ya ha salido del hospital. Aparte de eso, no sé nada. Él… está manteniendo las distancias. Por el juicio.
Richard debió notar su incertidumbre porque dijo:
– Pero ha dejado a su hija contigo.
– Técnicamente con Fergus -Richard enarcó una ceja y sonrió-. Los Servicios Sociales querían meterla en una casa de acogida hasta que se demuestre su paternidad, pero ya sabes como es Fergus. Ha usado todas sus influencias.
– ¿Y John tiene el juicio en la Corte de los Magistrados mañana?
Dora asintió.
– Estoy asustada, Richard. Realmente asustada. Dijo que iban a tomarlo como ejemplo. Para impedir que otra gente… -se repente empezó a temblar tanto que tuvo que posar a Sophie-. ¿Y si lo envían a la cárcel?
– Lo superaréis. Los dos sois lo bastante fuertes como para ello -le dio un abrazo-. ¡Eh, vamos! No dejes que la niña te vea llorar. ¿Cómo se llama?
– Sophie.
– Se parece un montón a John, ¿sabes?
– ¿De verdad?
Dora sonrió entre lágrimas.
– Cuando era pequeño. Igual de solemne y delgada. ¿Qué le ha pasado a su madre? ¿Lo sabes?
– Sólo sé que murió.
Todas las dudas se manifestaron en su voz. No podía quitárselas de encima.
– No dudes de él. ¿Sabes, Dora? Es un buen hombre.
– ¿De verdad?
¿Y cómo podría haberlo dudado? Había arriesgado todo por Sophie. Si ella hubiera confiado en él por completo, estaría con ella ahora, con ella y con Sophie.
Richard asintió antes de agacharse y extender la mano hacia la niña.
– ¿Cómo estás, Sophie? Yo soy Richard. Un amigo de tu papá.
Sophie lo miró fijamente y le pasó los manguitos.
Richard sonrió y obedeció al instante su muda súplica de que se los hinchara.
La Corte de los Magistrados era un torbellino de actividad. Estaba atestada de abogados con tocas oscuras, fiscales con pelucas blancas, testigos y familias ansiosas. Dora y Richard se aposentaron en la parte trasera de la sala atiborrada de gente y su cuñado le dio la mano al ver que cada vez estaba más nerviosa.
– ¿Vas a estar bien, Dora?
– ¿Qué? ¡Oh, sí! -entonces apareció él en el banquillo-. ¡Oh, John! -susurró agarrando la mano de Richard con más fuerza-. ¡Oh, mi pobrecito!
John parecía agotado y mucho peor de lo que Dora había esperado. El único color de su piel era el resto del moreno que ahora era un enfermizo tono amarillento. Y en los pómulos y bajo los ojos tenía profundas sombras. Hasta la barbilla parecía más acentuada.
– Parece tan enfermo.
Dora se incorporó a medias y el movimiento llamó la atención de John, que la miró por un momento. Entonces apartó la vista con toda intención para mirar directamente al magistrado que tenía delante.
– John Gannon, ha sido declarado culpable de los cargos presentados contra usted…
– ¿Cuándo? -preguntó Dora-. ¿Cuándo ha hecho todo eso?
Richard la miró.
– La semana pasada, seguramente.
El magistrado miró hacia la galería esperando impaciente a que callaran. Cuando lo hicieron, continuó.
– He recibido un número impresionante de informes acerca de su buen carácter y soy consciente de las circunstancias mitigantes en este caso, pero tengo que decirle, señor Gannon, que en su desesperación por recuperar a su hija ha mostrado una incesante falta de respeto por la ley… -el hombre siguió enumerando todas las infracciones-. Teniendo todo esto en cuenta, no me queda otra elección que sentenciarlo a seis meses.
– ¡No! -gritó Dora poniéndose en pie-. ¡No!
El grito resonó en la sofocante sala mientras todo el mundo se volvía para mirarla.
– Seis meses -repitió el magistrado mirando a Dora con irritación como retándola a que dijera una palabra más.
Pero ella estaba por encima de las palabras. Mientras la sangre se le retiraba de la cabeza, se desplomó como un peso muerto contra su cuñado y ya no se enteró de más hasta que empezó a enfocar gradualmente las ornamentadas molduras del techo de un despacho.
De momento no supo dónde estaba ni lo que había pasado. Entonces, al recordar horrorizada las palabras del juez, intentó incorporarse aprisa.
– Tengo que verlo -dijo mirando con furia a un desconocido que le asía con firmeza la mano-. John Gannon -dijo con apremio-. Tengo que verle. Ahora mismo.
– Me temo que no podrá, señorita. Ya se ha ido.