El martes por la tarde, Sheila decidió volver a evaluar los daños del ala oeste de la casa, para buscar una solución provisional. Se había pasado todo el fin de semana y las dos últimas noches limpiando los escombros del sector que quedaba fuera del cordón policial, pero, a pesar de sus esfuerzos, el ala oeste estaba en ruinas.
Miró el edificio y se preguntó cuánto costaría salvarlo. Aunque las molduras y el papel pintado estaban ennegrecidos y había muchos cristales rotos, no se había perdido la elegancia de la arquitectura original.
Notó que estaba anocheciendo y suspiró. Tenía que corregir exámenes y conseguir que Emily se fuera a dormir; no podía seguir trabajando.
– Emily -gritó en dirección al estanque-, ven a prepararte para ir a la cama.
La niña salió de entre unos árboles cercanos y obedeció a su madre de mala gana.
– ¿Ya me tengo que acostar? -protestó-. No son ni las nueve.
– No he dicho que tengas que acostarte; sólo te he pedido que te prepares.
– ¿Puedo quedarme levantada?
– Un ratito. ¿Por qué no te duchas mientras preparo palomitas?
– Podríamos ver una película.
– Hoy no. Mañana tienes clase.
– Pero la semana que viene, cuando ya no tenga que ir al colegio, ¿puedo quedarme despierta hasta tarde y ver películas?
– ¿Por qué no?
– ¡Bien!
Emily subió las escaleras y entró corriendo en la casa. A Sheila le habría gustado tener la mitad de la energía de su hija de ocho años. Le dolía todo el cuerpo por la limpieza que había estado haciendo los últimos días. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo relajado que era el trabajo que tenía en el instituto.
Cuando entró en la casa, oyó el sonido de la ducha. Emily y ella habían acampado temporalmente en la planta baja; era la que estaba menos dañada. Sheila se preguntaba cuánto tiempo seguirían en aquellas condiciones. Había invertido parte de sus escasos ahorros en arreglar la fontanería y la instalación eléctrica, pero seguía esperando la indemnización de la compañía de seguros. Después de pagar el entierro de Oliver, sólo le habían quedado mil dólares en el banco, y esperaba hacerlos durar lo máximo posible, porque no tendría ingresos hasta que empezaran las clases en otoño.
Mientras avanzaba hacia la cocina intentó no fijarse en el estado lastimoso en que había quedado el salón. La cocina no había sufrido tantos daños. Ella se había encargado de frotar las paredes con desinfectante antes de pintarlas, y hasta había reparado la encimera.
Emily entró corriendo en la cocina cuando las palomitas empezaban estallar. Aún estaba mojada y tenía problemas para ponerse el pijama, porque la tela se le pegaba a los brazos húmedos.
– Si te secas antes, es más fácil -le recordó Sheila.
La niña asomó la cabeza por el cuello del pijama, sonrió y corrió a ver las palomitas. Tenía la cara sonrosada por el calor de la ducha.
– Ya están hechas, ¿no? -dijo.
– En un minuto. ¿Qué estabas haciendo en el estanque a estas horas?
– Charlar. Oh, creo que ya están hechas.
– ¿Con quién estabas charlando? ¿Con Joey?
– No, Joey no ha podido venir; tenía muchas cosas que hacer. Anda, saca las palomitas.
Sheila frunció el ceño.
– Si no era Joey -dijo-, ¿con quién hablabas?
– Con un hombre.
– ¿Qué hombre? ¿El padre de Joey?
– Si hubiera sido el padre de Joey, te lo habría dicho. Era un señor.
Sheila se puso pálida.
– ¿Qué señor? -insistió.
– No sé cómo se llama.
– Pero lo conoces, ¿verdad? Tal vez lo hayas visto en el pueblo.
– No.
Emily empezó a comerse las palomitas sin dar importancia al asunto. Sheila no quería asustarla, pero la niña se había criado en un pueblo pequeño donde todo el mundo se conocía, y tenía miedo de que su talante confiado la pusiera en peligro.
– ¿De qué charlabas con ese hombre? -preguntó.
– Preguntaba por el incendio, como todo el mundo.
– Ah. Debía de ser un ayudante del sheriff. Sin embargo, tendría que haber pasado antes por la casa.
– No era policía ni nadie de la oficina del sheriff.
Sheila estaba cada vez más nerviosa. Se dio la vuelta y se sentó enfrente de su hija.
– Era un desconocido, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Y no era policía?
– ¡Ya te he dicho que no!
– Pero podía ser inspector. Los inspectores no van de uniforme.
Emily suspiró y la miró preocupada.
– ¿Ocurre algo? -preguntó.
– No, pero no me gusta que hables con desconocidos. A partir de ahora, quédate más cerca de la casa.
– No creo que quisiera hacerme daño, si es lo que te preocupa.
– No lo sabes.
– Pero me gusta ir al estanque de los patos.
– Lo sé, cariño, pero no quiero que vuelvas a ir sola. Yo te acompañaré.
– ¿De qué tienes miedo?
– De nada. Es sólo que a veces es mejor no hablar con desconocidos: Lo sabes, ¿verdad? Quiero que me avises si ves merodeando a alguien que no conoces. Nadie debería entrar en la propiedad mientras la bodega esté cerrada, así que si viene alguien, quiero saberlo de inmediato. ¿De acuerdo?
– Sí.
– ¿Entiendes por qué no quiero que te alejes demasiado de la casa cuando estás sola?
Emily asintió.
– Bien -dijo Sheila, tratando de mostrar un entusiasmo que no sentía-. Mañana iremos a dar de comer a los patos. Será divertido.
Emily siguió comiendo palomitas mientras hacía los deberes de matemáticas. Sheila se levantó a lavar los platos y encendió la radio para llenar el repentino silencio. Había anochecido, y la oscuridad exterior la ponía nerviosa. Siempre le habían encantado las noches de verano al pie de las Cascade, pero aquella noche era diferente; se sentía sola e indefensa. La casa más cercana estaba a más de un kilómetro de distancia y, por primera vez en su vida, lamentaba que la bodega estuviese tan apartada. Un desconocido había estado merodeando por la finca y hablando con su hija. Se preguntaba quién sería y qué querría de Emily; no creía que sólo sintiera curiosidad por el incendio.
Miró por la ventana y observó el paisaje en penumbra. Deseaba pensar que el hombre era un turista que quería saber por qué se habían suspendido las visitas diarias a la bodega. Sin embargo, sabía que en ese caso habría ido al edificio principal y no al estanque. Todo aquello le ponía los nervios de punta.
Por la noche, antes de ir a su habitación, comprobó que todas las puertas y ventanas de la casa estuvieran bien cerradas. Aunque estaba agotada, cuando se metió en la cama no consiguió conciliar el sueño. Se quedó mirando el reloj y escuchando los ruidos de la noche. Todo sonaba como siempre, pero no conseguía relajarse.
La falta de descanso de la noche anterior hizo que el miércoles resultase tedioso. Las horas de clase y el viaje de cuarenta y cinco minutos desde el instituto le parecieron más pesados que de costumbre. Afortunadamente, sólo faltaban unos días para que terminara el curso. Después de los exámenes finales de la semana siguiente, Sheila podría concentrarse en la reapertura de la bodega y tratar de que todo quedara dispuesto para la vendimia de otoño.
Emily se había ido con un amigo al salir del colegio. Desde la muerte de Oliver, Sheila no quería que su hija se quedara sola en la casa y, a la luz de los acontecimientos del día anterior, se alegraba más que nunca de poder dejar a la niña con Carol Dunbar, la madre de Joey. Pasó a buscar a Emily y, después de comprar algo en el supermercado, madre e hija se dirigieron a casa.
Sheila había pensando en la posibilidad de avisar a la policía que había habido un intruso, pero al final desestimó la idea. No se habían producido daños ni se había vuelto a ver a nadie merodeando. Si aquel hombre volvía a aparecer, haría la denuncia, pero en ese momento, con una investigación en marcha y la sospecha de que su padre había provocado el incendio, lo que menos le apetecía era hablar con alguien de la oficina del sheriff.
Cuando llegaron a la casa había un coche desconocido en la entrada. Sheila volvió a pensar en el intruso y sintió que se le aceleraba el corazón. Se detuvo cerca del garaje y trató de aparentar una tranquilidad que no sentía en absoluto.
– Ese es el señor con el que hablé ayer, mamá -dijo Emily.
El hombre estaba esperando en un Chevrolet viejo. Al oír que se acercaba un vehículo se giró a mirar, apagó el cigarrillo y se apeó del coche.
– Espera aquí -ordenó Sheila a su hija.
– ¿Por qué?
– Hazme caso y quédate en el coche. Sólo será un minuto.
Acto seguido, tomó el bolso y se apresuró a salir del coche para tratar de hablar con aquel hombre sin que la niña oyera la conversación.
– ¿Sheila Lindstrom? -preguntó él.
– Sí.
– Encantado. Soy Anthony Simmons.
– ¿Puedo hacer algo por usted?
– Eso espero. Trabajo para Noah Wilder.
Ella no pudo evitar que se le acelerara el corazón al oír aquel nombre.
– ¿Lo ha enviado él?
– Así es. Quiere que eche un vistazo edificio que se incendió.
Al ver la mirada escéptica de Sheila, el detective sacó una tarjeta de la cartera y se la dio. Junto a su nombre estaba el famoso logotipo de Wilder Investments.
Ella se quedó con la tarjeta y empezó a recuperar la calma.
– ¿Qué es exactamente lo que ha venido a hacer? -preguntó.
– El señor Wilder espera que pueda agilizar la investigación y aclarar todo el asunto para poder cobrar la indemnización de la aseguradora. ¿No le dijo que vendría?
– Comentó que podía venir alguien, pero no me dio detalles.
Anthony Simmons no era lo que ella había esperado.
– En ese caso -dijo él-, me gustaría inspeccionar el ala de la bodega que se incendió. El fuego empezó en la sala de fermentación, ¿verdad?
– Es lo que han dicho los bomberos.
– Bien. Después echaré un vistazo al edificio quemado…
– No sé si debería entrar allí. Hay una orden del sheriff que prohíbe el paso a toda persona ajena a la investigación policial.
– Ya me he ocupado de eso.
Sheila lo miró con desconfianza.
– ¿De verdad?
– Sí, no se preocupe por eso. Cuando haya terminado con el edificio, me gustaría echar una ojeada a la contabilidad de su padre.
– Wilder Investments tiene copia de los registros contables de la bodega. ¿No se los dado Noah?
– Sí, pero no me refiero a los libros de Cascade Valley. Necesito ver los libros personales de su padre.
– ¿Para qué?
Simmons exhaló con fuerza, exasperado; no esperaba que Sheila tuviera reparos en colaborar con él. Normalmente le bastaba con enseñar la tarjeta que indicaba que trabajaba para Wilder Investments para que le abrieran todas las puertas, pero esa mujer era diferente y exigía otra estrategia.
– Me trae sin cuidado que me enseñe los libros o no -contestó-; sólo he pensado que podía servir para agilizar la investigación, además de contribuir a limpiar el nombre de su padre.
– Pero la policía ya lo ha revisado todo.
– Se le puede haber pasado algo por alto. Mi trabajo consiste en encontrar lo que no han visto la policía ni la compañía de seguros.
– No sé…
A pesar de la vacilación de Sheila, el detective supo que conseguiría lo que quería. Había tocado su punto débil al mencionar la reputación de su padre.
– Usted decide -dijo antes de encaminarse al ala oeste.
Sheila volvió corriendo al coche y encontró a una niña impaciente refunfuñando en el asiento trasero.
– ¿Y bien? -preguntó Emily.
– Es un detective que ha enviado el socio del abuelo.
– Entonces ¿no hay problema en que hable con él?
Sheila vaciló. Había algo en Anthony Simmons que no le gustaba.
– Supongo que no, pero intenta no cruzarte en su camino.
– ¿Por qué?
– Porque está ocupado, cariño. Podrías entorpecerle el trabajo. Estoy segura de que si vuelve a querer hablar contigo, irá a la casa.
Emily se apeó del coche.
– ¿Ya puedo volver a jugar en el estanque? -preguntó.
– Por supuesto, pero no ahora. Te prometo que iremos después de cenar.
Durante los días siguientes, Sheila tuvo la impresión de que Anthony Simmons era una especie de moscardón. Se lo encontraba todo el tiempo, y tenía que responder a preguntas que no parecían tener mucho que ver con la investigación del incendio. Trató de convencerse de que sólo estaba haciendo su trabajo y debería estar agradecida por ello, pero no podía dejar de sentir que había algo sospechoso. Le parecía que estaba más interesado en encontrar un chivo expiatorio que en descubrir la verdad. Y el hecho de que lo hubiera enviado Noah la molestaba más aún que la falta de profesionalidad del detective.
Respiró aliviada cuando lo vio marcharse antes del fin de semana. Se había ido sin explicarle qué había averiguado, pero ella tampoco le había preguntado. Prefería que se lo dijeran Noah o Ben; no quería tener nada más que ver con una cucaracha como Simmons.
Estaba decepcionada porque no había vuelto a tener noticias de Noah. Había pasado una semana, y el curso había terminado. Tanto Emily como ella estaban de vacaciones y podían estar juntas hasta que la niña se fuera a pasar un mes con el padre. Habían acordado compartir la custodia, y Jeff tenía derecho a ver a su hija cuando quisiera, pero la niña no podía soportar las cuatro semanas que pasaba con él durante el verano. Jeff Coleridge no había nacido para ser padre. Ni esposo.
Todos los veranos, Sheila se veía obligada a pensar en su ex marido y en los cuatro años de matrimonio. Afortunadamente, con el tiempo había logrado superar el trauma de su vida con él y tenía otros asuntos más importantes en mente. Ese año, su mayor preocupación era la reapertura de Cascade Valley.
Su impaciencia aumentaba con el paso de los días. Estaba segura de que Noah tenía el informe de Simmons y había llegado a algún acuerdo con la compañía de seguros, pero nadie le había notificado nada. Necesitaba saber cuál era su situación con Wilder Investments y la Pac-West Insurance para poder empezar a planear la vendimia. Noah tenía el destino de la bodega en sus manos y, aunque sabía que estaba desesperada, ni siquiera había tenido la deferencia de llamarla para ponerla al tanto de las novedades.
Había telefoneado a Jonas Fielding con la esperanza de que pudiera hacer algo, pero la compañía de seguros y Wilder Investments continuaban con evasivas. No entendía por qué, y se preguntaba qué habría descubierto Anthony Simmons.
Empezaba a asumir que la vendimia de aquel año no se podría comercializar con la marca de la bodega. Parecía que no había más remedio que vender las uvas a algún competidor. Por primera vez en casi veinte años, Cascade Valley no podría fermentar ni embotellar vino; una situación que, además de dañar irremediablemente la fama de la marca, suponía una notable reducción de los ingresos potenciales. Al parecer, tendría que renovar su contrato en el instituto por otro año como mínimo.
Mientras volvía a poner los papeles personales de su padre en la mesa del despacho, pensó que quizá Noah tuviera razón al decir que no podría dirigir la bodega sola. O tal vez, sólo estuviera ganando tiempo para añadirle presión hasta que ella reconociera que no podía salvar el negocio sin su ayuda.
Cerró el cajón de golpe y sacudió la cabeza para librarse de aquella idea tan desagradable. No quería pensar que Noah pudiera estar utilizándola.
Fue a la cocina y trató de borrar sus sospechas. Jonas le había hablado de la fama que tenía la compañía de Ben Wilder para forzar la quiebra de las empresas, comprar las acciones de sus socios a precios ridículos y quedarse con la totalidad del negocio y de los beneficios.
Sin pensarlo, descolgó teléfono y marcó el número de Wilder Investments. Aunque eran casi las cinco de la tarde, con suerte encontraría a Noah en el despacho. El orgullo que le había impedido llamarlo parecía insignificante en comparación con la indignación que le causaba la idea de que quisiera arrebatarle la bodega.
– Wilder Investments -contestó una voz cansina.
– ¿Puedo hablar con Noah Wilder, por favor?
– Lo siento, pero el señor Wilder estará fuera todo el día.
– ¿Sabe dónde lo puedo localizar? Es muy importante.
– Según tengo entendido, se ha ido a pasar el fin de semana fuera de la ciudad y estará ilocalizable hasta el lunes. Si me deja su nombre y su teléfono, le dejaré una nota.
– No, gracias. Volveré a intentarlo la semana que viene.
Sheila cortó la comunicación y trató de pensar con claridad. No entendía por qué no la había llamado. Todas las preguntas y el interés de Noah por la bodega parecían haber desaparecido después de la noche que habían compartido. Se sonrojó al pensar en la posibilidad de que el interés que había mostrado por la situación de la bodega sólo fuera parte de su estrategia de seducción; una seducción que la había cautivado totalmente. Todo parecía indicar que el viaje a Seattle había sido una pérdida de tiempo. Además de no conseguir nada para salvar la bodega, le habían tomado el pelo. No se podía creer que hubiera pensado en abrir su corazón a un hombre para el que no era más que un pasatiempo.
Emily entró en la cocina y sacó una galleta del frasco.
– ¿Qué hay de cena? -preguntó.
– Filetes rusos.
– ¿Nada más?
– Estoy preparando una ensalada de espinacas y, si no te la terminas antes de la cena, tenemos galletas de postre.
Emily se apresuró a dejar la galleta en su sitio.
– La cena estará lista dentro de media hora -dijo Sheila-. Te llamaré cuando la tenga.
Al ver que la niña vacilaba, añadió:
– ¿Te pasa algo?
– No quiero ir a casa de papá.
– ¿Qué dices? Pero si te encanta estar con tu padre…
– No es verdad. Y estoy segura de que él tampoco quiere que vaya yo. No se lo pasa bien conmigo.
– Eso es ridículo. Tu padre te quiere mucho.
– ¿Me acompañarás?
– Si quieres, te llevo a Spokane, pero sabes que a tu padre le gusta venir a buscarte.
– ¿Quieres decir que no te vas a quedar conmigo en su casa?
– Ya sabes que no puedo, cariño.
– Pero a lo mejor si lo llamas y le dices que no quiero ir, lo entiende.
– ¿A qué viene todo esto, Emily?
La niña se encogió de hombros.
– Es que no quiero ir.
– ¿Por qué no te lo piensas un poco mejor? Aún te quedan dos semanas aquí, y podemos volver a hablar de esto.
Emily levantó la vista para mirar por la ventana.
– Creo que viene alguien -dijo.
Sheila miró afuera y se quedó sin respiración al ver que se acercaba el coche de Noah. Estaba emocionada y muerta de miedo. Imaginaba que había ido a darle una respuesta sobre la situación de la bodega.
A Sheila se le hizo un nudo en la garganta cuando vio el Volvo de Noah en la entrada.
– ¿Quién es? -preguntó Emily.
Noah aparcó y se bajó del coche. Parecía cansado y sofocado. Llevaba la camisa arremangada, y estaba despeinado y sin afeitar. A Sheila se le aceleró el corazón con sólo mirarlo. Ningún otro hombre la había perturbado tanto.
– Mamá -insistió Emily-, ¿lo conoces?
– Sí; se llama Noah Wilder y dirige la empresa que posee la mayor parte de la bodega.
– Vaya, un jefazo.
Sheila se echó a reír.
– Es el director provisional o algo así. No lo llames jefazo.
– Lo que tú digas.
– Sólo ten en mente que es importante. Su decisión sobre la bodega es fundamental; después te lo explico. Ahora vamos a abrirle la puerta.
Sheila tomó a su hija de la mano y corrió a la entrada, con la esperanza de que la niña dejara de hacerle preguntas sobre Noah.
Cuando abrió la puerta descubrió que Noah no estaba solo: había un chico con él. Dio por sentado que era su hijo; el parecido era innegable. Aunque Sean era rubio, tenía la piel bronceada y los ojos azules como su padre. Unos ojos azules que la miraban con hostilidad manifiesta.
– He llamado, pero no suena el timbre -dijo Noah.
– No funciona desde el incendio.
– Me habías invitado a pasar un fin de semana para que viera la bodega con mis propios ojos. ¿La oferta sigue en pie?
– ¿Este fin de semana?
– Si no es molestia, claro.
Sheila estaba dominada por la calidez y el poder de la mirada de Noah. Se obligó a sonreír y trató de mantener un tono sereno y profesional.
– En absoluto. Me alegro de que hayas venido. Estoy segura de que cuando veas la magnitud del desastre entenderás por qué tenemos que empezar a reconstruir cuanto antes.
– Seguramente -dijo él, eludiendo el asunto-. Te presento a mi hijo.
Sheila dirigió su atención al chico y amplió la sonrisa. Tenía un talento especial para los adolescentes.
– Hola, Sean, ¿cómo te va?
– Bien -contestó el chico, lacónico.
Ella no insistió y le puso una mano en el hombro a su hija.
– Esta es Emily.
Noah se agachó para quedar a la altura de la niña.
– Encantado de conocerte, Emily -dijo, tendiéndole la mano-. Estoy seguro de que ayudas mucho a tu madre.
La pequeña asintió y dio un paso atrás para alejarse un poco de él.
– Estábamos a punto de cenar -comentó Sheila cuando Noah se puso de pie-. ¿Os apetece comer con nosotras?
Sean puso mala cara y miró hacia otro lado. Su padre contestó por los dos.
– Si no es mucha molestia, nos encantaría. Tendría que haberte llamado para avisarte de que vendría, pero se estaba haciendo tarde y quería salir de la ciudad cuanto antes.
Noah se sorprendió de la facilidad con la que había mentido.
– No pasa nada -dijo ella-. Siempre cocino para un batallón. Entrad; aún tengo que hacer unas cuantas cosas antes de servir la cena. O, si lo preferís, podéis echar un vistazo a los alrededores. Más tarde os haré una visita guiada.
– Esperaré. Creo que prefiero una visita personalizada.
Sheila se ruborizó, pero se las ingenió para mantener la calma.
– ¿Y tú, Sean? La cena no estará lista hasta dentro de media hora. Si quieres entrar, tengo libros y revistas que te podrían interesar. O puedes quedarte fuera y hacer lo que quieras.
– No me gusta leer. Me quedo aquí.
Emily siguió a los adultos a la cocina y se mantuvo pegada a su madre. Mientras Sheila terminaba de preparar la cena, Noah se apoyó en la encimera y la observó trabajar.
– ¿Estás de vacaciones, Emily? -preguntó.
– Sí.
Sheila notó la vergüenza de su hija. Después del divorcio de sus padres, la pequeña se había vuelto particularmente tímida con los hombres, en especial, con los que demostraban interés por su madre.
– Voy a tardar más de lo que pensaba en preparar la cena -dijo, tratando de evitarle la incomodidad de la situación-. ¿Por qué no sales y te llevas unas galletas y unos refrescos para Sean y para ti?
A Emily se le iluminó la mirada.
– ¿En serio? ¿Antes de cenar?
– ¿Por qué no? Esta noche es especial.
Sin dar crédito a su suerte, la niña se apresuró a salir con las manos llenas de galletas y apretando los refrescos contra el pecho.
En cuanto se cerró la puerta, Noah se situó detrás de Sheila, la abrazó por la cintura y la atrajo hacia sí. Ella cerró los ojos al sentir el aliento cálido en el cuello.
– ¿En serio? -preguntó él.
– ¿De qué hablas?
– ¿De verdad es una noche especial?
– Sí. Emily y yo no tenemos invitados muy a menudo.
– No me refería a eso.
Sheila suspiró, bajó el fuego del hornillo y se giró para mirarlo.
– Sé a qué te referías.
– ¿En serio?
– Por supuesto. No soy tan ingenua. Doy por sentado que has venido a hablar de la bodega y…
– ¿Y? -la interrumpió él, dedicándole una sonrisa sensual.
– Y que probablemente esperas que sigamos donde lo dejamos la otra noche.
– La idea se me ha pasado por la cabeza.
– Estás loco.
– Yo diría más bien que estoy embelesado.
– Oh, Noah…
Sheila no pudo resistirse a la ternura de la declaración. Aunque no le hiciera gracia reconocerlo, seguía encontrando algo enigmático y extremadamente deseable en Noah. La emocionaba darse cuenta de que quería estar con ella. Tal vez lo hubiera juzgado mal. Tal vez, a pesar de todas sus diferencias, existiera la posibilidad de que pudieran ser felices juntos.
– Estás preciosa.
– ¿Con vaqueros y una camisa vieja?
– Con cualquier cosa -declaró él, apretándose más aún contra ella-. Por lo que recuerdo, te pongas lo que te pongas, estás impresionante.
Acto seguido, Noah bajó la cabeza y la besó apasionadamente. Sheila recordó el abrazo bajo la lluvia y las caricias de después de hacer el amor. Todas las dudas que había albergado las últimas semanas desaparecieron con la promesa contenida en aquel beso. -Te echaba de menos -murmuró él-. Dios, cuánto te echaba de menos.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Yo también te he echado de menos.
Noah se puso tenso y se apartó un poco para mirarla.
– ¿Te pasa algo?
– Ha sido un día largo, y…
Sheila no sabía cómo explicarle el torbellino de emociones que sentía cada vez que la abrazaba.
– ¿He venido en mal momento? -insistió él-. Debería haber llamado antes.
– No pasa nada. En serio.
– ¿Ya está lista la cena? -preguntó Emily, entrando en la cocina.
Sheila se secó las lágrimas.
– En un minuto. Puedes poner la mesa.
– ¿En el comedor?
– No. Tendremos que comer aquí. No es muy elegante, pero no hay más remedio: el comedor está hecho un desastre.
– ¿Por el incendio? -preguntó Noah.
– Y por el agua que usaron para apagarlo. Después de cenar te lo enseñaré todo, y puede que comprendas mi postura sobre la bodega.
Sean entró en la habitación y dejó que la puerta se cerrara de golpe. Llevaba unos vaqueros cortados y una sudadera roja, y tenía cara de aburrido.
– ¿A qué hora vamos a cenar? -preguntó a su padre.
– Creo que ya te puedes sentar.
El chico ocupó una silla y evitó a mirar a Sheila. Emily se sentó junto a él y empezó a hablar sin parar sobre el paseo que esperaba que dieran juntos. Aunque Sean no parecía entusiasmado ante la perspectiva de pasar más tiempo con una niña de ocho años, el ojo experto de Sheila vio el interés que trataba de ocultar. Después de tres años de trabajar con adolescentes había aprendido a entenderlos.
La cena transcurrió bajo un ligero barniz de civilización. Ella esperaba que con el transcurso de los minutos desapareciera la incomodidad y se sintieran en familia, pero se equivocaba. Antes de que terminaran, hasta Emily notaba la tensión que había entre su padre y Sean.
Sheila trató de salvar las distancias con el chico.
– ¿Ya estás de vacaciones?
Sean no se dio por aludido y siguió comiendo. Ella hizo un nuevo intento.
– ¿Te apetece algo más? ¿Quieres un panecillo?
Nada. Noah había decidido no regañar a su hijo delante de Sheila y Emily, pero el comportamiento de Sean exigía que interviniera.
– Sheila te ha hecho una pregunta -dijo con severidad.
– La he oído.
– Entonces, ten la amabilidad de contestar.
– No, no quiero otro panecillo, Sheila -respondió el chico, antes de volver a mirar a su padre-. ¿Satisfecho?
– No, en absoluto. Deberías ser educado.
– ¿Por qué?
– Por respeto.
– ¿A quién? ¿A ella?
– ¡Ya basta, Sean!
– No es esto lo que necesito, papá.
– Lo que necesitas es aprender a comportarte con un mínimo de decencia y amabilidad.
– Puede ser, pero no necesito que nadie trate de ser mi madre.
– No te preocupes, Sean -intervino ella-. No tengo ninguna intención de convertirme en tu madre -Sheila volvió su atención al plato y terminó de comer antes decir nada más-. Estoy segura de que has vivido muy bien sin madre, y no tengo intención de cambiar eso -añadió, con su mejor sonrisa-. Dicho lo cual, ¿te apetece algo más? ¿Otro panecillo?
– ¡No!
– Bien. En ese caso, si todos hemos terminado, puedes recoger la mesa mientras Emily trae el postre.
– Buena idea -dijo Noah, mirando a su hijo para que obedeciera.
Sheila empezó a recoger los platos y pasárselos a Sean.
– Déjalos en la encimera, cerca del fregadero, y no te preocupes de lavarlos, que ya lo haré yo. Mete las sobras en la nevera y cúbrelas con plástico transparente. ¿Puedes ocuparte de eso?
El chico asintió enfurruñado.
– Muy bien -continuó ella-. Emily, es tu turno.
La niña la miró asustada. Jamás había presenciado tanta hostilidad en una cena ni había visto a su madre ser tan grosera con un invitado.
Sheila sonrió para tranquilizarla.
– Puedes llevar las galletas al patio trasero -dijo-. Yo llevaré el café, y Noah, la leche.
Sean se levantó con malos modos, pero ayudó a recoger la mesa. La tensión que se había creado en la cena seguía en el ambiente. Noah sirvió dos vasos de leche y se escapó por la puerta trasera, y Emily se apresuró a seguirlo con el plato de galletas.
Sheila había preparado el café y lo estaba sirviendo cuando el chico estalló.
– Tal vez puedas engañar a mi padre -gritó-, pero a mí no.
Ella se sobresaltó y le cayó café caliente en la muñeca. Sin perder el aplomo, abrió el grifo y puso la mano debajo del chorro de agua fría.
– No tengo ninguna intención de engañarte -dijo con absoluta serenidad.
– No te creo.
Sheila se volvió para mirarlo a los ojos.
– Mira, Sean, ni trato de engañar a nadie ni me gusta que me tomen por tonta. Me da igual si te caigo mal, tienes tanto derecho a una opinión propia como yo.
– No me sueltes tus discursos pedagógicos -espetó él-. Sé que eres asesora en un instituto, y estoy seguro de que mi padre me ha traído para que veas si puedes resolver mis problemas, pero quiero que sepas que conmigo no va a funcionar, así que no gastes saliva.
– ¿De verdad crees que perdería mi tiempo y mi experiencia en alguien que no quiere ayuda?
– Es tu trabajo.
– Siento decirte que te equivocas. No voy a mover un dedo por alguien que prefiere seguir como está, y eso te incluye. Por otra parte, lo que tu padre espera de mí no tiene nada que ver contigo. Somos socios.
– Ya. Lo que tú digas.
– ¿Sabes una cosa? Creo que te voy a hacer caso y no voy a gastar saliva. Relájate y pásatelo bien estos días.
– Eso es imposible -dijo él, volviéndose a mirar por la ventana-. Esto no es lo mío.
– Pues es una pena, porque parece que te vas a quedar todo el fin de semana aquí.
Sheila sirvió otra taza de café, levantó la bandeja y añadió:
– ¿Por qué no vienes con nosotros al patio? Emily ya ha llevado las galletas.
Sean se giró y la miró furioso.
– No pienso ir a tomar leche con galletas. Eso puede estar bien para Emily, pero no para mí. No pienso perder el tiempo haciendo de canguro de tu hija.
Emily eligió aquel preciso instante para entrar en la cocina. No cabía duda de que había oído lo que había dicho Sean, porque lo miró con ojos llorosos.
El chico maldijo entre dientes y dio un puñetazo en la encimera antes de salir como una exhalación, con la cara roja de vergüenza.
– ¿Por qué le caigo mal? -preguntó Emily.
Sheila dejó la bandeja en la mesa y se agachó para abrazarla.
– No le caes mal, cariño. Se siente inseguro. No nos conoce y no sabe cómo comportarse.
– Pero lo ha dicho en serio.
– No, sólo estaba tratando de provocarme. Puede que le des envidia.
– ¿Por qué?
– Porque no tiene madre.
– Yo creía que todo el mundo tenía madre.
– Tienes razón, cariño. Todo el mundo tiene madre, incluso Sean, pero creo que está triste porque no la ve muy a menudo.
– ¿Y por qué?
Emily estaba perpleja, y Sheila temió haber sacado un tema que no podía explicar bien. No sabía nada de la madre de Sean, pero por lo que había entendido, el chico no la había visto nunca. No le extrañaba que estuviera enfadado con el mundo. Fuera como fuera, tenía que encontrar una respuesta apropiada para su hija.
– Los padres de Sean no viven juntos -murmuró.
– Ah, están divorciados, como papá y tú.
– Algo así.
Emily parecía satisfecha con la explicación, y Sheila se apresuró a cambiar de tema.
– Vamos al patio a llevarle el café a Noah antes de que se enfríe.
– No está en el patio.
– ¿Dónde está?
– Se ha ido a dar una vuelta.
– Bueno, lo esperaremos.
Sheila levantó la bandeja y salió con su hija al patio flanqueado por la rosaleda de Oliver.
Noah se estaba familiarizando con el paisaje de la bodega. Además, el paseo le había servido para desahogar parte de la frustración y la tensión que había acumulado desde que había salido de Seattle. El viaje a las montañas había sido agotador; a Sean no le había gustado nada tener que suspender sus planes del fin de semana y se lo había pasado mirando por la ventanilla y contestando con monosílabos.
Noah creía que su hijo se relajaría al llegar a la bodega, pero se había equivocado: estaba más irascible que nunca. Era como si quisiera castigarlo con su mal comportamiento.
Relajó el entrecejo y sonrió al pensar en cómo había reaccionado Sheila ante la impertinencia de su hijo. Estaba maravillado por la maestría con que lo había puesto en su sitio. Tenía la impresión de que él no podría controlar nunca a Sean. Era evidente que el chico necesitaba una madre, había sido un estúpido al creer que podría educarlo por su cuenta. No pudo evitar recordar lo que le había dicho Ben dieciséis años atrás:
“Si quieres criar a tu hijo solo, es que eres más imbécil de lo que pensaba.”
Un portazo lo distrajo de sus pensamientos, y se volvió para ver a Sean saliendo furioso de la casa. Obviamente, se había producido otra discusión, y su hijo había vuelto a perder la batalla.
Noah sacudió la cabeza mientras lo veía alejarse y volvió a pensar en Sheila. Debía reconocer que tenía más agallas de lo que parecía a primera vista. Además de ser extremadamente atractiva, había demostrado que era independiente e inteligente.
Se pasó una mano por el pelo y se preguntó si no habría cometido un error al ir a verla. La había encontrado más enigmática de lo que recordaba, y tenía la impresión de que la bodega incendiada añadía vulnerabilidad a sus ojos grises. Había ido a Cascade Valley para decirle que se había enterado de que su padre había provocado el incendio, pero sentía el impulso de protegerla. Cuanto más estaba con ella, menos le apetecía hablar del asunto.
El informe de Anthony Simmons era breve y conciso. Aunque no había hallado pruebas concretas de que Oliver fuera el incendiario, acusaba al padre de Sheila. Noah sabía que la compañía de seguros llegaría a la misma conclusión. Según el detective, en base a pruebas circunstanciales se podía demostrar que Oliver Lindstrom había provocado el incendio de Cascade Valley con la esperanza de cobrar el seguro para pagar la deuda que había contraído con Wilder Investments. Lamentablemente, Lindstrom había caído en su propia trampa y había muerto asfixiado por el humo.
A Noah se le revolvía el estómago al pensar en la posibilidad de que Sheila tuviera alguna relación con el incendio. Se preguntaba si habría sido cómplice de su padre o si, como afirmaba, sólo estaba buscando una solución a su problema. Según Simmons, había sido amable, pero no se había mostrado muy dispuesta a colaborar con la investigación y había puesto muchos reparos para hablar de cualquier asunto personal. El detective estaba convencido de que ocultaba algo, pero Noah no pensaba igual. Aun así, debía contarle lo de su padre y ver cómo reaccionaba ante la noticia. No iba a ser fácil; de todas maneras, Sheila salía perdiendo. Si ya sabía que su padre era un farsante, en el mejor de los casos quedaría como una mentirosa y, en el peor, como cómplice; si no lo sabía, sus sueños y el respeto que sentía por el difunto quedarían destrozados. Y no cabía duda era de que lo culparía a él por haber sacado a relucir los trapos sucios de Oliver.
Mientras volvía al patio, Noah trató de encontrar una forma de ayudarla sin hacerle daño.