Capítulo 6

Dora miró fijamente a los dos hombres. -¿Quiere decir que todo esto… -agitó la mano hacia la puerta destrozada-, se debe a que anoche no perdí el tiempo en corregir al oficial Martin cuando me confundió con mi hermana?

– ¿Su hermana?

Dora se dio la vuelta hacia Pete Martin. El joven había hecho su trabajo bien y no quería causarle problemas, aunque si tenía que decidir entre él y Sophie, no lo dudaría. Sin embargo, sería mejor disculparse.

– Quizá debería habérselo explicado, pero era tan tarde… y usted estaba tan ocupado. Soy la hermana de Poppy, Dora Kavanagh -extendió la mano hacia el joven y él la aceptó después de un momento de vacilación-. Me alegro de tener la oportunidad de darle las gracias por haber venido a inspeccionar anoche. Es muy tranquilizador ver la forma en que vigilan -hizo un gesto hacia la puerta-. Supongo que yo podría ser parte de una banda usando la casa de mi hermana como refugio.

– O ser retenida por un hombre desesperado contra su voluntad. Ya ha visto el periódico -dijo él señalando al periódico local-. Cuando no pudimos contactar por teléfono y vimos que había sido desconectado…

– ¡Oh, no! ¡No creerán…! -se llevó los dedos a la boca-. ¡Qué vergüenza! Estaba fallando y le quité la tapa para ver si había algún cable suelto -se encogió de hombros como si estuviera avergonzada-. Quizá debería llamar a un profesional de la telefónica.

– Sería buena idea. ¿Está al cuidado de la casa, señorita Kavanagh?

– No exactamente. Sólo me quedaré unos cuantos días. Estaba algo estresada en Londres y mi hermana me dejó las llaves por si quería descansar.

Poppy había pasado por su casa como una exhalación de camino al aeropuerto.

– No puedo parar. Richard está abajo con el cronómetro en la mano, pero me acaba de llamar Fergus y está preocupado a muerte por ti.

– Preocupado a muerte porque me haya perdido las carreras de Ascott y los partidos de Wimbledon en el mismo verano. Lo que ese hombre necesita es una mujer; eso le daría algo por lo que preocuparse de verdad.

– Ya lo sé. Sin embargo… -el teléfono había empezado a sonar y Poppy lo había mirado con irritación-. No hagas caso. Será Richard para decir que baje -pero debió decidir que su marido no se dejaría ignorar por mucho tiempo y sacó un juego de llaves-. ¿Por qué no te vas a la granja una semana o dos mientras Richard y yo estamos fuera? Ni un alma sabrá que estás allí y podrás decidir tus próximos pasos con total paz -sonrió-. ¿Te he mencionado que Fergus ha vuelto a Londres resuelto a llevarte a Marlowe Court para tenerte controlada?

Dora miró a los dos policías mientras recordaba las palabras de su hermana. ¡Paz! Hubiera tenido mucha más paz embarcada en un bombardero.

– Bueno, no quiero entretenerles, señores. Supongo que tendrán cosas más importantes que hacer.

Ellos no se movieron.

– Supongo que podrá demostrar que es la hermana de la señora Marriott, ¿verdad?

Dora miró fijamente al sargento.

– Puedo, si es absolutamente necesario -el sargento no respondió-. ¿Es que sigue pensando que puedo tener escondido a ese hombre?

– No, no -empezó Pete.

Pero el oficial mayor no parecía tan seguro.

– No cuentan mucho de él en el periódico local. ¿Es peligroso?

Aparentó el mayor nerviosismo posible, pero no le costó nada. No estaba actuando.

– No sabemos quien es, señorita Kavanagh, pero es posible que sea un delincuente -se acercó al sofá y agarró las bolsas brillantes para echar un vistazo en su interior-. Parece que ha estado ocupada. ¿Quién es la afortunada niña?

– Mi sobrina -dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

– ¿Sobrina? Pensaba que los señores Marriott no tenían hijos.

Desde luego había estado haciendo sus deberes.

– No los tienen. Es la sobrina de mi hermana, Laurie. Vive en el otro extremo del pueblo. Su madre es Sarán Shelton. Su marido tiene unas cuantas empresas…

– ¡Ya sé quién es usted! -interrumpió excitado el joven-. Es la mujer que ha salido en todos los periódicos. La aristócrata que ha estado ayudando a los refugiados.

De repente el policía mayor esbozó una amplia sonrisa.

– Por supuesto. Ya me parecía a mí que me sonaba mucho su cara.

– No me diga. Y había creído que estaba en su lista de los más buscados. No me extraña que tuviera tantas sospechas.

El sargento se rió, pero su leve nerviosismo indicaba que no se había alejado mucho de la verdad.

– Mi mujer rompió a llorar cuando la vio por televisión. Supongo que podría firmarme un autógrafo para ella.

– Encantada.

Dora echó un vistazo a su alrededor para buscar algún papel ansiosa porque se fueran los dos hombres. Un momento después se dio la vuelta para darle al oficial un papel del bloc de notas de Poppy con su firma y notó que Pete estaba mirando fijamente algo. ¿Qué? ¿Qué había visto?

Pero era sólo el libro de frases que había comprado. Lo había metido entre la ropa y al registrarla el sargento, se había caído al sofá.

– ¡Hasta está aprendiendo su lengua! -exclamó admirado.

Dora consiguió soltar una carcajada.

– No exactamente. He pensado que unas cuantas frases me serán de mucha ayuda en mi próximo viaje.

Dora cerró la puerta tras los dos policías y se apoyó contra ella con debilidad. Había empezado a creer que nunca se irían.

Había sido la radio de Pete la que por fin había interrumpido la visita.

– Quieren que volvamos a la base, sargento -había dicho dirigiéndose a la puerta.

– Ahora mismo voy -el sargento se había puesto de repente muy profesional-. Necesitará que alguien le arregle la puerta, señorita Kavanagh.

– No se preocupe. Tengo a quien llamar.

– Sí, bueno, si su hermana quiere hacer una reclamación, puede recoger la solicitud en la comisaría.

– No lo creo. Ustedes estaban haciendo su trabajo.

– Para ser sincero, estábamos preocupados por su seguridad. Pensamos que podían haberle robado el coche y podría estar por ahí tirada y herida. O aún peor.

– Bueno, como ve, estoy perfectamente a salvo.

– Si ve algo sospechoso, no dude en llamarnos, señorita Kavanagh.

– Pero seguramente ese hombre ya estará a muchas millas de aquí a estas alturas, ¿no cree?

– Probablemente, pero será mejor no correr riesgos.

– No lo haré. Si veo algo llamaré a comisaría.

– Si es una emergencia de verdad, no lo dude, pero éste es el teléfono de la comisaría local -sacó una tarjeta y apuntó su nombre por detrás-. Y llame a la telefónica para que le arreglen el teléfono. O les llamaré yo si quiere -hizo un gesto hacia el teléfono móvil que estaba tirado en el sofá-. Esos aparatos puede dejarla tirada en un momento vital.

«Dígamelo a mí».

Dora agarró el aparato y lo conectó. Sonó un satisfactorio pitido.

– Funciona. Llamaré ahora mismo.

– Bien, si tiene cualquier otra pregunta, llámeme. Vendré en el acto.

– Es muy amable por su parte.

Los había acompañado hasta el coche y aunque habían empezado a caer algunas gruesas gotas de lluvia, había esperado mientras Pete daba marcha atrás y esquivaba con cuidado el Mini. Se había quedado allí hasta que el coche había salido del camino y se había alejado por la carretera. Sólo entonces había vuelto a entrar en la casa con las piernas como la gelatina cuando había cerrado la puerta.

Por fin recuperó las fuerzas para moverse.

– ¡Gannon! -llamó-. Ya se han ido -su voz pareció resonar en la casa vacía-. ¡Gannon! -empezó a abrir todas las puertas-. No sé donde diablos estás escondido, pero ya puedes salir.

Nada. Sólo silencio en la casa.

Miró en todas las habitaciones que habían sido registradas con cuidado por los policías con la esperanza de verlo salir de debajo de una cama. Entonces bajó la vista hacia el móvil que todavía llevaba en las manos. Había encontrado el teléfono y había pensado que lo había traicionado. No le extrañaba que la policía no lo hubiera pillado.

– ¡Oh, John! -gritó desesperada.

Entonces, mientras la lluvia empezaba a golpear con más fuerza contra los cristales, bajó corriendo las escaleras. Tenía que encontrarlo. Y encontrar a la pequeña Sophie. Sin duda Gannon podría cuidar de sí mismo, pero la niña no podía estar a la intemperie con aquel resfriado. Podría pillar una neumonía y hasta morir. Y todo sería culpa suya. ¿En qué dirección podrían haberse ido?

Si pensaba que llegaría la policía, se mantendría alejado del camino y de la carretera cercana a la granja. Pasó el establo y miró a su alrededor. El bosquecillo era el primer refugio en los campos y lo cruzaba un camino estrecho que conducía al pueblo.

Tenía que haber tomado aquel camino si quería conseguir algún medio de transporte. Aunque para un hombre capaz de robar un avión no debía resultarle difícil. Pero ya tenía demasiados problemas.

Volvió a la casa, recogió su bolso y las bolsas de Sophie y lo metió todo en el asiento trasero del Mini. Entonces giró por completo y se dirigió a la carretera.

Gannon, con el cuello alzado ante el repentino chubasco y con Sophie abrigada bajo su cazadora, se estaba tomando su tiempo. Y no es que le quedara mucha elección. Caminar por los campos le había dejado sin fuerzas. Además, lo último que deseaba era cruzarse con alguna mujer que estuviera dando un paseo con su perro por los bosques y darle un susto de muerte.

No podía creer haber sido tan tonto. Debería haber tomado el dinero y las llaves del coche la noche anterior, cuando aún había estado a tiempo. Se detuvo y se apoyó contra un árbol soltando un momento a Sophie para recuperar el aliento. Lanzó un gruñido. ¿A quién quería engañar? La noche anterior no hubiera podido conducir ni un kilómetro sin que se le cerraran los ojos. No le había quedado otra alternativa que quedarse en la granja.

– Dora -gimoteó la niña-. Quiero a Dora.

Gannon le acarició la cabeza. Él también la había querido para sí mismo, pero un hombre sabio se aferraba sólo a un sueño imposible a la vez.

Dora condujo despacio por la carretera intentando recordar por donde cruzaba el camino de tierra. Entonces divisó un cartel verde y blanco que señalaba hacia el bosque. Se metió en la cuneta y paró.

Era posible que ya lo hubiera cruzado. No tenía forma de saber a qué hora había abandonado la granja, pero el camino serpenteaba tortuoso entre los bosques. Ella lo había recorrido con Poppy en el invierno y a menos que Gannon conociera bien los bosques, hubiera sido una locura apartarse del camino. Aunque por supuesto, si veía su coche y pensaba que era algún tipo de trampa, se arriesgaría.

Adelantó un poco más el coche y lo escondió bajo un árbol. Pero aquello tampoco serviría de nada. Si creía que lo había traicionado, no se acercaría a ella de ninguna manera.

Salió, cerró el coche con llave y subiéndose el impermeable hasta los ojos, se internó por el camino. No había rastro de él ni de nadie. Bueno, sólo un tonto, o un hombre fugado recorrería aquel camino fangoso bajo aquella lluvia. Pero si Mahoma no iba a la montaña, la montaña tendría que ir a Mahoma.

Se había internado unos trescientos metros o así en el bosque antes de empezar a susurrar su nombre con suavidad.

– Gannon. Soy Dora.

El bosque parecía inusualmente silencioso. Estaba segura de que él estaba allí en alguna parte.

Siguió avanzando.

– Gannon -lo llamó-. La policía se ha ido. Yo no los llamé. No he llamado a nadie. Sólo quiero ayudarte.

Dora estaba empezando a ponerse nerviosa. Estaba segura de que la vigilaban. Al principio había creído que era Gannon que se mantenía agazapado por cautela. Eso podía entenderlo.

Pero de repente se le ocurrió que podría no ser Gannon. Podría no haber sido él el que hubiera robado el avión y podría haber algún hombre desesperado y huyendo de la policía capaz de hacer cualquier cosa para escapar. Entonces sintió a alguien a sus espaldas.

Se dio la vuelta de golpe y lanzó un grito de miedo al ver una figura de pie en medio del camino. Pero no era Gannon.

– ¡Sophie!

Era la pequeña, tapada hasta los pies con una cazadora de hombre y los pies descalzos llenos de barro. Pero al moverse hacia la niña para levantarla en brazos, la agarraron por detrás, una mano de hombre sobre su boca y otro asiéndole el brazo para que no pudiera darse la vuelta.

– No hagas ni un solo ruido, Dora -le murmuró Gannon al oído.

Tampoco es que hubiera podido hacerlo aunque lo hubiera intentado. Podría haber forcejeado y hasta hacerle daño, pero no lo hizo. Entendía su recelo. La estaba sujetando con firmeza pero sin hacerla daño, así que se quedó completamente inmóvil. Por un interminable momento, los tres permanecieron allí como un bodegón helado bajo la lluvia. Entonces Gannon empezó a aflojar la mano y a apartarla de su boca.

– ¿Qué quieres? -preguntó.

– Nada -contestó ella con cuidado-. Lo único que quiero es que Sophie esté a salvo. Mi coche está en la cuneta. Hay ropa para ella y tengo quinientas libras en el bolsillo, con las llaves -él no dijo nada-. Sé que encontraste el móvil, Gannon y no te culpo por pensar que había llamado a la policía. Pero no lo he hecho. No he llamado a nadie.

– ¿Por qué no?

Su voz estaba cargada de sospecha, pero ya la había soltado y Dora se dio la vuelta para mirarlo a la cara. El pelo oscuro se le pegaba a la piel y estaba empapado y con expresión de dolor. Debería estar en la cama, no conduciendo un coche con una niña buscada.

– Porque debo estar loca. Sales en la portada del periódico local. Al menos, he supuesto que eras tú. ¿El avión robado?

– No es robado. Lo tomé prestado de un amigo.

– ¿Igual que ibas a tomar prestada la granja? ¿Sin preguntar?

– Pienso repararlo y devolverlo, por Dios bendito. En cuanto arregle las cosas para que Sophie pueda quedarse aquí. Henri lo entenderá.

– ¿Cómo Richard? Tienes un buen puñado de amigos comprensivos, Gannon.

– Yo haría lo mismo por ellos y lo saben.

– No podrías desde la cárcel.

Dora intentó darse la vuelta al creer oír el tintineo del collar de un perro, pero Gannon la detuvo. Se empezó a agachar para recoger a Sophie, pero se quedó sin aliento por la punzada de dolor y la agarró Dora en vez de él. Entonces vio al perro, un pequeño spaniel blanco correteando por delante de su ama. Y su ama era la señora de la limpieza de Poppy.

– No debe verme aquí, Gannon. Me reconocerá.

Tapó a Sophie bajo su impermeable y se dio la vuelta para salir corriendo, cuando él la sujetó por la cintura y la hizo volverse. Y justo cuando el perro pasaba a su altura, saltando hacia las piernas de Dora, él le agarró la cara entre sus manos y la besó.

Dora lanzó un suave gemido y por un momento intentó apartarse, pero sus brazos se cerraron alrededor de ella y su boca selló con fuerza la suya.

Gannon sólo había pensado en una cosa cuando la había sujetado para besarla. Ocultar su identidad y protegerla del peligro al que él la había arrastrado. Pero para cuando la dueña del perro lo llamó y se apresuró a alejarse con expresión de desaprobación, Gannon ya se había olvidado se todas las razones legítimas para besar a Dora. Simplemente se había perdido en el embriagador placer de su boca, en el dulce aroma de su piel, en el calor que le recorría las venas desafiando el húmedo frío de la lluvia.

Fue la risa de Sophie lo que los separó por fin y cuando Dora dio un paso atrás un poco sonrojada y turbada, la niña susurró algo a Gannon.

– No preguntes -advirtió él cuando Dora enarcó las cejas.

– ¿Por qué? ¿Qué ha dicho?

Gannon se negó a mirarla a los ojos y Dora notó que él también se había sonrojado un poco. Entonces había sido algo del beso. Se rió, pero no insistió.

– Vamos, entonces. Busquemos refugio de esta lluvia.

Gannon la miró entonces. Se había reído. No estaba enfadada. Ni ofendida de que lo que sólo debía haber sido para disimular hubiera escalado a un beso real. Bueno, a él tampoco se le había escapado el entusiasmo con que ella le había devuelto el beso.

Gannon se dio la vuelta. Tomar prestado el avión o la casa de un amigo era una cosa. Una esposa era algo diferente. Ningún amigo iba a ser tan comprensivo. Incluso aunque su mujer hubiera aceptado tan complaciente.

– La policía podría volver -señaló él.

– Podría, pero no en bastante tiempo. Quedaron un poco avergonzados por haber destrozado la puerta -lo miró con intensidad-. Yo no los llamé. Gannon.

– Entonces, ¿por qué apareció toda una tropa?

– ¿Una tropa? ¿Desde cuando dos hombres constituyen una tropa?

– Puede que sólo hubiera dos en el coche, pero desde luego había una tropa en la furgoneta que lo seguía. Pude escapar por los pelos. Rodearon la casa antes de tirar la puerta. Los oí desde el bosquecillo.

– No me lo dijeron. Los dos con los que hablé.

– ¿Te lo hicieron pasar mal?

– No, la verdad es que no. Al menos en cuanto quedaron convencidos de que yo era quien decía ser. Pero casi me dio un ataque cuando insistieron en registrar la casa. Pensé que estabais dentro.

– ¿Qué excusa pusieron?

– Dijeron que estaban investigando todas las alarmas inexplicables de anoche. Y…

– ¿Y?

– Parecían pensar que yo era algún tipo de cómplice.

Había estado a punto de explicar la confusión de identidades. Sabía que debía contárselo. Sobre todo después de aquel beso. No podía permitir que creyera que la mujer de su amigo permitía un beso como aquél en menos que canta un gallo. Pero todavía no estaba preparada para hacerlo. Además, él podría creer que le estaba animando a hacerlo de nuevo.

Gannon la miró antes de decir:

– Puede que sepan que yo soy amigo de Richard. En ese caso, la granja es el sitio más obvio para registrar.

– ¿Saben quién eres? El periódico decía que no.

– Puede que la prensa no conozca todos los detalles, pero la policía probablemente tenga una buena idea. Y puede que vuelvan. Lo siento, Dora. Te he causado un montón de problemas.

– Será mejor que me metas en esa lista tuya de amigos. Así no te preocuparás por ello. Y no hace falta que te preocupes tampoco por la policía. No vamos a quedarnos en la granja. Voy a ir solo a cerrar la casa y nos iremos a mi apartamento de Londres.

¿Su apartamento? ¿Por qué no había dicho nuestro apartamento?

Llegaron al coche y Gannon esperó a que lo abriera para acomodar a Sophie con las bolsas en la parte trasera.

– Hay una muñeca en las bolsas. ¿Por qué no se la das?

Gannon encontró la pequeña muñeca de trapo y se la puso en las manos a Sophie. La niña miró a Dora y murmuró algunas palabras y ella hizo un esfuerzo por recordar y le contestó el equivalente a de nada en Grasniano.

– ¿Dónde diablos has aprendido eso? -preguntó Gannon con expresión cargada de sospecha.

Ella se encogió de hombros un poco avergonzada.

– He estado en Grasnia. Entiendo lo que estás intentando hacer y te aplaudo. De verdad. No tienes por qué mentirme y por Dios bendito, entra antes de que te desmayes.

Gannon le dirigió una mirada pensativa y se acomodó con las rodillas muy dobladas en el asiento del pasajero.

– Puedes correr un poco el asiento hacia atrás -le aconsejó Dora.

Pero apenas se deslizó unos centímetros.

Dora se encogió de hombros con gesto de disculpa y arrancó para parar frente a la granja unos minutos después.

– Será mejor que te cambies y te pongas ropa seca mientras yo intento asegurar la puerta.

Gannon no perdió ni un minuto y cuando volvió, ella estaba marcando un número en el móvil. La miró, pero Dora no le hizo caso y terminó de marcar.

– ¿Sarah? Soy Dora. ¿Cómo está Laurie? Maravilloso. Dale un beso de mi parte. Sarah, cariño, ¿podrías hacerme un favor? He tenido un pequeño accidente con la puerta principal de la granja. Hace falta un carpintero y un cerrajero. Con bastante urgencia. Y el teléfono tampoco funciona -sonrió a Gannon-. Que Dios te bendiga, cariño. Mándame la factura.

Cuando colgó le preguntó:

– ¿Conoces a Sarah?

– ¿La hermana de Richard? La he visto una vez.

– Sabe arreglarlo todo. Deberías haber acudido a ella.

– No pensaba acudir a nadie, Dora.

– Cualquiera con los problemas que tú tienes necesita toda la ayuda que pueda conseguir. ¿Nos vamos?

Gannon era un pasajero terrible. No dejó de gemir cada vez que ella aceleraba por la autopista y prácticamente hizo un agujero en el suelo con los pies cuando ella frenó al meterse entre el tráfico de Londres. Pero cuando adelantó a un taxi negro en Hyde Park y lanzó un grito, Dora encendió la radio.

Él pareció captar entonces la indirecta, pero mucho antes de haber llegado a su apartamento, había cerrado los ojos.

– De acuerdo, Gannon. Ya puedes salir -dijo Dora después de aparcar entre un Mercedes y un Jaguar.

Él murmuró algo que podría haber sido una oración de gracias.

– ¿Conduces siempre así?

– ¿Cómo?

La expresión de Dora era de pura inocencia, pero no engañó a Gannon ni por un minuto. Dora Marriott o Kavanagh o como quisiera llamarse era tan inocente como un pecado. Y probablemente igual de divertida. El recuerdo de sus labios cálidos y el sabor de miel de su lengua lo asaltaron. No probablemente. Sin duda. Pero un pecado prohibido.

– Vamos, dulzura.

Dora había levantado su asiento y estaba sacando a Sophie del de atrás. El problema era que la niña había abierto todas las bolsas y se había probado todo lo que había podido, pero no se había abrochado nada bien.

– Será mejor que la lleve en brazos -dijo Gannon.

– Bobadas. Está bien -posó a la niña en el suelo-. Bueno, quizá no tan bien.

Se rió cuando los pantalones cayeron al suelo y notó que se había puesto las playeras al revés.

– Al menos ha conseguido ponerse bien el impermeable.

Dora la alzó y la abrazó.

– Está preciosa. Yo la llevaré si agarras tú las bolsas.

– Buenas tardes, señorita Kavanagh -saludó el portero en cuanto aterrizaron en el lujoso vestíbulo como una tropa de refugiados-. ¿Puedo ayudarles en algo?

– No, estamos bien, Brian. Pero le agradecería que me comprara un litro de leche.

– No se preocupe. Se la subiré con el correo ya que parece tener las manos ocupadas.

– Gracias.

– ¡Ah, Brian…! si alguien pregunta por mí, no estoy en casa y no sabe donde estoy.

– El señor Fergus Kavanagh ha venido a buscarla, señorita. Y ha llamado varias veces. Creo que sospecha que está en la casa pero que no quiere contestar sus mensajes.

– Ya los miraré cuando suba, pero cuando he dicho que no estoy en casa, lo digo en serio. Sobre todo para mi hermano.

Gannon, un poco sombrío, la siguió al ascensor y empujó la puerta de hierro.

– Debe creer que tienes una aventura.

– Quizá, pero no se lo dirá a nadie.

– ¿Lo sabes por pasadas experiencias?

Dora se dio la vuelta hacia él.

– Bien, Gannon. Eso es una solemne grosería. Ya soy cómplice de los delitos que hayas cometido, pero lo menos que puedes hacer es intentar ser educado.

– Es un sitio muy bonito para vivir.

Pero Dora sólo le dirigió una mirada que indicaba que no era suficiente disculpa. Quizá fuera porque tenía la cabeza hirviendo de preguntas, preguntas que le apartaban de sus propios problemas.

– ¿Sabes? La última vez que vi a Richard, estaba atravesando serios problemas financieros. Fue por lo que le dejó Elizabeth.

– Elizabeth le dejó porque sólo se había casado con él por su título y enseguida descubrió que no había dinero, al menos no tanto como ella había calculado. Debería haber esperado. Las cosas mejoraron en cuanto ella decidió que el banquero era mejor apuesta.

– Eso ya lo veo -dijo él cuando salieron en el piso superior.

Posó las bolsas en el recibidor del apartamento y miró los grandes ventanales con vistas al río.

De hecho, podía notar que a Richard Marriott le debía ir muy bien porque de repente se le ocurrió que mantener a una mujer como. Dora debía ser un lujo muy caro.

Aunque su mejora financiera no parecía haber sido suficiente para mantener feliz a su nueva esposa. Al menos si era alguna señal la forma en que se había abandonado a su beso.

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