Uno

Estaba solo, ojeando el horizonte con sus vibrantes ojos azules como si buscara algo o a alguien. La fría niebla matinal en las aguas grises de la bahía Elliot dificultaba la visión, pero el hombre solitario de hombros anchos no parecía notarlo. Unos surcos le hendían la frente, y la brisa del Pacífico le agitaba un mechón de pelo; a Noah Wilder no le importaba. Aunque sólo tenía puesto un traje de chaqueta, el viento helado que soplaba en Puget Sound no bastaba para enfriar la ira y la frustración que lo consumían.

Al darse cuenta de que había pasado demasiado tiempo mirando el agua empezó a caminar por el muelle, de regreso a un trabajo que casi no podía soportar. Mientras seguía hacia el sur apretó los dientes con determinación, y trató de aplacar la rabia y el miedo que lo desgarraban. Media hora antes lo habían avisado de que su hijo había desaparecido del colegio. No era la primera vez que pasaba. Noah se negaba a pensar en lo peor; ya se había acostumbrado a que su hijo odiaba el colegio, sobre todo aquel al que lo habían transferido dos meses antes, y esperaba que Sean no estuviera en peligro ni tuviera problemas reales.

En el camino de regreso a la oficina sólo se detuvo para comprar el periódico. A pesar de que sabía que era un error, lo abrió por la sección de economía y encontró el artículo en la cuarta página. Esperaba que el interés por el escándalo hubiera desaparecido con el paso del tiempo. Estaba equivocado.

– Maldición -farfulló mientras leía.

Durante las cuatro semanas que habían pasado desde el incendio, Noah había tenido tiempo más que suficiente para maldecir a su padre una infinidad de veces. Y aquel día no era la excepción. En realidad, el incendio y el escándalo que lo rodeaba sólo eran dos de los problemas de una larga lista que parecía crecer a diario. El incendio y la sospecha de que había sido provocado, le complicaban las cosas, y Noah sabía que hasta que todo el asunto estuviera resuelto seguiría padeciendo muchas horas en el despacho y pasando incontables noches sin dormir. Había tenido la mala suerte de que el incendio se declarase mientras su padre estaba fuera del país. Pensar en Ben Wilder lo hizo fruncir más el ceño.

La mañana seguía cargada de niebla, y el olor del mar impregnaba el aire. Los rayos de sol que se filtraban entre las nubes se reflejaban en los charcos, pero Noah estaba demasiado preocupado con sus pensamientos oscuros para notar la promesa de primavera en el ambiente.

Se oyó un claxon, y un conductor le gritó indignado cuando cruzó la calle con el semáforo en rojo. Noah hizo caso omiso y siguió avanzando hacia el edificio de cemento y acero que albergaba Wilder Investments, la próspera empresa de su padre. No pudo evitar volver a maldecirlo por haber elegido un momento tan inoportuno para irse a México a recuperarse, dejándolo a cargo de los problemas de la empresa. De no haber sido por el infarto que había sufrido Ben, Noah habría vuelto a Pórtland, y quizá Sean no hubiera desaparecido del colegio.

Pensar en la rebeldía de su hijo le daba dolor de estómago. Desafortunadamente, no podía culpar a nadie más que a sí mismo por la actitud de Sean. Sabía que no debería haber dejado que Ben lo convenciera para hacerse cargo de Wilder Investments, aunque fuera durante poco tiempo; había sido un error, y Sean estaba pagando las consecuencias. Maldijo entre dientes y se golpeó la pierna con el periódico. Si en Pórtland le había costado criar solo a un hijo, en Seattle, y con los problemas que acarreaba la dirección de la empresa, le resultaba prácticamente imposible tener tiempo para Sean.

Abrió la puerta del edificio Wilder y avanzó rápidamente por el vestíbulo. No había casi nadie, porque era muy temprano, y Noah se alegró de ir solo en ascensor, porque aquella mañana no estaba de humor para hablar con los empleados de la corporación multimillonaria de su padre. Cualquier cosa que le recordara a Ben lo pondría aún más furioso.

Después de pulsar el botón para ir a la trigésima planta echó un vistazo a los titulares de la sección de economía del periódico y releyó el principio del artículo que le había estropeado la mañana. Se le hizo un nudo en la garganta al ver el titular: “Quemado: Wilder Investments bajo sospecha de fraude de seguros”. Apretó los dientes y trató de controlar la ira, mientras leía el primer párrafo, que era aun más condenatorio.

“Noah Wilder, presidente interino de Wilder Investments -decía el texto-se ha negado a hacer comentarios sobre el rumor de que Wilder Investments podría haber incendiado intencionadamente la bodega Cascade Valley. El fuego comenzó en el ala oeste del edificio principal y le costó la vida a un hombre, Oliver Lindstrom, socio de Wilder Investments.”

El ascensor se detuvo, y Noah apartó la vista del exasperante artículo. Ya lo había leído, y lo único que había conseguido era frustrarse más con su padre y su decisión de quedarse más tiempo en México. Para complicar las cosas, Sean se había escapado del colegio, y no lo podían encontrar; cualquiera sabía dónde se había metido.

Noah se mordió el labio y se prometió que, fuera como fuera, encontraría la manera de obligar a Ben a volver a Seattle y retomar el control de Wilder Investments. No tenía alternativa: Sean era lo más importante.

Salió del ascensor y, de camino al despacho de su padre, se detuvo brevemente ante la mesa de Maggie.

– A ver si consigues que Ben conteste al teléfono -le pidió con una sonrisa forzada.

Acto seguido, entró en el amplio despacho donde se tomaban las grandes decisiones de Wilder Investments. Dejó el periódico en la mesa de roble, se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el respaldo del sofá.

Los ventanales de detrás de la mesa daban a Pioneer Square, una de las zonas más antiguas y de mayor prestigio de Seattle. Más allá de los edificios se veían las aguas grises del Puget Sound y, a lo lejos, las imponentes montañas Olympic. En los días despejados parecían una valla nevada del Pacífico; aquel día apenas eran sombras fantasmales en la niebla.

Después de echar un vistazo al paisaje, Noah se sentó en la silla de su padre, se pasó una mano por el pelo y cerró los ojos para tratar de aclararse la mente. No se le ocurría dónde podía estar Sean.

Sacudió la cabeza y abrió los ojos para ver el periódico con la fotografía de la bodega quemada. Lo último que quería hacer aquella mañana era pensar en el incendio. Se sospechaba que había sido intencionado; había muerto un hombre, y Cascade Valley, la bodega más importante del noroeste, estaba paralizada y en medio de una contienda judicial por el pago del seguro. Noah se preguntaba cómo había podido tener la mala suerte de quedar atrapado en aquel embrollo.

El timbre del intercomunicador interrumpió sus cavilaciones.

– Tengo a tu madre por la línea dos -dijo Maggie.

– Quería hablar con Ben, no con mi madre.

– No he conseguido dar con él, y no imaginas lo que me ha costado encontrar a Katherine. Debe de ser el único teléfono en ese pueblo de mala muerte.

– Tienes razón, Maggie. Perdona el tono. Hablaré con mi madre.

Sabía que, aunque estuviera furioso con su padre y consigo mismo, no tenía derecho a maltratar a Maggie. Antes de ponerse al teléfono, se armó de paciencia y se dispuso a escuchar las excusas que utilizaría su madre para disculpar a Ben. Respiró profundamente y trató de sonar tan natural y afable como pudiera.

– Hola, madre. ¿Cómo estás?

– Bien -contestó ella-. Aunque tu padre no se encuentra nada bien.

Noah tensó la mandíbula, pero mantuvo el tono amable.

– Me gustaría hablar con él -dijo.

– Lo siento, Noah, pero no puede ser. Ahora está descansando.

Mientras escuchaba la voz monocorde con que su madre le describía el estado de salud de Ben, Noah se arremangó la camisa y empezó a caminar delante de la mesa. Se pasó una mano por la nuca y tensó los dedos alrededor del auricular. El tono de su madre lo ponía histérico; podía imaginar la expresión fría que tenía en la cara mientras le hablaba desde más de cinco mil kilómetros de distancia. Era obvio que Katherine estaba protegiendo a su marido contra las exigencias de su hijo.

– Como comprenderás -continuó ella-, parece que no tenemos más alternativa que quedarnos en Guaymas dos o tres meses más.

– ¡No puedo esperar tanto!

– Me temo que no tienes elección, Noah. Todos los médicos coinciden en que tu padre está demasiado enfermo para soportar el viaje a Seattle. No podría hacerse cargo de la empresa de ninguna manera. Tendrás que esperar un poco más.

– ¿Qué hay de Sean? -replicó él, indignado.

Al ver que no obtenía respuesta, respiró profundamente y trató de sonar más calmado.

– Déjame hablar con Ben -añadió.

– ¿No has oído lo que te he dicho? Tu padre está descasando y no puede ponerse al teléfono.

– Necesito hablar con él. Esto no formaba parte del trato.

– Tal vez más tarde…

– ¡Ahora! -gritó, sin poder ocultar su exasperación.

– Lo siento, Noah. Te llamaré más tarde.

– No cuelgues…

Se oyó un clic al otro lado de la línea, y se cortó la comunicación.

Noah colgó el auricular furioso, se dio un puñetazo en la palma de la mano y soltó una riada de insultos contra su padre, pero sobre todo contra sí mismo. No entendía cómo había podido ser tan crédulo para haber aceptado dirigir la empresa mientras Ben se recuperaba de su ataque al corazón. Se había dejado llevar por la emoción y había tomado la peor decisión posible. No acostumbraba a dejar que los sentimientos influyeran en sus decisiones, y menos desde la última vez que se había dejado influir, dieciséis años antes. Sin embargo, se había dejado afectar por la salud delicada de su padre. Sacudió la cabeza ante su propia insensatez. Era un imbécil.

Maldijo en voz alta.

– ¿Has dicho algo? -preguntó Maggie, entrando en el despacho con su eficacia habitual.

– No, nada.

Noah se desplomó en la silla de su padre y trató de aplacar su ira.

La secretaria esbozó una sonrisa cómplice y, mientras dejaba la correspondencia en la mesa, dijo:

– Mejor.

– ¿Qué es todo eso? -preguntó él, mirando los sobres con el ceño fruncido.

– Lo de siempre, salvo por la carta que está encima. Es de la compañía de seguros.

Creo que deberías leerla.

Noah lanzó una mirada de disgusto al documento en cuestión, pero suavizó la expresión al volver a mirar a Maggie. Ella notó el cambio, y no pudo ocultar su inquietud.

– ¿Podrías llamar a Betty Averili, de la oficina de Portland? -dijo él-. Dile que no volveré tan pronto como había pensado, y que envíe aquí todo lo que Jack o ella no puedan resolver. Si tiene alguna duda, que me llame.

– ¿Tu padre no va a volver cuando estaba previsto?

Normalmente, Maggie no se entrometía, pero aquella vez no lo había podido evitar. Últimamente, Noah había estado muy raro, y estaba segura de que era culpa del testarudo de su hijo. El chico tenía dieciséis años y no dejaba de causar problemas.

– Parece que no -contestó.

– O sea, ¿que te quedarás un par de meses?

– Eso parece.

– Si vas a quedarte al frente de Wilder Investments…

– Sólo temporalmente

Maggie se encogió de hombros.

– Es igual, de todas maneras deberías leer la carta de la compañía de seguros -dijo.

– ¿Tan importante es?

– Podría serlo. Tú decides.

– De acuerdo, le echaré un vistazo.

La secretaria se dio la vuelta, pero antes de que pudiera salir del despacho, Noah la llamó.

– Ah, Maggie, ¿puedes hacerme un favor?

Ella asintió.

– Llama a mi casa cada media hora -añadió Noah-. Y sí por casualidad te contesta mi hijo, házmelo saber de inmediato. ¡Quiero hablar con él!

– De acuerdo.

Maggie esbozó una sonrisa triste y se marchó. En cuanto estuvo solo, Noah tomó la carta de la compañía de seguros.

– A ver de qué se trata -farfulló, mientras le echaba una ojeada-. ¿Qué es esto? “Impago de indemnización”, “conflicto de intereses”, “demanda del beneficiario” y “bodega Cascade Valley”. ¡Maldición!

Noah arrojó la carta hecha un bollo a la papelera y llamó a Maggie por el intercomunicador.

– Ponme con el director de Pac-West Insurance -ladró-. ¡Ya!

Lo último que necesitaba era tener más problemas con el seguro de la bodega situada al pie de las montañas Cascade. A pesar de las sospechas de que el incendio había sido provocado, esperaba que la compañía de seguros ya hubiera resuelto el asunto. Al parecer, se había equivocado, y mucho.

– Tienes a Joseph Gallager, director de Pac-West, en la línea uno -anunció Maggie por el intercomunicador.

– Bien.

Noah fue a pulsar el botón para hablar con Gallager, pero se detuvo y se dirigió a su secretaria.

– ¿Sabes cómo se llama el detective privado con el que trabaja mi padre? -preguntó.

– Simmons.

– Ese mismo. En cuanto acabe de hablar con Gallager, quiero hablar con Simmons. Por cierto, ¿has llamado a mi casa?

– Sí. No contestan.

– Sigue intentándolo, por favor.

A Noah se le ensombreció la mirada, y se preguntó dónde estaría Sean. Apartó de su mente los oscuros pensamientos sobre su hijo y volvió a los problemas del trabajo. Con suerte, el director de Pac-West Insurance podría contestar a un par de preguntas sobre el incendio de la bodega y explicar por qué Wilder Investments no había cobrado la indemnización. Si Gallager no respondía, Noah se vería obligado a ponerse en contacto con Anthony Simmons. Aunque odiaba relacionarse con gente como él, no tenía muchas opciones. Si la compañía de seguros se negaba a pagar por la sospecha de intencionalidad en el incendio, tal vez el detective pudiera encontrar al culpable y eliminar cualquier sospecha de que Wilder Investments había tenido algo que ver con el fuego. A menos, desde luego, que Ben supiera algo que le ocultaba a su hijo.

Las oficinas del bufete Fielding e Hijo estaban situadas en un edificio del siglo XIX y tenían una decoración sobria y acogedora. A pesar de las comodidades del despacho, Sheila estaba tensa y le sudaban las manos.

Jonas Fielding se enjugó la frente con un pañuelo. Aquel mes de mayo hacía un calor desacostumbrado en el valle, y la delicada mujer que tenía enfrente lo ponía nervioso. En los ojos grises de Sheila Lindstrom se reflejaba el dolor por la reciente muerte de su padre. Llevaba un traje de chaqueta entallado, pero había en ella cierta inocencia que lo impulsaba a considerarla una niña.

Jonas había ejercido la abogacía durante casi cuarenta años. Aunque podría haberse jubilado años antes, había seguido en el trabajo, y en ocasiones como aquella se lamentaba de no haber dejado el bufete en manos de los socios más jóvenes. Ver a Sheila lo hacía sentirse tan viejo que le pesaban sus setenta años. Con tanto tiempo de ejercicio profesional, debería haberse acostumbrado a lidiar con el dolor de los familiares, pero no se acostumbraba, y menos, cuando el muerto había sido su amigo. Las sucesiones eran una parte deprimente de su trabajo, y prefería delegarlas en los socios más jóvenes. No obstante, en aquel caso era imposible. Oliver Lindstrom había sido su amigo, y conocía a Sheila desde que había nacido, treinta y un años antes.

Jonas carraspeó y se preguntó si el aire acondicionado del edificio funcionaba bien. Los despachos parecían particularmente desapacibles aquella tarde. Se dijo que tal vez fuera su imaginación; tal vez su malestar se debiera a tener que tratar con Sheila. Detestaba aquella parte de su trabajo. Para darse un respiro, se puso en pie y se acercó a la ventana antes de hablar con ella.

– Entiendo que tu padre acaba de morir, y que te superen todo el asunto de la sucesión y las complicaciones con el seguro -dijo-. Pero tienes que afrontar los hechos…

– ¿Qué hechos? -preguntó ella, con voz trémula-. ¿Tratas de decirme algo que ya sé? ¿Que todos creen que mi padre se suicidó?

A Sheila le temblaban las manos. Aunque le costó, mantuvo el aplomo y contuvo las lágrimas.

– Pues yo no me creo ni una palabra de lo que dicen -continuó-. Eras amigo de mi padre. Tú no crees que se suicidara, ¿verdad?

Jonas había estado evitando aquella pregunta. Se frotó las rodillas para ganar tiempo hasta encontrar una respuesta apropiada. No quería ser descortés.

– No lo sé, Sheila -contestó-. Parece increíble… Oliver tenía tantas ganas de vivir… Pero a veces, cuando un hombre está entre la espada y la pared y se siente atrapado en un callejón sin salida, es capaz de hacer cualquier cosa para preservar aquello por lo que ha trabajado durante toda su vida.

Ella cerró los ojos y suspiró. De pronto se sentía pequeña y muy sola.

– De modo que tú también lo crees -dijo-. Como la policía y la prensa, crees que mi padre provocó el incendio y quedó atrapado por error o se quitó la vida.

– Nadie ha insinuado que…

– No hacía falta. Basta con ver la portada del periódico. Han pasado cuatro semanas y sigue siendo un festín para la prensa.

– Mucha gente de la zona trabajaba en Cascade Valley. Desde que cerró la bodega se ha duplicado el desempleo en el valle. Por mucho que te moleste, Cascade Valley es noticia.

– Eso lo entiendo, pero no sé por qué cree todo el mundo que mi padre se suicidó. ¿Por qué iba a hacer una cosa así? ¿Por el dinero?

Jonas se encogió de hombros y volvió a la mesa.

– ¿Quién sabe? Todo lo que se dice es pura conjetura.

– ¡Es difamación! Mi padre era un ciudadano honrado que respetaba la ley, y nada va a cambiar eso. Jamás habría…

A Sheila se le quebró la voz al recordar al hombre que la había criado. Desde que su madre había muerto, cinco años antes, había estado muy unida a su padre. La última vez que lo había visto estaba tan robusto y saludable que le costaba creer que hubiera muerto. Lo había notado distante y preocupado, pero había dado por sentado que se debía a los problemas que atravesaba la bodega en aquel momento. Aun así, estaba segura de que nada de lo que hubiera podido ocurrir en Cascade Valley había sido tan grave para que se suicidara. Oliver era muy fuerte.

Se obligó a sobreponerse. Era demasiado orgullosa para permitir que Jonas Fielding contemplara su dolor.

– ¿Hay alguna manera de que pueda volver a poner en marcha la bodega? -preguntó.

– Lo dudo. La compañía de seguros ha retenido el pago de la indemnización por la posibilidad de que el incendio haya sido provocado. Y me temo que ése no es el único problema.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Has leído los papeles que había en la caja de seguridad de tu padre?

– No. Estaba demasiado enfadada y lo traje todo aquí.

– ¿Sabías que tu padre no era el único dueño de la bodega?

– Sí.

– ¿Conoces al socio de Oliver?

– Lo vi una vez, hace años. Pero ¿que tiene que ver Ben Wilder con todo esto?

– Por lo que sé, cuando Ben y Oliver compraron el negocio hace casi dieciocho años eran socios a partes iguales.

Sheila asintió. Recordaba el día en que su padre había hecho el feliz anuncio de que había comprado la bodega rústica situada al pie de las Cascade.

– Sin embargo -continuó Jonas-, en el transcurso de los últimos años, Oliver se vio obligado a pedir dinero prestado a Wilder Investments para cubrir una serie de gastos, y puso su parte del negocio como aval del préstamo.

– ¿Y tú no sabías nada?

– No. Los abogados de Ben se ocuparon de todo el papeleo. De haber sabido algo, le habría aconsejado a Oliver que no lo hiciera.

Sheila recordó el curso de los acontecimientos de los cinco últimos años y se sintió repentinamente culpable.

– ¿Por qué tuvo que pedir prestado exactamente? -preguntó.

– Por varios motivos. La situación económica se había complicado, y después hubo un problema con unas botellas en Montana. Por lo que he podido ver en la contabilidad, hacía años que las ventas estaban descendiendo.

– Pero no fue sólo por eso, ¿verdad?

Se le secó la boca cuando comprendió que su padre se había endeudado con Ben Wilder por culpa de ella.

A Jonas le daba pánico lo que tenía que decir.

– Tu padre pidió el préstamo hace cuatro años -contestó, confirmando sus sospechas-. Según recuerdo, tuvo varios motivos para hacerlo. El más importante era que quería ayudarte a recuperarte del divorcio con Jeff. Oliver pensaba que debías volver a la universidad y terminar la carrera. No quería que os faltara nada ni a ti ni a Emily.

– Oh, Dios mío.

Sheila cerró los ojos para protegerse de la verdad y se hundió en la silla. Después del divorcio había rechazado el dinero de su padre, pero él no había aceptado su negativa. Era una madre divorciada sin trabajo ni experiencia laboral. Oliver había insistido en que fuera a una universidad privada de California, donde la matrícula y los gastos de manutención de Emily y de ella eran exorbitantes, y la había obligado a aceptar el dinero diciendo que el sol de California la ayudaría a olvidarse de Jeff y del matrimonio infeliz. Sheila había aceptado la ayuda de su padre a regañadientes y se había prometido que se lo devolvería con intereses. Desde entonces habían pasado más de cuatro años, no había podido devolverle ni un centavo, y ya era demasiado tarde: su padre había muerto. Oliver no le había comentado nunca que Cascade Valley tuviera problemas económicos, pero ella tampoco había preguntado como iba el negocio. La sensación de culpa la asfixiaba.

Jonas le dio los papeles de la sociedad. Sheila les echó un vistazo y comprendió que el abogado había hecho una valoración exacta de la situación.

– Si hubiera acudido a mí -dijo Jonas-, yo habría podido evitar este desastre.

– ¿Por qué no te consultaría?

– Por orgullo, supongo. Pero ya es tarde.

– Hay una carta de Wilder Investments reclamando el pago del préstamo.

– Lo sé.

– Pero no está firmada por Ben Wilder. La firma es de…

Sheila se interrumpió y arqueó las cejas al reconocer el nombre.

– Noah Wilder -puntualizó Jonas-. El hijo de Ben.

Ella se quedó pensativa. Noah Wilder siempre había sido un misterio para ella.

– ¿Está al mando de la empresa? -pregunto.

– Temporalmente. Sólo hasta que Ben vuelva de México.

– ¿Has hablado con Ben o con su hijo para preguntarles si podrían considerar una prórroga del préstamo?

Sheila empezaba a digerir la situación.

Sin la ayuda de Wilder Investments, la bodega tendría que cerrar.

– Tengo problemas para localizar a Noah -reconoció el abogado-. No me devuelve las llamadas. Pero no he dejado de insistir con la compañía de seguros.

– Quieres que llame a Wilder Investments?

Sheila se había dejado llevar por el impulso. No sabía por qué se le había ocurrido que Noah la atendería, si Jonas no había conseguido que contestara a sus llamadas.

– No estaría mal -contestó él-. ¿Sabes algo de Wilder Investments?

– Sé que no tiene muy buena fama, si te refieres a eso. Mi padre no dijo nunca nada, pero por lo que he leído diría que la reputación de Wilder Investments es más que dudosa.

– Así es. Durante los diez últimos años, Wilder ha estado en el punto de mira de la justicia. No obstante, jamás se pudo demostrar ninguna acusación contra la empresa. Y, por supuesto, el apellido Wilder ha sido una fuente constante de noticias para la prensa amarilla.

– Lo sé.

– Entonces, ¿te das cuenta de que Wilder Investments y la familia Wilder son…?

– ¿Turbios?

Jonas no pudo evitar sonreír.

– Yo no diría tanto -dijo-, pero no me fiaría de Ben en absoluto. Y tú tampoco deberías. Como única beneficiaria de la herencia de tu padre, serías presa fácil de tipos como Ben.

– Creo que no termino de entender qué insinúas.

– ¿No te has dado cuenta de cuántos negocios poco rentables han sido víctimas de Wilder Investments sólo en el último año? Puedo mencionar una empresa de transporte de Seattle, una compañía de teatro de Spokane y una envasadora de salmón de la Columbia Británica.

– De verdad crees que la familia Wilder quiere Cascade Valley? -preguntó ella, incapaz de ocultar su escepticismo.

– ¿Por qué no? Puede que en los últimos años haya tenido problemas, pero sigue siendo la bodega más grande y prestigiosa del noroeste. Nadie, ni siquiera alguien con el poder y el dinero de Ben Wilder, podría encontrar una situación mejor para una bodega. Puede que tu padre no fuera un buen empresario, pero sabía elaborar y embotellar el mejor vino del país.

– ¿Insinúas que Wilder Investments podría ser responsable del incendio?

– No, o al menos creo que no. Pero lo que importa no es quién prendió el fuego, sino que Wilder es el único que se beneficia con el incendio. Ben no dejaría pasar una oportunidad de oro si se le presentase.

– ¿Y crees que esa oportunidad es hacerse con la totalidad del negocio de la bodega?

– No te quepa duda.

– ¿Qué crees que hará Ben?

Jonas lo pensó un momento.

– A menos que me equivoque -contestó-, creo que se acercará a ti. Me atrevería a decir que querrá comprarte lo poco que te queda. Ten en cuenta que entre las dos hipotecas de la propiedad y lo que se debe a Wilder Investments, posees una parte muy pequeña de la bodega.

– ¿Y crees que debería venderla?

– No, pero ten cuidado y asegúrate de hablar conmigo antes de hacer nada. No me gustaría que Ben Wilder o su hijo te desplumaran.

Sheila no se iba a dejar vencer tan fácilmente.

– No te preocupes, Jonas -dijo-. Pretendo plantar cara a Ben Wilder, o a su hijo, y pienso conservar Cascade Valley. Es lo único que nos queda a Emily y a mí.

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