Diez

– Estás loca -declaró Noah.

Estaba empezando a anochecer, y lo último que le apetecía hacer era darse un chapuzón en un lago de agua helada.

– Ven, no está tan fría como parece.

– Sé que es agua de deshielo, Sheila. Si quieres que me bañe en agua helada, tendrás que encontrar un argumento más convincente.

– Podría ser divertido.

– No he hecho nada tan irracional en toda mi vida -reconoció él, comprobando la temperatura del agua con el pie.

– Pues ya va siendo hora.

Sheila movió la mano para salpicarlo con agua helada. La expresión perpleja de Noah se transformó en determinación mientras se metía en el lago. Ella se sumergió rápidamente, nadó y buceó hasta el fondo para reaparecer detrás de la cascada. Apenas llegó a tomar una bocanada de aire antes de que él la empujara de nuevo al fondo. Cuando volvió a salir estaba jadeando.

Noah le rodeó la cintura con los brazos.

– Me has mentido -le reprochó-. El lago está muy, pero que muy frío.

– Es refrescante.

– Es congelante.

El agua les llegaba por la cintura, pero la cascada los ocultaba a la vista. Noah le devoró la boca con un beso, mientras la tocaba íntimamente con las manos y las piernas. Le apoyó la espalda en un saliente y bajó la cabeza para besarle los pezones.

– Deberíamos irnos -dijo ella.

– Ahora no, bruja. Me has obligado a meterme en este lago contigo y vas a sufrir las consecuencias.

– ¿Y de que consecuencias estás hablando?

– Voy a hacerte suplicar que te haga el amor.

– Pero Sean y Emily…

– Nos esperarán.

Noah volvió a besarla, sin dejar de acariciarla entre las piernas. A pesar de la temperatura del agua, Sheila se empezaba a calentar por dentro. Las caricias la hicieron olvidarse de todo salvo del deseo que la dominaba. Le pasó la lengua por el pecho y se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que la consumiera el amor que sentía por él.

– Oh, Noah…

– Sí, mi amor.

– Por favor…

– ¿Qué quieres?

– Por favor, hazme el amor.

– Te amo, Sheila. Te amaré eternamente.

Noah la sentó en una roca, le separó las piernas y se introdujo en ella para arremeter frenéticamente. Sheila se aferró a él para unirse a sus movimientos hasta que el clímax y el agotamiento se apoderaron de ella.

– Te amo, Noah -murmuró.

Le lamió una gota de agua de la frente y notó que la abrazaba con fuerza, como si tuviera miedo de perderla si la soltaba.

Se vistieron tiritando de frío, recogieron sus cosas y volvieron al camino. El anochecer empezaba a sumir las colinas en la oscuridad, pero cuando llegaron a la casa vieron que no había luz en las ventanas. Sheila se puso nerviosa; era obvio que Sean y Emily no habían vuelto.

– Creía que ya estarían aquí -dijo-. Les he dicho que volvieran antes de que oscureciera.

– Emily no habrá conseguido arrastrar a Sean. No estaban muy cerca, y la tarde es la mejor hora para pescar.

Sheila no estaba convencida.

– Ya deberían estar en casa.

– No te preocupes, se que llegarán. Estoy seguro de que estarán aquí en menos de media hora.

– ¿Y si no llegan?

– Iremos a buscarlos. Sabes adónde iba Emily, ¿verdad?

– Sí, mi padre también me llevaba allí cuando era pequeña.

– Entonces es mejor no preocuparse antes de tiempo. Hay una cosa de la que te quería hablar.

Noah se recostó en una hamaca del jardín y le indicó con señas que se tumbara al lado. Ella obedeció de inmediato.

– De acuerdo, habla.

– Creo que debería hablarte de Marilyn.

– ¿La madre de Sean?

– No pienso en ella como su madre, sino como la mujer que lo alumbró.

– No tienes que explicarme nada de esto.

Sheila quería saberlo todo sobre él, pero no le interesaba conocer al detalle todos sus secretos. No veía qué sentido tenía desenterrar recuerdos desagradables.

– No tengo que contarte nada, pero quiero hacerlo. Tal vez así entiendas lo que siento por mi hijo y por mi padre.

– Ben intervino…

Noah se puso tenso.

– Oh, sí, intervino del todo. No lo podía evitar. No conoces a mi padre; si lo conocieras, te darías cuenta de que trata de dominar todo lo que toca, incluida la gente.

– Tu padre está enfermo -le recordó ella.

– Hace dieciséis años no lo estaba. De hecho, estaba en su mejor momento.

Noah hizo una pausa y evocó una época de su vida que había tratado de olvidar.

– Marilyn sólo tenía diecisiete años cuando la conocí en una fiesta de la universidad a la que fui con un amigo mío. En ese momento, pensé que era la chica más hermosa que había visto: rubia, pelo largo, ojos azules y una sonrisa capaz de derretir el hielo. Estaba fascinado. Poco después empecé a salir con ella, y Ben me ordenó que la dejara. Decía que no pertenecía a nuestra clase social. Creo que te he comentado que nunca me he llevado bien con mi padre.

Sheila asintió.

– Según él -continuó-, Marilyn era una caza fortunas. Puede que lo fuera. No lo sé, era demasiado joven. Fuera como fuera, supongo que el hecho de que mi padre se opusiera a nuestra relación la volvió más atractiva a mis ojos, al menos durante un tiempo. Después de cuatro meses empezamos a discutir por cualquier cosa y, justo cuando había decidido romper con ella, se enteró de que estaba embarazada. Puede que estuviera asustada, pero no tuvo el valor de contármelo. Me enteré por un amigo mío que estaba saliendo con la hermana de Marilyn.

Noah cerró los ojos como si quisiera esconderse de la verdad.

– Me puse furioso porque no me había informado, y perdí los estribos cuando me enteré de que pensaba abortar. Estuve dando vueltas con el coche durante cuatro horas para tranquilizarme, y comprendí que deseaba tener a mi hijo más que nada en el mundo y que estaba dispuesto a pagar cualquier precio para conseguirlo. Le supliqué que se quedara con el bebé, pero no quería. Le dije que me casaría con ella, que le daría mi apellido al niño, y que estaba dispuesto a hacer lo que me pidiera con tal de que reconsiderara la idea.

Noah tragó saliva. La amargura le crispaba la voz.

– Al final accedió -dijo-. Creí que había ganado una batalla imposible, porque se notaba que estaba más interesada en ser animadora del equipo de fútbol que en convertirse en la madre de mi hijo. Estaba seguro de que, con el tiempo, maduraría y aprendería a querer al niño, pero no podía estar más equivocado. Ben se había opuesto al matrimonio desde el primer día, con bebé o sin el, y le ofreció una buena cantidad de dinero si cedía al niño en adopción. La oferta era muy atractiva para ella, porque le daba la posibilidad de pagarse la universidad.

Sheila estaba sin aliento mientras veía sufrir a Noah por lo sucedido dieciséis años atrás.

– Estaba furioso por la propuesta de mi padre y asqueado por la respuesta de Marilyn. Traté de convencerla para que desistiera, y le prometí que, si nos casábamos y se quedaba con el niño, encontraríamos la forma de pagar sus estudios. Rechazó todas las soluciones que le propuse. No entendía por qué hasta que me dijo que se le había ocurrido una solución alternativa.

Noah se pasó una mano por el pelo y maldijo entre dientes. Sheila comprendió que estaba compartiendo con ella cosas que mantenía ocultas al resto del mundo. Le estaba dejando acercarse a él y le revelaba sus secretos más íntimos. Apoyó la cabeza en su hombro y escuchó los latidos de su corazón.

– Por una suma considerablemente mayor, Marilyn estaba dispuesta a darme al niño. Me tragué el orgullo y le supliqué a mi padre que aceptara el trato para poder quedarme con Sean. Hace dieciséis años los padres casi no tenían derechos sobre sus hijos, y sin el consentimiento escrito de Marilyn, no podría haber conseguido la patria potestad. Ben me dijo que estaba loco, pero terminó por acceder. Y, en estos dieciséis años, no ha perdido oportunidad de recordarme que Sean se pagó con su poder y su dinero. Pero por fin le he devuelto el favor

– ¿Por ocuparte de la empresa mientras se recupera en México?

– Sí. He tardado todo este tiempo en poder librarme de la deuda con él.

– Lo siento, Noah.

– No te preocupes. Se ha acabado.

– Pero te molesta.

– Como he dicho, ya se ha acabado.

Noah miró a su alrededor y se dio cuenta de lo oscuro que estaba.

– Los niños deberían haber vuelto.

Sheila estaba tan absorta con el relato que tampoco había notado que se había hecho de noche. Sintió pánico al darse cuenta de que Emily no había regresado.

– Oh, Dios mío. ¿Dónde estarán’?

– ¿Tienes linternas?

Sheila asintió y corrió a la casa antes de que él pudiera decirle que las buscara. Al cabo de dos minutos estaba fuera esperando a que alguien contestara a los gritos de Noah. Empezaron a subir la colina al trote.

– Maldición -farfulló él-. Debería haberte hecho caso cuando dijiste que fuéramos a buscarlos.

– A buenas horas.

Sheila sabía que estaba siendo injusta, pero la preocupación por su hija le impedía pensar.

El se detuvo y puso las manos a ambos lados de la boca, a modo de altavoz, para gritar el nombre de Sean. El chico contestó a lo lejos. Sonaba asustado.

– Oh, Dios -murmuró Sheila-. Ha pasado algo.

Dominada por el miedo, empezó a correr por el camino mientras imaginaba las peores situaciones posibles. Tropezó con una raíz y Noah corrió a ayudarla, pero no pudo evitar que en la caída se le desgarraran los vaqueros y se lastimara la rodilla. Sheila hizo una mueca de dolor y siguió corriendo, sin fijarse en que estaba sangrando.

Los gritos de Sean se oían cada vez más cerca. Al cabo de un momento, las linternas iluminaron la cara angustiada del chico. Sheila se contuvo para no gritar cuando vio que llevaba a Emily en brazos. Estaba empapada; tenía la cara cubierta de barro y las mejillas llenas de arañazos.

– Mamá… -gimoteó estirando los brazos.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas cuando la abrazó.

– Tranquila, cariño, no pasa nada. Mamá está aquí.

Emily estaba tiritando y le castañeteaban los dientes. Noah se quitó la camisa y se la echó a la niña por los hombros.

– ¿Estás bien, preciosa? ¿Te has hecho daño?

– Se ha hecho daño en el tobillo -contestó Sean, pálido.

– Vamos a echar un vistazo.

Noah iluminó los tobillos de la niña y comprobó que el derecho estaba hinchado.

Emily soltó un alarido de dolor cuando la toco.

– Tranquila, Emily -le susurró su madre al oído-. Noah sólo está viendo qué te has hecho.

Sheila le lanzó una mirada a Noah para advertirle que fuera cuidadoso.

– No parece que esté roto, pero no lo puedo asegurar -dijo él-. Ven aquí, Emily, te llevaré a casa y llamaremos al médico.

– ¡No! Quiero que me lleve mi madre.

– Emily -insistió Noah con voz firme.

– No te preocupes. Yo la llevo.

– Olvídalo, Sheila. Estás sangrando. Yo llevaré a Emily.

– Mamá…

– En serio, Noah, estoy segura de que puedo cargarla hasta la casa.

– No insistas.

Noah tomó a la niña con cuidado y se volvió hacia su hijo.

– Ocúpate de las cañas y las linternas -le ordenó-. Y ve con Sheila, que se ha hecho un corte en la pierna. Vamos allá. Cuanto antes llevemos a Emily a casa, mejor.

Ni siquiera la pequeña se atrevió a protestar. Sheila frunció la boca y no dijo nada. Lo único que le importaba era el bienestar de su hija.

Cuando ya podían divisar las luces de la casa, Noah miró a su hijo con severidad y preguntó:

– ¿Qué ha pasado, Sean?

– Hemos estado pescando.

– ¿Y qué más?

– Al ver que se hacía de noche, he apretado el paso -explicó el chico-. Emily iba detrás de mí y, cuando estábamos cruzando el arroyo, se ha resbalado. He corrido para ayudarla, pero la corriente le ha hecho perder el equilibrio y se ha caído al agua. Por suerte, es poco profundo y la he podido sacar enseguida. Pero se ha puesto a llorar y a gritar que le dolía el tobillo, y la he traído en brazos tan deprisa como he podido.

– Deberías haber sido más considerado. Si respetaras los horarios y no estuvieras siempre corriendo, tal vez no hubiera pasado esto.

– Yo no pienso que…

– Ese es el problema, hijo: que no piensas lo que haces.

– Basta, Noah -terció Sheila-. Sean no tiene la culpa, y no sirve de nada discutir.

Finalmente llegaron a la casa. Mientras ella limpiaba y secaba a su hija, Noah llamó a una médico amiga de Sheila. Sean caminaba nervioso de un extremo al otro del pasillo, entre el salón y el despacho, hasta que Emily se recostó en la cama y llegó la médica.

Donna Embers era joven y tenía una hija de seis años.

– Así que te has caído… ¿Y cómo te encuentras? -preguntó a Emily.

– Bien.

– ¿Y qué tal el tobillo? ¿Esto te duele?

– Ay -gimió la niña, con una mueca de dolor.

Mientras la médico seguía con la revisión, Sheila observó a su hija, que parecía más pequeña de lo que era. Recostada en la almohada blanca, tenía un aspecto muy frágil.

Donna se enderezó, sonrió y le acarició la cabeza a la niña.

– Creo que sobrevivirás -dijo-. Pero no podrás apoyar el pie durante un tiempo. Y de ahora en adelante, nada de saltar en los arroyos, ¿de acuerdo?

– Sí.

Donna se llevó a Sheila a la cocina.

– Se pondrá bien -le prometió-. No te preocupes.

– Gracias.

– No creo que necesite nada más fuerte que una aspirina, pero quiero que la lleves el lunes a la clínica para hacerle una radiografía.

– Pero creía que…

Donna sonrió y le puso una mano en el hombro para tranquilizarla.

– He dicho que no te preocupes. Estoy segura de que sólo es una torcedura, pero prefiero asegurarme de que no tiene nada más.

Sheila suspiró aliviada.

– No sabes cuánto te agradezco que hayas venido.

– ¿Para qué están los amigos? Además, te pasaré la factura.

– ¿Tienes tiempo para tomar un café?

Donna sacudió la cabeza y avanzó hacia la puerta.

– Me encantaría, pero he dejado a Dennis con la cena y los niños, y podría ser demasiada responsabilidad para él.

Sheila se apoyó en el marco de la puerta y se echó a reír. Si de algo no se podía acusar al marido de su amiga, era de ser irresponsable. Se despidió de ella y volvió a la cocina para preparar café.

– ¿Emily se recuperará? -preguntó Sean.

– Está bien.

El adolescente tragó saliva y bajó la vista al suelo.

– Lo siento mucho.

– No ha sido culpa tuya.

– Mi padre no opina lo mismo.

– Tu padre se equivoca.

Sean levantó la cabeza y la miró a los ojos.

– Creía que os llevabais bien.

– Nos llevarnos muy bien -reconoció ella-, pero eso no significa que siempre tenga que estar de acuerdo con él.

Sean se desplomó en una silla.

– Debería haber tenido más cuidado.

– Aunque lo hubieras tenido, el accidente podría haber ocurrido de todas formas. Alégrate de que no haya sido peor.

– ¿Peor de lo que ha sido?

Sheila se sentó junto a él y le puso una mano en el hombro.

– Podrían haber pasado mil cosas peores -dijo-. Emily se podría haber golpeado la cabeza; podrías haberte caído tú también; podrían haber pasado muchas cosas. Lo has hecho todo bien, Sean. Has sacado a Emily del agua y me la has traído. Gracias.

El chico estaba perplejo.

– ¿Por qué me das las gracias?

– Por pensar con claridad y cuidar de mi hija.

Sean se revolvió en el asiento. Aún se sentía culpable por el accidente de Emily, y había pasado de ser un adolescente rebelde a ser un niño asustado.

– Siento haberme comportado tan mal anoche -murmuró.

– No pasa nada.

– Pero fui muy desagradable contigo -insistió, avergonzado.

– Me temo que sí.

– ¿Y por qué no estás enfadada conmigo?

– ¿Es eso lo que quieres?

Noah había oído el final de la conversación y estaba en la puerta esperando que Sean contestara a la pregunta que le había hecho Sheila.

El chico la miró a los ojos, sin saber que su padre estaba detrás de él.

– No lo sé. Creo que no quería que me cayeras bien.

Sheila miró a Noah antes de volver la vista a Sean.

– ¿Porque tenías miedo de que quitara a tu padre?

Sean se encogió de hombros.

– Jamás haría una cosa así -declaró ella-. Tengo una hija y sé lo importante que es que nos tengamos la una a la otra. Nadie podría apartarme de mi niña, y estoy segura de tu padre tampoco permitiría que lo apartaran de ti.

El adolescente la miró atentamente y volvió a ponerse a la defensiva.

– ¡Mi padre sigue queriendo a mi madre!

– Lo sé, Sean -contestó ella, silenciando a Noah con la mirada-. Y no pretendo que deje de quererla.

Sheila decidió cambiar de tema rápidamente, porque sabía que Noah estaba a punto de intervenir y quería evitar otro enfrentamiento.

– Emily te había preparado unos pasteles, pero se le debe de haber olvidado con la emoción de ir a pescar.

Se puso en pie y empezó a poner los pasteles en un plato.

– ¿Por qué no le llevas esto para animarla un poco? -sugirió.

– ¿Crees que querrá verme? Podría estar dormida o algo así.

– Está despierta -dijo Noah, entrando en la habitación-. Acabo de estar con ella y, lo creáis o no, parece que tiene hambre.

Sean tomó el plato y dos vasos de leche, y se fue a ver a Emily. Sheila le sirvió una taza de café a Noah, sin preguntarle si le apetecía.

– ¿Cómo tienes la pierna? -preguntó él.

– Perfectamente. Me he limpiado la herida y está bien. No ha sido más que un rasguño.

– ¿La médico te la mirado?

– No.

– ¿Por qué?

– Ya te he dicho que he limpiado y vendado la herida. En serio, no es nada grave.

Él no parecía muy convencido.

– Siento que Emily y tú hayáis sufrido por culpa de la negligencia de mi hijo.

– Por favor, Noah, no lo culpes. Es un niño.

– Ya tiene dieciséis años y debe aprender a ser responsable. Debería haber tenido más cuidado.

– Lo sabe. No lo regañes; sería hurgar en la herida. Ya se siente bastante mal.

– Hace bien.

– ¿Por qué?, ¿porque ha sido poco cuidadoso? Los accidentes ocurren, Noah. No le exijas tanto al chico.

Él dejó la taza en la mesa, se acercó a la encimera y se quedó mirando la ventana en silencio.

– No es sólo el accidente lo que me preocupa -dijo al cabo de un momento-. Es su actitud. Tú estabas en mi casa la noche que volvió borracho, y no era la primera vez. Tiene problemas en el colegio, y hasta he tenido que ir a buscarlo a la comisaría. No fue a la cárcel porque es menor de edad, pero ha estado muy cerca. Ha faltado a dos reuniones con el asistente social y ha complicado más aún su situación legal.

– Muchos chicos tienen problemas.

– Lo sé. Pero todo tiene un límite.

Sheila se acercó y lo abrazó por la cintura. Se preguntaba cuánto tiempo llevaría torturándose porque se sentía culpable con su hijo.

– Te preocupas demasiado, Noah. Me dedico a trabajar con adolescentes conflictivos y sé por experiencia que tu hijo saldrá adelante.

– ¿Por qué has dejado que te mintiera?

– ¿Cuándo?

– Cuando te ha dicho lo de su madre. Sabes lo que siento respecto a Marilyn.

– Y es muy probable que Sean también lo sepa, pero aún no puede reconocerlo delante de mí. Aún me considera una amenaza.

– Creo que le estás dando más importancia de la que tiene.

– La adolescencia es muy dura, Noah, ¿lo has olvidado? Y a eso se le suma el hecho de que Sean sabe que su madre lo rechazó, y eso lo hace sentirse inferior.

– Muchos niños se crían sólo con uno de los padres. Emily, sin ir más lejos.

– Y para ella tampoco es fácil.

Noah se volvió para mirarla. Notó la preocupación que le nublaba el rostro y le besó la frente.

– Eres una mujer muy especial, Sheila Lindstrom, y te amo. En momentos como éste me pregunto cómo he podido vivir tanto tiempo sin ti.

– Imagino que tienes una voluntad de hierro.

– Igual es que soy testarudo y tonto.

Noah le pasó un brazo por los hombros y la guió fuera de la cocina.

– Vamos a ver a Emily -añadió.

– En seguida voy. Adelántate tú, yo tengo que hacer una llamada.

– ¿A quién tienes que llamar a estas horas?

– A Jeff.

– ¿Para qué quieres llamar a tu marido?

– Tiene derecho a saber lo del accidente.

– ¿Crees que le importa?

– Es el padre de Emily, Noah. Por supuesto que le importa.

– Por lo que me has contado de él, no se preocupa mucho por su hija.

– ¡Baja la voz! -Susurró entre dientes-. Jeff se tiene que enterar.

Noah frunció el ceño.

– ¿Estás segura de que no estás aprovechando la excusa del accidente para llamarlo?

– No necesito ninguna excusa para llamarlo, es el padre de mi hija. Quiero que sepa que a Emily le ha pasado algo y no puedo dejar que se entere por terceros.

– ¿Por qué?

– Ponte en su lugar y piensa cómo te sentirías si se tratara de Sean.

– Es distinto. Me preocupo por mi hijo, y daría lo que fuera por no perderlo. Me atrevo a decir que no es ése el caso de tu ex marido.

– Sigue siendo su padre. O llamo a Jeff o llamo a su madre, y preferiría no preocupar a Manan, porque estaría aquí en menos de media hora.

– ¿Y Coleridge también va a venir corriendo a ver cómo están su hija y su ex mujer? ¿Es eso lo que esperas?

– ¡Eres imposible! Pero debo reconocer que tienes razón en una cosa: me encantaría que viniera Jeff.

– Lo suponía.

– Pero no por los motivos que crees -continuó ella, tratando de mantener el control-. Emily acaba de pasar por una experiencia traumática, y creo que le haría bien contar con un poco de apoyo de su padre.

– Jeff es tan padre de Emily como Marilyn es madre de Sean. No me puedo creer que sigas aferrada a una imagen ideal que no ha existido ni existirá nunca. No es bueno para ti, pero sobre todo, no es bueno para Emily.

– Mira quién habla, ¡el padre del año!

Sheila se arrepintió inmediatamente de lo que había dicho; había sido cruel.

Noah apretó los puños un momento.

– No pretendo hacerte daño -dijo-; sólo intento que entiendas que los genes no tienen nada que ver con ser padre. Desde luego, Coleridge es el padre biológico de tu hija, pero ¿dónde estaba cuando las cosas se pusieron difíciles? ¿O has olvidado que te dejó por otra? Un hombre así no merece saber que su hija se ha caído. Reconócelo, Sheila, no le importa.

– Emily pasa unas semanas con él en verano. Jeff la espera a finales de la semana que viene.

– ¿Y ella quiere verlo?

– No lo tiene muy claro -reconoció ella.

– Dices que tu hija sabe que su padre no la quiere, pero estás esperando que, cuando se entere de lo del accidente, Jeff venga corriendo y se convierta en un dechado de virtudes a ojos de Emily. No te engañes, Sheila, y por el bien de la niña, no trates de hacer de tu marido algo que no es. Déjale a Emily formarse su propia opinión.

– Lo hará, tanto si lo llamo como si no. No obstante, lo voy a llamar, porque como padre tiene derecho a saber que a su hija le ha pasado algo.

– Renunció a sus derechos cuando la abandonó hace cuatro años.

Se miraron a los ojos durante un momento para tratar de reparar el daño que había causado la discusión, pero fue imposible.

– Lo siento -dijo ella con voz trémula-, pero soy yo la que decide.

Acto seguido, Sheila se volvió hacia el teléfono y marcó el número de Spokane.

Noah se giró y maldijo entre dientes mientras se dirigía a la habitación de Emily. Se preguntaba si algún día llegaría a entender a las mujeres.

Aunque no se había vuelto a hablar del tema, la discusión que habían tenido flotaba sobre ellos como una nube oscura. Noah había decidido quedarse otra semana en la bodega para comprobar las conclusiones de Anthony Simmons con relación al incendio. Le había confiado el coche a Sean para que fuera a Seattle a buscar ropa y documentos de Wilder Investments, y el chico había vuelto a Cascade Valley tal como había prometido: con el coche intacto.

Noah, por su parte, era un torbellino. Había decido que a Wilder Investments le convenía reabrir la bodega y había emprendido una limpieza general de la propiedad. No había sido fácil, pero hasta el sheriff había accedido a que se reconstruyera completamente el ala oeste. El viernes por la tarde, D &M Construction, una subcontratista de Wilder Investments, se había instalado en el lugar, y el capataz estaba trabajando con un arquitecto para rediseñar el edificio.

Se pasaban los días preparando la vendimia y las noches haciendo el amor. Noah no había vuelto a mencionar a Jeff, y Sheila esperaba que olvidaran las cosas que se habían gritado en el fragor de la discusión.

Noah empezó un curso acelerado de vitivinicultura, con Sheila y Dave Jansen de profesores. Dave lo llevó a hacer una visita por los viñedos. Mientras le mostraba orgulloso una ladera cubierta de cepas, le fue contando la historia del lugar.

– Hace treinta años había quien creía que el oeste del estado de Washington no le llegaba a la suela del zapato a California en producción de vino.

– Pero cambiaron de opinión, ¿verdad?

– Así es. La gente cree que en Washington llueve continuamente, pero eso es porque no ha estado nunca en esta zona. Aquí los veranos son cálidos, secos y con muy pocas lluvias. La combinación de calor moderado, mucha luz y días largos da a la fruta un sabor agridulce muy equilibrado. Todos nuestros vinos tienen un marcado carácter varietal.

– ¿Los inviernos? Hace un par de años, una nevada tardía estuvo a punto de estropear los cultivos.

– Son cosas que pasan. De verdad, éste es un lugar fantástico para producir vino. Sé que Sheila ha tenido una racha de mala suerte, pero le prometo que Cascade Valley producirá el mejor vino del país.

– Es una promesa muy ambiciosa -dijo Noah.

– Lo digo de verdad. Tenemos buen clima, la cantidad justa de luz, tierra fértil y muy pocas plagas. Creo que no se puede pedir más.

– ¿Y qué le impide a un competidor construir cerca de Cascade Valley?

– La reputación de la marca -contestó Dave sin dudarlo.

– Una reputación que se ha visto salpicada durante los últimos años.

– Me gustaría negarlo, pero no puedo. ¿Quiere que lo lleve hasta la casa? Querría enseñarle nuestra última inversión: barricas de roble francés para la crianza. Fue idea de Oliver. Las usó hace varios años, y el resultado es nuestro cabernet sauvignon crianza, que esperamos comercializar este verano.

– Creo que voy a volver andando. Pero mañana me gustaría ver las botellas de crianza.

– De acuerdo. Hasta mañana

La vieja furgoneta se alejó dejando tras de sí una nube de polvo. Noah se metió las manos en los bolsillos traseros de los vaqueros y empezó a caminar hacia la casa, pensando en las calamidades que había sufrido Cascade Valley durante los últimos años. La mayoría se podía atribuir a desastres naturales, pero el asunto de las botellas adulteradas de Montana era distinto. Las marcas encontradas en los corchos de algunas botellas demostraban que había habido sabotaje.

Al principio, Noah había dado por sentado que había sido obra de Oliver Lindstrom, pero ya no estaba tan seguro. La imagen que trazaba la gente con la que había hablado indicaba que Oliver no era capaz de destruir aquello por lo que había trabajado tanto. Si, como sostenían Sheila y los empleados, los vinos Cascade Valley y la bodega eran la razón de vivir de Oliver, era ilógico que hubiera querido dañar la reputación que se había forjado con los años.

Aquello no tenía sentido. Un hombre que necesitaba dinero no habría adulterado su producto y provocado una costosa retirada del mercado de toda la producción, además de la pérdida de confianza por parte de los consumidores. Costaba creer que Lindstrom hubiera podido estar tan desesperado como para quitarse la vida en un incendio intencionado, como afirmaba Simmons. El maldito incendio seguía llenándolo de dudas.

Mientras subía la última cuesta de la colina donde estaba la casa, Noah se pasó los dedos por el pelo y contempló la destrucción. Si no se hubiese enamorado de Sheila, todo habría sido mucho más fácil.


Sheila estaba arrancando el viejo papel pintado de las paredes del comedor cuando sonó el timbre.

– Emily -gritó-, ¿puedes abrir’? Al ver que no obtenía respuesta inmediata recordó que la niña le había comentado algo sobre salir con Sean. Tenía el tobillo mucho mejor, y se sentía muy encerrada en la casa.

El timbre volvió a sonar.

– Ya voy -gritó mientras se secaba las manos.

Se preguntó quién podría ser. Era casi la hora de cenar, y ella estaba echa un desastre; su ropa olía como las paredes cubiertas de hollín que había estado limpiando. La puerta se abrió antes de que pudiera llegar, y Jeff asomó la cabeza por el vestíbulo.

– Ya creía que no había nadie -dijo mirándola de los pies a la cabeza.

– Perdón, creía que vendría a abrir Emily. -

– Y yo creía que estaba en reposo. ¿O sólo era uno de tus trucos para verme?

– Eso fue hace mucho tiempo.

– No tanto.

Sheila se plantó en la entrada, impidiéndole el paso.

– Supongo que has venido a ver a Emily.

– ¿A quién podría querer ver si no?

Jeff esbozó la sonrisa pícara de siempre. Seguía siendo muy atractivo; al parecer, la buena vida le sentaba bien. Pero después de tantos años, Sheila era inmune a sus encantos.

– Espero que a nadie más -contestó-. Emily está fuera. Iré a buscarla.

El estiró una mano y la agarró de la muñeca.

– Sheila, cariño, ¿qué hace nuestra hija fuera de la cama? Creía que tenía una torcedura de tobillo seria. Al menos, eso fue lo que me contaste.

Ella apartó el brazo y se plantó una sonrisa edulcorada en los labios.

– Y si hubieras venido hace unos días, la habrías encontrado en la cama. Afortunadamente, los niños de su edad se recuperan pronto.

– Vaya, empiezas a mostrar las garras, cariño. Sabes que no podía venir antes.

– Podrías haber llamado.

– ¿Era eso lo que querías?

– Lo que quería era que mostraras un poco de interés por tu hija. Ya no es un bebé y está empezando a entender lo que sientes por ella.

– Con lo mal que le hablas de mí, no me extraña.

– Sabes que no hago tal cosa. Además, no necesita que nadie le diga nada; tú solito te encargas de mostrarle tus miserias.

– Creía que teníamos un divorcio amistoso. ¿No era eso lo que querías, por el bien de tu hija?

– Cuando era lo bastante ilusa para creer que era posible.

– Y que quieres ahora, Sheila?

– Quiero que te intereses por tu hija, Jeff. ¿Es mucho pedir?

El respiró profundamente para tratar de controlar la ira que sentía cada vez que la veía y recordaba lo atractiva que era. Lo ponía nervioso. En otra época se había sentido orgulloso de presentarla como su esposa, pero ella quería más: quería tener hijos. Emily era una niña encantadora, pero a él no le gustaba la idea de la paternidad; lo hacía sentirse viejo.

Tragó saliva y trató de no prestar atención a la mirada penetrante de Sheila.

– Sabes que quiero a Emily -contestó, encogiéndose de hombros-. Es sólo que no me siento cómodo con los niños.

– Nunca lo has intentado. Ni siquiera con tu propia hija.

– Te equivocas. Lo intenté, y mucho.

– Pero en tu corazón no había lugar para ella.

– Yo no he dicho eso.

– Nunca has querido a nadie en tu vida, Jeff, excepto a ti mismo.

– Eso es lo que siempre me ha gustado de ti: tu temperamento tierno y sereno.

Sheila estaba furiosa, pero trató de mantener el control. Le habría gustado poder mirar a Jeff con indiferencia y no verlo como el padre que rechazaba a su hija.

– Esta discusión no nos va a llevar a ninguna parte -dijo entre dientes-. ¿Por qué no vas a la cocina y esperas mientras voy a buscar a Emily? Está en el patio.

Jeff vaciló, como si quisiera añadir algo, pero no dijo nada. Sheila dio un paso atrás para dejarlo entrar y trató de recuperar la calma. No quería contaminar a Emily con sus preocupaciones sobre la patética relación entre padre e hija.

Salió al patio y respiró hondo. Emily estaba muy entretenida mirando a Sean y Noah, que se lanzaban un disco volador. Era una escena familiar encantadora, y a Sheila le dolía el corazón por tener que estropearla.

– ¡Emily! Tienes visita.

– ¿Quién es?

– Tu padre ha venido a verte.

A la niña se le desdibujó la sonrisa.

– ¿Papá?

– ¿No te parece bien?

– No me va a llevar a Spokane, ¿verdad?

– Por supuesto que no, cariño. Sólo ha venido a ver cómo tienes el tobillo. Vamos. Te está esperando en la cocina.

– No, estoy aquí -gritó Jeff, acercándose a su hija con una sonrisa-. Ha sido un viaje largo, y no podía esperar más.

En aquel momento se dio cuenta de que Emily y Sheila no estaban solas. El juego había terminado, y Noah miraba atentamente al ex marido de la mujer que amaba.

– Creo que no nos conocemos -dijo Jeff.

Noah avanzó lentamente, con una mirada desafiante.

– Noah Wilder -se presentó, tendiéndole la mano-, y mi hijo, Sean.

– Jeff Coleridge. Encantado. ¿Has dicho Wilder?, ¿tienes algo que ver con Wilder Investments?

– Es la empresa de mi padre.

– ¿Ben Wilder es tu padre? -preguntó Jeff, impresionado.

– Sí.

– Ah. De modo que estás aquí como socio de Sheila…

Jeff parecía aliviado.

– En parte.

– No lo entiendo.

– Noah es amigo de mamá -intervino Emily.

– ¿Eso es cierto? -preguntó Jeff a Sheila. Se hizo un silencio incómodo mientras ella trataba de encontrar una respuesta apropiada. Los dos hombres la miraban intensamente.

– Sí. Noah es muy buen amigo mío.

Jeff se abstuvo de hacer comentarios, porque no quería quedar en ridículo.

– Entiendo -dijo.

Acto seguido, se arrodilló para hablar con su hija y la tomó de la mano.

– ¿Cómo te encuentras, Emily?

– Bien.

La niña se cohibió al darse cuenta de que se había convertido en el centro de atención.

– ¿Y tu tobillo?

– Está bien.

– Me alegro. ¿Me vas a contar cómo te caíste en el arroyo?

– ¿De verdad te interesa? -preguntó ella con escepticismo.

– Por supuesto que sí, preciosa.

Jeff la llevó al banco y le indicó que se sentara con él.

– Anda, cuéntame cómo fue.

Noah sentía náuseas al ver los torpes intentos de Coleridge de parecer paternal y se marchó en dirección al ala oeste.

Sheila lo vio alejarse y tuvo que reprimir el impulso de correr tras él, pero tenía la responsabilidad de quedarse con Emily hasta asegurarse de que ésta se sentía cómoda con su padre.

Cuando perdió de vista a Noah, volvió a mirar a Jeff y a Emily, y se topó con la mirada crispada de su ex marido.

– ¿Cuánto hace que está aquí? -preguntó él.

– Una semana.

– ¿Y te parece buena idea?

– Me está ayudando a arreglar la bodega.

– Ya veo.

– Mira, Jeff, mi relación con Noah no es asunto tuyo.

– Es un arrogante, ¿no crees?

– Creo que es un hombre muy amable y considerado.

– ¿Y yo no?

– Yo no he dicho eso.

Sheila le lanzó una mirada amenazadora. Sabía que, por el bien de Emily, tenía que cambiar el rumbo que estaba tomando la conversación.

– ¿Te apetece un café? -preguntó.

Jeff trató de relajarse y parecer cómodo.

– ¿No tienes nada más fuerte?

– Creo que sí.

– Bien. Prepárame un martini de vodka.

– De acuerdo. Vuelvo en unos minutos.

Sheila se volvió hacia la casa y maldijo a Jeff entre dientes por estropear una tarde tranquila. Lo maldijo por interrumpir lo que esperaba que fuera una cena familiar íntima. El problema principal era que consideraba que Noah y Sean formaban parte de la familia, mientras que veía a Jeff como un intruso que sólo podía causar problemas.

Entró en el despachó y se sorprendió al encontrar a Noah sentado a la mesa, examinando los planos originales del ala oeste. El no se movió ni dijo nada al oírla entrar.

Sheila sintió que se ensanchaba el abismo que los separaba y se preguntó si tendría valor para salvar las distancias.

– Siento que hayas tenido que presenciar eso -dijo mientras sacaba una botella de vodka del mueble bar.

– No me pidas disculpas. No es asunto mío.

– Claro que sí. Y no pretendía que la visita de Jeff se convirtiera en un circo.

– ¿No? No te engañes, Sheila. Fuiste tú quien lo invitó. ¿Qué esperabas que pasara?

– No tenía más remedio; tenía que contarle lo de Emily e invitarlo a venir a verla.

– No gastes saliva, Sheila. Ya he oído todo esto.

– Por favor, Noah, no me cierres la puerta en las narices.

– ¿Es eso lo que estoy haciendo?

– Sí.

– ¡No!

Noah se puso en pie y la miró por primera vez desde que había entrado en la habitación.

– Voy a decirte lo que estoy haciendo -continuó-. Me mantengo al margen con la esperanza de no perder la paciencia, algo que no se me suele dar muy bien, mientras la mujer que amo sigue aferrada a un pasado de color de rosa que no existió nunca.

– No estoy…

– Estoy tratando de mantener las apariencias y reprimir el impulso de echar a patadas a ese imbécil condescendiente, cuyos intentos por parecer un padre amoroso rozan lo patético.

– Jeff sólo trata de…

– Y también -añadió él, subiendo la voz-estoy tratando de entender cómo una mujer hermosa y sensible como tú pudo casarse con un canalla como Jeff Coleridge.

Sheila levantó la copa de martini con manos temblorosas.

– Creo que ya es suficiente -dijo volviéndose hacia la puerta.

Aunque no se le veían los ojos, las lágrimas de orgullo le estrangulaban la voz.

Noah la tomó del brazo para impedir que se fuera; la hizo girarse para mirarlo a la cara, y la copa se cayó al suelo.

– No, Sheila, te equivocas. Te amo. No quería enamorarme de ti, hice lo imposible por no enamorarme, pero ha sido inútil. Y no tengo intención de dejarte ir. Ni con esa víbora a la que en otro tiempo llamaste marido ni con nadie.

– Entonces, por favor, trata de entender que sólo he invitado a Jeff por Emily.

– ¿Crees que puedes engañar a la niña?

– No trato de engañarla. Sólo trato de no influir en la opinión que tiene de su padre.

– ¿Dejando que se meta donde no es bien recibido o cubriendo sus errores y omisiones?

– Dejando que Emily forme su propio criterio.

– Entonces deja que lo vea tal como es -dijo él-. ¿Por qué te importa tanto Jeff?

– Es el padre de mi hija.

– ¿Nada más?

– Por favor, Noah, no insistas una y otra vez con lo mismo. No estoy enamorada de él. Ni siquiera sé si alguna vez lo estuve.

El le rodeó los hombros con los brazos y le acarició la mejilla con ternura.

– De acuerdo, Sheila -dijo con un suspiro de resignación-. Trataré de soportar a ese imbécil, pero si se pone desagradable contigo o con Emily, no tendré ningún reparo en sacarlo de esta casa de las orejas. ¿Entendido?

Ella sonrió.

– Entendido.

– Bien. Ve a preparar la cena, y deja a Jeff y a Emily a solas. Yo terminaré con los planos.

– Sólo si me prometes que limpiarás este desastre -replicó ella, señalando la bebida que había caído al suelo-, y que le pondrás otro martini de vodka a Jeff.

– Ni loco. Si tanto le apetece una copa, que se la prepare él solito.

Sheila se echó a reír.

– No eres muy hospitalario, ¿verdad?

– ¿Te molesta?

– No, pero trata de ser amable.

– Si es lo que quieres, haré todo lo posible, pero te aseguro que no entiendo por qué.

– No te vas a morir por ser un poco amable con él -puntualizó.

– Supongo que no, aunque no sé si podré soportar ver cómo se le cae la baba por ti.

– Son imaginaciones tuyas.

Sheila lo abrazó por el cuello y se puso de puntillas para besarlo.

– Te aseguro que lo que estoy imaginando ahora no tiene nada que ver con tu ex marido -declaró Noah, antes de lamerle los labios-. Líbrate de él, y que los niños se vayan a la cama temprano.

Sheila se echó a reír.

– No sé por qué, pero dudo que Sean acceda a irse a dormir a las seis y media de la tarde.

– Aguafiestas.

Lentamente, Noah la soltó. Sheila avanzó hacia la puerta, pero se detuvo para guiñarle un ojo y prometerle que más tarde se quedarían a solas.

El resto de la noche fue incómodo, pero tolerable. Jeff se quedó a cenar, y parecía tenso y desesperado por entrar en confianza con Noah, Sean y Emily. Se le había arrugado el traje, estaba despeinado, y no dejaba de mirar a Sheila en busca de alguna excusa que lo apartara de la intensa mirada de Wilder. Noah fue amable, pero se mantuvo callado y no le quitó los ojos de encima.

Por fin, Jeff encontró un pretexto para irse, rechazó el postre y se marchó de vuelta a Spokane antes de las ocho. Hasta Emily parecía aliviada de haberse librado, al menos de momento, de tener que ir al piso de su padre y Judith.

Por primera vez en más de una semana desapareció el fantasma de la discusión entre Sheila y Noah, e hicieron el amor apasionadamente sin que la sombra de Jeff Coleridge pendiera sobre sus cabezas.

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