Algo despertó a Dora, que aguzó el oído para captar entre los familiares sonidos de la noche el que la había despertado.
Había ido al campo en busca de paz. Pero después del constante ruido del tráfico de Londres, la primera vez que se había quedado sola en la granja de Richard y Poppy había encontrado el silencio casi fantasmal. Pronto, sin embargo, el oído se le había adaptado a la familiar orquesta nocturna. El suave gorgoteo del arroyo que discurría a unos cien metros entre las piedras; el lento golpeteo de la lluvia en los canalones, y el goteo de las copas de los árboles.
Y acentuando aquellos sonidos acuosos, escuchó el irritable graznido de los patos interrumpido por algo. ¿Un zorro quizá? La primera vez que Dora había escuchado el ruido de las andanzas del cazador nocturno se le había helado la sangre, pero después de una semana en la granja, había perdido el miedo.
Salió de la cama y se acercó con rapidez a la ventana, lista para enfrentarse a lo que fuera. Pero el paisaje, momentáneamente blanqueado por la luna cuando se aclararon las nubes, sólo revelaba las sombras oscuras de los patos tendidos. La superficie del riachuelo estaba bastante pacífica. Ningún zorro a la vista.
Apoyó los codos en el alféizar y la barbilla en las manos adelantándose para aspirar el aire nocturno. Estaba cargado del denso aroma de los jazmines, las rosas trepadoras y la tierra mojada. Era un olor tan inglés, pensó; algo que atesorar después de los horrores que había encontrado en el campo de refugiados.
Entonces, en la distancia, vio el rafagazo de un relámpago seguido pronto por un trueno. Dora sintió un leve escalofrío y cerró la ventana. Sin duda era el trueno lo que la había despertado y estando en el valle del Thames, volverían a retumbar. La idea le puso la piel de gallina.
Se frotó los brazos y se apartó de la ventana para buscar la bata de seda sabiendo que en medio de una tormenta no podría dormir. Abajo podría encender el equipo de música para ahogar el ruido y ya dormiría más tarde. Ése era uno de los placeres de estar sola con un número de teléfono que sólo la familia muy cercana conocía.
Alzó el pestillo de la puerta y salió al descansillo. Se prepararía un té primero y después…
Entonces escuchó el sonido de nuevo y supo que no era el trueno lo que la había despertado.
Sonaba más como una tos seca y áspera, del tipo de la de un niño enfermo y tan cercana que podría estar dentro de la casa.
Pero aquello era ridículo. La granja tenía un buen sistema de seguridad. Su cuñado lo había instalado después de que un vagabundo entrara y se instalara como en su casa. Y estaba casi segura de no haber dejado ninguna ventana abierta.
Casi segura.
Se asomó a la barandilla escuchando durante un rato interminable. Pero no oyó nada, sólo los fuertes latidos de su corazón desbocado.
¿Se lo habría imaginado? Dio un paso abajo. La granja estaba a millas de la carretera más cercana, por Dios bendito y había estado lloviendo a jarros. Quizá hubiera sido el grito de algún animal pequeño, después de todo. Sin embargo, vaciló en las escaleras.
Entonces, un trueno amenazador como si la tormenta ya hubiera pasado las colinas y estuviera en el mismo valle, le lanzó corriendo escaleras abajo. Pero incluso al buscar el interruptor, supo que el trueno era el menor de sus problemas y se llevó la mano a la boca cuando vio, iluminada por la luz de la luna, la cara de una niña pequeña tensa de cansancio.
Estaba en medio del salón y por un aterrador momento, Dora estuvo segura de que había visto un fantasma. Entonces la niña tosió de nuevo. Dora no era experta en el tema, pero estaba segura de que los fantasmas no tosían.
Sí, temblando bajo la fina manta que la envolvía, con el húmedo pelo negro pegado a la cara y los pies descalzos, la pequeña parecía tan miserable como las pequeñas criaturas que ella había visto en los campos de refugiados.
Por un momento se quedó pegada en el suelo, no asustada, pero nerviosa por la repentina aparición de aquella extraña criatura en medio del salón de su hermana con sus ojos enormes fijos en ella. Había algo inquietante en la inmovilidad de la niña.
Entonces, al recuperar el sentido común, se dijo que no tenía nada que temer. No importaba de donde hubiera salido la niña, necesitaba calor y consuelo y cruzó la moqueta descalza alzando a la niña en brazos y abrazándola contra su propio cuerpo.
Por un momento, los ojos de la niña se abrieron mucho de miedo y permaneció rígida contra ella, pero Dora empezó a arrullarla.
– Está bien, dulzura -murmuró en un susurro-. No tienes que tener miedo de nada.
La niña la miró parpadeando cuando Dora le acarició el pelo y se lo apartó de la frente. Tenía la piel seca y caliente a pesar de lo delgada que estaba.
Fuera quien fuera, de una cosa estaba segura: debería estar en la cama, no vagabundeando por casas extrañas. Y necesitaba un médico.
– ¿Cómo te llamas, cariño?
La pequeña la miró un momento y entonces, entre un suspiro y un gemido dejó caer la cabeza en el hombro de Dora. No pesaba nada y casi todo era por la manta. Dora le quitó la horrible tela y la envolvió en su bata de seda. ¿Quién era? ¿De dónde había salido?
Con la pregunta todavía flotando en su cabeza escuchó de repente un crujido tras la puerta del salón y la maldición ronca de un hombre.
Parecía que la niña no estaba sola. Y Dora, de repente enfadada, decidió que quería tener unas palabras con el ladrón que utilizaba a una niña enferma para sus actividades nocturnas. Sin considerar la posibilidad de que el segundo intruso pudiera ser peligroso, abrió la puerta de par en par y encendió la luz.
– ¿Qué diablos…?
El intruso, volviéndose desde el armario con una linterna en la mano, parpadeó cegado ante la repentina luz y levantó la mano para sombrearse los ojos. Entonces vio a Dora.
– ¿Quién diablos es usted?
Dora se quedó con la boca abierta. Sin hacer caso de que le sacaba casi la cabeza y que podría haberla alzado con la misma facilidad que ella a la niña, se adelantó hacia él.
– ¿Y quién diablos lo quiere saber?
El hombre se puso rígido.
– Yo -entonces, de forma inesperada, bajó la mano de los ojos y sonrió. La hermana de Dora era modelo y ella había visto aquella sonrisa profesional. Aquel hombre era bueno. Y se movió hacia ella totalmente tranquilo ante la situación-. Lo siento. No quería gritar, pero me ha sorprendido.
– ¿Que yo le he sorprendido? -Dora lo miró con la boca abierta asombrada de su valor antes de recuperarse-. ¿Cómo ha entrado aquí?
– Abrí el cierre -dijo con un candor que la desarmó. La estaba mirando con curiosidad y nada avergonzado de su confesión-. Pensé que la granja estaba vacía.
Había admitido abrir la cerradura sin pizca de remordimiento. Ante una situación así, cualquier ladrón normal hubiera salido corriendo. Dora alzó a la niña en brazos para acomodarla mejor contra la cadera. Pero los ladrones normales no llevaban a niños enfermos para sus correrías nocturnas.
– Bueno, pues ya ve que no está vacía. Yo vivo aquí, señor mío -dijo sin pensar en su situación temporal.
Cuando Poppy le había ofrecido la granja mientras ella y Richard estaban de viaje, le había indicado que tratara la casa como si fuera suya, pero con los privilegios llegaba la responsabilidad. En ese mismo instante, Dora decidió que era hora de tomar sus responsabilidades en serio. Así que miró con furia al intruso negándose a que un vagabundo la encandilara con su sonrisa profesional para conseguir pasar la noche en una cama seca.
– Yo vivo aquí y no admito huéspedes -repitió-, así que será mejor que se vaya.
La sonrisa se desvaneció de forma abrupta.
– Me iré cuando esté bien y listo…
– Eso cuénteselo a la policía porque llegará en cualquier momento -al alzar la voz la niña empezó a gemir y Dora se volvió hacia ella para acariciarle el pelo con suavidad-. ¿Qué diablos hace con una niña enferma a estas horas de la noche, de todas formas? Debería estar en la cama.
– Eso es exactamente lo que pensaba hacer en cuanto le calentara un poco de leche -confirmó él sus sospechas. El hombre hizo un gesto hacia un cartón de leche sobre la mesa-. No esperaba encontrar a nadie.
– Eso ya me lo ha dicho.
Dora no hizo caso del hecho de que su voz no encajara con los raídos pantalones sucios de barro, el jersey arrugado y la cazadora que en otro tiempo habría costado una fortuna, pero ahora estaba tan usada que se abría por las costuras. Un vagabundo con acento de colegio de pago seguía siendo un vagabundo.
– ¿Supongo que pensaba ocupar la casa?
– Por supuesto que no -una fugaz mirada de irritación surcó la cara del hombre antes de encogerse de hombres-. A Richard no le importará que me quede unos días.
– ¡Richard!
Dora enarcó las cejas al oír el nombre de su cuñado.
– Richard Marriott -explicó él-. El dueño de esta granja.
– Ya sé quién es Richard Marriott. Y discúlpeme si difiero con usted en cuanto a su reacción. Da la casualidad que sé lo que él opina de que le asalten la casa.
Su declaración pareció sorprender a su interlocutor.
– A menos que sea él quien lo haga. Fue él el que me enseñó cómo entrar aquí.
La miró a los ojos desafiándola a que le contradijera.
– Richard usa sus habilidades para probar sistemas de seguridad.
– Eso es cierto -concedió el hombre.
Gannon contempló con preocupación a la joven que le desafiaba. O estaba loca o era mucho más dura de lo que parecía para quedarse allí de pie con una bata de seda que inspiraría ideas sensuales hasta a un monje. El cinturón que podía haber dado algún sentido de la decencia a su atuendo estaba desatado para abrigar a Sophie. Bueno, hasta las mujeres más duras tenían sus debilidades, debilidades que en ese momento él tendría que aprovechar.
Dio un paso adelante. Ella no se retiró sino que mantuvo el terreno y lo miró de arriba abajo.
– Yo agarraré a Sophie -dijo con un brillo de preocupación en sus ojos grises oscuros que antes habían brillado de hostilidad.
Sintió una punzada de culpabilidad ante lo que iba a hacer. Pero Sophie estaba al límite de sus fuerzas y haría lo que tuviera que hacer por la seguridad de su hija.
– ¿Agarrarla?
– Nos ha pedido que nos vayamos.
Estiró los brazos hacia la niña. Sophie lanzó un gemido ronco entre sueños y Dora dio un paso atrás sujetando a la niña contra su pecho con gesto protector.
– ¿Dónde? ¿A dónde va a ir?
Él se encogió de hombros.
– Quizá encuentre un granero. Vamos, cariño, ya hemos molestado bastante a esta señora.
– No -Gannon consiguió poner cara de sorpresa-. No puede llevársela de aquí. Tiene fiebre.
¡Bingo!
– ¿Tiene fiebre? -puso la mano en la frente de Sophie y lanzó un suspiro de resignación-. Quizá tenga razón -pasó las manos por la espalda de la niña como para llevársela-. Pero no se preocupe. Nos las arreglaremos… de alguna manera.
Dora se sentía dividida. El notó la momentánea indecisión oscurecer sus ojos. Quería que él se fuera pero su conciencia no le permitía echar a Sophie en mitad de la noche.
– Usted podría arreglárselas, pero ella no -dijo cuando la conciencia venció-. ¿No iba a calentarle un poco de leche?
Gannon miró el cartón de leche al lado de un centro de flores secas. Al lado, de una silla colgaban un par de cazadoras enceradas de mucho estilo. La última vez que él había estado en la granja aquel cuarto no era más que una prolongación de la cocina. Ahora era un vestíbulo decorado de revista embaldosado con estilo rústico pero muy caro.
Dio la espalda a la joven que, si no se equivocaba, enseguida insistiría en que se quedara. Por el bien de la niña. Era hora de recordarle de nuevo que Richard era su amigo. Colgó la linterna del gancho de detrás de la puerta que al menos no había cambiado desde la época de sus excursiones de pesca y agarró la leche.
– Sí, eso iba a hacer -indicó el armario abierto donde se guardaban las botas de goma y los zapatos mojados en vez de las cazuelas que él había esperado encontrar-. Lo cierto es que estaba buscando un cazo cuando la molesté. ¿Qué ha pasado con la cocina? ¿Y cuándo ha instalado Richard la electricidad?
– Eso no es asunto suyo -replicó Dora con sequedad.
Pero explicaba por qué había estado revolviendo los armarios en la oscuridad. No se le había ocurrido buscar un interruptor. Podría haber estado en la granja antes, pero desde luego, no la había pisado en los últimos doce meses.
Y no es que se creyera que conocía a Richard. Cualquiera de los alrededores sabía que aquella granja pertenecía a Richard Marriott. ¿Y qué si lo conocía? Eso no cambiaba el hecho de que hubiera asaltado la casa.
– No entendí su nombre.
– Gannon. John Gannon -dijo él extendiendo la mano con gesto formal como si estuvieran en mitad de una fiesta.
Desde luego, aquel hombre no se amilanaba por nada. Al contrario, estaba deslizando la mirada con aprecio desde su pelo revuelto a la bata suelta hasta llegar a las uñas pintadas de los pies antes de devolverla a su cara. Entonces frunció el ceño con gesto pensativo.
– ¿Nos hemos visto en alguna parte?
Debía haber habido mucha publicidad cuando ella había vuelto de los Balcanes, porque hasta completos desconocidos le habían asaltado en la calle para hablar con ella y toda la prensa la había acosado para escribir acerca de una chica de Sloane que había abandonado la vida social para conducir camiones humanitarios por Europa. Esperaba que no lo recordara, porque seguramente creería que tenía el corazón blando y caería a sus pies.
Había sido precisamente la necesidad de huir de todo aquello lo que había empujado a Dora a la granja. Ignoró su mano extendida y no le dijo su nombre.
No pensaba intercambiar formalidades con un criminal común y mucho menos con uno que había asaltado la casa de su hermana. Incluso aunque tuviera una voz como el terciopelo, unos ojos de color caramelo y una deliciosa mandíbula. Después de todo tenía la mandíbula cubierta de barba de varios días. Y aquellos ojos se estaban tomando muchas libertades con su cuerpo para su gusto. Con la niña en brazos, era incapaz de hacer otra cosa con la bata, pero consciente de que estaba mirando sus uñas rosas, las tapó.
– Esa treta es bastante poco original -dijo con una dureza que estaba lejos de sentir.
– Desde luego -acordó él incapaz de ocultar su diversión a pesar del agotamiento-. Debo ensayar más.
– No se moleste.
– Asaltar una casa no es mi estilo habitual. ¿Quién es usted?
Dora resistió la tentación de preguntarle cuál era su estilo habitual.
– ¿Le importa quién soy?
Él se encogió de hombros.
– Supongo que no. Pero permítame que le diga que es una mejora considerable al lado de Elizabeth. Ella no hubiera perdido nunca el tiempo en algo tan frívolo como pintarse las uñas.
Aquel hombre era increíble. No contento con entrar en la casa ahora estaba coqueteando con ella. Y a pesar de sus prejuicios, tenía que reconocer que conocía la vida personal de su cuñado.
– ¿Elizabeth?
– Elizabeth Marriott. La mujer de Richard. Una chica de muy poca imaginación, algo más que compensado por su avaricia, a juzgar por el hecho de que le dejara por un banquero.
– ¿Un banquero?
– De los que poseen un banco, no de los que trabajan tras el mostrador -hizo un amplio gesto hacia la leche-. Pero nunca pensé que vendería esta casa.
– ¿Y qué le hace pensar que lo ha hecho?
– Este tipo de casa no es de su estilo.
Ahora le tocó a Dora sonreír.
– Quizá no lo conozca tan bien como cree.
Él le dirigió otra mirada pensativa antes de encogerse de hombros.
– ¿Puedo calentar la leche? ¿O lo hace usted ya que lo han cambiado todo de sitio?
Y no era que pretendiera quitarle la carga. Mientras tuviera a Sophie en brazos era más vulnerable a la persuasión.
– La cocina está por aquí.
Gannon miró a su alrededor. Más colores terrosos y madera brillante.
– La ha ampliado por el granero -dijo agarrando un cazo de cobre para ponerlo al fuego-. ¿Es todo así ahora?
– ¿Así cómo?
– No leo revistas de decoración, así que no sabría decir cómo.
Dora no tenía intención de embarcarse en una íntima charla con un vulgar ladrón. No, aquel hombre es taba demasiado familiarizado con su entorno como para ser descrito como un vulgar ladrón. Alzó la mira da hacia la chiquilla.
– ¿Dijo que se llamaba Sophie?
– Sí.
– ¿Es su hija?
– Sí.
– ¿Sabe que tiene fiebre?
– Ya lo ha dicho antes.
– Debería verla un doctor.
– Tengo unos antibióticos para ella. Lo único que necesita es buena comida y mucho descanso.
– ¿Y ésta es su idea de dárselo? La niña debería estar en casa con su madre, no arrastrada en medio de la noche por un vagabundo.
– ¿Es eso lo que cree?
Su mirada de soslayo indicaba que no tenía ni idea de lo que estaba diciendo.
Bueno, quizá no la tuviera. Pero desde luego, sabía que Sophie debería estar en su casa y en la cama. Dirigió la mirada hacia la niña agotada. Sus párpados casi transparentes estaban cayendo. Se quedaría dormida en un minuto. Sería tan fácil subirla y acostarla en su propia cama caliente…
– ¿De qué conoce a Richard? -preguntó Dora por fin.
– Fuimos al mismo colegio.
Dora no esta segura de lo que había esperado. Si se hubieran conocido a través de la empresa de sistemas de seguridad de su cuñado no le hubiera extrañado. ¿Pero del colegio? Aunque era cierto que tenía acento de colegio privado. Un poco confundida preguntó:
– ¿Pero no es él mayor que usted?
– Ocho años o así. El estaba en los cursos superiores cuando yo era muy pequeño y me sentía muy miserable en mi primer año. Me rescató de un puñado de brutos de segundo que me estaban pegando porque habían descubierto que mi madre no estaba casada. Supongo que eso no ocurrirá mucho ahora. El matrimonio parece una palabra sucia en al actualidad.
– Para mí no -era difícil imaginarse a aquel hombre pequeño y vulnerable-. ¿Y Richard le tomó bajo su protección?
– Es su naturaleza, proteger a la gente vulnerable -se dio la vuelta para mirarla con gesto pensativo-. Richard también es mucho mayor que usted ¿En qué la está ayudando?
– ¿Ayudarme?
– No le imagino tomándose tantas molestias – dijo mirando el caro trabajo de decoración-, sólo para vender la casa. ¿Así que también la ha tomado bajo su amable protección o es sólo su nueva amiguita?
Dora estaba a punto de explicarle con indignación que Richard era ahora el marido de su hermana, siete años mayor que ella, cuando un fuerte golpe en la puerta trasera la interrumpió.