Ocho

Noah caminaba por el patio de un lado a otro. Tenía surcos en la frente por la tensión del día. Eran casi las diez; había anochecido hacía más de una hora, y Sean aún no había regresado. Al parecer, había retomado su costumbre de desaparecer sin avisar.

Emily ya se había ido a dormir. Había estado muy callada desde que había oído el comentario de Sean, y ni siquiera había protestado cuando le habían dicho que era hora de que se fuera a la cama. A Sheila le partió el corazón oírla analizar la situación.

– Sean me odia, pero no porque no tiene madre; me odia porque odia a todo el mundo.

– Sólo está tratando de descubrir quién es.

– Eso es absurdo. Es Sean. Sencillamente, me odia.

– Tal vez se odie a sí mismo.

A Emily no la había convencido el argumento de su madre, y se negó a dormir con su peluche favorito.

– No lo necesito. Los muñecos son para los niños pequeños.

Sheila no insistió, pero le dejó el juguete en la mesilla.

– Por si cambias de opinión -dijo. Acto seguido, le dio un beso de buenas noches, salió de la habitación y fue directamente al patio.

– ¿Cómo está Emily? -preguntó Noah.

– Creo que bien.

– ¿Qué le pasaba?

– La ha ofendido que Sean piense que es una niña pequeña, y está convencida de que tiene que madurar en una sola noche.

– El que tiene que madurar es mi hijo. Sinceramente, empiezo a pensar que no madurará nunca.

– Tranquilo, madurará.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque no tendrá más remedio.

– ¿Por qué estás tan segura? ¿Cómo sabes que no es un delincuente en potencia?

Sheila sonrió.

– No es mal chico -contestó-. Lo único que le pasa es que no está seguro de sí mismo.

– Pues a mí me ha parecido todo lo contrario.

– Eso es exactamente lo que pretende.

Noah se sentó junto a ella, le puso una mano en la pierna y le besó la frente.

– ¿Cómo ha hecho una mujer tan hermosa como tú para volverse tan sabia?

– ¿Has olvidado cómo eras cuando ibas al instituto? -replicó ella.

– Hago lo imposible por no recordarlo.

– Venga, reconoce que hiciste sudar tinta a tus padres.

– No recuerdo haber sido tan problemático como Sean.

– Quizá eras más listo y no te pillaban.

– Empiezas a parecer muy negativa.

– Sólo soy realista.

– Así que sólo eran negocios, ¿eh? -dijo Sean, saliendo de las sombras.

Noah se puso tenso y volvió la cabeza hacia su hijo.

– Ya era hora de que volvieras. ¿Dónde estabas?

– Por ahí.

– Empezaba a preocuparme.

– Sí, ya veo lo preocupado que estabas -espetó Sean, antes de lanzar una mirada acusatoria a Sheila-. Me has dicho que sólo erais socios.

– Te he dicho que éramos socios y que no creía que tu padre te hubiera traído para que recibieras orientación pedagógica. Debería haber añadido que tu padre y yo somos amigos.

– Sí. Muy buenos amigos.

– ¡Ya basta, Sean! -Gritó Noah, poniéndose en pie-. Pídele disculpas a Sheila.

– ¿Por qué?

– ¿Necesitas que te lo explique?

Al ver la severidad con que su padre lo miraba, el chico se dio cuenta de que no tenía escapatoria y balbuceó una disculpa rápida antes de entrar en la casa.

– Lo llevaré a su habitación -dijo Sheila-. Hay una cama en el despacho de mi padre.

– No, déjame a mí. Tenemos unas cuantas cosas que aclarar. No voy a seguir soportando su actitud.

Noah se pasó una mano por la nuca y fue detrás de su hijo.

Minutos después, los gritos se filtraban por las gruesas paredes de la casa. Sheila se puso a lavar los platos en el patio y trató de no escuchar la acalorada discusión. Hacía un calor bochornoso, y se recogió el pelo en un moño antes de llevar los platos de nuevo a la casa.

Noah y Sean seguían discutiendo, pero habían suavizado el tono. Para darles más intimidad, Sheila abrió el grifo e hizo ruido con los platos en la cocina. Como no era suficiente, encendió la radio y se puso a tararear la canción que estaba sonando para tratar de no pensar en lo mal que se llevaba Noah con su hijo. Estaba tan concentrada que no notó que éste había entrado en la cocina.

El se apoyó en el quicio de la puerta y la observó trabajar. Le parecía la mujer más hermosa del mundo.

– ¿No tienes lavavajillas? -preguntó.

Ella se echó a reír.

– Sí, pero no funciona.

– ¿No se puede arreglar?

Sheila tomó un trapo para secarse las manos y se volvió a mirarlo.

– Supongo que sí.

– ¿Pero no has llamado al técnico?

– Aún no.

– ¿Por qué?

– Porque me encanta lavar los platos a mano -contestó con sarcasmo.

– Estás esperando el dinero del seguro, ¿verdad?

– Sí. En este momento, el lavavajillas puede esperar. Además, Emily y yo no usamos muchos platos, así que tampoco es mucho trabajo.

– Esa filosofía te enviará al siglo XIX.

– Esa filosofía me mantendrá libre de deudas, al menos durante un tiempo.

A Sheila se le nublaron los ojos de preocupación. La mejor manera de resolver sus problemas consistía en poner a Noah al tanto del estado desastroso de la bodega. Dejó el paño en el respaldo de una silla y tomó Noah de la mano.

– Te había prometido una visita guiada -añadió.

– Se me ocurren cosas más interesantes que hacer.

Ella lo tomó de la mano y lo guió a la entrada de la casa.

– Olvídalo. Ahora que te tengo en mi territorio, te enseñaré de qué hablo exactamente.

– Empecemos por las relaciones públicas.

– ¿Relaciones públicas en una bodega?

– No es cualquier bodega. Esto es Cascade Valley, la mejor bodega del noroeste. Mi padre opinaba que los clientes eran lo más importante y se ocupaba de que se los tratase como reyes.

Sheila lo llevó por un camino asfaltado que iba de la casa a los jardines de la finca. El aire olía a pino y a lilas. Aunque el césped estaba crecido, Noah tenía que reconocer que el terreno estaba muy cuidado.

– Parece que tu padre invirtió mucho tiempo y dinero en agradar a los turistas. – comentó.

– Pero valió la pena. Eran nuestra mejor propaganda.

– ¿Qué tipo de visitas guiadas daba tu padre?

– Al principio no eran nada fuera de lo común: un empleado enseñaba las instalaciones y los alrededores a los turistas. Pero al ver que la gente se interesaba cada vez más, mi padre contrató a una mujer para que repartiera folletos con información sobre la bodega e hiciera de guía todas las tardes de verano.

Sheila señaló una pequeña laguna que resplandecía a la luz de la luna.

– Mi padre construyó el estanque hace unos seis años -continuó-. Después añadió los senderos de gravilla por el bosque y, más tarde, las mesas con bancos adosados.

– Me sorprende que no regalara botellas de cabernet sauvignon.

– No tienes un buen concepto de mi padre. ¿Verdad?

– No lo conocía.

– Pero no dejas de criticarlo.

Noah le soltó la mano y se rascó la barbilla. No sabía cómo explicarle que había provocado el incendio porque quería cobrar el seguro para pagar sus deudas.

– No lo cuestiono como persona -puntualizó, eludiendo el asunto-. Sólo critico algunas de sus estrategias comerciales. La publicidad es necesaria, pero no si se come beneficios de la empresa. Si tu padre le hubiera prestado menos atención a los visitantes y se hubiera preocupado más por la rentabilidad, tal vez no hubiera tenido que pedir dinero prestado a Wilder Investments.

– El motivo por el que pidió el dinero no tiene nada que ver con los turistas ni con el estanque; eso se pagó con las ventas de la tienda de regalos. Un verano, mi padre hizo una encuesta entre todos los que habían venido y comprobó que cerca del setenta por ciento de los visitantes compraban más de una botella de Cascade Valley al mes.

– ¿Y el treinta por ciento restante?

– No lo sé.

– ¿Crees que esa gente compraba vuestros productos por el estanque y las mesas?

– No, pero…

– Por supuesto que no. Probablemente habrían comprado el vino sin toda esta parafernalia. Habría sido mejor invertir el dinero en producción e investigación, y hasta en publicidad. No niego que los jardines impresionan mucho, pero lo que cuenta es la calidad del producto. ¿No habría sido más inteligente usar este terreno para el cultivo?

– No sé si la tierra es buena…

– Pues averígualo.

Sheila estaba cada vez más enfadada.

– Creo que no lo entiendes, Noah -dijo-. No sólo vendemos el mejor vino de la costa oeste; también creamos una imagen. No competimos con el vino de brik; nuestros competidores son los mejores vinos europeos del mercado. Todos los veranos organizamos una cata de nuestros productos e invitamos al público. Presentamos las nuevas variedades, invitamos a famosos y difundimos la idea de que Cascade Valley vende vinos de calidad a un precio razonable.

– Suena muy caro.

– Lo es, pero conseguimos llamar la atención de los medios de comunicación nacionales, y no nos podemos permitir perder esa publicidad.

– Pero no he visto que la prensa nacional os hiciera mucho caso en los últimos años.

– Es verdad. Mi padre tenía miedo. Con el escándalo de las botellas adulteradas de Montana y los problemas con la vendimia por la nevada, creyó que era mejor que Cascade Valley no llamara la atención durante un tiempo. Esperaba volver este año a la situación anterior.

– ¿Cómo?

– Con la presentación de nuestro cabernet sauvignon crianza.

– ¿Y eso era una novedad?

– Para Cascade Valley, sí. Podría ser un adelanto importantísimo.

– ¿Por qué no me hablas un poco más sobre ese vino?

– Ahora no. Cuando venga Dave Jansen el lunes, te contará todo lo que quieras saber. Puedes quedarte hasta el lunes, ¿verdad?

Sheila esperaba que dijera que sí. Se moría de ganas de que se quedara con ella.

– ¿Es importante?

– Sí. Creo que deberías ver con tus propios ojos…

Noah le acarició los hombros.

– Me refería a si era importante que me quedara contigo.

– Me alegro de que estés aquí, Noah -reconoció ella-. Y no sólo me gustaría que te quedaras para evaluar los daños del incendio; quiero que te quedes conmigo. Quiero que te quedes por mí.

A la propia Sheila la sorprendió su confesión. Después de lo que había pasado, creía que ya no necesitaba el abrazo de un hombre. No había imaginado que reconocería lo mucho que deseaba a alguien, porque creía que había perdido la capacidad de desear. Pero se había equivocado. El hombre que le estaba acariciando los hombros la había hecho cambiar de opinión sobre muchas cosas, entre ellas el amor. Aunque no se lo podía decir, sabía que quería a Noah más de lo que había querido a ningún hombre.

– Me quedo -susurró él-. Quiero estar contigo, preciosa.

Sheila suspiró conmovida. Noah le soltó el pelo, le besó los párpados, la abrazó por la cintura para atraerla hacia sí, le pasó la lengua por el cuello hasta hacerla temblar y siguió subiendo para devorarle la boca con un beso apasionado.

Ella gimió y se entregó al placer del momento. Noah se inclinó suavemente contra ella hasta que el peso de su cuerpo la obligo a tumbarse en el suelo, entre los pinos.

Sheila disfrutó al sentir el contacto frío del césped en su espalda. Los besos de Noah avivaban la llama de un deseo que no conocía límites.

– Hazme el amor -suplicó.

El se apartó lentamente para desabotonarle la camisa y besarla entre los senos.

– Creía que me iba a volver loco -confesó, mirándole el pelo a la luz de la luna-. Me moría por volver a verte.

– ¿Y por qué no has venido antes?

– Dijiste que necesitabas tiempo. No quería presionarte para hacer nada de lo que te pudieras arrepentir.

– Jamás me arrepentiría de estar contigo. ¿Has venido porque creías que podía haber tomado una decisión sobre nuestra relación?

– No; he venido porque no podía esperar más.

Noah no había mentido al decir que estaba desesperado por volver a verla, pero había omitido decir que también había ido para hablarle del informe de Anthony Simmons, que llegaba a la conclusión de que Oliver había provocado el incendio. No sabía cómo se lo iba a contar. Se prometió que cuando surgiera el tema, encontraría una forma de darle la noticia. En ese momento, bajo la luz de las estrellas, sólo podía pensar en lo mucho que la deseaba. Le empezó a acariciar el cuello con la yema de los dedos, pero Sheila le sujetó la mano para detenerlo.

– No puedo pensar cuando me tocas así.

– No pienses -contestó él.

– ¿Por qué no podías esperar?

– Tenía que volver a verte.

A ella se le dibujó una sonrisa.

– Es igual -dijo, besándole la mano-. Lo único que importa es que ahora estás aquí.

– Oh, Sheila.

Noah se maldijo en silencio. Lo atormentaba la idea de hacerle el amor sin decirle lo que sabía sobre ella, su padre y el incendio.

– En otro momento -se prometió.

– ¿Qué dices? ¿De qué hablas?

– De nada que no pueda esperar.

El beso la convenció de que no tenía nada que temer. Se sentía protegida entre los brazos de Noah. El levantó la cabeza para mirarla a los ojos mientras le quitaba el sujetador y lo arrojaba a un lado.

Sheila tenía los senos endurecidos por la pasión que se había desatado en su interior. Resplandecían en la oscuridad como dos globos blancos, pequeños, firmes y perfectamente proporcionados con su cuerpo Noah le acarició los pezones antes de bajar la cabeza para desesperarla aún más con la dulce tortura de su lengua, labios y dientes

– Eres preciosa -suspiró, mirándola a ojos.

Acto seguido le tomó una mano, se la llevó a la cremallera de los pantalones y añadió:

– Desnúdame y déjame hacerte el amor hasta el amanecer.

– Nada me gustaría más.

A pesar de 1o que había dicho, Sheila apartó la mano. El se la volvió a tomar y se la introdujo debajo del jersey para que le acariciara el pecho.

– Confía en mí -le susurró al oído-. Vamos, mi amor, quítame la ropa y demuéstrame que me deseas.

– Noah…

– Te ayudaré.

Se quitó el jersey y la miró con los ojos encendidos de pasión y una sonrisa pícara.

– Ahora te toca a ti -añadió.

Sheila le acarició los pectorales y le pasó Los dedos por las tetillas, haciéndolo gemir de placer. Le deslizó una mano por el torso hasta el cinturón. Con cualquier otro se habría sentido cohibida, pero su amor por aquel hombre la liberaba de cualquier tipo de inhibición.

Noah tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para reprimir el impulso de quitarse la ropa que le quedaba. Quería que aquella noche fuera tan importante para ella como lo era para él. Quería amarla como no la habían amado nunca. Quería tomarse tiempo para descubrirle el placer.

– Quítamelos -le suplicó.

Como una niña obediente, Sheila le quitó el cinturón y lo tiró por el aire antes de bajarle la cremallera lentamente.

– Ya veo que te gusta torturarme -gruñó, desesperado-. Pues te advierto que lo lamentarás.

Noah hizo un esfuerzo sobrehumano para mantener la calma mientras la sometía al dulce tormento de desvestirla entre caricias y miradas seductoras. Después de quitarle los vaqueros muy despacio, le introdujo los dedos entre las piernas y le besó los senos. Sheila arqueó la espalda y soltó un gemido de placer. Le acarició la espalda y se apretó contra él, demostrándole cuánto lo deseaba.

– Por favor…

La súplica desesperada puso fin al juego previo. Noah se rindió a sus impulsos y se situó encima para unirse a ella en cuerpo y alma. Cegado por la pasión, arremetió dentro de ella una y otra vez hasta arrastrarla al orgasmo. Al verla retorcerse de placer alcanzó el clímax y se dejó caer sintiéndose lleno y agradecido.

Mientras recuperaban el aliento permanecieron abrazados, con la esperanza de capturar para siempre aquel momento de exquisita unión.

Sheila no pudo reprimir la necesidad de pronunciar palabras de amor y confesar secretos que merecían ser contados.

– Noah… Yo…

– Chist. No digas nada. Escucha los ruidos de la noche -le susurró él al oído.

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