Jesse no comprendía por qué estaba aún pensando en Bella. Por qué el aroma que emanaba de su cuerpo todavía lo perseguía. Por qué una mujer mal vestida con unos ojos mágicos seguía turbándolo horas más tarde.
– Según nuestros datos, los artículos de playa de las mujeres se venden dos veces más que los de los hombres -dijo Dave.
Jesse interrumpió sus pensamientos y se reclinó sobre la butaca de su escritorio.
– Dave, ya le lo he dicho. No tengo ningún interés en las mujeres, al menos en lo que se refiere a lo que se vende en mis tiendas -añadió con una sonrisa,
– Pues te estás perdiendo un filón -se apresuró a decirle Dave, que era calvo y bajito-. Sí pudieras dedicarme un minuto de tu tiempo, podría demostrarte a lo que me refiero.
Dave Michaels era el director de ventas de King Beach y siempre estaba tratando de convencerlo para que pensara en la diversificación. Sin embargo, Jesse tenía una política muy firme; sólo vendía productos que conociera y utilizara personalmente. Como miembro de la familia King, había aprendido muy pronto que el éxito se basaba en adorar lo que uno hace. En conocer el negocio mejor que nadie, A pesar de que sabía que Dave no iba a hacerle cambiar de opinión, sabía también que no se rendiría hasta que hubiera tenido oportunidad de explicarse.
– Está bien, tú dirás-dijo Jesse.
Se puso de pie porque odiaba verse atrapado tras un escritorio. Aunque era una elegante y ligera combinación de cromo y cristal, el mueble siempre le recordaba a su padre, atrincherado tras un enorme escritorio y diciéndoles a sus hijos que se fueran a jugar porque él estaba demasiado ocupado para hacerlo con ellos.
Molesto por esos recuerdos, comenzó a recorrer su despacho. Contempló con gesto ausente las estanterías, repletas de los trofeos que había ganado a lo largo de los años. De las paredes colgaban fotos enmarcadas de él compitiendo, de sus playas favoritas y retratos de su familia. Su tabla de la suerte estaba en un rincón y desde las ventanas que había detrás de su escritorio se dominaba una hermosa vista de la calle principal de la ciudad y del océano a sus espaldas.
Como si necesitara esa unión con el océano que tanto amaba, Jesse se acercó a las ventanas y fijó la mirada en el agua. La luz del sol se reflejaba en el mar e iluminaba a los afortunados que estaban esperando la siguiente ola subidos en sus tablas. Allí era donde él debería estar. Se preguntó cómo había pasado a los despachos, terminando exactamente como su padre.
Sus hermanos seguramente se estaban riendo a carcajadas con sólo pensarlo.
– Aquí en la ciudad hay una tienda con la clase de productos que nosotros deberíamos estar vendiendo -decía Dave.
Jesse casi no lo oía. Estaba dispuesto a hacer el trabajo que se había creado para sí mismo, pero eso no significaba que fuera lo que más le gustara de su vida. Al contrario que el resto de su familia, Jesse se consideraba el polo opuesto a un King. Le gustaba el dinero, pero no vivía para trabajar. El trabajo era sólo eso: trabajo, y le permitía hacer lo que quería. Disfrutar de la vida. Surfear. Salir con hermosas mujeres. No iba a terminar como su padre, un hombre que lo había dedicado todo a la familia King y que jamás había vivido.
– Si quisieras mirar estas fotografías, estoy seguro de que comprenderías que los productos de esa mujer serían un complemento perfecto para King Beach.
– ¿Los productos de esa mujer?
– Sé que no quieres añadir artículos femeninos a la línea, pero si quisieras echarles un vistazo…
Jesse lanzó una carcajada.
– No te rindes nunca, ¿verdad, Dave?
– Nunca cuando sé que tengo razón.
– Deberías haber sido un King -de mala gana, tomó las fotografías que le estaba ofreciendo. Cuanto antes terminara de trabajar, antes podría estar bajo la luz del sol-. ¿Qué es lo que estoy viendo aquí? -añadió mientras ojeaba las fotografías en color que Dave le había dado. Bañadores. Biquinis. Vestidos de playa. Todo era muy bonito, pero no comprendía la emoción de Dave.
– Estos trajes de baño -dijo Dave- son cada vez más populares. Están manufacturados con tejidos ecológicos y las mujeres que los compran aseguran que no hay nada igual.
De repente, Jesse tuvo un mal presentimiento.
– El mes pasado, hubo una reseña en la revista del dominical y, por lo que me están contando, sus ventas suben como la espuma.
Oh, sí. El presentimiento se iba haciendo cada vez peor. Estudió las fotos más cuidadosamente y vio que algunos trajes de baño le resultaban familiares. De hecho, había visto algunos colgados de una pared de una destartalada tienda de la calle principal aquella misma mañana.
– ¿Estás hablando de una tienda que se llama Bella’s Beachwear?
– ¡Sí! -exclamó Dave con una sonrisa mientras señalaba una fotografía-. Mi esposa se compró ese biquini rojo cereza la semana pagada. Me ha dicho que es el más cómodo y que mejor le ha sentado de todos los que se ha comprado en su vida. Me preguntó por qué nosotros no ofrecemos este tipo de cosas.
– Me alegro mucho de que tu mujer esté contenta con sus compras.
– No se trata sólo de mi mujer-lo interrumpió Dave con los ojos brillándole de entusiasmo-. Desde que trasladamos el negocio a Morgan Beach, de lo único que he oído hablar ha sido de Bella Cruz. Sé que hay mujeres que vienen aquí desde muy lejos para comprar sus trajes de baño. Uno de nuestros chicos de contabilidad hizo una proyección. Si uniéramos nuestra línea a la suya, el negocio de esa mujer subiría como la espuma. Por supuesto, no hay ni siquiera que decir lo mucho que su línea influiría en las ventas de King Beach.
Jesse sacudió la cabeza. Aunque apreciaba la importancia de los márgenes de beneficio más altos, tenía su propio plan para su negocio. Cuando decidiera acometer las prendas femeninas, lo haría a su modo.
– Bella Cruz se ha hecho cargo de una parte del negocio que nunca antes se había tocado. La hemos investigado un poco y ha tenido ofertas de otras empresas muy importantes para absorber su negocio, pero ella los ha rechazado a todos.
Jesse se sintió intrigado. Se apoyó sobre su escritorio y cruzó los brazos bajo el pecho.
– Explícate.
– La mayoría de los trajes de baño de este país y, en realidad, de todo el mundo, están diseñados y creados para la llamada mujer «ideal». Una mujer delgada.
Jesse sonrió. Mujeres delgadas con biquinis. ¿Cómo no iba a sonreír? Aunque, en realidad, él prefería que sus mujeres tuvieran un poco más de carne.
Como si pudiera leerle el pensamiento a Jesse, Dave dijo:
– La mayoría de las mujeres de Estados Unidos no encajan con ese estereotipo. Afortunadamente, tienen curvas. Comen algo más que una hopa de lechuga. Y gracias a la mayoría de los diseñadores, sus necesidades se ignoran completamente.
– ¿Sabes una cosa, Dave? A mí me gustan las mujeres con curvas como al que más-dijo Jesse-, pero no todas las mujeres deberían llevar biquini. Si Bella quiere vender a las mujeres que probablemente ni siquiera deberían ponerse biquini, que lo haga. No es para nosotros.
Dave sonrió. Entonces, se metió la mano en el bolsillo para sacarse otra fotografía.
– Me había imaginado que ésa sería tu reacción. Por eso, he venido preparado. Mira esto.
Jesse lomó la fotografía y frunció el ceño.
– Pero si ésta es tu esposa.
– Sí. Normalmente, Connie prohíbe las cámaras de fotos cuando vamos a nadar. Desde que se compró ese biquini, no hace más que posar.
Jesse entendía por qué, Connie Michaels había dado a luz a tres hijos en seis años. No estaba delgada, pero tampoco gorda y, con ese biquini, tenía un aspecto fantástico.
– Está muy guapa -musitó.
Inmediatamente, Dave le quitó la foto de la mano.
– Sí. Eso creo yo. Lo que en realidad quería decir es que si los trajes de baño de Bella le sientan tan bien a una mujer de tamaño normal, a las delgadas le sentarán también estupendamente. Te aseguro que esto es algo en lo que deberías pensar.
– Bien. Lo pensaré -respondió Jesse, más que nada para que Dave dejara de hablar del tema.
– Sus ventas no hacen más que crecer y creo que esa mujer sería un miembro muy valioso de nuestra empresa.
Jesse recordó el gesto que se había dibujado en el rostro de Bella aquella mañana durante su conversación. Sí. Ya había rechazado ofertas de otras empresas. Se imaginaba lo contenta que se pondría cuando él se ofreciera a comprarle su negocio. Diablos. Probablemente sería capaz de atropellarlo con el coche. No iba a ser necesario.
– Nosotros no vendemos prendas femeninas.
– Se dice que Pipeline está empezando a tantearla.
– ¿Pipeline? -repitió Jesse. Era su mayor competidor. Nick Acona era el dueño, y entre Jesse y él siempre había existido una tremenda rivalidad. Si Nick estaba interesado en Bella… Eso bastaba para que Jesse también se sintiera interesado.
– Él dice que el modo de incrementar las ventas es a través de las mujeres -le dijo Dave.
Jesse lo miró atentamente. Sabía lo que Dave estaba tramando. Y estaba funcionando.
– Lo consideraré.
– Pero…
– Dave, ¿te gusta tu trabajo?
Dave sonrió. Había escuchado antes esa amenaza y no le daba mucho crédito,
– Claro que sí.
– Bien. Pues sigamos así.
– Está bien -replicó Dave. Comenzó a recoger sus fotos y sus notas. Entonces, se dirigió hacia la puerta-, pero me has dicho que lo iba a pensar.
– Y lo haré.
La verdad era que sabía que debería acometer las prendas femeninas. Simplemente, no había encontrado nada en lo que creyera. Hasta aquel momento. El desafío sería convencer a Bella para que se uniera a ellos antes de que Pipeline le echara el anzuelo.
Cuando Dave se marchó, algo le llamó la atención. Se inclinó para recoger algo del suelo y vio que se trataba de una fotografía que debía de habérsele caído. Era de un biquini verde mar, con finas cintas en el sujetador y anillos plateados en las caderas. Sin poder evitarlo, trató de imaginarse a Bella con él, pero no pudo conseguirlo y eso le resultaba muy irritante. Siempre iba con ropa con la que tratara deliberadamente de ocultar su figura.
Sonrió y dejó la fotografía en el escritorio. Entonces, se dio la vuelta y se puso a mirar por la ventana para observar la tienda de Bella. Parecía imposible dejar de pensar en ella. No hacía más que recordar el brillo acerado de sus ojos, como si estuviera dispuesta a entrar en batalla. Aunque fuera vestida como una refugiada, había algo en ella que…
No. Bella Cruz no le interesaba en absoluto. Sin embargo, sí le interesaba cierta mujer de Morgan Beach. La que estaba buscando. Su mujer misteriosa.
Miró fijamente el mar y pensó en una noche de tres años atrás. No recordaba mucho sobre esa noche ni sobre ella. Aquel día, había ganado una competición muy importante y llevaba todo el día de celebración. Entonces, se encontró con ella, Un poco más de celebración y, por fin, sexo en la playa. Una experiencia sexual completamente sorprendente. Arrebatadora.
No había podido olvidar nunca a aquella mujer. No podía recordar su rostro, pero conocía el fuego de sus caricias. No recordaba el sonido de su voz, pero sí el sabor de sus labios.
Había sido algo más que las olas lo que lo había llevado a Morgan Beach. Su mujer misteriosa seguía allí. Al menos, eso esperaba. Existía la posibilidad de que sólo hubiera estado en Morgan Beach para la competición, pero le gustaba pensar que ella vivía allí. Que, tarde o temprano, volvería a encontrarse con ella y, cuando la tuviera entre sus brazos, no la dejaría escapar.
Afortunadamente, su teléfono comenzó a sonar silenciando así sus pensamientos.
– King.
– Jesse, soy Tom Harold. Sólo te llamo para comprobar lo de la sesión de fotos que tenemos programada para mañana.
– Claro., Está todo organizado, Tom. Los modelos llegarán a primera hora de la mañana. La sesión será en la playa. El alcalde nos ha dado permiso para acordonar una parte.
– Perfecto. Ahí estaré.
Jesse colgó el teléfono. Se sentó y decidió apartar de su pensamiento todo lo referente a Bella Cruz. Tenía mucho trabajo, el único modo de evitar que los pensamientos se le desbocaran.
– Por el amor de Dios. Bella -le dijo Kevin Walter aquella noche, durante la cena-. ¿Quieres que te deje sin local?
Kevin era el mejor amigo de Bella. Se conocían desde hacía cinco años, desde que ella se mudó a Morgan Beach y comenzó a vivir de alquiler en una vivienda que Kevin tenía. Podía hablar con él como lo haría con cualquier mujer y Kevin normalmente estaba dispuesto a darle el punto de vista masculino que ella tanto necesitaría. Sin embargo, aquella noche, Bella prefería que él viera las cosas desde su perspectiva.
– No -respondió. Aún le quedaban dos meses para que finalizara su contrato de alquiler y, si Jesse la echaba, tendría que vender sus trajes de baño desde casa. No creía que a Kevin le gustara esa solución, lo que suponía otra razón más para estar furiosa con Jesse King-. Ya sabes que si sigo un par de años más donde estoy ahora, podría comprarte la casa.
– Te he ofrecido un trato.
– Ya sabes que no quiero tratos de favor, Kevin. Quiero hacer esto yo sola.
– Sí, ya lo sé.
– Te agradezco mucho que quieras ayudarme a comprar mi casa, Kevin, pero no sería realmente mía si no lo hiciera yo sola-añadió, para no disgustar a su amigo.
– Claro. Como esa camisa que llevas puesta -afirmó él, señalando la camisa de muselina amarilla que ella llevaba con su mejor falda negra-. ¿Es tuya? ¿La has cosido tú?
– No…
– ¿Las casas y las camisas son diferentes?
– Bueno, sí…
– De acuerdo. Bien -dijo Kevin con un suspiro-. Quieres comprar la casa y si enfureces lo suficiente a King, él finiquitará tu alquiler y así no tendrás casa alguna. ¿Por qué sigues fastidiándole?
Bella pinchó la lasaña con el tenedor Luego lo soltó y lo dejó en el plato. Entonces, se cruzó de brazos y miró a Kevin a los ojos.
– Porque ni siquiera se acuerda de mí. Es humillante.
Bella se lo había confesado todo a su amigo una noche, durante un maratón de películas. Kevin le había dicho inmediatamente que le debería haber recordado a Jesse quién era.
Kevin se encogió de hombros y siguió comiendo.
– Díselo.
– ¿Decírselo? -le preguntó Bella con incredulidad-. ¿Sabes una cosa? Tal vez me habría ido mejor teniendo por amiga a una chiva. No tendría que explicarle a otra mujer por qué el hecho de decirle a Jesse que nos hemos acostado juntos es una mala idea.
Kevin sonrió.
– Sí, pero una chica no vendría a tu casa a las diez de la noche para desatascarte la ducha.
– En eso tienes razón, pero en lo que se refiere a Jesse, no comprendes nada.
– Las mujeres siempre hacen que todo sea más complicado de lo que es en realidad -musitó sacudiendo la cabeza-. Esta es la razón por la que existe la batalla de sexos, ¿sabes? Porque vosotras siempre estáis en el campo de batalla listas para la guerra mientras los hombres nos mantenemos al margen preguntándonos por qué estáis enfadadas.
Bella se echó a reír ante aquel ejemplo, lo que no consiguió apaciguar en absoluto a Kevin.
– A ver si lo adivino -dijo Kevin con un suspiro de agotamiento-. Esto es uno de esos casos en los que las mujeres pensáis que si un hombre no sabe porqué estáis enfadadas vosotras no se lo vais a decir, ¿me equivoco?
– Sí. Así es. Él debería saberlo. Por el amor de Dios, ¿acaso lo siguen tantas mujeres que, al final, todas se funden en una? -replicó ella mientras tomaba su copa de vino.
– Bella, cielo. Sabes que te quiero mucho, pero de lo que me estás hablando es tan femenino… No tiene nada que ver con el mundo de los hombres.
Kevin tenía razón y ella lo sabía. En el tema del sexo, los hombres y las mujeres pensaban de un modo totalmente diferente. Aunque ella hubiera bebido demasiadas Margaritas aquella noche, había decidido conscientemente acostarse con Jesse. Y no lo había hecho porque fuera rico, famoso o muy guapo. Lo había hecho porque habían estado hablando y había sentido un vínculo especial. Desgraciadamente, tal y como había comprendido al día siguiente, Jesse sólo se había acostado con ella porque había dado la casualidad de que estaba allí, dispuesta.
– Si buscabas algo más que una noche, se lo tendrías que haber dicho al día siguiente -le dijo Kevin-. Deberías haberle hecho recordar. Pero no. En vez de eso, decidiste comportarte de un modo totalmente femenino y dejarle a dos velas.
– Yo no le dejé a dos velas.
Por enésima vez, Bella recordó la conversación que tuvo con Jesse King aquella mañana. Él la miró y no recordó que se había acostado con ella. Había estado con tantas mujeres a lo largo de su vida que ella había pasado a ser una más.
– Mira, sé que ese tipo no te cae bien, pero ahora está aquí y no se va a marchar-dijo Kevin mientras tomaba un bocado de su comida-. Ha trasladado su empresa aquí y ha abierto su tienda más importante aquí, en Morgan Beach. Jesse King ha venido para quedarse, te guste o no.
– Lo sé…
– Entonces, si vas a vivir en la misma ciudad que él, debes contárselo. Si no, te vas a volver loca.
– ¿Sabes una cosa? Te aseguro que no estaba buscando lógica alguna en esta conversación. Sólo quería disfrutar poniéndolo verde y desahogándome.
– Ah. En ese caso, desahógate. Te escucho.
– Claro, pero no vas a estar de acuerdo -dijo ella sonriendo.
– No, claro que no. Siento mucho que lo odies, pero a mí me parece un tipo bastante decente.
– Eso es porque te ha comprado un collar de oro y esmeraldas -le dijo Bella. La tienda de Kevin vendía los trabajos de artistas y diseñadores de joyas locales. Siempre se ponía muy contento cuando hacía una venta importante.
Kevin sonrió.
– Sí, tengo que admitir que un hombre que se gasta unos cuantos miles de dólares en un collar sin pestañear es la clase de cliente que más me gusta.
– De acuerdo, eres feliz. La ciudad es feliz -comentó ella sin dejar de remover la comida en el plato-. He escrito una carta al periódico local.
– Oh, oh. ¿Qué clase de carta?
Bella bajó los ojos. Se arrepentía de lo que había hecho, pero ya era demasiado tarde.
– Habla sobre las grandes empresas que arruinan la vida de las pequeñas ciudades.
Kevin soltó una carcajada.
– Bella…
– Seguramente, ni la publicarán.
– Claro que la publicarán. Y supongo que Jesse King te hará otra visita… ¿o de eso se trata todo esto? Quieres que vaya a verte, ¿verdad?
– No, claro que no.
Deseó que Kevin fuera menos observador. La verdad era que, cada vez que Jesse King entraba por su puerta, sentía algo sorprendente. No era culpa suya que sus hormonas reaccionaran así cuando él estaba en la misma habitación.
Estaba decidida a hacerle la vida imposible precisamente por el hecho de que la afectara de esa manera. Seguramente debería dejar de enfrentarse a él, pero le resultaba imposible hacerlo.
Se había opuesto con todas sus fuerzas a que Jesse se convirtiera en el dueño y señor de Morgan Beach. Había perdido. Él se había instalado allí, había empezado a comprar locales y, en poco tiempo, había estropeado el único lugar al que ella había considerado su hogar.
Bella era hija única. Perdió a sus padres cuando tenía siete años y comenzó un largo peregrinar por hogares de acogida agradables pero impersonales. Cuando cumplió los dieciocho años, empezó una vida en solitario. No le importó, aunque siempre deseó formar parte de una familia.
Consiguió estudiar en la universidad haciendo ropa a las chicas que no tenían que preocuparse por ahorrar cada centavo. Cuando se tomó las primeras vacaciones de su vida, se encontró con Morgan Beach y ya nunca se marchó de allí.
Llevaba cinco años en aquel lugar y le encantaba. La pequeña ciudad costera era todo lo que siempre había deseado. Pequeña, agradable y lo bastante cercana de poblaciones más grandes a las que podía acudir cuando lo necesitara. Además, allí el sentimiento de comunidad era tan fuerte que encontró la familia que siempre había buscado. Allí, la gente se preocupaba por el prójimo.
En aquellos momentos, con Jesse King allí, su adorada ciudad le resultaba claustrofóbica.
– Eso intenta vendérselo a otro, Bella -dijo Kevin riéndose a carcajadas-. Cada vez que pronuncias su nombre, los ojos se le iluminan.
– Eso no es cierto -replicó ella. ¿Y si Kevin tenía razón? Qué vergüenza.
– Claro que lo es y te lo demostraré. Mira por la ventana.
Bella giró la cabeza y miró a través de la ventana del restaurante. Justo en aquel momento, Jesse King pasaba por allí. Los vaqueros, demasiado usados, se le ceñían a las largas piernas. La camisa blanca que llevaba le acentuaba aún más su bronceado.
Bella suspiró.
– Te he pillado -dijo Kevin.
– Eres malvado -replicó ella. Sin embargo, no pudo apartar la mirada del hombre que seguía ocupando demasiado tiempo sus pensamientos.