Capítulo 10

Dora miró fijamente al hombre, uno de los ujieres de la corte con la cabeza todavía dándole vueltas.

– ¿Ido? -repitió con estupidez.

Sintió las extremidades como agua mientras se esforzaba por seguir sentada y por fin cedió y se recostó en el sofá.

Le pareció un mueble muy anacrónico para el despacho de un juzgado, pero quizá tuvieran que solventar a menudo aquel tipo de situación.

– Quédese echada quieta, señorita -dijo el hombre cuando se desplomó-. Se sentirá mejor en un momento.

Hablaba como si fuera la voz de la experiencia, pero Dora aún lo dudaba.

¿Cómo diablos iba a sentirse mejor hasta que viera a John y le hiciera escucharla? ¡Había estado tan segura de que ese día lo vería y se arreglaría todo! Pero todo había salido terriblemente mal. Se había desmayado. ¡Desmayado, por Dios bendito! ¿Quién había visto nunca algo tan patético?

Cerró los ojos contra la fiera luz del sol que entraba a raudales e intentó concentrarse a pesar del dolor de cabeza. John se había ido, había dicho aquel hombre. ¿A dónde? ¿Le habrían llevado esposado en un coche celular? No podían haberle hecho eso. Él no había hecho daño a nadie.

– ¿Ido? -repitió-. Usted ha dicho que…

– Exacto, señorita -repitió el hombre con paciencia-. Ahora, quédese aquí hasta que vuelva su amigo con el coche -le advirtió al intentar ella incorporarse de nuevo.

– Tan pronto…

– No esperan una vez que hay sentencia -le aseguró el hombre-. Ahora, ¿quiere intentarlo de nuevo? Pero despacio -de repente ya no parecía haber prisa para nada y Dora dejó que la ayudara a sentarse-. Dé un sorbo de esto y quédese sentada un minuto. Se pondrá bien enseguida.

Dora bebió un poco de agua y recordó sus modales.

– Gracias. Siento mucho haber sido tanta molestia -se dio la vuelta cuando se abrió la puerta-. ¡Richard! Se ha ido…

– Ya lo sé. Intenté hablar con él pero no llegué a tiempo. Mira, ¿puedes moverte? Tengo el coche fuera y el agente de tráfico me ha dado sólo dos minutos.

– Por supuesto que puedo moverme. Se puso en pie al instante y Richard la tomó del brazo cuando se balanceó y se llevó la mano a la cabeza.

– Necesita tomarse su tiempo -advirtió el ujier-. Hasta que se haya recuperado.

– Tengo que hablar con él. Es absolutamente esencial. John cree que yo he llamado a la policía, pero no lo he hecho. Tendrás que verlo… y decírselo.

– Se lo podrás decir tú misma, Dora.

– Pero no puedo… ¿No lo entiendes? No querrá hablar conmigo.

Richard la miró fijamente.

– Pero yo creía… ¡Oh, Dios! Te has levantado demasiado pronto -cuando se puso pálida, Richard la sujetó por el brazo y la llevó fuera, aposentándola en el asiento trasero.

– ¿Se las arreglará bien, señor? -preguntó dudoso el ujier que los había acompañado con el bolso de Dora.

– Voy a ahora mismo a recoger a mi esposa. Su hermana. Ella la cuidará. Gracias por haberme ayudado a traerla.

El camino a casa transcurrió en una neblina de miseria. Poppy iba con ella en la parte trasera y la rodeaba con su brazo. Pero Dora estaba desolada. Había creído que cuando viera a John todo se arreglaría.

¡Qué tonta había sido! Él la había mirado como si no existiera. Como si estuviera muerta. Y pasarían seis meses antes de que pudiera verlo, porque no dejaría que lo visitara en prisión. No necesitaba preguntarlo, lo había visto en su cara.

Pero seguramente querría saber cómo estaba Sophie, ¿no? Sintió una leve oleada de esperanza que murió en el acto. Fergus se encargaría de eso. Por eso le había dejado la responsabilidad a su hermano. No por su influencia o autoridad, sino para no tener nada que ver con la mujer que lo había traicionado. Y Fergus había aceptado con la esperanza de mantenerlos separados. No tenía sentido acudir a su hermano en busca de ayuda porque no aceptaba a John. No lo había dicho, pero estaba claro que no creía que John Gannon fuera el hombre apropiado para su preciosa hermanita.

Desde luego que había arreglado todos los papeles de Sophie, pero no había dejado de recordarla que John Gannon había estado a punto de llevarla a los tribunales. ¡Como si a ella le hubiera importado!

El problema con Fergus era que nunca había estado enamorado y no podía esperar que la entendiera.

– Vamos, cariño. Ya hemos llegado a casa -dijo Poppy-. ¿Por qué no subes a acostarte un rato? Pareces bastante débil.

– No, tengo que ver a Sophie. ¿Dónde está Sophie?

La niña era su único lazo con Gannon y de repente sintió miedo de que Fergus intentara llevársela sin que ella lo supiera.

– Eh, cálmate. Estará en la cocina con la señora Harris, supongo. Vamos a buscarla.

Pero Dora ya estaba a unos pasos por delante de ella.

Sophie, envuelta en un enorme mandil, estaba sentada en el mostrador pegando ojos y bocas en unas galletas con forma de hombre, pero bajó de la silla y corrió hacia Dora en cuanto la vio. Dora se agachó para abrazarla. Con demasiada fuerza. No debía aferrarse a la niña. Ella tendría otra vida en alguna parte con John. La soltó y la miró. Había mejorado mucho después de unos días de disfrutar de la buena cocina de la señora Harris…

– Me guardarás uno de esos hombrecitos, ¿verdad, cariño? -dijo un poco temblorosa y con la garganta atenazada.

Poppy la tomó del brazo.

– Vamos ahora, Dora. Acuéstate un rato. La señora Harris y yo cuidaremos a Sophie. Quizá nos demos un baño más tarde.

– Quizá tengas razón -debía estar pensando, no descansando, pero la cabeza le dolía tanto-. Pero avísame dentro de una hora.

– Duerme todo lo que necesites.

Fergus llegó a casa poco después de las cuatro.

– ¿Dónde está Dora? -preguntó al entrar en la piscina.

Poppy, de pie al lado del borde con un bañador blanco, estaba esperando a que Richard saliera de los vestuarios y se volvió al oír la voz de su hermano.

– ¿Está acostada? -contestó.

– ¿Por qué? -preguntó con dureza Fergus-. ¿Qué es lo que le pasa?

Acordándose de que Fergus no debía saber lo de su viaje a Londres, dijo:

– Nada. Es sólo el calor.

– Mejor. Gannon está ahí fuera y ha venido a recoger a su hija. ¿Dónde está Sophie?

– En la cocina con la señora Harris. Acaba de preparar un té, así que podrás invitar al señor Gannon a tomarlo mientras espera.

– ¿Estás segura de que Dora está descansando?

– Estaba completamente dormida cuando la dejé hace diez minutos. ¿Por qué, Fergus? ¿Estás intentando mantenerlos separados?

Fergus hizo una mueca.

– Ya he aprendido a no intentar separar a Dora de nada que quiera, Poppy. Es Gannon el que no quiere verla. Sólo quiere recoger a su hija e irse.

– Eso es un poco grosero, considerando todo lo que Dora ha hecho por él.

– Quizá. Y no niego que echaré de menos a Sophie, pero él es inflexible.

– ¡Oh, Fergus!

– No empieces con lo de: ¡oh, Fergus!, Poppy. Esto es enteramente decisión suya.

– Pero tú no has hecho nada por hacerle cambiar de idea, ¿verdad?

– Yo lo he visto, tú no. Ese hombre está completamente decidido, pero ya que Dora está acostada, le diré que entre a esperar a Sophie. Puedes ofrecerle una bebida si quieres. Eso te dará la oportunidad de decirle lo que piensas de él mientras yo voy a ver lo que pasa en la cocina.

Con aquellas palabras se dio la vuelta y se dirigió aprisa hacia la parte delantera de la casa.

– ¿He oído a tu hermano? -preguntó Richard cruzando el borde de la piscina desde los vestuarios.

– Sí.

– ¡Qué lástima! Esperaba que tuviéramos la piscina para nosotros solos un rato.

– Ahora no hay nadie -dijo Poppy sonriéndole seductora y lanzando un grito cuando Richard la agarró y la levantó en brazos.

Entonces la besó.

John Gannon, dio la vuelta a la esquina y se detuvo bruscamente. Fergus Kavanagh le había dicho que Dora estaba dormida, si no, no hubiera salido del coche. Y no era que Fergus hubiera necesitado mucho convencimiento de que sería mejor que no se vieran. Estaba claro que no aceptaba a un hombre que había estado a punto de meter a su hermana en serios problemas con la ley. Y en serios problemas con su matrimonio, aunque él no podía saberlo. Pero Gannon no lo culpaba porque deseara que saliera de su casa lo antes posible. Un corte limpio. Doloroso, pero necesario.

Y había sido doloroso. Cuando la había oído suplicar a la enfermera desde su cama del hospital, había sido como si le arrancaran el corazón. Tener su carta en las manos y no abrirla. Decirle al abogado que bajo ninguna circunstancia debía darle su dirección. Pero sabía que había hecho bien. No había necesitado que Fergus Kavanagh le hubiera mirado como si sólo constituyera un problema. Lo era.

Pero incluso entonces, en lo más profundo de su alma, todavía había albergado esperanzas. Hasta ese mismo día en que se había dado la vuelta en la sala del tribunal y la había visto con Richard. Y entonces ella había gritado y él había sabido que no podría mirar a Richard tampoco. Porque todo se le hubiera notado en la cara. No habrá podido esconder la culpabilidad ni el dolor.

Y ahora, tenía su peor pesadilla delante de él. Allí estaba ella, envuelta en los brazos de su amigo más antiguo. Del hombre que era su marido. Del hombre que la amaba. Eso lo podía entender, porque él también la amaba. La amaba por encima de la razón. Si alguna vez lo había dudado, ahora lo sabía con seguridad. Lo mismo que sabía que debía haber confiado en su instinto y se debía haber quedado en el coche.

Ahora se había quedado sin aliento y tuvo que aflojarse la corbata mientras se esforzaba por sofocar los celos y se daba la vuelta para escapar antes de que lo vieran.

Demasiado tarde.

– ¡John! -se detuvo y se volvió lentamente mientras Richard se acercaba a él con la mano extendida y una amplia sonrisa-. ¡Maldita sea, cómo me alegro de verte! -se dio la vuelta para darle la mano a la mujer que tenía a sus espaldas-. John está aquí por fin, cariño.

– Richard -empezó a protestar Gannon antes de detenerse confundido.

La mujer que estaba detrás de Richard no era Dora. La mujer a la que había besado no era Dora.

– Ya te dije que era el hombre más feliz de la tierra -estaba diciendo su amigo-. Ahora puedes ver por qué -se dio media vuelta-. Poppy, cariño, éste es John Gannon, ¿te acuerdas? Quería que fuera nuestro padrino de boda pero estaba perdido en algún país extranjero. ¿Dónde estabas en Navidad, John?

La mujer se parecía a Dora un poco. Tenía el mismo pelo rubio y cuerpo esbelto. Pero era más alta, mayor y más sofisticada, con el tipo de sofisticación del mundo de la moda y la belleza.

– ¿Poppy? -repitió como si su nombre estuviera cargado de magia.

– La hermana mayor de Dora -confirmó ella. John todavía no podía asimilarlo-. Viene de Popea y Pandora. A mi madre le gustaba mucho la mitología.

John tragó saliva intentando comprender.

– ¿Y… cómo se escapó Fergus?

Poppy lanzó una carcajada.

– La leyenda familiar dice que mi madre quería que se llamara Perseo, pero mi padre se puso firme. Dijo que todo el mundo lo llamaría Percy.

John seguía mirando a la pareja con incredulidad.

– ¿Y estás casada con Richard?

– Si te ha dicho lo contrario, te ha mentido -dijo ella con una sonrisa-. Y tendrá que pagar la multa.

Empezó a arrastrar a su marido hacia el borde de la piscina.

– ¿Dónde está Dora? -su prisa quedó interrumpida por el chapoteo del agua.

– Dora está arriba acostada, John. Se desmayó en el juzgado. Todo esto ha sido demasiado para ella. Pero eso ya lo sabes. Tú estabas allí.

– ¿Dónde puedo encontrarla? -insistió él-. Tengo que verla ahora mismo.

La hermana mayor de Dora sonrió.

– Sube las escaleras y en la tercera puerta a la derecha.

Y con eso, se unió a su marido en el agua.

Gannon subió despacio la amplia escalinata de roble. Dora no estaba casada con Richard. No dejaba de repetírselo y sin embargo, no se atrevía a creerlo del todo. Ahora entendía como había sido la confusión. El policía había supuesto que Dora era Poppy y la había llamado señora Marriott y él lo había aceptado sin cuestionarlo. Pero, ¿por qué había dejado ella que siguiera creyéndolo?

La tercera puerta a la derecha. Dio un suave golpe pero no obtuvo respuesta. En el silencio oyó la carcajada feliz de la niña desde la cocina. Sophie. Había encontrado a Sophie y la había traído a casa sorteando todo tipo de peligros. No iba a dejar que ahora se interpusiera en su camino algo tan banal como una puerta. Agarró el pomo y la abrió. Ya no importaba nada, sólo que la amaba.

Dora estaba dormida. Con el pelo extendido sobre la almohada y las doradas extremidades apenas cubiertas por una sábana. Era como la Bella Durmiente. Se moría de ganas de despertarla con un beso, pero aquello no era un cuento de hadas y él no era ningún príncipe.

En vez de eso, se arrodilló al lado de la cama y apoyó la mejilla contra las manos deseando con todas las fibras de su ser que se despertara para poder tomarla en sus brazos y sin embargo, reticente a perder aquel momento de perfecta esperanza. La promesa había estado todo el tiempo en su nombre. Nunca debería haber perdido la esperanza.

Y entonces notó algo extraordinario. Tenía las mejillas mojadas. Alargó la mano, le rozó la piel con la punta de los dedos y se llevó el sabor salado de sus lágrimas hasta los labios. Había estado llorando en sueños.

– Dora -susurró con suavidad-. Dora, mi querida chica.

Dora se agitó y abrió los ojos. Creía haber escuchado a John llamarla y por un momento no pudo decidir si estaba despierta o dormida. Entonces, cuando sus ojos enfocaron su cara, supo que debía estar soñando. John estaba encerrado… Sin embargo, ¿podrían los sueños hacerse realidad?

No se atrevía a estirar la mano y tocarlo por miedo a que la amada imagen simplemente desapareciera.

– ¿John? -susurró.

– Sí, mi vida.

Le había llamado mi vida. Había sentido su aliento contra la mejilla cuando él había susurrado la palabra y sin embargo, todavía no se atrevía a creerlo. Estiró la mano para tocar la de él, posada en la sábana a su lado, pero la retiró por miedo a que sólo fuera producto de su desesperado deseo.

– ¿Por qué aparentaste ser tu hermana, Dora?

Había hablado de nuevo. ¿Podría responderle? Sólo con la verdad.

– Porque tenía miedo.

– ¿De mí?

– ¡No! -se estiró entonces y le agarró la mano desesperada por convencerlo-. De mí misma. De mis sentimientos -entonces Dora lo supo con seguridad-. No estoy soñando, ¿verdad? -John sacudió la cabeza, Te tomó la mano y se la llevó hasta la mejilla para besarle los dedos y las palmas con una dulzura infinita-. Pero no lo entiendo. Oí al magistrado sentenciarte… -se incorporó de forma brusca completamente despierta ya-. ¡Oh, Dios mío! Te has escapado.

– ¡No! -le puso el dedo en la boca para acallarla-. No, cariño -se sentó en el borde de la cama acariciándole la cara y el pelo antes de atraerla contra su pecho y abrazarla-. Nunca me escaparé, ¿no lo entiendes? Los seis meses de sentencia fueron suspendidos, pero sigo siendo prisionero. Tu prisionero. De por vida -se sacó un trozo de papel del bolsillo de la camisa y se lo enseñó. Era la nota que le había dejado en el hospital-. ¿Lo decías en serio?

Dora alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

– Sabes que sí. ¿Por qué no querías verme, John? ¿Por qué me devolviste la carta?

– Ya sabes por qué -ella sacudió la cabeza-, Creía que estabas casada con Richard.

– Pero seguramente Fergus… o alguien debió explicarte… -lanzó un suave gemido-. ¿Pero cómo iban a hacerlo? Nadie más lo sabía. ¡Oh, John, si hubiera tenido el valor de creer en ti por completo!

Ahora fue él el que se sintió confundido.

– Tuviste más valor que diez personas juntas, Dora. Pero no lo entiendo. Si no pensabas que era Richard el que nos mantenía apartados, ¿por qué creías que me mantenía alejado de ti?

Dora se sonrojó.

– He sido tan idiota…

Sus dudas le parecían ahora una estupidez.

– ¡Eh, vamos! -la abrazó con más fuerza-. No puede ser tan malo.

– Pero lo es. Pensé… Pensé que no querías verme por la policía.

– ¿La policía? ¿Qué diablos tiene que ver la policía con todo esto?

– Te habías dormido. Yo podría haberlos llamado. Por eso no me dejaste ir a la tienda de la esquina.

– Ah, ya entiendo.

– Y tenías razón. Quería llamar a alguien, pero no a la policía. Sólo a Fergus. Pensé que podría ayudarte.

– Pero no lo hiciste. Incluso mientras yo estaba dormido.

– ¿Por qué estás tan seguro?

– La policía me explicó que me encontraron por la ropa.

– Lo siento mucho.

– No sigas diciendo eso -se separó poniendo un poco de distancia entre ellos-. No tienes nada que sentir. Yo soy el que debo disculparme y dar todas las explicaciones.

Dora se arrodilló en la cama y le rodeó el cuello con los brazos.

– No, John. Sin dudas ni preguntas. Ahora estás aquí. Eso es lo único que importa.

– ¿Ni siquiera lo de la madre de Sophie? -bajó la vista hacia ella-. No me has preguntado por ella.

– Me lo contarás si quieres hacerlo, pero no tienes por qué…

– Tienes derecho a saberlo.

Le apartó las manos del cuello y se las retuvo un momento entre las de él. Entonces la soltó, se levantó y se acercó hasta la ventana para mirar el paisaje de final del verano. Dora no protestó. John tenía que descargar algo y ella estaba feliz de escucharlo si eso le hacía sentirse mejor. Ahora sabía que en él el honor era tan natural como el respirar y que nunca haría daño a nadie intencionadamente, incluso aunque tuviera que pagar con su propio dolor. Se deslizó de la cama, se puso una bata y fue a sentarse en el sofá frente a la ventana con las manos apretadas contra las rodillas esperado con paciencia a que él descargara su corazón.

– Estábamos en un sótano -dijo John por fin-. Sólo Elena y yo. Fue por casualidad. No nos conocíamos de antes, pero los dos corrimos al mismo refugio cuando un francotirador empezó a disparar. Yo ni siquiera debería haber estado allí, pero se me había estropeado el coche y estaba buscando a alguien que me lo arreglara… -se detuvo-. Normalmente un francotirador no se queda mucho tiempo en el mismo sitio; es un blanco demasiado fácil y vulnerable. Pensé que estaríamos allí una hora o dos como máximo, pero entonces cayó la noche y empezaron los bombardeos. Hacía frío y no había nada para hacer fuego, pero compartimos la poca comida que teníamos. Yo tenía un poco de chocolate y algo de agua. Ella tenía algo de pan. Había salido a comprar el pan…

– Ven a sentarte, John.

Dora dio una palmada en el asiento y cuando él se dio la vuelta de la ventana le sonrió.

– ¡No! -se sentó a su lado y se inclinó para taparle la preciosa boca con la mano-. No me sonrías así hasta que lo hayas oído todo.

Sólo cuando estuvo seguro de que le obedecería apartó la mano.

– Sigue entonces -le animó ella-. Cuéntame lo de Elena. ¿Qué pasó?

Sólo lo preguntaba porque él necesitaba contárselo, no porque ella necesitara escucharlo. Era tan evidente. Dos personas solas en un frío sótano con miedo a que en cualquier momento una bomba cayera sobre sus cabezas y los enterrara y ofreciéndose el único consuelo que se podían dar.

Cuando terminó la historia, era más o menos lo que ella había esperado.

Dora hubiera querido preguntar si Elena era joven y bonita, pero resistió la pequeña punzada de celos. Sabía que no importaba. Lo que había pasado entre ellos no había sido por deseo o amor. Sólo había sido por necesidad.

– Y entonces, todo había pasado y seguíamos vivos. Yo tenía que escribir mi artículo y ella encontrar a su familia si es que había sobrevivido. Los dos teníamos prisa por estar en otra parte y lo que había pasado… bueno, son cosas que sólo pasan durante la guerra. Pero le apunté mi dirección en un papel y se la di. Quizá incluso entonces intuí que podría necesitarla.

– ¿Te hubieras casado con ella, John?

– La hubiera cuidado. Pero voy a casarme contigo.

– ¿De verdad? -se recreó un momento en la deliciosa afirmación-. Pero queda tanto por hacer… tanta gente a la que ayudar…

– No más convoys humanitarios, Dora -pidió él con impaciencia-. No puedes volver.

– ¿Por Sophie?

– Por Sophie y porque te quiero, Dora -le acarició la mejilla-. Porque no puedo vivir sin ti.

– Pero hay tantos niños como Sophie… -lo miró deseando que entendiera que simplemente no podía darles la espalda-. No puedo defraudarlos. Me necesitan.

– Nos tendrán a los dos. Ya he pensado en escribir un libro y probablemente hacer un documental de televisión.

– ¡Eso es fantástico!

– Me alegro de que lo apruebes. Pero llevará su tiempo y juntos podríamos recaudar mucho dinero ya.

– ¿Juntos?

– Tú, Sophie y yo…

– Podríamos organizar algún tipo de llamada para mujeres como Elena y sus hijos -dijo ella-. Ponerle incluso su nombre.

– O el de Sophie.

– Sí, o el de Sophie.

– Entonces, Dora, ¿tengo que ponerme de rodillas para que me des una respuesta? -ella empezó a desabrocharle los botones de las mangas-. ¿Qué estás haciendo?

– Me has pedido que me case contigo, John -dijo mientras le aflojaba el nudo de la corbata y empezaba a desabrocharle los botones de la camisa-. Y yo creo más en las acciones que en las palabras. En demostrar en vez de hablar.

– ¿Como conducir un camión en medio de una zona de guerra en vez de quedarte en casa retorciéndote las manos?

– Sabía que lo entenderías.

– Desde luego, estoy empezando a hacerlo -dijo John mientras se deslizaba la corbata del cuello y la camisa de seda quedaba abierta-. Entonces, ¿en qué habías pensado? -preguntó con los ojos oscurecidos por algo más peligroso que la simple curiosidad.

– En esto -dijo ella deslizando las manos por su torso-. Hace días que no pienso en otra cosa. Y en esto.

Se inclinó hacia él para besarle el profundo hueco de la base del cuello trazando un sendero de besos por su garganta y sus hombros, mordisqueándole la piel y deleitándose con el gemido agonizante que le arrancó.

Entonces alzó la cabeza y lo miró con los párpados entrecerrados y los labios entreabiertos de forma provocativa.

– Siéntete libre de unirte a mí cuando quieras -le invitó-. Este es un juego de dos.

– Esto no es ningún juego, Dora -dijo él abriéndole la bata para deslizar las manos por su cintura y atraerla al calor de su cuerpo, libre por fin de demostrarle cuanto la deseaba y necesitaba-. Esto es lo más serio del mundo. Te amo. Creo que te amé desde el primer momento que te vi, allí de pie en la granja con Sophie en brazos, tan indignada de que alguien se hubiera atrevido a asaltar tu casa.

Dora abrió mucho los ojos.

– No era por eso. Lo que me indignaba era que llevaras a una niña enferma en tus correrías nocturnas -lo miró fijamente-. Pero incluso entonces ya supe que eras diferente, que eras mi caballero de media noche, mi amante llegando a mí en el silencio de la noche. Y tienes razón, John. Esto es serio. Bésame, mi amor. Abrázame. Ámame y prométeme que nunca pararás.

Y John Gannon prometió y prometió sin cesar.

– ¡Papi! -Sophie vio a su padre desde la piscina y se alejó de Richard chapoteando con energía hacia las escaleras, donde John la alzó en brazos a pesar de estar empapada-. Sé nadar.

– Ya lo he visto -dijo él entre carcajadas tomando la toalla que Poppy le pasó para envolverla en ella y secarle la cara-. ¿Y quién te ha enseñado tantas cosas buenas?

– Gussie.

– ¿Gussie?

– Creo que se refiere a mí -aclaró Fergus que se acercaba en ese momento con una bandeja llena de copas de champán y una botella-. Se lo habrá oído a las chicas, supongo. Ellas creen que no lo sé… ¿Dónde está Dora?

– Bajará en un minuto -John Gannon vio el desafío en los ojos de Fergus Kavanagh y se enfrentó a él haciendo un gesto hacia el champán-. ¿Sólo te alegras de que me quede a cenar o el champán es para celebrar algo en particular?

– Por el tiempo que habéis pasado arriba, debe haber sido algo en particular, ¿no crees?

– ¿Como una boda, por ejemplo?

Fergus se detuvo y le miró a los ojos.

– ¿Una boda? ¿No es un poco repentino? ¿No podría ser simplemente un largo compromiso?

– Francamente, Fergus, esta ha sido la semana más larga de mi vida, pero tendrás que discutirlo con Dora. Ella quiere empezar a mover las cosas cuanto antes.

Quizá fuera una suerte que el corcho saltara en ese momento evitando una respuesta.

– ¡Fergus! -los dos se volvieron cuando Dora salió a la terraza tras ellos.

Se acercó a su hermano, le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso.

– Eres un encanto. Gracias por traerme a John a casa. Creía que no lo aceptarías, pero, ¿cómo he podido dudar de ti?

Fergus apretó los dientes.

– Sophie está aquí. Tú estás aquí. ¿Dónde iba a ir si no?

Pero durante un instante, entre la excitación, le lanzó a John Gannon una mirada de advertencia de que no se atreviera a hacerle daño a su hermana. La respuesta que vio en los ojos del otro hombre debió satisfacerle porque sonrió de repente y empezó a servir el champán.

– Vamos, todo el mundo. Ya habéis oído a John. Esto es una celebración.

– ¿Qué es una… una cele… bación, Gussie? -preguntó Sophie.

Poppy y Dora eran incapaces de mirarse la una a la otra. Nadie, absolutamente nadie en la tierra era capaz de llamar Gussie a la cara a Fergus Kavanagh.

– Celebración, muñeca. Celebración. Se celebra cuando pasa algo especial -le quitó a John a la niña de los brazos-. La gente mayor bebe una cosa que se llama champán. Como cuando tú bebes batido.

– Nacido para malcriar a un niño -comentó Poppy.

– Batido de fresa, o quizá de banana -siguió Fergus-. Con una galleta de chocolate. Vamos, veamos si la señora Harris tiene algo para ti.

– ¿Sabes? Creo que es hora de que Gussie se case -comentó Dora cuando desapareció con la niña por los ventanales franceses-, antes de que se convierta en el eterno tío solterón.

– O peor, que empiece a criar gatos -dijo Poppy llevándose la mano al vientre de forma protectora.

– No creo que haya mucho peligro con los gatos. Los tiene alergia. Así que tendrá que ser el matrimonio. No sé cómo no se nos ha ocurrido antes.

– Seguramente sea capaz de pensar por sí mismo -intervino John.

Dora entrelazó el brazo con el de él.

– El pobre Fergus ha estado tan ocupado cuidándonos toda su vida y haciendo lo posible por mantenernos alejadas de los problemas que apenas ha tenido tiempo de buscar una esposa adecuada. Además, él no es el tipo de hombre al que le pilla una tormenta en mitad de la noche, es demasiado organizado para eso. ¿Y qué tipo de chica sería tan temeraria como para asaltar Marlowe Court?

– Quizá deberíais poneos las dos a la tarea de encontrarle una -sugirió Richard-. Después de todo, en cuanto encontréis a la chica adecuada, no tardará mucho.

– ¿Por qué no? -preguntó John.

Richard sonrió.

– ¿Quieres decir que Dora no te lo ha contado? El amor a primera vista es algo genético en la familia Kavanagh. Una vez que se han fijado en ti ya no hay escape. ¿Y sabéis que se me acaba de ocurrir?

Los tres esperaron mientras Richard les rellenaba las copas.

– ¿Qué? -apremió Poppy.

– Que dicen que las cosas siempre vienen de tres en tres. Y no veo razón por la que no puedan ser también las bodas -alzó la copa-. ¿Por qué brindamos?

– ¿Por las bodas en general? -sugirió Poppy.

– Por la nuestra en particular -dijo John.

– Por bodas por todas partes -concluyó Dora con una sonrisa-. Y cuanto antes mejor.

Загрузка...