Capítulo 3

Una locura. Incluso aunque no estuviera casada con Richard. Tanta locura como creer que podría agitar aquel largo atizador para golpearlo con él. Pero por muy delicada que fuera, él no podía correr riesgos. Así era como había sobrevivido tanto tiempo en un mundo peligroso.

– ¿Y bien? -preguntó él.

Dora no se molestó en contestarle. Sólo se frotó la muñeca y disgustado consigo mismo y sus pensamientos, Gannon se dio la vuelta para no ver aquellos oscuros ojos acusadores.

– Yo me encargaré del fuego -dijo revolviendo las brasas hasta que se pusieron rojas.

– Un trabajo de hombres, ¿verdad? -comentó con desdén-. ¿Y qué se supone que puedo hacer yo? ¿Salir corriendo a la cocina a prepararle algo de cena?

– Gracias por la oferta, pero no, gracias.

No podía recordar la última vez que había comido y el vientre se le estaba ya pegando a los huesos, pero tenía su orgullo. Pero su estómago protestó al escuchar la palabra comida. Miró a la chica que tenía delante y esbozó una sonrisa.

– No estoy a dieta.

Ella no contestó a su broma y francamente, no la culpaba.

Arrojó unas astillas que encontró en la cesta a las brasas de color ámbar y por un momento, lo dos observaron en silencio cómo humeaba la madera antes de crepitar en llamas. Ante la repentina aparición del calor, Gannon recordó el frío que tenía y metió más leña. Agosto en Inglaterra. Chimeneas y tormentas. Debería haberlo recordado.

Dora, todavía arrodillada en la alfombra frente al fuego, sintió más que escuchar su escalofrío. Todavía estaba intentando recuperar el sentido común y recobrarse de lo que había visto en sus ojos cuando la había asido por la muñeca, recuperarse de la desbordante necesidad de rodearle con sus brazos y atraerlo hacia sí. Lo que había visto en su cara necesitaba mucho más consuelo que eso. Sin embargo, no había hecho ninguna intención de liberarse y él no la había soltado.

– Estás mojado -comentó.

Gannon se dio la vuelta para mirarla. Tardó más de lo normal antes de deslizar la mirada hacia sus rodillas, que estaban empezando a humear por el calor. No se había duchado mientras había cruzado el país, pero el césped estaba empapado y aunque había dejado los zapatos en la cocina, los calcetines mojados habían dejado huellas oscuras en la moqueta.

– Ha estado lloviendo -dijo como si fuera explicación suficiente-. No te preocupes por ello. Los secaré frente al fuego.

– No estoy preocupada, pero tengo mejores cosas que hacer que cuidar a un hombre estúpido que se queda ahí con la ropa mojada para pillarse una neumonía.

A Gannon se le ocurrían cosas peores a que lo cuidara Dora Marriott, pero pensó que no sería prudente decirlo. Se estremeció de nuevo. ¿Por qué diablos no podía haber buscado Richard a una chica corriente para casarse? Y si tenía que casarse con alguien como Dora, ¿por qué no se quedaba en casa para cuidarla? Si hubiera sido su mujer, él no la habría dejado sola ni una semana. De ninguna manera. Cuando Dora se apartó del hogar levantándose con gracia, él la asió de la mano.

– ¿A dónde vas?

– A buscar algo de ropa para ti.

Estaba enfadada porque la hubiera tocado de nuevo y enfadada consigo misma por desearlo. Tiró de la muñeca, pero él la apretó más.

– Iré contigo -dijo manteniéndola a su lado mientras apilaba los leños con cuidado-. Así podrás enseñarme la casa.

– ¿Me queda otra elección?

– Me gustaría ver lo que han hecho con la casa desde la última vez que estuve aquí.

Había evitado una respuesta directa, lo que era lo mismo que decir que no. Y Dora no creía que estuviera tan interesado en el talento de su hermana como decoradora de interiores. Lo que realmente quería era echar un vistazo para elaborar su mentira. Debía haber sido bastante sorpresa haber esperado sólo un débil cerrojo y haberse encontrado con que todo había cambiado.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Hace demasiado tiempo. Richard me invitó a pasar unos días pescando antes de…

Se encogió de hombros sin deseos de entrar en explicaciones.

Dora no presionó. No le interesaba. O no demasiado.

– Bueno, como refugio de pescadores estoy segura de que era perfectamente apropiado, pero como hogar para una familia tenía muchas carencias.

– ¿Familia? Es un poco pronto para eso, ¿no?

Dora volvió a sonrojarse.

– La falta de baño era la primera -dijo ignorando la forma en que se había fijado al instante en su cintura.

– ¿O sea que no tendré que bañarme en el río?

– No a menos que quieras.

Con la mano atrapada, a Dora le estaba costando respirar y no era sólo por la imagen de él bañándose desnudo bajo la luz de la luna. Estaba enfadada porque, a pesar del hecho de que hubiera asaltado la casa, había algo innegablemente atractivo en él, sobre todo cuando alzaba la comisura de los labios como estaba haciendo en ese momento.

– ¿Qué es tan divertido?

– Tú. Podría leer tus pensamientos como si los tuvieras escritos en la frente con letras gigantes.

– Lo dudo mucho.

– Pruébalo -le dio un golpe en la frente con la punta del dedo-. Estabas pensando lo que disfrutarías ayudándome a bañarme en ese agua fría.

– ¡De ninguna manera! -entonces se encogió levemente de hombros-. Bueno, quizá -concedió prefiriendo que creyera eso en vez de lo que de verdad le había pasado por la cabeza.

Se había quitado la cazadora después de dejar a Sophie en la cama y cuando ella bajó la mirada lentamente, se encontró con el jersey decididamente tejido a mano. Se preguntó qué mujer dedicaría tanto tiempo a mantener a John Gannon caliente. ¿La madre de Sophie?

– Te buscaré algo de ropa y después podrás decidir si prefieres una ducha caliente o un baño helado – dijo irritada por sus propios pensamientos-. La decisión es enteramente tuya.

Se zafó de su mano con tanta facilidad que por un momento pensó si se habría imaginado que la había asido.

«Idiota», pensó mientras se dirigía las escaleras. «No te estaba sujetando la mano como un chico enamorado. Para todos los propósitos, eres su prisionera, Dora Kavanagh. Y no te olvides de ello».

Como Gannon comprendió al instante, la granja había sido ampliada ocupando parte del granero y la habitación principal, era un nuevo añadido con su propio cuarto de baño y vestidor para Poppy. Dora le guió abriendo la puerta para mostrar una gran habitación con muebles de pino antiguo para mantener el ambiente de la granja. La moqueta era suave, de un verde musgo y cortinas de terciopelo a juego recogidas a ambos lados de las ventanas.

– ¡Espera! -la detuvo Gannon cuando estaba a punto de encender la luz-. Cierra antes las cortinas.

Dora se encogió de hombros e hizo lo que le había ordenado sin decir una sola palabra antes de acercarse al armario de Richard.

Encendió la luz interna y empezó a revolver con rapidez las estanterías para sacar unos pantalones de chándal y una camiseta.

– ¿Te servirá esto? -preguntó.

– Estupendo.

Gannon estaba apoyado contra el marco de la puerta mirándola desde el pasillo. Había algo en la forma en que la estaba mirando que le produjo escalofríos y Dora pensó que no había sido sensato que la acompañara al dormitorio. Aunque tampoco habría servido de nada que se lo hubiera negado. Pero él se quedó donde estaba.

– Ahora tienes mucho espacio -comentó él.

No había nada en aquel comentario que debiera preocuparla y sin embargo le preocupada que pudiera haber visto algo que la desenmascarara. Una fotografía de boda de Richard y Poppy, quizá. Pero no había nada.

– Me alegro de que te vaya bien -se acercó hasta él, le puso la ropa en las manos y apagó la luz. No había pensado en lo que él podría hacer si descubría que le había mentido. Pero para su paz mental, sería mejor dejar las cosas como estaban-. El cuarto de baño está ahí. Estoy segura de que querrás ducharte.

La voz le salió temblorosa. Bueno, tenía derecho a estar nerviosa.

– Desde luego, pero entenderás que te pida que te quedes conmigo.

– ¿Qué?

Gannon había descubierto que hacer que Dora se sonrojara le daba una deliciosa sensación de poder. Pero estaba tan adorable, tan vulnerable…

– ¿Quieres que te lo repita?

– ¡No! -las mejillas se le pusieron aún más rosadas-. No puedes hablar en serio.

– Me temo que sí. De verdad que no puedo arriesgarme a que llames a la policía. Si me encierran, ¿qué pasará con Sophie?

– ¿Y por qué iban a encerrarte?

– Por entrar aquí, ¿te parece poco?

– No, si yo no presento cargos.

– Ah, pero está el «si». No tienes que compartir la ducha conmigo, Dora. Simplemente quiero que te quedes cerca para charlar. Así sabré que estás ahí. Eso es todo.

– ¿Todo? -estaba a punto de explotar de rabia. Por Dios bendito, podría ser la mujer de Richard-. ¿Y no te preocupa la reacción de Richard?

– Él haría lo mismo en mi situación. Lo entenderá.

La amenaza con su cuñado no parecía haber servido de nada.

– ¿De verdad? ¿Serías tú tan comprensivo?

– ¿Si tú fueras mi mujer? -estiró la mano y le rozó la mejilla. En la quietud de la noche, Dora no supo si había caído otro rayo o era la electricidad que le producían sus dedos por el cuerpo. Contuvo el aliento, pero el trueno no llegó. Quería apartarse, pero estaba transfigurada por el fuego de sus ojos-. Si tú fueras mi mujer, Dora, le daría una pajiza de muerte. Después intentaría entender.

Ahora que no la tocaba, Dora consiguió por fin recuperar la voz.

– Ya entiendo -lanzó una carcajada temblorosa-. Es muy tranquilizador.

– ¿De verdad?

– ¡Oh, sí! -el pulso le estaba volviendo a la normalidad-. Voy a disfrutar pensando que en el futuro te van a hacer bastante daño.

Él esbozó aquella sonrisa inquietante.

– Cualquier cosa que te haga feliz. Ahora, ¿dónde está el baño?

Enmudecida, Dora no volvió a intentar hablar con él. Le acababa de demostrar su capacidad de ser despiadado. No dudaba ni por un momento que conociera a Richard, pero sólo tenía su palabra de que fueran amigos. Richard podría no compartir sus puntos de vista. Por eso había insistido en desconectar el teléfono.

Después de todo, si ella hubiera estado casada con Richard, lo primero que se le habría ocurrido habría sido llamarlo. Si fueran tan amigos, ¿no lo habría sugerido él mismo?

– Es por aquí -dijo encaminándose hacia el baño-. Espero que la decoración sea también de tu gusto, ya que pareces tan interesado.

Era un cuarto de baño precioso, grande y acogedor con las paredes de color fucsia intenso y los apliques de un blanco inmaculado. Había un sillón enorme, una mesa cargada de plantas exóticas y revistas y en las paredes, una serie de pinturas botánicas. Era un cuarto de baño que invitaba a relajarse. Gannon miró a su alrededor e hizo un gesto hacia el sillón.

– Por lo menos tienes un sitio cómodo para sentarte.

– Gracias -contestó ella con profundo sarcasmo negándose a turbarse. No había nada turbador en un hombre desnudo, por Dios bendito. Y ya que estaba haciendo el papel de Poppy, haría lo que hubiera hecho su sofisticada hermana en una situación tan imposible: sentarse y disfrutar de la exhibición.

Lo miró sin parpadear. Él no se movió.

– No te molestes por mí. Hay mucho agua caliente. Cada vez le estaba costando más mantener la actitud desenfadada. Hizo un gesto hacia las estanterías de cristal-. Ahí están las toallas -no apartó la vista-. Encontrarás el champú…

Se quedó muda cuando él se alzó el jersey junto con la camiseta y se los sacó por la cabeza con un rápido movimiento antes de tirarlos al suelo. Dora se quedó mirando con la boca abierta los oscuros moretones en sus costillas y hombro y la cicatriz que le recorría el brazo.

– ¿El champú?

– En la estantería de la ducha -terminó ella despacio.

La suciedad de la ropa no había ocultado su fuerza. Ahora que lo tenía desnudo de la cintura para arriba, la potencia de su fibroso torso cumplía todas sus expectativas.

No le sobraba ni un gramo de grasa. Sus fuertes hombros cuadrados se estrechaban hacia su tenso vientre, que parecía estrecharse en la cintura como si hubiera gastado más energía de la que había consumido durante demasiado tiempo. Cuando estiró la mano para frotarse la caja torácica, Dora supo que podría contar sus costillas. Una a una.

– Estás herido. ¿Fue en el coche? ¿Está lesionada Sophie?

Empezó a levantarse.

– Siéntate, Dora. Y relájate. Sophie está bien y mis costillas soldarán a su debido tiempo.

– ¿Seguro? ¿No deberías ir al hospital? Te llevaré si…

– Estoy seguro de que lo harías.

– No quería decir… Estaba intentando…

– Por supuesto que sí, Dora -la miró con gesto burlón-. Y no te culpo. Pero créeme, lo único que necesita una costilla rota es tiempo. Lo sé por experiencia.

– ¡Ah! -decidió sentarte en la silla cuando él empezó a desabrocharse el cinturón.

Dora había estado convencida de que le daría vergüenza desnudarse frente a la mujer de su amigo. Había estado segura de que le diría que saliera y así podría aprovechar para llamar por el móvil a Sarah, la hermana de Richard. Ella sabría si estaba diciendo la verdad.

Pero Gannon deslizó el cinturón por las trabillas con toda tranquilidad.

¿Turbado? ¡Vaya broma!

Se desabrochó el botón superior de los pantalones y ella sintió que el sudor le empañaba la frente. ¿Hasta dónde llegaría antes de darse la vuelta? Se empezó a desabrochar los botones de la bragueta, que se abrieron con facilidad y ella se deslizó la lengua por los labios con nerviosismo. Los mantuvo un momento puestos y entonces, cuando los dejó caer hasta los tobillos, Dora dio un respingo. Gannon se los quitó y se agachó para quitarse los calcetines.

Entonces, cuando empezó a estirarse, contuvo el aliento ante una punzada de dolor. Dora también lo sintió y estiró la mano con un gesto inseguro y suplicante. Deseaba ayudarlo, pero no sabía cómo y cuando su mirada se clavó en ella, notó las líneas de sus mejillas y su boca más agudizadas como si el dolor fuera insoportable. Y sus ojos era duros como el ágata mientras se esforzaba por no lanzar un grito.

– Puedes cerrar los ojos, Dora -murmuró con la cara a pocos centímetros de ella-. No he dicho que tuvieras que mirar. Y soy bastante mayor para desvestirme solo -ella retiró la mano. Él no quería su ayuda.

Gannon se estiró despacio hasta quedar erguido por completo antes de meter los dedos por el elástico de sus calzoncillos mostrando la línea blanca que contrastaba con su piel morena.

Dora bajó los párpados y los mantuvo cerrados hasta escuchar el susurro del agua.

– Háblame, Dora. Quiero saber que estás ahí.

– No tengo nada que contarte.

– Entonces canta.

¿Cantar? ¿Aquel hombre estaba loco?

– Eres tú el que está en la ducha. Canta tú.

El sonido del agua se detuvo bruscamente y la puerta de cristal se abrió una ranura. Su pelo moreno, largo y con necesidad de un buen corte, se rizaba mojado en la base del cuello.

– Pensé que habías aceptado que diera yo las órdenes, Dora. O cantas, o entras aquí conmigo.

– ¿Puedo quedarme la ropa puesta?

Él la miró con furia.

– Sabes cantar, ¿no?

Ella casi sonrió. Su incapacidad con el canto era casi legendaria en su familia, pero si él lo podía soportar, ella también. Empezó a entonar con todo sentimiento la única canción apropiada para un secuestrador: Por favor, libérame.

Él la miró enfadado un momento antes de cerrar la puerta. Cuando el ruido apagó un poco su voz, gritó:

– ¡Más alto!

Ella obedeció y empezó a disfrutar tanto de la canción que no se enteró de que el agua había dejado de correr.

– Cuando acabes, ¿puedes pasarme una toalla?

A punto de decirle que la alcanzara él mismo, comprendió que eso significaría salir desnudo de la bañera. Y no creía que le importara lo más mínimo. Se levantó y agarró una toalla estirando por completo el brazo para pasársela.

– Gracias -dijo él esbozando una sonrisa como si supiera por qué le había obedecido al instante.

Un momento después salió de la ducha con la toalla roja enrollada alrededor de la cintura. Sacó otra de la estantería y empezó a secarse el pelo.

– Dime, Dora, ¿dónde aprendiste a cantar tan mal?

– ¿Aprender?

– Nadie podría desentonar tanto sin dar lecciones.

– Supongo que debe ser un talento natural.

– Entonces, déjame decirte que tienes mucho -le dirigió una mirada de soslayo-. ¿Qué haces? ¿O mejor dicho, ¿qué hacías antes de empezar a jugar a las casitas con Richard? ¿Cómo lo conociste?

– Nos presentó mi hermana. Y jugar a las casitas me mantiene ocupada. Sobre todo cuando tengo huéspedes inesperados. ¿Quieres una maquinilla?

Él se frotó la mandíbula y se miró en el espejo. Puso un gesto de descontento con lo que vio.

– ¿Tuya? -preguntó dudoso.

– Estoy segura de que preferirás la de Richard, ya que sois tan buenos amigos…

– Supuse que se la habría llevado.

Dora no lo había pensado.

– Puede que tenga una de repuesto.

– ¿No lo sabes?

Podría haberlo sabido si fuera su esposa. Sin embargo, no se imaginaba a Poppy preocupándose por tales cosas. Su hermana no era un ama de casa típica, pero Richard no se había casado con ella por sus talentos caseros. Se dirigió a la puerta, pero Gannon alargó la mano por encima de la cabeza e impidió que la abriera.

– ¿A dónde crees que vas?

– A buscarla en el de Richard… -tragó saliva-. En nuestro cuarto de baño. No tardaré nada. O quizá prefieras llevar barba para disfrazarte.

– No, no necesito ningún disfraz.

– ¿De verdad? Mejor, porque no te pegaría -hizo un gesto hacia la puerta y esperó a que él la abriera-. Seguiré cantando si quieres.

– Hazlo, pero por favor bajo para no despertar a Sophie. Sólo… cambia el disco.

– ¿No te gusta esa canción?

Dora no esperó por su respuesta y desapareció entonando algo suave.

A pesar de sí mismo, Gannon sonrió.

Ella siguió tarareando mientras examinaba los armarios del cuarto de baño de Poppy y Richard encontrando para alivio suyo una cuchilla, espuma de afeitar y una antigua brocha.

Entonces, tarareando un poco más fuerte se fue al descansillo y corrió hacia su habitación, donde Sophie seguía profundamente dormida. Su teléfono móvil estaba en el bolso y tenía la sensación de que antes o después Gannon lo registraría para buscar las tarjetas o las llaves del coche. Lo sacó y estaba a punto de conectarlo cuando vio la sombra de Gannon sobre la cama.

– ¿Qué estás haciendo?

Dora no lo había oído llegar, pero dio un respingo y se dio la vuelta para mirarlo con las manos en la espalda.

– Me has dado un susto.

– Dejaste de cantar.

– Sí -tenía el corazón desbocado como una fugada mientras lo escondía entre las mantas-. Pensé que había oído llorar a Sophie. No quería despertarla.

– ¿Llorar?

Gannon sólo llevaba puestos los pantalones del chándal y bajo la tenue luz, ahora parecía más peligroso que cuando se había desnudado en el brillante cuarto de baño.

– No, debió ser el viento.

Se alegró de que no estuviera mirándola porque hubiera sabido al instante que estaba mintiendo. Entonces la miró y ella estaba segura de que lo sabía pero no dijo nada, sólo pasó por delante de ella y se inclinó sobre Sophie estirando la ropa donde ella la había corrido. Dora contuvo el aliento cuando él empezó a estirar la sábana de abajo. Seguramente descubriría el teléfono. O Sophie se despertaría y lo sentiría.

– Parece que se le ha quitado el sonrojo -dijo para distraerlo mientras rozaba con suavidad la frente de la niña-. ¿Crees que ya no tiene fiebre?

– Sólo necesita descansar y tiempo para recuperarse.

– Y la arrastrarás contigo por el campo en medio de una tormenta por la noche.

– No, por eso la he traído aquí -replicó dándose la vuelta-. Bueno, ¿dónde está?

Dora se quedó helada.

– ¿El qué?

Apenas pudo evitar mirar a la cama, donde estaba segura de que el teléfono debía abultar.

– La cuchilla de afeitar.

– Está aquí -alcanzó la bolsa que había dejado en la mesilla de noche-. Te la dejaré en el baño.

Se dirigió hacia la puerta ansiosa por salir de la habitación antes de que él notara nada. Pero Gannon la detuvo.

– Tranquila, Dora. Ya me las puedo arreglar solo.

Agarró el jabón, la cuchilla y la brocha. Al hacerlo, le rozó el seno con el dorso de la mano y ella dio un respingo.

– No hay motivos por los que no puedas irte a dormir ya.

Ella lo miró con la boca abierta.

– ¿Crees que podría dormir? Debes estar de broma.

Gannon sonrió.

– Si te portas bien, estarás a salvo, te lo prometo. Pero ya que Sophie ha ocupado tu cama, acuéstate con ella si te sientes más segura.

– ¿No quieres quedarte tú con ella?

– Estoy segura de que la cuidarás bien, Dora. Yo me echaré en el sofá de abajo -no tenía prisa por irse y, alargando la mano, alcanzó su bolso-. Pero no te importará que me lleve esto conmigo, ¿verdad? Solo por precaución.

Ella sacudió la cabeza sin decir nada. Con qué facilidad habría perdido su única posibilidad de ponerse en contacto con el mundo exterior si no hubiera aprovechado la oportunidad…

– No. Como quieras.

– Espero no tener que hacerlo, pero si es necesario, te dejaré firmado un pagaré por cada cosa que me lleve.

– Estupendo. Llévate lo que quieras.

Por ella como si se llevaba hasta el fregadero con tal de que se fuera. Dora estaba segura de que su hermana lo entendería y Gannon se lo explicaría él mismo a Richard en cuanto lo viera.

Miró hacia la cama. Al menos si dormía con la niña, Gannon no se la llevaría en mitad de la noche. Y en cuanto bajara, ella podría pedir ayuda por teléfono.

«No mires a la cama»

– ¿Quieres que te meta yo? -preguntó él sin prisa por irse-. Ya que Richard no está aquí…

Dora sintió un fuerte ardor en las mejillas. El sonrojo se estaba empezando a convertir en un serio problema.

– Creo que me las arreglaré yo sola. Gracias, de todas formas. ¿Puedes cerrar la puerta al salir? -él no se movió-. Por favor.

Gannon se encogió de hombros y se dirigió a la puerta, pero se dio la vuelta en el umbral.

– ¿Qué es lo que prefieres por la mañana, té o café? -ella lanzó una carcajada ahogada-. Sólo estaba intentando ser un invitado considerado.

– Lo más considerado que puedes hacer es irte. Ahora.

– Lo siento, Dora. No puedo ser tan considerado. Sophie necesita un largo descanso.

– Entonces, ¿por qué no te vas y nos dejas en paz? Yo cuidaré a Sophie.

– ¿Lo harás? -se quedó mirándola fijamente un momento-. Venimos los dos en el mismo paquete, Dora. No puedes tener al uno sin el otro. Si intentas separarnos, te buscarás más problemas de los que puedas imaginar.

Entonces cerró la puerta y la dejó en la oscuridad.

Podría haber despedido a la policía, pero necesitaba algún tipo de ayuda para salir de aquel lío.

Sarah provenía de una larga línea de mujeres que habían dedicado su vida a organizar el Imperio. Ella sabría qué hacer.

Se sentó en el borde de la cama y metió la mano entre las sábanas. Sophie se movió y ella contuvo el aliento. Un sólo murmullo de la niña haría que Gannon volviera al instante.

Abrió la tapa y deslizó los dedos temblorosos por el botón de conexión.

Nada.

Lo intentó de nuevo.

Nada de nuevo. Se había quedado sin batería.

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