Capítulo Cuatro

Aunque las intenciones de Vance McClain eran impulsadas por el deber, Brooke se acaloró.

– De acuerdo -repuso con voz trémula-. ¿Sarah? ¿Por qué no pones un plato en la mesa para Vance mientras sirvo la cena?

La niña asintió y corrió al cajón de los cubiertos, olvidada su ansiedad por el momento.

Mientras Brooke se ocupaba del horno, sintió su mirada intensa. Pero se negó a reconocerla o a responder a la pregunta que flotaba en el aire mientras servía un plato de la comida aún caliente. Un minuto más tarde, se hallaban sentados, pero en esa ocasión fue Vance, y no Sarah, quien devoró la comida, como si llevara siglos sin degustar una receta casera.

Lo observó con ojos velados mientras bebía un poco más de sidra caliente. También a Sarah le resultaba una fuente inagotable de fascinación.

¿Por qué no? Era el hombre más atractivo del estado de Montana, quizá de todo el país.

Con su duro físico de un metro noventa y su vibrante voz masculina le derretía las entrañas. Al recorrer su rostro inteligente con los ojos, se dio cuenta de que las líneas de experiencia alrededor de su boca lo hacían más interesante. Debería haber una ley contra un hombre…

– ¿Has dicho algo, Brooke?

Santo cielo, ¿había hablado? Otra oleada de calor la recorrió.

– Sarah y yo queremos oír el resto de tu historia, ¿verdad, cariño? -repuso con celeridad para ocultar su bochorno. La pequeña asintió.

– Muy bien. ¿Por dónde íbamos?

– Después de la tormenta, el árbol estaba v solo en la montaña -indicó Sarah.

Tenía la mente de una niña precoz. ¿Existiría un padre que la había buscado? ¿Hermanos, familia? ¿Habían estado esperando ansiosos esos dos años alguna noticia de ella? Una docena de preguntas sin contestar pasó por la mente de Brooke.

– El árbol -comenzó él- se quedó en la montaña durante años. Al hacerse mayor, le proporcionó sombra a la gente que necesitaba abrigo del sol y un hogar a una familia de ardillas y pájaros. Los niños podían jugar en él. Algunas personas utilizaron sus hojas para fabricar medicinas para la gente enferma, y los habitantes del poblado más próximo recogieron algunas de sus ramas viejas para preparar un fuego cálido.

– Era un árbol bueno, Vance.

– Era el mejor -confirmó él. Brooke notó que la pequeña Sarah se le había metido hondo y también tiraba de sus emociones-. Pero el árbol seguía sin sentirse importante. No hasta Nochebuena.

– ¿Qué pasó? -Sarah estaba tan entusiasmada con la historia que se bajó de la silla para acercarse al lado de Vance. Él le rodeó los hombros con un brazo y bajó la cabeza como si quisiera compartir una confidencia.

– Acababa de nacer un bebé varón. Un niño muy especial. Necesitaba una cama, pero sus padres no tenían ninguna. De modo que el padre subió a la montaña y cortó el único árbol que quedaba para fabricarle una.

– ¿Lloró el árbol?

– No, cariño -le revolvió el pelo-. El árbol no había sido jamás tan feliz en su vida.

– ¿Y eso?

– Porque la madera se empleó para hacer la cama del niño Jesús.

– ¡Lo sé! -exclamó, saltando-. Brooke me enseñó al bebé. ¡Ven a verlo! -tiró del brazo de Vance.

En un momento sin barreras, capturó la mirada de Brooke. La suya pareció decirle que también él reconocía que Sarah era una pequeña muy especial que necesitaba desesperadamente el amor y la atención de personas cariñosas después de lo que se había visto obligada a soportar los últimos dos años. Si una mirada podía transmitir una promesa, ella sintió que Vance acababa de decirle que haría todo lo que estuviera en su poder para manejar esa situación precaria con la máxima delicadeza posible. En ese momento la admiración que le inspiraba obró una nueva dimensión. Vance McClain no a un hombre corriente. Su corazón lo sabía. Y también su alma.

La revelación la dejó débil al levantarse de la mesa y seguirlos al salón, donde la pequeña le señaló la escena que había visto.

– ¿Cómo es que Jesús no le tiene miedo a los perros?

Una vez más los ojos atribulados de Brooke se encontraron con la pregunta no formulada en los de Vance antes de arrodillarse junto a Sarah.

– Son vacas, cariño. Jesús nació en un estalo, donde viven las vacas. Dan leche.

– ¿Muerden?

– No. Son amables. También aman al niño Jesús.

Sarah se acercó más y pasó el brazo por el cuello de Brooke.

– ¿Tienes perro?

– No.

– No me gustan los perros.

– ¿Por qué no?

– El amigo de Charlie tenía un perro que se parecía a esas vacas. Decía que me mordería si me alejaba de la casa.

Santo cielo.

Brooke contuvo un sollozo.

– ¿Qué le pasó a ese hombre y su perro? -preguntó Vance.

– No lo sé. Un día Charlie y él se pelearon. Luego Charlie me hizo subir al coche.

– ¿Y después de eso no volviste a ver al hombre?

– No. Pero me asusta que me encuentren -hundió la cara en el hombro de Brooke y se agarró a ella.

– No te preocupes, Sarah. No saben dónde estás. Además, yo nunca les permitiré que vuelvan a acercarse a ti -juró Vance con la voz más helada que le había oído Brooke.

Sarah alzó la cara y lo miró con ojos tristes.

– ¿Lo prometes?

– No te mentiría, y menos en Nochebuena -él también se había puesto en cuclillas.

– No le tienes miedo a nada, ¿verdad?

– Claro que sí -lo oyó musitar.

– ¿Sí?

– Por supuesto. Por ejemplo, tengo miedo de que Brooke te quiera para ella sola y no me deje quedarme a pasar la noche.

Ella ya le había dicho que podía quedarse, pero, en su sabiduría, Vance buscaba el permiso de Sarah.

– Puede quedarse con nosotras, ¿verdad, Brooke? -suplicó girando la cara.

Como él sabía lo que sentía al dejar que un hombre entrara en su vida, Brooke no necesitó mirarlo para darse cuenta de que probablemente disfrutaba con su oportunidad para aprovecharse de su hospitalidad. Pero en el fondo de su corazón, no podía enfadarse con él. Debía realizar un trabajo en el que se encontraba involucrada Sarah.

Ganarse su confianza le proporcionaría los hechos que necesitaba para solucionar el caso. De hecho, ya había obtenido información gracias al hecho de que Sarah confiaba en él. Por ello, supo que tendría que hacer todo lo que atuviera a su alcance para ayudarlo, aunque significara dejarlo pasar la noche en su casa y volver a poner en peligro sus propias emociones.

«Pero solo por esta noche, Brooke. Solo por esta vez. Por el bien de Sarah».

– Desde luego que es bienvenido. Incluso buscaré el saco de dormir de mi padre para ponerlo junto al fuego. Tú y yo ocuparemos el sofá cama.

– ¿El sofá qué?

– Hay una cama dentro de ese sofá -señaló el sofá que había junto a la pared.

– No la veo -repuso Sarah mirándolo.

– Es porque se encuentra escondida -explicó Vance con sonrisa divertida. Con economía de movimientos, se levantó y se acercó al sofá. Como por arte de magia, lo convirtió en una cama ya hecha con sábanas y mantas. Sarah aplaudió encantada.

– Ahora podré mirar el árbol toda la noche.

– Puedes si no te cansas mucho -bromeó él-. Pero veo a una niña pequeña cuyos ojos se ven muy somnolientos.

– ¿Sí?

– Ven conmigo, Sarah -comentó Brooke-. La chicas tenemos que prepararnos para irnos a la cama -el brillo misterioso que captó en los ojos de él hizo que le temblaran las piernas.

– Mientras os espero, lavaré los platos.

– No es necesario -musitó ella.

– Sigo con hambre -gruñó, provocando una risita de Sarah-. No me negarás la oportunidad de acabar con los restos, ¿verdad?

El encanto de él le quitó el aliento. En cuanto a Sarah, la tenía totalmente enamorada.

– Puedes probar todo lo que tenemos -dijo antes de darse cuenta de lo atrevida que parecía.

– ¿Es eso verdad? -la voz de Vance la siguió fuera del salón.

Sonrojada, tomó la mano de Sarah, con la otra el bolso que había llevado de la tienda y se dirigió hacia la escalera del pasillo.

– Hablaba de la comida -dijo por encima del hombro. Prácticamente subió los peldaños a la carrera, arrastrando a la niña detrás de ella.

– Me decepcionas, Brooke -le llegó su voz-. Haces que me entusiasme y luego…

Cerró la puerta del dormitorio para ahogar el resto de las palabras.

– ¿Estás enfadada? -Sarah la miró con ojos ansiosos.

– No, cariño -se apresuró a tranquilizar-a-. En absoluto. A veces Vance comenta cosas que yo no quiero oír. Por eso cerré con fuerza, para que se enterara de lo que siento, pero jamás podría estar enfadada con él. De hecho, si nos asomáramos, seguro que veríamos que se está riendo.

– Eso es bueno -volvió a sonreír-. Me gusta Vance.

– Y a mí también.

La pequeña la siguió al armario ante el cual Brooke se puso un largo camisón de franela con volantes.

– Ojalá él fuera mi papá y tú mi mamá.

«Oh, Sarah. Pobrecita. Tienes tanta necesidad de afecto que aceptarías a cualquiera que fuera amable contigo».

– Si tuviera una hija, querría que fuera justo «no tú.

– No tengo mamá. ¿Puedo ser tu hijita?

– No estoy casada, Sarah -se aclaró la garanta.

– Puedes casarte con Vance.

– Vance es un soltero declarado.

– ¿Y eso qué significa?

– Que no quiere casarse -la verdad de esas palabras no mejoró su estado de ánimo-. Y ahora vamos a meterte en la bañera para lavarte el pelo.

Distraída, Sarah dejó de hacer preguntas el tiempo suficiente para seguirla al cuarto de baño. Diez minutos más tarde, salió limpia del agua, con el lustroso pelo castaño recogido en una coleta.

Después de cerciorarse de que la pequeña se lavaba los dientes con un cepillo nuevo que le proporcionó Brooke, buscó en el bolso los pijamas navideños rojos y blancos y las zapatillas a juego.

– Veamos cómo te quedan.

Al rato la pequeña desfiló por la habitación con su nuevo atuendo en cuya parte frontal se veía a Rudolph, un ciervo de nariz roja.

– Acércate un segundo, cariño. Hay una cosa más por hacer.

– ¿Qué? -los ojos de Sarah brillaron excitados.

– ¡Esto! -alargó la mano y apretó un interruptor diminuto. Luego repitió el movimiento en las zapatillas. La nariz roja se puso a parpadear-. Ve a mirarte en el espejo que hay detrás de la puerta.

En cuanto la niña lo hizo, gritó encantada y comenzó a dar saltos.

– ¿Puedo mostrárselo a Vance? -pidió sin aliento.

– Por supuesto. Adelante.

Mientras Sarah salía gritando su nombre, Brooke recogió las almohadas de la cama, bajó las escaleras y fue al dormitorio de sus padres a buscar el saco de dormir y el colchón inflable para Vance.

Cuando llevó todo al salón, vio que Vance, que jugaba con la niña, no le quitaba los ojos de encima. El corazón le dio un vuelco. Para ocultar sus emociones, se puso a inflar el colchón con un viejo inflador de bicicleta. Sarah parecía ajena a todo y se mostraba tan feliz que su carita parecía un sol. Tenía unos rasgos bonitos y una actitud femenina. Un día crecería y se convertiría en una mujer atractiva.

Entre la música y los cantos, a Brooke le pareció oír una llamada a la puerta. Vance y Sarah debieron oírla también. Cuando la pequeña se quedó paralizada, él le lanzó una mirada con la que le indicó que manejaría la situación.

– ¿Brooke? ¡Somos Kyle y Julia! -dijeron unas voces familiares. La llamada sonó con más fuerza.

Por ese entonces Sarah se hallaba en brazos de Vance.

– No pasa nada, Sarah -aseguró Brooke-. Te dije que iban a venir mis amigos.

Hasta que abrió la puerta y percibió la expresión en los ojos de Julia mientras observaba todo y a todos, Brooke había olvidado lo íntima y acogedora que debía parecer esa escena doméstica para sus amigos. En particular al abrir la puerta en camisón.

Un brillo de suspicacia se reflejó en los ojos de Julia cuando Kyle y ella entraron y cerraron la puerta.

– Feliz Navidad para todos, en especial para ti, primo.

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