Capítulo 4

Cuando Gannon cerró la puerta, los dedos todavía le cosquilleaban del roce de su seno cubierto de satén. ¿Qué diablos le estaba pasando?

Había pasado su décimo tercer cumpleaños en un agujero de zorros lleno de nieve mientras le disparaban sin cesar, por Dios bendito. Era demasiado mayor como para reaccionar como un adolescente sólo por rozar a una cálida mujer y haberle provocado una inesperada y evidente respuesta.

Pero de una cosa estaba seguro: Dora no parecía una recién casada. Al menos no una recién casada feliz. Y era muy raro que un marido se fuera dejando a su reciente esposa sola. ¿Se habría trasladado ella fuera de la habitación matrimonial antes o después de la partida de Richard? Antes, decidió. Ninguna mujer hubiera dejado una habitación decorada por ella misma a menos que se viera obligada. Apretó la mandíbula.

Y después estaba la forma en que lo había mirado cuando se había desvestido delante de ella en el baño. Él había supuesto que se quedaría al otro lado de la puerta y sin embargo, había entrado en el baño como si no pudiera esperar y se había quedado mirándolo fijamente con aquellos increíbles ojos. Por un momento se había sentido tentado de tomarla por lo que había visto allí. Incluso con un par de costillas rotas había tenido que hacer un gran esfuerzo por no mandar el honor al infierno.

Y por encima de todo, estaba la desconcertante sensación de que la había visto antes en otra parte. Pero, ¿cómo diablos podría haber olvidado a una chica con unos ojos como diamantes negros y que le contraía el cuerpo como si no le cupiera la piel?

La idea de tener en sus brazos a una tierna mujer de dulce olor era casi irresistible y ella lo aceptaría, estaba seguro. Miró a la puerta del dormitorio. Sólo unos centímetros de madera se interponían entre ellos.

Entonces, furioso consigo mismo por lo que estaba pensando, se dio la vuelta y siguió hasta el descansillo. Si le quedaba un poco de sentido común debería irse. Pero el sentido no acudió en su rescate. Y tenía que pensar en Sophie.

Se hubiera dado la vuelta y se habría ido desde el momento en que había descubierto que la granja no estaba vacía. Pero no creía que Sophie pudiera aguantar más y él era todo lo que se interponía entre ella y los horrores de los que la había sacado. Estaría a salvo en la granja uno o dos días. Las autoridades no tardarían mucho más en seguir la pista al aeroplano que había tomado prestado y la torpeza con que había aterrizado era demasiado interesante para la prensa como para ignorarla. Sólo esperaba que le dieran tiempo suficiente.

Abrió la puerta del cuarto de baño y dejó las cosas de afeitar con el bolso de Dora en el lavabo. Entonces se agarró al borde al sentir una oleada de náusea. Estaba completamente exhausto. Y hambriento también pero el cansancio era peor. Por eso había hecho un aterrizaje tan torpe.

Cuando se miró al espejo, apenas se reconoció. El necesitaba tanto como Sophie tiempo para recuperar se. Si pudiera dormir unas cuantas horas, se le despejaría la mente y pensaría en algo.

Bajó la vista hacia el bolso de Dora. Era de tamaño grande, del tipo de los que las mujeres meten todas sus pertenencias íntimas en ellos. Vació el contenido en la mesa.

El alivio suyo casi lo desbordó. Cuando ella había dejado de entonar aquella horrible canción, había estado seguro de que podría tener un teléfono móvil escondido en alguna parte. Y aunque no había tendía tiempo de usarlo, él se estaba volviendo descuidado. Debería habérsele ocurrido esa posibilidad cuando ella había puesto tan pocos impedimentos para que desconectara el de abajo.

Contempló los contenidos con cierta curiosidad. Había una enorme colección de recibos, desde el de un rollo de cocina de un supermercado hasta uno a mano detallado de una casa de diseño de Londres. Enarcó las cejas al leer la cantidad. Parecía inconcebible que una mujer pudiera gastar tanto dinero en ropa,

Había un programa de la obra La decimosegunda Noche y una cartera con sesenta libras y algo de cambio, unas cuantas tarjetas de crédito y un carné de conducir a nombre de Dora Kavanagh. ¿No debería haber cambiado ya su apellido de soltera? ¿O sería de aquellas mujeres modernas que seguían conservando el suyo?

¿Kavanagh? El apellido le sonaba, pero no consiguió recordar. Sacudió la cabeza. Lo recordaría antes si no se esforzaba.

Agarró una pequeña agenda. Parecía una chica muy ocupada. Pasó unas cuantas páginas. La mayoría eran citas en algunos de los restaurantes más caros y algunas semanas enteras cruzadas con una raya como si no fuera a estar disponible. Lo dejó con las otras cosas disgustado consigo mismo por haberla abierto. Lo único que debía haberle interesado era la existencia de un teléfono.

Aparte, tenía el típico surtido de cosméticos, horquillas y las llaves de un coche. Se guardó las llaves y después de un momento de vacilación, el dinero también antes de devolver el contenido al bolso.

No había teléfono. Había tenido suerte, lo sabía, pero era un error que normalmente no hubiera cometido. Y si no se levantaba de esa silla ya, acabaría quedándose dormido allí mismo.

Se levantó y abrió el grifo del agua caliente obligándose a terminar el afeitado incluso aunque las manos le temblaban ya del cansancio. Podría tener que escapar corriendo y un hombre sucio llamaba la atención mucho más que uno limpio. Y antes de irse tomaría prestada algo de ropa limpia de Richard. No era probable que su mujer objetara nada y hasta tenía la sospecha de que Dora ni lo notaría.

Se secó la cara y contuvo el aliento en el doloroso proceso de ponerse la camiseta. Después se pasó los dedos por el pelo. Necesitaba con desesperación un buen corte, pero no podía hacer nada al respecto.

Había pensado echar un vistazo en la habitación al pasar para devolver el bolso. Pero al acercarse, la puerta estaba abierta de par en par y aunque Sophie seguía dormida, Dora había desaparecido.

Gannon bajó las escaleras de tres en tres esperando encontrarse abierta la puerta trasera, pero en el salón todo estaba en orden.

El fuego crepitaba e iluminaba un semicírculo con dos sillones frente a él. Dora estaba sentada en uno de ellos con la cabeza inclinada sobre un bloc de notas. Ni siquiera alzó la vista cuando él entró como una tromba.

– ¿Qué estás haciendo? Pensé que ibas a quedarte con Sophie -se dio cuenta de que se estaba poniendo en ridículo-. Vete a dormir.

Ella se movió ligeramente y mordió la punta del lápiz.

– No podía dormir. Son los truenos. Eso fue lo que me despertó en primer lugar.

– ¿Te dan miedo los truenos?

Le sorprendía. A pesar de su fragilidad externa, emanaba fuerza. No parecía el tipo de chica que se asustara con nada.

– No, no me asustan -por fin alzó la cabeza-. Sólo me traen malos recuerdos. Cosas en las que preferiría no pensar. Y si trabajo, me distraigo.

– Ya entiendo.

– No lo entiendes, pero no importa -lo miró fijamente antes de darse la vuelta y agarrar una taza -. Es cacao. Te hubiera preparado uno, pero en tu situación, creerías que te había metido pastillas para dormir o algo así.

– Tú no harías eso. Estás demasiado ansiosa por que me vaya.

– Cierto. Pero dado que no pareces muy dispuesto a irte, drogarte y conseguir que alguien te sacara es una buena alternativa. Y mucho más sensata que darte con un atizador. Pero como no te he puesto pastillas para dormir, estás a salvo. ¿Te apetece comer algo? Hay queso en el frigorífico o huevos. Y te has traído tu propia leche -posó la taza y volvió a agarrar el bloc-. ¿Dónde la has comprado a esta hora de la noche? El único sitio que conozco es la gasolinera que está abierta toda la noche en la carretera principal – dejó de escribir y lo miró con asombro-. ¿Has venido andando desde tan lejos? ¿Con Sophie?

– Es sólo un paseo.

Gannon miró el sillón frente al de ella y después de un momento de vacilación se sentó.

– ¿Qué estás haciendo?

– Escribiendo.

Eso ya lo podía ver.

– ¿Una carta, un poema o un mensaje de socorro para meterlo en una botella con la esperanza de que algún pescador la encuentre?

– No. Es un artículo para una revista de mujeres.

– ¡Oh! ¿Eres escritora? ¿Tienes éxito?

– ¿Estás preguntando si gano mucho dinero?

– ¿Lo ganas?

Dora podría haberle dicho que no lo hacía por dinero. Podría haberle contado que los periódicos y revistas la habían perseguido para que contara su historia y había decidido hacerlo para dar publicidad a su causa. Pero no quería que supiera tantas cosas.

– Todavía no.

Pudo notar por su expresión que pensaba que se estaba engañando a sí misma. Y se estaba deslizando en la silla al adormilarse con el calor.

Gannon se abrió los ojos alzándose el puente de la nariz entre el índice y el pulgar haciendo un esfuerzo por no caer dormido. La comida lo ayudaría.

– Creo que aceptaré esa invitación y comeré algo.

– Sírvete tú mismo -anotó algo en la hoja como si no le interesara el que comiera o no-. Das la impresión de no haber hecho una comida decente en toda una semana.

– Es que no la he hecho.

– ¿De verdad? -por fin le dedicó toda su atención-. Tienes un aspecto horrible.

– Gracias, pero ya lo había notado. Y tampoco me siento muy bien, por si te interesa.

Dora se inclinó hacia adelante pero mantuvo las manos sobre el bloc en el regazo.

– Mira, si confías en que no te envenene, te prepararé algo -él la miró un momento. Aunque estaba seguro de que no lo envenenaría, era lo máximo que podía confiar en ella-. ¿Unos huevos con bacon, quizá?

– ¿Un desayuno tempranero?

– Si te apetece… -se levantó de la silla y dejó el lápiz y el bloc en la mesa a su lado-. No tardaré mucho. ¿Por qué no pruebas esa copa? Podría sentarte bien.

Su copa sin tocar estaba en la mesa. Gannon la recogió y dio un sorbo al licor sintiendo el calor deslizarse por la garganta. Le sentó bien. Demasiado bien. Lo posó y la siguió a la cocina.

– Te echaré una mano.

Ella se encogió de hombros como si no la molestara. Pero le venía bien. Cualquier cosa que le mantuviera abajo.

– El frigorífico está ahí.

Gannon se acercó y sacó zumo de naranja, una caja de huevos y un paquete sin abrir de bacon.

Dora agarró una sartén y encendió el fuego mientras él abría el paquete de bacon que había comprado esa mañana. Lanzó un bostezo y miró al reloj. Eran casi las tres.

Y cuando había comprado el bacon había sido la última vez que había usado el móvil.

Había estado esperando una llamada, lo había dejado encendido en el bolso cuando había salido corriendo para el supermercado. Y ahora la batería estaba agotada por completo. Sacó un par de vasos y sirvió el zumo ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?

Sencillo. Le pasaba todo el tiempo. Pero en cualquier otro momento no hubiera importado.

Lo había conectado al cargador al lado de la cama y lo había apartado de la vista lo mejor que había podido. Pero sabía que Gannon la vigilaría de cerca y sería más probable que no lo descubriera si se mantenía lejos de la habitación. La batería no tardaría en cargarse y en cuanto Gannon hubiera comido algo, con el calor del fuego que le había encendido, no tardaría en dormirse. Pero sabía que sería más probable que cooperara si creía que era su propia idea.

– Hay setas, si te gustan.

Se acercó al frigorífico y las sacó.

– Setas silvestres. ¿Dónde las has conseguido?

– Las he recogido yo esta mañana -él la miró pensativo y Dora supo exactamente lo que estaba pensando-. Me comeré yo una si no te fías.

– No hace falta. Las distingo muy bien -Dora las puso en la encimera y empezó a cascar los huevos. Gannon se sentó en un taburete frente a ella.

– ¿Cómo conociste a Richard?

Ella mantuvo la vista fija en el cuenco deseando no haber empezado nunca aquella estúpida farsa. Lanzó un hondo suspiro.

– Ya te lo he dicho. Nos presentó mi hermana.

– Él no suele ir a fiestas. Conoció a su primera esposa en una cacería.

– Yo no cazo.

– Ya se nota.

Su piel, de delicado color melocotón, no era la de una entusiasta del aire libre.

– ¿Cómo está el bacon? -preguntó Dora.

Gannon se acercó a la sartén.

– Bien -echó un puñado de setas y siguió mirándola fijamente mientras ella volcaba los huevos en otra sartén más pequeña y se reunía con él-. De acuerdo. Me doy por vencido. Cuéntamelo.

– Fue a través del trabajo -Dora no levantó la vista de la sartén. Sería mejor aferrarse a la historia de Poppy antes que inventarse una. Pero no le gustaba nada.

– ¿Tu hermana trabajaba para él?

Lo cierto era que su hermana había estado haciendo un reportaje fotográfico para un anuncio de maquillaje al lado del río.

– No exactamente…

– ¡Sophie! ¿Qué es lo que pasa?

Dora se dio la vuelta y vio a la niña de pie en el umbral de la puerta. Algo en la forma en que se movía le trajo recuerdos graciosos.

– Creo que necesita ir al baño, Gannon. ¿Quieres que me ocupe yo?

– No. Ella no te conoce. Y no habla mucho inglés.

Se inclinó y levantó a la niña en brazos. Dora, que no dejó de mirarlo, hubiera jurado que la transpiración le empañaba la frente por el dolor. La niña murmuró a algo a su oído, pero él sacudió la cabeza y sin decir una sola palabra salió al recibidor.

Estuvieron fuera un rato. Dora se estaba preguntando si no se habría quedado dormido al lado de su hija cuando aparecieron los dos.

Sophie llevaba una camiseta limpia que le llegaba hasta los pies y un grueso jersey que arrastraba por el suelo.

– He buscado en tus cajones. Espero que no te importe -puso una mueca de disculpa-. Ha tenido un pequeño accidente.

– No te preocupes -Dora sonrió a la pequeña-. Ahora que estás despierta, ¿te apetecen unos huevos?

Había tostado pan y lo cortó en triángulos y extendió los huevos revueltos encima.

Gannon se lo tradujo a la niña en una lengua que le sonaba familiar y Sophie abrió mucho los ojos cuando él se sentó, la sentó encima de su regazo y le acercó el plato. Sophie comió con rapidez apenas masticando y no dejó ni las migas.

– Hay más -ofreció Dora.

Pero Gannon sacudió la cabeza.

– Eso es suficiente por ahora.

Acercó su propio plato y empezó a comer con torpeza usando una sola mano.

– Espera. No puedes comer así. Dámela.

Él no discutió, pero cuando Dora se agachó para recogerla, Sophie se aferró a su padre. Gannon la habló con suavidad y Dora se encontró examinada con intensidad por la pequeña. Entonces, como si hubiera quedado satisfecha con lo que había visto, Sophie alzó los brazos en un gesto de absoluta confianza.

– ¡Oh, dulzura! Te has quedado fría. La llevaré al lado del fuego, Gannon.

– De acuerdo.

Pero Dora ya se había ido sin esperar por su permiso. Sophie tenía los pies helados y la llevó hasta el sillón al lado del fuego sentándose con ella en el regazo. Por un momento, Dora contempló el largo pelo fino de Sophie antes de tocarlo.

– Pelo -dijo.

Sophie repitió la palabra, sonrió, cerró los ojos y se quedó dormida en el acto. Dora, incapaz de moverse sin despertarla, se relajó contra el respaldo y cuando el calor empezó a adormilarla, cerró los ojos.

Cuando Gannon llegó al salón cinco minutos más tarde, las dos estaban profundamente dormidas y abrazadas. Se quedó de pie un momento considerando como devolver a Sophie a la cama. Le daba pena molestarla de nuevo y quizá se sintiera más a salvo así. Y podría aprovechar para descansar algo sabiendo que Sophie lo despertaría si Dora se movía.

Avivó más el fuego antes de estirarse en el otro sillón al lado del de Dora. Sin embargo, a pesar del cansancio, no tenía ganas de cerrar los ojos y borrar aquella escena de infinita paz.

La mujer y la niña se habían quedado dormidas seguras de que estaban a salvo y que nada les haría daño. Por un momento, su mente voló a las cuarenta y ocho horas anteriores y supo que la paz sólo sería temporal. Al menos para él y para Sophie.

Dora se despertó con rigidez. Tenía la cabeza en un extraño ángulo y el brazo izquierdo abotargado. Por un momento no supo dónde estaba. Cuando parpadeó, vio al hombre estirado en el sillón opuesto con la cabeza contra los cojines y su largo y delgado cuerpo relajado por el sueño. Entonces lo recordó todo. Sophie. Gannon.

Sobre todo recordaba a Gannon, imposible, autoritario y arrogante y las mejillas le ardieron al pensar en cómo lo había mirado en el cuarto de baño. John Gannon no era un hombre con el que se pudiera jugar.

Fue entonces cuando se acordó del teléfono arriba en su habitación. Ahora era demasiado tarde. ¿O no? Gannon estaba profundamente dormido y parecía menos amenazador. Incluso vulnerable. Los duros ángulos de su cara habían perdido la tensión y acoso de por la noche. Ya no parecía un vagabundo, más bien un artista o académico.

Un mechón de pelo oscuro caía suavizando su alta y ascética frente y sus ojos vigilantes estaban ocultos por largas y espesas pestañas.

Su larga nariz recta, su boca firme, la fuerte barbilla, todo sugería un hombre de infinita fuerza y aguante. Era, pensó con un ligero cosquilleo en el vientre, asombrosamente atractivo.

No parecía en absoluto peligroso, más bien podría ser el hermano o el tío de cualquiera. Bajó la vista hacia la niña enroscada contra su hombro. O un padre amoroso. Pero el aspecto podía defraudar mucho. Y allí había más de un tipo de peligro.

Sophie parecía absolutamente dormida también. Sólo Dios sabría por lo que había pasado aquella niña, pero era evidente que estaba mal nutrida y agotada. Quizá pudiera llevarla hasta la cama sin despertarla.

Pero cuando intentó deslizarse, aquellos grandes ojos oscuros se abrieron de golpe y el pequeño cuerpo se tensó en sus brazos. Antes de que pudiera gritar, Dora le posó un dedo en los labios y miró a Gannon. Entonces, al comprender que Dora quería que guardara silencio, ella misma se llevó el dedo a los labios. Dora sonrió y Sophie le devolvió la sonrisa.

Hasta el momento bien.

Consiguió levantarse con al niña en brazos y aunque sus músculos se quejaron, consiguió pasar por encima de las piernas extendidas de Gannon. Se esforzó por no mirarlo, segura de que sentiría su mirada y se despertaría.

Se escabulló en silencio hacia la puerta convencida a cada paso de que se despertaría y su voz rompería el silencio para preguntarle adonde iba. Pero consiguió llegar hasta la puerta sin despertarlo, subir las escaleras y con el corazón desbocado, meter a Sophie en la cama.

Hizo otro gesto de silencio antes de meter la mano bajo la cama para buscar el teléfono y sin perder tiempo, marcó el único número que se sabía de memoria.

Le pareció que pasaba una eternidad antes de que diera señal de llamada y cuando por fin contestaron, no era su hermano, sino su ama de llaves. Bueno, era demasiado temprano.

– ¿Puedo hablar con Fergus, por favor? -susurró.

– Lo siento, no puedo oírla bien. La línea no debe estar muy bien -dijo la señora Harris.

– Fergus -susurró Dora desesperada-. ¿Está ahí?

– No creo que haya bajado todavía. Un momento.

Escuchó que posaban el receptor y los pasos de la señora Harris alejarse por el recibidor. Hubo una larga pausa, en la que Dora contuvo el aliento.

Entonces oyó la fría voz de Fergus decir con frialdad:

– Kavanagh.

Y supo exactamente cuál sería su reacción. Se pondría paternalista. Igual que había hecho cuando le había contado sus planes de embarcarse en un viaje de ayuda humanitaria por Europa, convencido de que lo llamaría a la semana para pedirle que la sacara de allí.

Y recordó su silencioso juramento de morder cristales antes que pedirle ayuda.

Y había pasado tres noches de pesadilla en Grasnia con los suministros humanitarios a salvo tras ella, tres días en los que podría haber gritado con toda la fuerza de sus pulmones y su bien conectado hermano no podría haber hecho nada por ella. Había sobrevivido al agotamiento, a los soldados hostiles, a las condiciones primitivas, a la falta de agua potable y comida decente y a los horrores de los campos de refugiados. Y a los disparos.

Y ahora que estaba a salvo en casa, ¿iba a recurrir a Fergus ante el primer problema? Él estaba a miles de millas de distancia, por Dios bendito. ¿Qué podría hacer? Y lo más importante, ¿qué se le ocurriría hacer? Llamaría al inspector, al que seguro conocería y pediría que una unidad armada fuera a la granja a liberar a su hermana de una terrible situación en la que se había metido ella sola.

De acuerdo, nadie podría describir la irrupción de Gannon con Sophie en su vida como agradable, ¿pero necesitaba de verdad que Fergus acudiera en su ayuda?

Ella había ido a Grasnia a ofrecer ayuda, no a pedirla. Había buscado el desafío. Y sin embargo, cuando un hombre se colaba por su puerta, lo único que se le ocurría era gritar en busca de ayuda.

Y si Gannon era quien decía, no corría ningún peligro. Y si hubiera estado asustada, no hubiera ido hasta el teléfono, habría salido corriendo. Y si hubiera querido a la policía, la podría haber llamado ella misma.

Sophie estaba arrodillada en la cama con los enormes ojos solemnes y la cabeza ladeada como si estuviera esperando la decisión de Dora.

– ¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? -sonó insistente la voz de su hermano.

Gannon y Sophie estaban metidos en problemas. Quizá estuviera siendo estúpida, pero de repente comprendió que quería ayudarlos tanto como a los refugiados de Grasnia.

– Lo siento mucho. Debo haberme equivocado de número -murmuró en voz baja para que no se la pudiera reconocer.

Y antes de poder cambiar de idea, metió el teléfono en el cargador escondiéndolo bajo la cama. Entonces, apartándose el pelo de la cara, sonrió a Sophie.

– Vamos, dulzura, creo que te vendría bien un baño.

Gannon se despertó lentamente, se estiró y aunque sintió una punzada de dolor en el costado, fue menos fuerte que la noche anterior. Quizá no se hubiera hecho tanto daño como había creído. O quizá fuera que se sentía mucho mejor después de dormir y comer como no había hecho en días.

Pero hacía más frío; del fuego apenas quedaban unas brasas y se estremeció. Lo que necesitaba era un café caliente y después se enfrentaría a la pila de problemas que le esperaban.

Pero al estirarse más y frotarse los ojos, comprendió que el desayuno tendría que esperar. El sillón del otro lado del fuego estaba vacío. Sophie y Dora habían desaparecido.

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