Gannon estaba de pie y a mitad de camino de la puerta cuando oyó la carcajada de su hija. Se detuvo completamente sorprendido ante el inesperado sonido. Oyó un grito y subió corriendo las escaleras.
Dora, arrodillada al lado de la bañera le estaba echando agua a Sophie con las manos y se volvió cuando él entró de forma brusca.
– Hola -le saludó con una sonrisa. Llevaba una enorme camiseta azul y unas mallas tan ajustadas como una segunda piel. Se había recogido el pelo y apenas llevaba maquillaje. No había nada calculado en su aspecto, pero estaba preciosa-. Nos lo estábamos pasando bien. ¿Quieres jugar?
Gannon tragó saliva sin poder moverse. ¿Jugar? ¿Tendría la menor idea de lo que estaba diciendo?
– Me preguntaba dónde estaríais -dijo con rigidez.
– ¿Y dónde íbamos a estar? Me pareció una pena despertarte -dijo con una sonrisa-. Parecías estar tan en paz.
– ¿De verdad?
Pues en ese momento no se sentía nada en paz, turbado por el efecto de su boca jugosa cuando le sonreía.
– Y pensé que a Sophie le gustaría darse un baño.
– Pues has acertado.
– Mmm -se movió para dejarle sitio y dio una palmada al borde de la bañera-. Pero te advierto que a Sophie le gusta salpicar.
Gannon se arrodilló a su lado, pero no estaba mirando a Sophie. Dora se había duchado, tenía el pelo todavía mojado y olía a gloria y él no podía apartar los ojos de ella. Por un momento, mientras se miraban el uno al otro, Gannon sintió como si la conociera de toda la vida. Entonces Sophie, cansada de que no le hicieran caso, los duchó con una palmada bien calculada y no dejó de reírse hasta que le suplicaron que parara.
Cuando Gannon se dio la vuelta para sacar una toalla de las estanterías notó que Dora seguía mirándolo con intensidad y el ceño un poco fruncido.
– ¿Dora?
Ella siguió mirándolo antes de darse la vuelta y envolver a Sophie con la toalla.
– ¿Por qué no vas a empezar a preparar el desayuno, Gannon? Mientras, yo buscaré ropa más adecuada para Sophie.
– ¿Te apetece algo especial? -ella sacudió la cabeza pero no lo miró-. Bien.
– Y quizá puedas volver a encender el fuego. No hace mucho calor esta mañana y no quiero que pille frío.
– Yo me encargaré.
– Y… John… -él se detuvo en el umbral y esa vez fue él el que no quiso mirarla-. Haré lo que pueda para ayudaros.
A pesar de sí mismo, se dio la vuelta. Dora estaba de pie, con los pies levemente separados y Sophie en brazos. La temprana luz de la mañana producía un halo alrededor de los mechones que se le habían soltado de la banda. En ese momento, Gannon supo exactamente por qué Richard se había enamorado de ella y por qué, en una época en que la mayoría de las parejas simplemente se ponían a vivir juntas, él se había casado con ella. En el lugar de Richard, él habría hecho exactamente lo mismo. Asintió y, sin decir nada, bajó las escaleras.
En cuanto desapareció de la vista, Dora lanzó un suspiro. Ella era lo que los medios llamaban una chica Sloane, una de las «chicas con perlas» que dividían su tiempo entre las carreras de caballos de Ascott y las tiendas más exclusivas de Sloane Square. Estaba acostumbrada a que la miraran, pero cuando lo hacía John Gannon, algo se inflamaba en un sitio secreto que ni siquiera había sabido que existía. Y después el ardor empezaba a expandirse.
Sophie le rodeó el cuello con los brazos y la abrazó con fuerza y Dora sonrió y le dio un beso en la mejilla.
– Vamos, cariño. Vamos a buscarte algo de ropa.
Dora empezó a rebuscar en sus cajones pero no encontró nada que pudiera valerle a la niña. Estaba tan terriblemente delgada que las camisetas de Dora le quedaban como sacos. ¿Sería por eso por lo que Gannon la había secuestrado? ¿Por el cruel abandono que había sufrido?
La abrigó como pudo y la bajó a la cocina.
– La niña necesita ropa, Gannon.
Él alzó la vista del fuego.
– A mí me parece que está bien.
– No seas tonto. Para empezar, no tiene ropa interior.
– No creo que le importe.
– Pero me importa a mí. Y mucho. ¿Y qué hay de los zapatos? He intentado ponerle mis calcetines pero se le resbalan y tiene los pies fríos.
Él se agitó con nerviosismo.
– El fuego estará encendido enseguida.
– Pero ésa es una solución temporal. ¿O piensas dejarla aquí hasta que crezca y le valgan mis cosas?
Era una idea tentadora.
– No, bajo las circunstancias actuales, será mejor que nos vayamos cuanto antes.
– ¿Qué circunstancias?
Que se había llevado a su hija de un campo de refugiados sin permiso. Que la policía británica y francesa pronto empezarían a buscarlo si no lo estaban haciendo ya y que estaba a punto de ponerse en ridículo con la esposa de su mejor amigo.
Todo lo cual eran razones de peso para irse de la granja, pero ninguna conseguiría que hicieran una salida airosa.
Dora se cansó de esperar una respuesta.
– ¿A dónde irás, Gannon? ¿Y qué hay de Sophie? No puedes irte así con ella. Es sólo un bebé. Necesita calor, un refugio. Necesita que la cuiden.
Él no podía discutir aquello, pero escapar era lo único que había tenido en mente, llevar a su hija a la seguridad. En cuanto llegaran a la granja podrían descansar, recuperarse y él tendría tiempo para pensar. No había contado con tener compañía. La única alternativa era su apartamento de Londres, pero ése era el primer sitio en que lo buscarían las autoridades. Empezó a cascar los huevos.
– Estoy abierto a cualquier sugerencia.
– Bueno, ¿por qué no solucionar los problemas de uno en uno? Antes de que puedas llevarte a Sophie a alguna parte necesitará ropa. O sea que me iré a la ciudad y le compraré algo. O podrías ir tú y yo me quedaría con Sophie.
Él la miró intentando con desesperación leer su mente y averiguar si era algún truco.
– ¿Puedo confiar en ti?
– ¿Confiar en mí para qué? ¿Para comprar ropa? ¿O para mantener en secreto tu presencia aquí? – Dora miró a su alrededor-. No veo a nadie más aquí, así que tendrás que arriesgarte -sentó a Sophie en un taburete-. Muy bien, jovencita. ¿Qué te parece un cuenco de cereales?
Agitó la caja y Sophie le sonrió.
En cuanto la niña terminó de desayunar, Dora fue a por la cinta métrica para tomarle medidas.
– ¿A dónde vas a ir a comprar?
– A ningún sitio sin las llaves de mi coche -estaba revisando el contenido de su bolso-. Parece que las he perdido.
Gannon se las sacó de bolsillo y se las pasó.
– Supongo que necesitarás también esto -dijo mirando su monedero con las tarjetas de crédito.
– Eso creo. Iré a Maybridge. Es el sitio más cercano.
– Guarda la cuenta de lo que gastes. Te lo devolveré en cuanto consiga llegar a un banco.
– No te preocupes. Por comprarle algo de ropa a Sophie no voy a arruinarme.
Gannon recordó las extravagantes facturas de su propia ropa.
– ¿O a arruinar a Richard?
Ella desvió entonces la vista negándose a entrar al trapo.
– Estoy segura de que él haría lo mismo si estuviera aquí -murmuró-. Tardaré lo menos posible.
Gannon la siguió hasta el extremo del granero, que ahora albergaba el todo terreno de Richard. Los brillantes coches deportivos de Poppy se alineaban a su lado. Su Mini verde parecía fuera de lugar entre ellos, pero a Dora no le interesaba llamar la atención.
– Tenéis muchos coches para dos personas -dijo Gannon al abrir la puerta para que saliera.
– Éste es sólo mi coche para ir de compras – Dora se ajustó el cinturón antes de mirarlo-. Pero si estabas pensando escaparte mientras yo esté fuera, te advierto que Richard los ha inmovilizado todos antes de irse.
Gannon sonrió.
– ¿No confía en ti para sus lujosos deportivos?
Dora esbozó una sonrisa amarga.
– Quizá Richard conozca mejor a sus amigos que ellos a él -arrancó el motor-. Cuando vuelva, Gannon, será mejor que estés preparado para contarme lo que está ocurriendo -sacó unas gafas de sol de la guantera y se las puso-. ¿Y quién sabe? Si creo que lo mereces puede que se me ocurra alguna idea brillante para ayudarte.
No le dio tiempo a contestar y arrancó.
Gannon la observó alejarse preguntándose si estaría cometiendo un grave error. Creía que no, pero no podía estar seguro. Había algo en ella por lo que no se atrevería a poner la mano sobre el fuego. Y eso le preocupaba. O quizá fuera sólo que ella le preocupaba.
Se dio la vuelta y volvió aprisa a la casa cerrando la puerta con llave. Entonces llamó a Sophie para que lo siguiera y subió arriba. La echó en la cama de Dora y le dijo con suavidad que lo esperara allí mientras se duchaba y cambiaba. Primero le habló en su propia lengua y después en inglés. Cuando antes empezara a aprenderlo, mejor.
– ¿Va a volver Dora? -preguntó la niña.
Gannon le contestó despacio en inglés:
– Eso espero, dulzura. Acurrúcate aquí que estarás caliente. No tardaré mucho.
John se duchó, se cambió y empezó a revolver el armario de Richard. Él nunca había sido tan corpulento como su amigo y había perdido mucho peso en los últimos meses, pero se apretó mucho el cinturón para tener un aspecto más o menos presentable con unos vaqueros, una camisa de franela y una americana. Pero no tenía prisa por abandonar la habitación. Se sentía más relajado para mirar la casa ahora que Dora no estaba y se paseó por el dormitorio antes de mirar si había alguien fuera.
Pero la orilla del río estaba desierta. Ni un pescador a la vista.
Echó un vistazo en el cuarto de baño adyacente amueblado con el mismo estilo que el de huéspedes y con dos lavabos cargados de caros cosméticos. Abrió el vestidor y se quedó alucinado de la cantidad de ropa cara que vio.
Las facturas del bolso de Dora habían sido sólo la punta del iceberg, comprendió al deslizar la mirada por el arco iris de colores, exquisitos trajes de noche y elegante ropa de día. No era el vestuario más idóneo para una mujer que vivía tranquila en el campo. Le parecía un poco sofisticado para Dora.
Y entonces, en la parte derecha del armario, no del todo cubierto por una sábana blanca, estaba la prueba indiscutible de que ella le había dicho la verdad. Levantó la cubierta para desvelar un traje de novia de pesada seda de color marfil con una capa de terciopelo. Muy simple y muy sofisticado. Absolutamente perfecto para una boda en Navidad. Soltó la cubierta y sintió una punzada en las costillas ante el brusco movimiento. Hasta ese momento, no se había creído de verdad que Dora y Richard estuvieran casados. No había querido creerlo.
¡Qué idiota! Gannon se acercó a la ventana y contempló el familiar paisaje. Simplemente no lo entendía. ¿Qué diablos habría ido mal entre ellos? Debía haber sido algo serio. ¿Por qué si no se hubiera cambiado Dora a la habitación de huéspedes con toda su preciosa ropa en la habitación matrimonial?
Volvió al lado de Sophie. Ya tenía bastantes problemas propios como para preocuparse por los de Richard y Dora y sin embargo, tenía que encontrarle sentido a lo que estaba pasando. Echó un vistazo al pequeño armario de pino y sin pizca de remordimiento abrió la puerta en busca de algo que explicara por qué se había cambiado de habitación.
Estaba contemplando el contenido del guardarropa con el ceño fruncido cuando escuchó un timbrazo. Sophie lanzó una carcajada y él se volvió. La niña estaba jugando con algo medio escondido bajo los pliegues de la colcha. ¿Habría encontrado Dora algún juguete para la niña?
Entonces, al dar un paso hacia ella, empezó a sonar. Sophie lanzó un grito de sorpresa mirándolo con un gesto de «yo no he hecho nada», que casi le dieron ganas de reír. Casi.
– Está bien, cariño. Es sólo un teléfono.
Lo alcanzó dudando si contestar o dejarlo sonando. La decisión la tomó por él el que llamaba cuando colgó.
Dios bendito. Dora podría haber llamado a medio país mientras él estaba abajo dormido. Probablemente lo habría hecho. Entonces le había dicho que quería ayudarlo, le había llamado John con aquella seductora voz suya y le había sugerido ir a comprar la ropa de Sophie. Había hecho que todo pareciera tan razonable que él le había dado las llaves del coche sin dudar. Y hasta le había devuelto el monedero.
¡Era una mujer fría como el hielo! A pesar de sí mismo, estaba impresionado.
Entonces, ¿a quién habría llamado? ¿A Richard? Seguramente. Si era así, entendía por qué había parecido mucho más relajada por la mañana y más dispuesta a ayudar.
Casi se había convencido de que debía ser eso lo que había pasado cuando escuchó el sonido de un coche subiendo despacio por el camino. Dora no podría volver tan pronto a menos que se hubiera olvidado algo y Gannon se acercó con rapidez a la ventana. No, no era Dora. Era el coche patrulla. Había bromeado con Dora acerca de que el muchacho no tardaría en volver, pero no había esperado que lo hiciera tan pronto. ¡Si no eran más que las diez de la mañana!
Desde su punto de mira aventajado vio que lo seguía otra furgoneta de la policía. Dio un paso atrás y soltando una maldición, agarró a Sophie y bajó corriendo las escaleras antes de que le cortaran la retirada. La manta de la niña, ahora seca, estaba en el sofá. Tiró el teléfono y la agarró.
El camino conducía a la parte trasera de la casa y para llegar a la puerta principal tendrían que recorrer el camino que la rodeaba. Eso le daba unos momentos de ventaja y agachándose por el borde del seto e ignorando el dolor en las costillas se dirigió al refugio de un pequeño bosquecillo.
Se detuvo para recuperar el aliento y se secó el sudor de la frente. Sophie no hizo un sólo ruido. Había pasado por situaciones como aquella demasiadas veces como para llorar. Sólo se colgó de él y enterró la cara en el cuello de su americana rígida de miedo.
Uno de los hombres miró en dirección al bosquecillo y Gannon retrocedió despacio metiéndose entre el follaje. Y a cada paso maldecía a la chica que los había traicionado de manera tan calculada. ¿Habría pensado que la retendría como rehén si llegaba la policía? ¿Qué les habría contado?
Se desplomó contra el tronco. Apenas podía culparla. Pero le había dicho que haría lo que fuera por ayudarlo. Lo había mirado con aquellos ojos preciosos, había susurrado su nombre y él había querido creerla con toda su alma. ¡Dios, cómo había deseado creerla!
Observó cómo la policía rodeaba la casa. ¿Qué habría hecho ella? ¿Decirles que los llamaría cuando estuviera lejos de la granja?
El problema de comprar para una niña pequeña, descubrió Dora pasando las perchas de un anónimo centro comercial, era saber cuando parar. Había tanto y tan bonito para elegir, que le apetecía comprarlo todo. Pero por el momento, tendría que decidirse por lo funcional. Y ya que las niñas pequeñas parecían preferir los vaqueros, camisetas y playeras, se redujo a eso, pero con la ropa interior, se explayó y compró lo más bonito que encontró.
Escogió después un brillante impermeable con capucha y se lo pasó a la cajera. Entonces vio una muñeca de trapo. No era muy grande y tenía una mata de pelo negro que le recordaba tanto a Sophie que no pudo resistirse. Pagó con la tarjeta de crédito y se dirigió al coche.
Ni siquiera se extrañó de la tranquilidad con que firmó un cheque de quinientas libras cuando se pasó por el banco y esperó a que la cajera revisara su cuenta.
No era que Gannon le hubiera pedido el dinero, pero parecía que iba a necesitarlo. Por supuesto, no pensaba dárselo sin hacerle algunas preguntas.
El dinero estaría a salvo y fuera de su alcance hasta que le contara exactamente lo que estaba ocurriendo. ¿Dónde podría esconderlo? En su bolso no, desde luego. El sujetador era el sitio típico de las películas. Salió de su ensimismamiento cuando notó que la cajera estaba esperando.
– Perdone, ¿ha dicho algo?
– ¿Cómo quiere el dinero, señorita Kavanagh?
– Ah, en billetes de diez y veinte, por favor. No, espere. De diez mejor. Sólo de diez.
Contempló a la cajera contarlo y al ver el tamaño del montón, tuvo que contener una carcajada pensando en lo que hubiera abultado en el sujetador. Ya pensaría en un sitio al llegar al coche.
Se detuvo a comprar pan reciente y donuts y después en una librería. Los diccionarios y libros de frases estaban entre las guías y los mapas y pronto encontró lo que buscaba y lo posó en el mostrador al lado de los periódicos locales.
Entonces, al recoger el libro, vio el titular del primer periódico.
Avión robado realiza aterrizaje de emergencia en pleno campo.
Se quedó paralizada un momento sin enterarse de que la cajera le estaba dando la vuelta.
No podía ser Gannon. No. Aquello era demasiado melodramático. Aunque los sucesos de la noche anterior no podían definirse de otra manera.
Pero parecía ridículo. Gannon no podía haber robado un avión. Agarró un periódico. ¿Por qué iba a hacerlo?
Miró el libro de frases que tenía en la mano y la respuesta acudió a su mente al instante. Ella había estado en campos de refugiados y había visto a muchos niños como Sophie. Ella no era su hija. Era una refugiada. ¿Pero por qué un hombre robaría un avión para sacar a una niña de un campo de refugiados?
La respuesta era bastante sencilla. Ella había estado allí, había abrazado a los niños y había llorado por ellos y hasta había pedido a la organización que le dejaran adoptar a uno. Pero, ¿de qué podía servir adoptar a uno solo? ¿Y a cuál escoger? Los trabajadores voluntarios le habían convencido de que lo olvidara, que ya estaba haciendo lo suficiente por ayudarlos.
Pero Gannon no se había dejado convencer. Había actuado. Pero hasta el extremo de robar un avión…
Siguió mirando el periódico con la esperanza de equivocarse. Gannon se preocupaba de verdad por Sophie. Había notado la forma en que miraba a la niña y en la ternura de su voz al hablarla. Pero si la policía lo pillaba con ella seguramente la devolverían al campo. No les quedaría otra elección.
– La siguiente -dijo la mujer de detrás de ella.
– Perdone, estaba distraída.
– ¿Quiere el periódico?
– Sí, gracias.
Pagó y se fue al café más cercano, pidió un café y con una sensación de ahogo, abrió el periódico y empezó a leer.
A pesar del titular, el artículo sólo decía que el avión había sido robado en París y especulaba acerca de la identidad del piloto. Ella sí conocía la identidad. Pero, ¿robar un avión Gannon? ¿Qué tipo de hombre robaría un avión? Uno desesperado por escapar con una niña pequeña.
Sophie. Dora no se molestó en tomar el café. Dejó unas monedas, agarró las bolsas y salió corriendo.
Gannon observó a la policía rodear la casa y examinar la leñera y los edificios adyacentes. Los podía oír dando golpes en la puerta trasera y vio a dos oficiales apostarse frente a la puerta principal para impedir a nadie la salida por ella. Si hubiera salido un minuto más tarde, habría quedado atrapado.
Desde la distancia, escuchó el estallido de un cristal cuando lo rompieron. Sophie lanzó un gemido y la abrazó con más fuerza murmurando palabras suaves para tranquilizarla. Le dijo que estaba a salvo y que nunca la dejaría mientras no dejaba de maldecirse por haber confiado en Dora. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?
Porque ella le había mirado con aquellos límpidos ojos grises y le había dicho que quería ayudarlo. Y como un idiota, él la había creído.
Dora aceleró en el camino de vuelta a la granja deteniéndose a pocos centímetros de donde estaba parado el coche de policía. La puerta de la casa, astillada y rota, estaba abierta de par en par.
El estómago le dio un vuelco. Habrían arrestado a Gannon y se habrían llevado a Sophie. ¿La arrestarían a ella por cómplice? Lanzó un gemido. Como Fergus tuviera que pagar su fianza para que la soltaran, no quería ni imaginarlo.
Si la arrestaban por dar refugio a un hombre buscado por la policía, sólo recibiría desdén por parte de su hermano. Pero, ¿había ido ella a la policía a denunciarlo? Oh, no. Había ido a sacar dinero del banco para dejárselo y a comprarle ropa a Sophie…
¡Por Dios bendito! Lo que le pasara a ella no tenía importancia. Era Sophie la que importaba. Y si encerraban a Gannon, ¿qué sería de ella? ¿Quién lucharía por ella?
Dora agarró con fuerza el volante. Pasara lo que pasara, no podía dejar que devolvieran a la niña al campo de refugiados. Aunque tuviera que pelear contra todo el gobierno inglés y toda la burocracia europea ella sola. Pero no podría ayudar a nadie si la encerraban.
Estaba temblando, pero no tenía nada que ver con que la estuvieran llamando desde el coche patrulla. Era pura determinación. Se preparó para la pelea mientras dos policías se acercaban a ella y sin esperarlos, salió del Mini y corrió hacia la puerta rota. No había señales de lucha. Todo estaba como lo había dejado.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó con indignación -.«Aquellos hombres eran policías, por Dios bendito. ¿Iba a mentirles?» Pero pensó en los horrores de los campos de refugiados y en Sophie. Por supuesto que iba a mentirles-. ¿Quién ha hecho esto?
La voz le salió temblorosa, pero eso estaba bien. Temblar era una reacción natural.
– Lo siento, señorita. Nos informaron de que un fugitivo podría haberse refugiado aquí.
– ¿Un fugitivo? -repitió ella antes de fruncir el ceño-. ¿Me está diciendo que han hecho esto ustedes?
Entonces habló el oficial mayor:
– Soy el sargento Willis, señorita. Y éste es el oficial Martin.
– Nos conocimos anoche.
– Sí, bueno, ¿podríamos entrar todos? Tengo un par de preguntas que hacerle, pero no tardaremos mucho. Pete, trae las compras de la señorita. Supongo que también querrá una taza de té.
– No es necesario. ¿Quién va a pagar estos destrozos?
El sargento no parecía intimidado, sino que señaló la puerta trasera y Dora entró con rigidez en el salón antes de volverse a él.
– Me gustaría que me dieran alguna explicación.
– El asunto es, señorita que como parte de la investigación de otro incidente, hemos tenido que investigar todas las alarmas que saltaron anoche sin explicación.
– ¿Y?
– Descubrimos por la empresa de seguridad Marriott que los señores Marriott están de viaje en Estados Unidos. Y la señora que limpia la casa nos dijo que estarían fuera seis semanas. Y usted le hizo creer anoche al oficial Martin que era la señora Marriott, lo que no es el caso -estaba siendo increíblemente educado, pero Dora sabía que esperaba respuestas convincentes-. Así que, quizá señorita, pueda empezar por explicarnos quién es usted y cómo tiene las llaves de esta casa.