Dos

Cuando se abrió la puerta del despacho, Noah frunció el ceño. Apartó la vista de la correspondencia que estaba leyendo y trató de ocultar su fastidio al ver entrar a la secretaria de su padre.

– ¿Qué pasa? -preguntó con una sonrisa que no se reflejaba en su mirada.

– Siento molestarte, pero tienes una llamada en la línea uno.

– Ahora estoy ocupado. Hazme el favor de tomar el mensaje.

Aunque Noah había devuelto su atención a los papeles, Maggie no se movió.

– Sé que estás ocupado -aseguró-, pero la persona que quiere hablar contigo es la señorita Lindstrom.

– ¿Lindstrom? ¿Se supone que tiene que sonarme?

– Es la hija de Oliver Lindstrom, el hombre que murió en el incendio de hace unas semanas.

– Es la que sigue insistiendo en que le dé parte del dinero del seguro, ¿verdad?

– La misma.

El entrecerró los ojos y miró con suspicacia.

– Lindstrom murió en un incendio que, según los informes, se sospecha que fue intencionado -dijo-. ¿Crees que él mismo provocó el fuego y quedó atrapado sin querer?

Sin esperar la respuesta de Maggie, Noah buscó el informe de la compañía de seguros sobre el incendio y lo leyó mientras lanzaba otra pregunta a la secretaria.

– ¿No le escribí una carta a su hija y le expliqué nuestra posición?

– Sí.

– ¿Esta llamada no será una excusa para ganar tiempo hasta que la aseguradora termine la investigación? Recuerdo que le decía que el asunto tendría que esperar hasta que volviera Ben.

– Así es.

Maggie frunció la boca con impaciencia. Sabía que Noah tenía poder absoluto para tomar cualquier decisión comercial en la empresa, al menos hasta que su padre volviera de México.

– ¿Y para qué me llama? -preguntó él.

– No sé para qué te llama, pero deberías hablar con ella. Es la quinta vez que lo intenta esta tarde.

El miró de reojo el montón de mensajes que le había dejado Maggie en la mesa y que había intentado no ver, con la esperanza de que desaparecieran por obra y gracia del destino.

– De acuerdo, Maggie -accedió a regañadientes-. Tú ganas, hablaré con ella.

Con una voz que disfrazaba su fastidio, Noah contestó a la llamada.

– Soy Noah Wilder -se presentó-. ¿Puedo hacer algo por ti?

Sheila llevaba esperando en el teléfono más de cinco minutos, y estaba a punto de colgar cuando el hijo de Ben Wilder decidió por fin dedicarle un poco de su precioso tiempo. Reprimió el impulso de colgar de mala manera, mantuvo la compostura y contestó a la pregunta con un leve sarcasmo:

– Si no es mucho pedir, sí -dijo-. Me gustaría reunirme contigo, aunque tu secretaria me ha comunicado que estás demasiado ocupado para verme. ¿Es así?

Algo en la tensión contenida logró despertar el interés de Noah. Desde que había asumido las responsabilidades de su padre el mes anterior, nadie había osado discutir con él. Al parecer, el poder que Ben ejercía con mano firme impedía contradecir a su hijo a todos los que se relacionaban con él. No obstante, Noah tenía la impresión de que Sheila Lindstrom estaba dispuesta a enfrentarse.

– Me encantaría reunirme contigo -contestó-, pero tendría que ser después de la semana que viene. Desafortunadamente, Maggie te ha informado bien. Tengo ocupados los próximos diez días.

– ¡No puedo esperar tanto!

– ¿Cuál es el problema exactamente? ¿No has recibido mi carta?

– Sí, y por eso te llamo. Tenemos que vernos. ¡Es muy importante!

Noah estaba impresionado por la tenacidad de aquella mujer. Echó un vistazo a los mensajes telefónicos y comprobó que Maggie no exageraba: Sheila había llamado una vez por hora durante cinco horas.

– Imagino que esperas que reconsidere mi decisión -dijo.

– ¡Tienes que hacerlo! Si querernos reconstruir la bodega y tenerla lista para la cosecha de esta temporada, tenemos que empezar cuanto antes. Incluso así, podríamos no llegar a…

El la interrumpió. En el tono de Sheila había un dejo de desesperación que lo molestaba.

– Entiendo tu problema -afirmó-, pero no puedo hacer nada. Mi padre está fuera del país y…

– ¡Por mí como si está en la Luna! Estás al frente de Wilder Investments, y tengo que tratar contigo. Estoy segura de que no eres ningún títere y tienes capacidad de decisión.

– No lo entiendes.

Noah se maldijo por dejar que aquella desconocida lo obligara a ponerse a la defensiva.

– Tienes razón -replicó ella-, no lo entiendo. Soy empresaria y me parece absolutamente ilógico que dejes abandonado un negocio rentable como Cascade Valley, cuando podría estar produciendo.

– Por lo que tengo entendido, Cascade Valley lleva sufriendo pérdidas casi cuatro años.

– Creo que es evidente que tenemos mucho de que hablar. Si no puedes reunirte conmigo hoy, podrías pasar por la bodega este fin de semana y llevarte una impresión de primera mano del problema que compartimos.

Durante un momento, Noah se dejó cautivar por el tono suave y convincente de Sheila, y estuvo tentado de aceptar la oferta. Aunque sólo fuera por un fin de semana, le habría encantado dejar de lado los problemas de la empresa. Pero no podía. Había cosas en Seattle que no podían esperar. No era sólo por la empresa; también tenía que ocuparse de Sean.

– Lo siento -dijo, con una disculpa sincera-, no es posible. Pero si quieres, podríamos quedar para dentro de dos semanas. ¿Te parece bien el ocho de junio?

– No, gracias.

Sheila estaba furiosa cuando colgó el auricular del teléfono público. Normalmente, la ciudad de Seattle le resultaba fascinante, pero aquel día no le llamaba la atención. Había ido con la esperanza de que Noah Wilder entendiera la situación desesperada en la que se encontraba, y había fracasado. Después de hablar hasta el hartazgo con la secretaria, de esperar en línea eternamente y de hacer cinco llamadas infructuosas, había llegado a la conclusión de que era imposible razonar con él; obviamente era una figura decorativa, un sustituto temporal de su padre, y no tenía ninguna autoridad.

Caminó por la acera mojada por la lluvia hasta un tranquilo bar con vistas al Puget Sound. Ni el acogedor local ni las vistas del estrecho le levantaron el ánimo. Aunque no había comido, no tenía hambre y pidió un té. No podía dejar de pensar en la bodega. Aquello no tenía sentido. No entendía por qué se había ido Ben Wilder de la ciudad y había dejado al inútil de su hijo al frente de una empresa de inversiones multimillonaria.

Trató de recordar lo que sabía sobre ellos, que no era mucho. Oliver y Wilder habían sido socios durante más de diecisiete años, pero no habían tenido mucho contacto personal. Y en cuanto a Noah, era todo un misterio; sólo sabía que era el único heredero de la fortuna de la familia y que de joven había sido un rebelde.

Sheila se pasó una mano por el pelo mientras trataba de pensar por qué siempre le había llamado tanto la atención. Lentamente, los recuerdos fueron saliendo a la superficie. Se acordó de que, cuando tenía quince años, había oído a sus padres cuchicheando en la cocina. Por lo que había podido entender, el hijo del socio de su padre había dejado embarazada a una chica, y la familia Wilder no quería saber nada del niño. Aunque siempre le había interesado Noah, no lo conocía, y no había dado gran importancia a lo que había oído.

Tampoco tenía muy claros los recientes problemas de los Wilder. Su padre había mencionado que en Montana habían descubierto una partida de cabernet sauvignon de Cascade Valley adulterada, y Sheila recordaba haber leído algo sobre supuestas infracciones de Wilder Investments en una oferta pública de adquisición. Sin embargo, no había prestado mucha atención a los rumores y escándalos relacionados con el socio de su padre; en aquella época, lo único que le importaba era que su matrimonio había fracasado y que tendría que encontrar una manera de mantener a su hija. No se había interesado por los problemas comerciales de su padre porque estaba absorbida por los suyos personales.

Dejó la taza en la mesa y le pasó un dedo por el borde con gesto pensativo. Si hubiera sabido de la situación que atravesaba su padre y lo hubiera ayudado, como él la había ayudado en su momento, las cosas habrían sido diferentes, y el nombre de Oliver Lindstrom no estaría en entredicho por las conjeturas y los rumores que rodeaban el incendio.

Pensar en el bienestar de su hija y en la reputación de su padre la impulsó a pasar a la acción. Aunque Jonas Fielding le había aconsejado lo contrario, sabía que era imprescindible que hablara con Ben Wilder. Ben había sido amigo y socio de su padre; si había alguien que podría ver la solución lógica al problema de la bodega, era él.

Sheila abrió el bolso y sacó un paquete de cartas viejas que había encontrado en el despacho de su padre. Afortunadamente, los papeles estaban en un armario que no se había quemado en el incendio, y en un sobre aparecía la dirección de la casa de Ben Wilder. A pesar de que el sobre había amarilleado por el paso del tiempo y de que Ben podía haberse mudado una docena de veces desde que había enviado la carta, era la única pista que tenía para llegar a él. Estaba segura de que daría con alguien que pudiera decirle cómo encontrarlo. Sólo necesitaba un número de teléfono. Si lograba convencerlo de lo mucho que le convenía reabrir la bodega, Ben ordenaría la reconstrucción de Cascade Valley.

Sheila sonrió y sintió un repentino placer al imaginar lo furioso que se pondría Noah cuando se enterara de sus planes. Tomó el bolso, pagó la cuenta y prácticamente salió corriendo del local.

Cuando Noah colgó el teléfono tuvo la perturbadora sensación de que pronto volvería a tener noticias de Sheila Lindstrom. La seriedad con que le había hablado 1o impulsó a buscar el expediente del incendio. Después de echar una ojeada a las cartas de Sheila por segunda vez y de pensar concienzudamente en la situación de la bodega, sintió remordimientos. Quizá hubiera sido demasiado duro con ella. Tenía que reconocer que esa mujer tenía un problema grave y merecía algo más que un rechazo educado.

Sin embargo, mientras Anthony Simmons, el detective privado de Ben, no terminara el informe sobre el origen del incendio de la bodega, no se podía descartar que Oliver Lindstrom, o su hija y única heredera, estuvieran implicados.

Noah se revolvió en la silla y pensó que tal vez tendría que haber sido más directo con ella y haberle dicho que Simmons estaba investigando las causas del fuego. Lo aterraba la posibilidad de parecerse a su padre, que prefería el engaño a la verdad.

Tensó la mandíbula. Sentía la misma inquietud que había sentido siempre. Había algo en la forma de hacer negocios de su padre que le daba náuseas. No era nada tangible pero estaba seguro de que algo iba mal.

El problema era que no sabía qué exactamente.

Wilder Investments siempre lo había puesto nervioso. Era uno de los motivos por los que había renunciado a trabajar para la empresa siete años atrás. La pelea entre padre e hijo había sido amarga y explosiva. De no haber sido por el infarto y por el enorme favor que seguía debiéndole a Ben, Noah no habría accedido a volver, ni siquiera temporalmente. Al menos, había saldado la deuda con su padre. Después de dieciséis años, por fin estaban en paz.

Maggie llamó a la puerta antes de entrar en el despacho.

– Querías que te recordara la reunión con el asistente social -dijo con una sonrisa tensa.

La secretaria detestaba tener que ocuparse de los asuntos personales de su jefe. Y, en aquel caso en concreto, era como echar sal en una herida abierta.

– ¿Ya son las tres? -preguntó él-. Tengo que darme prisa. A cualquiera que llame o quiera verme, dile que tendrá que esperar a mañana. O mejor aún, a la semana que viene. Excepto si es Anthony Simmons. Quiero hablar con él cuanto antes, quiero ver el informe del incendio de Cascade Valley.

Maggie arqueó las cejas y asintió antes de volver a su mesa.

Noah se echó el abrigo al hombro, cerró el maletín y salió corriendo del despacho. Sin pensar, se detuvo para abordar de nuevo a la secretaria de su padre.

– Ah, una cosa más -dijo-. Si vuelve a llamar Sheila Lindstrom, pídele su teléfono y dile que la llamaré cuanto antes.

La sonrisa de la secretaria sólo sirvió para alterarlo más. No entendía por qué sentía la repentina necesidad de enmendar la situación con la intrigante mujer que lo había llamado antes. Sheila Lindstrom podía estar involucrada en el incendio. No la conocía, pero se sentía prácticamente obligado a volver a hablar con ella. Tal vez lo que le llamaba la atención era el tono de las cartas que le había enviado y el mal genio que había demostrado por teléfono. Fuera cual fuera el motivo, sabía que era muy importante que hablara con ella pronto. Era la primera socia de su padre que demostraba tener agallas. Sin embargo, tenía la impresión de que su interés se debía a algo más.

Dejó de pensar en Sheila cuando se sentó al volante de su Volvo para acudir a la reunión con el asistente social que se ocupaba del caso de Sean. Había estado temiendo aquella cita durante toda la semana. Sean tenía problemas, otra vez. Cuando el director del colegio lo había llamado la semana anterior para decirle que no había asistido a clase, Noah se había preocupado; pero cuando más tarde se había enterado de que su hijo se había escapado con unos amigos y lo habían detenido por posesión de alcohol, se había puesto histérico. Estaba furioso y enfadado, tanto consigo como con Sean.

Noah sabía que él era el culpable de los problemas de su hijo. Dieciséis años atrás había suplicado que le concedieran el privilegio y la responsabilidad de ocuparse de su hijo recién nacido, y había insistido en criarlo solo. Desafortunadamente, no lo había hecho nada bien. Si Sean no se reformaba pronto, podía ser un desastre.

Aunque aún no eran las tres y media de la tarde, el tráfico del viernes era intenso, y conducir hacia las afueras de la ciudad resultaba verdaderamente tedioso. Noah se pasó los veinte minutos del trayecto hasta el colegio rogando que el asistente social les diera otra oportunidad. Sabía que debía encontrar una manera de llegar a su hijo.

Aparcó el coche delante del colegio y se volvió a mirar la entrada al oír el timbre de salida. Minutos después se abrieron las puertas y apareció una tromba de adolescentes ruidosos. Algunos se cubrían la cabeza con los libros, otros llevaban paraguas, y otros más hacían caso omiso de la llovizna vespertina.

Noah echó un vistazo a los jóvenes dispersos en el patio del colegio. No veía a su hijo, rubio y atlético, por ninguna parte. Se negaba a pensar que Sean hubiera cometido la estupidez de dejarlo plantado. Estaba seguro de que el chico era consciente de la importancia de aquella reunión, y confiaba en que no lo echara todo a perder.

Siguió esperando. A medida que pasaban los minutos apretaba con más fuerza las manos al volante. No veía a su hijo por ningún lado. Estaba cada vez más impaciente, y se preguntaba dónde se había metido Sean. Faltaban menos de treinta minutos para la cita con el asistente social, y el chico no aparecía.

Noah se apeó del coche, furioso, y se apoyó en la portezuela con las manos en los bolsillos, sin preocuparse por la lluvia. Echó un vistazo al patio vacío del colegio. No había ni rastro de su hijo. Comprobó la hora una vez más, maldijo entre dientes y se quedó apoyado contra el coche.

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