– ¿Puedo hablar con Brooke Longley, por favor? Soy Gwen Shertleff, de los Servicios Sociales de Great Falls.
Brooke se sintió desilusionada. Era ridículo, pero en el fondo del corazón había esperado que fuera Vance.
«No puede ser», se reprendió. Quizá estuviera ausente días o semanas antes de dar caza al criminal.
Se sentó en una de las sillas de la cocina y agradeció que Sarah hubiera terminado de cenar y se encontrara en el salón con el juego de elfos eléctricos que Kyle y Julia le habían regalado para Navidad.
– Soy yo. El marshal McClain dijo que usted llamaría, aunque no había esperado saber de usted la noche de Navidad.
– Por desgracia, la Navidad es un tiempo en que muchos niños son víctima de la violencia doméstica. Me han asignado este caso. Mi trabajo es acompañar a la pequeña que usted llama Sarah de vuelta a Misisipí.
– ¿Se ha realizado una identificación positiva? -jadeó-. ¿Han encontrado a sus parientes?.
– Al parecer así es.
El conocimiento de que Sarah tenía una familia que la esperaba le encogió el corazón.
– Lo que debo hacer es entregarla a los Servicios Sociales de Jackson, donde será alojada en un hogar temporal hasta que se solucionen los trámites legales. Tengo entendido que ha sido usted quien la encontró y ha cuidado de ella.
– Sí -tragó saliva.
– ¿Se encuentra en buenas condiciones para poder viajar?
– Físicamente, sí.
– De acuerdo. Como al parecer el buen tiempo va a durar otras cuarenta y ocho horas, volaré a West Yellowstone por la mañana en un helicóptero del gobierno y la trasladaremos a Salt Lake para tomar el avión a Misisipí.
«Santo cielo, ¿tan pronto?»
– ¿Puede tenerla en el aeropuerto a las nueve de la mañana?
– Bueno, sí… pe… pero su situación la tiene tan angustiada que no creo que confíe bastante en usted como para acompañarla.
– Lo entiendo. Estas situaciones siempre son difíciles y desgarradoras. No obstante, debido a los cargos de secuestro, la ley estipula que debe ser devuelta de inmediato. Las autoridades estarán ansiosas por hablar con ella. Desde luego, cuanto antes se reúna con sus seres queridos y reciba terapia, más pronto se adaptará y podrá sanar emocionalmente.
– Tiene razón -respondió con voz quebrada. En lo más hondo de su ser llegó a la conclusión de que las autoridades no iban a tratar a Sarah con la sensibilidad de Vance. En cuanto a sus parientes, ¿la querrían como necesitaba ser querida?
– Como representante de los Servicios Sociales, quiero darle las gracias por su ayuda y generosidad. Por lo que tengo entendido, la pequeña tal vez no hubiera sobrevivido durante la noche si usted no la hubiera encontrado.
– Fue un milagro -las lágrimas cayeron por su mejilla.
– Es la naturaleza de la Navidad -comentó la otra mujer con voz amable-. La veré a las nueve. Si surge algún problema, puede llamarme a mi casa.
Brooke apuntó su número y luego colgó sumida en una profunda tristeza.
Al día siguiente Sarah se iría.
Incapaz de soportarlo, tomó la decisión de no comunicarle nada hasta la mañana. Esa noche era Navidad, una noche especial. Necesitaba ese tiempo con Sarah. Quizá fuera el último del que dispondría con la pequeña.
Decidida, se cercioró de que la puerta de atrás tenía el cerrojo puesto, apagó la luz y se dirigió al salón.
El resplandor de las luces del árbol navideño iluminaba la sonrisa feliz de Sarah tumbada boca abajo con su pijama de Rudolph mirando cómo cada elfo realizaba su truco programado.
– Si puedes olvidarte de ese juego durante un rato, tengo una historia para leerte que creo que te gustará.
Sarah se levantó del suelo.
– ¿Qué historia es?
– Es una sorpresa -desenchufó el juego, inspeccionó que la puerta delantera también estuviera cerrada y volvió a transformar el sofá en cama.
Sarah se metió bajo las sábanas mientras Brooke sacaba el libro de cuentos de la estantería. En cuanto se acomodó, la pequeña se acurrucó contra ella y estudió el dibujo de la tapa largo rato sin decir nada.
Al final la curiosidad pudo con ella.
– ¿Qué libro es?
– El Mago de Oz.
Lo abrió por la primera página y comenzó a leer; Sarah se mostró extasiada y formuló cientos de preguntas. Quiso saber por qué el gato en la historia era de cristal, su cerebro rosa y jamás tenía que comer.
Brooke no recordó si ella le había hecho a su madre tantas preguntas cuando de pequeña oyó esa historia por primera vez. Pero apostó que su madre no sintió tanto placer y satisfacción como ella en ese momento al imaginar que Sarah era su hija. Suya y de Vance.
Después de un buen rato, Sarah se quedó en silencio y terminó por dormirse. Brooke le dio un beso pero continuó leyendo en silencio. Necesitaba la maravilla y la magia de ese libro para no pensar en el trauma de la separación a la mañana siguiente.
«Sueña con Oz, Brooke. Si sueñas, entonces no pensarás en que Vance se encuentra en alguna parte bajo la inclemencia de los elementos, rastreando a un asesino que podría volverse contra él y…»
– ¿Brooke? ¿Podemos tomar tortitas otra vez para el desayuno?
Alzó la cabeza de la almohada. Su reloj indicaba las siete y diez. Era evidente que Sarah llevaba despierta algún tiempo a la espera de que ella abriera los ojos.
– Claro, cariño. ¿Por qué no subes a vestirte mientras yo preparo la masa? Sé que hay una niña muy hambrienta en esta casa.
Sarah soltó una exclamación feliz y corrió escaleras arriba.
Brooke aprovechó el momento a solas y fue a la cocina a llamar a Julia. Necesitaba discutir la estrategia para despedirse de Sarah con su querida amiga. Además, quizá supiera algo de Vance.
Mientras preparaba el desayuno, lo planearon todo. Julia reconoció que no le envidiaba lo que tenía que hacer, ya que no había ningún modo de despedirse de la pequeña sin que todas las partes sufrieran en el proceso. En cuanto a Vance, no sabía nada del departamento del marshal.
Al colgar, Sarah entró en la cocina vestida y lista para comer. Devoró las tortitas.
– ¿Podemos hacer ángeles de la nieve esta mañana en el patio delantero?
– Tengo una idea mejor -sonrió-. ¿Te gustaría dar una vuelta en helicóptero?
– ¿Qué es eso?
– Es una especie de avión.
– ¿Te refieres a que puedo subir al cielo?
– Sí. Todo el trayecto hasta Misisipí
– ¿Misi qué?
Brooke no supo si reír o llorar.
– Es otra ciudad en la que viviste antes de que esos hombres malvados te llevaran con ellos. También vas a viajar en avión. Y cuando llegues a Misisipí, tu familia te estará esperando.
«Por favor, Dios, haz que sean buenas personas que quieran a Sarah y la deseen tanto como yo».
– Pero Charlie dijo que yo no tenía mamá.
– Sin embargo, tienes otros familiares, como Ojo, el niño pequeño del libro que leímos anoche, que tenía un tío al que quería.
– ¿Yo también tengo un tío?
– Tal vez. Quizá tengas abuelos y primos. Una señora muy agradable llamada Gwen te va a llevar con ellos. Nos reuniremos con ella en el aeropuerto dentro de un rato. Aunque primero debemos guardar tu ropa y tus regalos en la maleta que te vas a llevar contigo.
– ¿Jimmy entrará en la maleta?
La pregunta la sorprendió, ya que no podía imaginar que Sarah capitulara con tanta celeridad sin plantear problemas.
– Probablemente no. Puedes llevarlo contigo. Después de terminar la leche, ¿por qué no recoges todo mientras yo busco una maleta? Tendremos que darnos prisa para no llegar tarde.
– De acuerdo. ¿Puedo llevarme a mis elfos?
– Por supuesto.
– ¿Y el libro de Oz?
– Sí, cariño. Y tu sombrero vaquero y las espuelas, las zapatillas y el calcetín con el resto de los caramelos que aún no te has comido.
Antes de que Sarah saliera volando de la cocina, corrió hacia Brooke y la abrazó con fuerza.
Qué ironía que descubriera en ese momento el verdadero significado del amor maternal, cuando le iban a arrebatar a Sarah. El dolor empeoró media hora más tarde al marcharse al aeropuerto en el coche.
Ese día resultó ser tan hermoso como el de la Navidad. Gwen Shertleff tenía razón al querer aprovechar el buen tiempo. Pero Brooke no pudo evitar desear que la tormenta que le había entregado a Sarah hubiera durado al menos una semana más para que nadie pudiera ir a ninguna parte. Sin Sarah y sin Vance.
Al entrar en el camino que conducía al aeropuerto, el sonido de unos rotores despertó la alarma en su cuerpo. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no poner rumbo al norte, donde nadie pudiera encontrarlas.
Con una inquietud creciente, se dirigió hacia el hangar principal.
– ¡Ahí está el helicóptero! -gritó Sarah entusiasmada.
– El viaje será divertido, cariño. Quédate dentro del coche hasta que yo te lo diga. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
Larry, padre de cinco hijos, y uno de los mecánicos que hablaban con una mujer de pelo castaño, la saludaron con la mano. El piloto del helicóptero se hallaba sentado ante los controles, listo para despegar.
Gwen Shertleff se dirigió hacia ella cuando Brooke bajaba del coche.
– Buenos días, señorita Longley. Gracias por traer a Sarah a tiempo -hablaba en voz alta para contrarrestar el ruido de las aspas.
– De nada -le estrechó la mano a la trabajadora social.
– ¿Sabe Sarah qué va a pasar?
– Sí.
– ¿Se ha quejado?
– En absoluto.
– Gracias de nuevo por ser una buena samaritana -dijo con sinceridad-. Sarah es una pequeña afortunada.
Brooke sintió un nudo en la garganta. Después de batallar con las lágrimas, dijo:
– La afortunada soy yo.
Los ojos compasivos de la otra parecieron entenderlo.
– Prometo llevarla a casa a salvo.
– Estoy segura de que lo hará -se secó la humedad de los ojos.
– ¿Quiere sentarla usted en el helicóptero?
– Por favor. Para que lo sepa, la envío con una maleta y regalos.
– Lo sospechaba -Gwen sonrió mientras se dirigían al asiento del pasajero del Blazer, donde Sarah ya había empezado a abrir la puerta.
Brooke las presentó, sorprendida aún por la aceptación dócil de Sarah ante sus circunstancias. La pequeña le tomó obediente la mano y comenzó a caminar hacia el helicóptero, con los ojos brillantes por la aventura que la esperaba.
Larry subió todo a bordo mientras le indicaba a Sarah dónde sentarse. Le puso el cinturón de seguridad y le dio un beso en la mejilla. Gwen ocupó su sitio al lado de la pequeña al tiempo que en silencio le indicaba a Brooke que hiciera que la despedida fuera lo más breve posible.
Pero antes de que ella pudiera formular las palabras, Sarah preguntó:
– ¿Dónde os vais a sentar Vance y tú?
Con esa única pregunta se hizo realidad la peor pesadilla de Brooke. Solo en ese momento entendió por qué Sarah había cooperado tanto.
– No podemos ir contigo, cariño. Por eso ha venido Gwen. Ella te llevará con tu familia, que te espera y te quiere. ¿Lo recuerdas?
El rostro adorable de la niña fue una máscara de dolor.
– ¡No quiero ir! ¡No dejes que me lleve, Brooke! ¡Quiero quedarme contigo y con Vance! ¡No me dejes! ¡No me dejes!
– Será mejor que se vaya -Gwen le musitó las palabras a una horrorizada Brooke mientras Sarah se afanaba por soltarse el cinturón de seguridad.
Tuvo que obligarse a darle la espalda a la pequeña. Con la ayuda de Larry, saltó al suelo. La expresión del mecánico reflejó tormento cuando Sarah comenzó a gritar con desesperación. Incluso con la puerta del helicóptero cerrada, los sollozos desgarrados de Sarah llegaron a oídos de ella. Le recordó la noche en que la encontró aporreando el escaparate de la tienda. Pensó que podría morir allí mismo. Larry la tomó por la cintura cuando las aspas rotaron a toda velocidad y el helicóptero se elevó en el aire.
– Pobre pequeña -murmuró él con tristeza.
– Santo cielo, Larry… ¿qué he hecho?
– No importa lo doloroso que haya sido, tenías que hacerlo.
– ¿Estás seguro? Porque yo no.
– Por supuesto. No olvides que los niños son fuertes. Cuando vuelva a estar con su familia, olvidará esto. Le salvaste la vida. Que eso sirva para consolarte.
– En este momento nada podría consolarme, pero gracias por ser amable.
Trastabilló hasta el coche. Una vez dentro, se derrumbó sobre el volante. Había experimentado tantas pérdidas dolorosas. Su angustia había alcanzado el cénit.